Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—No sé cómo dices eso de tu padre —reacciona su tía Adelina—. En mi larga vida nunca conocí alguien que se sacrificara más por una hija, que mi pobre hermano. ¿Has dicho lo de «mal padre» en serio? Tú has sido su adoración. Y su tormento. Para no hacerte sufrir, no se volvió a casar cuando murió tu madre, pese a quedarse viudo tan joven. ¿Gracias a quién has tenido la suerte de estudiar en Estados Unidos? ¿No se gastó todo lo que tenía? ¿A eso llamas un mal padre?
No debes replicarle, Urania. ¿Qué culpa tiene esta viejita que pasa sus últimos años, meses o semanas, inmóvil y amargada, de algo tan remoto? No le contestes. Asiente, simula. Da una excusa, despídete y olvídate de ella para siempre. Con calma, sin la menor beligerancia, dice:
—No hacía esos sacrificios por amor a mí, tía. Quería comprarme. Lavar su mala conciencia. Sabiendo que era en vano, que hiciera lo que hiciera viviría el resto de sus días sintiéndose el hombre vil y malvado que era.
Al salir de las oficinas del Servicio de Inteligencia en la esquina de las avenidas México y 30 de Marzo, le pareció que los policías de la guardia le echaban una mirada misericordiosa, y que uno de ellos, incluso, clavándole los ojos, acariciaba intencionadamente la metralleta San Cristóbal que llevaba terciada a la espalda. Se sintió sofocado, con un ligero vértigo. ¿Tendría la cita de Ortega y Gasset en su libretita? Tan oportuna, tan profética. Se aflojó la corbata y se quitó la chaqueta. Pasaban taxis pero no paró ninguno. ¿Iría a su casa? ¿Para sentirse enjaulado y devanarse los sesos mientras bajaba de su dormitorio al despacho o subía de nuevo al dormitorio pasando por la sala, preguntándose, mil veces, qué había ocurrido? ¿Por qué era este conejo correteado por invisibles cazadores? Le habían quitado la oficina del Congreso y el auto oficial, y su carnet del Country Club, donde hubiera podido refugiarse, tomar una bebida fresca, viendo, desde el bar, ese paisaje de jardines cuidados y remotos jugadores de golf o ir donde un amigo, pero ¿le quedaba alguno? A todos los que había llamado los notó en el teléfono asustados, reticentes, hostiles: les hacía daño queriendo verlos. Caminaba sin rumbo, con la chaqueta doblada bajo el brazo. ¿Podía ser la causa aquel coctel en casa de Henry Dearborn? Imposible. En reunión de Consejo de Ministros, el Jefe decidió que él y Paino Pichardo asistieran, «para explorar el terreno». ¿Cómo podía castigarlo por obedecer? ¿Insinuó tal vez Paino a Trujillo que él se mostró en aquel coctel demasiado cordial con el gringo? No, no, no. No podía ser que por una insignificancia tan estúpida el jefe pisoteara a alguien que lo había servido con devoción, con más desinterés que nadie.
Iba como extraviado, cambiando de dirección