Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Muchas veces he pensado en esa teoría suya, doctor Balaguer —confesó—. ¿Fue una decisión divina? ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?
El doctor Balaguer se mojó los labios con la punta de la lengua, antes de responder:
—Las decisiones de la divinidad son ineluctables —dijo, con unción—. Debieron tenerse en cuenta sus condiciones excepcionales de liderazgo, de capacidad de trabajo y, sobre todo, su amor por este país.
¿Por qué perdía el tiempo en estas pendejadas? Había asuntos urgentes. Sin embargo, cosa rarísima, sentía necesidad de prolongar esta conversación vaga, reflexiva, personal. ¿Por qué con Balaguer? Dentro del círculo de colaboradores, era con el que menos intimidades había compartido. No lo había invitado jamás a las cenas privadas de San Cristóbal, en la Casa de Caoba, donde corría el licor y se cometían a veces excesos. Tal vez porque, entre toda la horda de intelectuales y literatos, era el único que, hasta ahora, no lo había decepcionado. Y por su fama de inteligente (aunque, según Abbes García, circundaba al Presidente un aura sucia).
—Mi opinión sobre intelectuales y literatos siempre ha sido mala —volvió a decir—. En el escalafón, por orden de méritos, en primer lugar, los militares. Cumplen, intrigan poco, no quitan tiempo. Después, los campesinos. En los bateyes y bohíos, en los centrales, está la gente sana, trabajadora y con honor de este país. Después, funcionarios, empresarios, comerciantes. Literatos e intelectuales, los últimos. Después de los curas, incluso. Usted es una excepción, doctor Balaguer. ¡Pero, los otros! Una recua de canallas. Los que más favores recibieron y los que más daño han hecho al régimen que los alimentó, vistió y llenó de honores. Los chapetones, por ejemplo, como José Almoina o Jesús de Galíndez. Les dimos asilo, trabajo. Y de adular y mendigar pasaron a calumniar y escribir vilezas. ¿Y Osorio Lizarazo, el cojo colombiano que usted trajo? Vino a escribir mi biografía, a ponerme por las nubes, a vivir como rey, regresó a Colombia con los bolsillos repletos y se volvió antitrujillista.
Otro mérito de Balaguer era saber cuándo no hablar, cuándo volverse una esfinge ante la que el Generalísimo podía permitirse estos desahogos. Trujillo calló. Escuchó, tratando de detectar el sonido de esa superficie metálica, con líneas paralelas y espumosas, que divisaba por los ventanales. Pero no alcanzó a oír el murmullo marino, apagado por motores de automóviles.
—¿Usted cree que Ramón Marrero Aristy traicionó? —preguntó abruptamente, tornando a la quieta presencia en participante del diálogo—. ¿Que dio a ese gringo de The New York Times información para que nos atacara?
El doctor Balaguer nunca se dejaba sorprender por esas súbitas preguntas de Trujillo, comprometedoras y peligrosas, que a otros arrinconaban. Él tenía un atajo para estas ocasiones:
—Él juraba que no, Excelencia. Con lágrimas en los ojos, sentado ahí donde está usted, me juró por su madre y todos los santos que no fue el informante de Tad Szulc.
Trujillo reaccionó con un ademán irritado:
—¿Iba a venir aquí Marrero a confesarle que se vendió? Le pregunto su opinión. ¿Traicionó o no?
Balaguer sabía también cuándo no quedaba más remedio que lanzarse al agua: otra virtud que el Benefactor reconocía en él.
—Con dolor de mi alma, por el aprecio intelectual y personal que sentí por Ramón, creo que sí, que fue quien informó a Tad Szulc —dijo, en voz muy baja, casi imperceptible—. Las evidencias eran abrumadoras, Excelencia.
A esa misma conclusión había llegado él también. Aunque en treinta años en el gobierno —y antes, cuando era guardia constabulario, y todavía antes, de capataz de ingenios— se había habituado a no perder el tiempo mirando atrás y lamentándose o felicitándose por las decisiones ya tomadas, lo ocurrido con Ramón Marrero Aristy, ese «ignorante genial» como lo llamaba Max Henríquez Ureña, a quien llegó a tener verdadero aprecio, ese escritor e historiador al que cubrió de honores, dinero y cargos —columnista y director de La Nación y ministro de Trabajo—, y cuyos tres volúmenes de Historia de la República Dominicana costeó de su bolsillo, volvía a veces a su memoria, dejándole un sabor ceniza en la boca.
Si por alguien hubiera metido sus manos al fuego era por el autor de la novela dominicana más leída en el país y el extranjero —Over, sobre el Central Romana—, traducida incluso al inglés. Un trujillista indoblegable; como director de La Nación lo demostró, defendiendo a Trujillo y al régimen con ideas claras y aguerrida prosa. Un excelente ministro de Trabajo, que se llevó de maravilla con sindicalistas Y patronos. Por eso, cuando el periodista Tad Szulc de The New York Times, anunció que venía a escribir u nas crónicas
sobre el país, encomendó a Marrero Aristy que lo acompañara. Viajó con él por todas partes, le consiguió las entrevistas que pedía, incluida una con Trujillo. cuando Tad Szulc regresó a Estados Unidos, Marrero Aristy lo escoltó hasta Miami. El Generalísimo nunca esperó que los artículos en The New York Times fueran una apología de su régimen. Pero tampoco que estuvieran dedicados a la corrupción de «la satrapía trujillista», ni que Tad Szulc expusiera con semejante precisión datos, fechas, nombres y cifras sobre las propiedades de la familia Trujillo, y los negocios con que habían sido favorecidos parientes, amigos y colaboradores. Sólo Marrero Aristy podía haberlo informado. Estuvo seguro de que su Ministro de Trabajo no volvería a poner los pies en Ciudad Trujillo. Lo sorprendió que, desde Miami, mandara una carta al diario neoyorquino desmintiendo a Tad Szulc, y aún más que tuviera la audacia de volver a la República Dominicana. Compareció en el Palacio Nacional. Lloró que era inocente; el yanqui burló su vigilancia, conversó a ocultas con adversarios. Fue una de las pocas veces que Trujillo perdió el control de sus nervios. Asqueado con los lloriqueos, le soltó una bofetada que lo hizo trastabillar y enmudecer. Retrocedía, espantado. Lo echó a carajos, llamándolo traidor, y, cuando el jefe de los ayudantes militares lo mató, ordenó a Johnny Abbes que resolviera el problema del cadáver. El 17 de julio de 1959 el ministro de Trabajo y su chofer se deslizaron por un precipicio en la cordillera Central, cuando iban rumbo a Constanza. Se le hicieron exequias oficiales, y, en el cementerio, el senador Henry Chirinos destacó la obra política del finado, y el doctor Balaguer hizo el panegírico literario.
—A pesar de su traición, me apenó que muriera —dijo Trujíllo, con sinceridad—. Era joven, apenas cuarenta y seis años, hubiera podido dar mucho de s' 1.
—Las decisiones de la divinidad son ineluctables —repitió, sin pizca de ironía, el Presidente.
—Nos hemos apartado de los asuntos —reaccionó Trujillo—. ¿Ve alguna posibilidad de que se arreglen las cosas con la Iglesia?
—Inmediata, no, Excelencia. El diferendo se ha envenenado. Para hablarle con franqueza, me temo que irá de mal en peor si usted no ordena al coronel Abbes que La Nación y Radio Caribe moderen los ataques a los obispos. Hoy mismo he recibido una queja formal del nuncio y del arzobispo Pittini por el escarnio que hicieron ayer de monseñor Panal. ¿Lo leyó usted?
Tenía el recorte sobre su escritorio y se lo leyó al Benefactor, de manera respetuosa. El editorial de Radio Caribe, reproducido por La Nación, aseguraba que monseñor Panal, el obispo de La Vega, «antiguamente conocido por el nombre de Leopoldo de Ubrique», era fugitivo de España y fichado por la Interpol. Lo acusaba de llenar «de beatas la casa curial de La Vega antes de dedicarse a sus imaginaciones terroristas», y, ahora, «como teme una justa represalia popular se esconde detrás de beatas y mujeres patológicas con las que, por lo visto, tiene un desaforado comercio sexual».
El Generalísimo rió de buena gana. ¡Las ocurrencias de Abbes García! La última vez que se le debía haber parado la verga a ese español matusalénico sería veinte, treinta años atrás; acusarlo de tirarse a las beatas de La Vega era muy optimista; a lo más, manosearía a los monaguillos, como todos los curas arrechos y amariconados.
—El coronel a veces exagera —comentó, risueño.
—He recibido, también, otra queja formal del nuncio y de la curia —prosiguió Balaguer, muy serio—. Por la campaña lanzada el 17 de mayo en la prensa y la radio contra los frailes de San Carlos Borromeo, Excelencia.
Levantó un cartapacio azul, con recortes de titulares llamativos. «Los frailes franciscanos —capuchinos terroristas—, fabricaban y almacenaban bombas caseras en aquella iglesia. Lo habían descubierto los vecinos por el estallido casual de un explosivo. La Nación y El Caribe pedían que la fuerza pública ocupara el cubil terrorista.
Trujillo paseó una mirada aburrida sobre los recortes.
—Esos curas no tienen huevos para fabricar bombas. Atacan con sermones, a lo más.
—Conozco al abad, Excelencia. Fray Alonso de Palmira es un hombre santo, dedicado a su misión apostólica, respetuoso del gobierno. Absolutamente incapaz de una acción subversiva.
Hizo una pequeña pausa y con el mismo tono de voz cordial con que habría sostenido una charla de sobremesa, expuso un argumento que el Generalísimo había oído muchas veces a Agustín Cabral. Para volver a tender puentes con la jerarquía, el Vaticano y los curas —quienes, en su inmensa mayoría, seguían afectos al régimen por temor al comunismo ateo— era indispensable que cesara, o por lo menos amainara, esta diaria campaña de acusaciones y diatribas, que permitía a los enemigos presentar al régimen como anticatólico. El doctor Balaguer, siempre con su cortesía inalterable, mostró al Generalísimo una protesta del Departamento de Estado por el hostigamiento a las religiosas del Colegio Santo Domingo. Él había contestado explicando que la custodia policial protegía a las madres contra actos hostiles. Pero, en verdad, lo del acoso era cierto. Por ejemplo, los hombres del coronel Abbes García ponían todas las noches, con altoparlantes dirigidos al local, los merengues trujillistas de moda, de modo que las monjitas no pegaran el ojo. Lo mismo hacían, antes, en San Juan de la Maguana con la residencia de monseñor Reilly, y lo seguían haciendo en La Vega con la de monseñor Panal. Aún era posible una reconciliación con la Iglesia. Pero, esta campaña estaba llevando la crisis a la ruptura total.
—Hable con el rosacruz y convénzalo —se encogió de hombros Trujillo—. Él es el comecuras; está seguro de que ya es tarde para aplacar a la Iglesia. Que los curas quieren verme exiliado, preso o muerto.
—Le aseguro que no es así, Excelencia.
El Benefactor no le prestó atención. Escrutaba al Presidente pelele, sin decir nada, con esos ojos escarbadores que desconcertaban y asustaban. El pequeño doctor solía resistir más tiempo que otros la inquisición ocular, pero, ahora, luego de un par de minutos de estar siendo desvestido por la mirada impúdica, comenzó a delatar incomodidad: sus ojitos se abrían y cerraban sin tregua bajo los gruesos espejuelos.
—¿Cree usted en Dios? —le preguntó Trujillo, con cierta ansiedad: lo taladraba con sus ojos fríos, exigiéndole una respuesta franca—. ¿Que hay otra vida, después de la muerte? ¿El cielo para los buenos y el infierno para los malos? ¿Cree en eso?
Le pareció que la figurita de Joaquín Balaguer se subsumía aún más, apabullada por aquellas preguntas. Y que, detrás de él, la fotografía suya —de etiqueta y tricornio con plumas, la banda presidencial terciada sobre el pecho junto a la condecoración que más lo enorgullecía, la gran cruz española de Carlos III— se agigantaba en su marco dorado. Las manecitas del Presidente fantoche se acariciaron la una a la otra mientras decía, como quien transmite un secreto:
—A veces dudo, Excelencia. Pero, hace años ya, llegué a esta conclusión: no hay alternativa. Es preciso creer. No es posible ser ateo. No en Un mundo como el nuestro. No, si se tiene vocación de servicio público y se hace política.
—Usted tiene fama de ser un beato —insistió Trujillo, moviéndose en el asiento—. Oí, incluso, que no se ha casado, ni tiene querida, ni bebe, ni hace negocios, porque hizo los votos en secreto. Que es un cura laico.
El pequeño mandatario negó con la cabeza: nada de eso era verdad. No había hecho ni haría voto alguno; a diferencia de algunos compañeros de la Escuela Normal, que se torturaban preguntándose si habían sido elegidos por el Señor para servirlo como pastores de la grey católica, él supo siempre que su vocación no era el sacerdocio, sino el trabajo intelectual y la acción política. La religión le daba un orden espiritual, una ética con que afrontar la vida. Dudaba a veces de la trascendencia, de Dios, pero nunca de la función irreemplazable del catolicismo como instrumento de contención social de las pasiones y apetitos desquiciadores de la bestia humana. Y, en la República Dominicana, como fuerza Constitutiva de la nacionalidad, igual que la lengua española. Sin la fe católica, el país caería en la desintegración y la barbarie. En cuanto a creer, él practicaba la receta de san Ignacio de Loyola, en sus Ejercícíos espirituales, actuar como si se creyera, mimando los ritos y preceptos: misas, oraciones, confesiones, comuniones. Esa repetición sistemática de la forma religiosa iba creando el contenido, llenando el vacío —en algún momento— con la presencia de Dios.
Balaguer calló y bajó los ojos, como avergonzado de haber revelado al Generalísimo los vericuetos de su alma, sus personales acomodos con el Ser Supremo.
—Si yo hubiera tenido dudas, nunca hubiera levantado a este muerto —dijo Trujillo—. Si hubiera esperado alguna señal del cielo antes de actuar. Tuve que confiar en mí, en nadie más, cuando se trató de tomar decisiones de vida o muerte. Alguna vez me pude equivocar, por supuesto.
El Benefactor advertía, por la expresión de Balaguer, que éste se preguntaba de qué o de quién estaba hablándole. No le dijo que tenía en la memoria la cara del doctorcito Enrique Lithgow Ceara. Fue el primer urólogo que consultó —recomendado por Cerebrito Cabral como una eminencia—, cuando se dio cuenta que le costaba trabajo orinar. A comienzos de los años cincuenta, el doctor Marión, luego de operarlo de una afección periuretral, le aseguró que nunca más tendría molestias. Pero, pronto recomenzaron esas incomodidades con la orina. Después de muchos análisis y de un desagradable tacto rectal, el doctor Lithgow Ceara, poniendo una cara de puta o de sacristán untuoso, y vomitando palabrejas incomprensibles para desmoralizarlo («esclerosis uretral perineal», «uretrografías», «prostatitis acinosa») formuló aquel diagnóstico que le costaría caro: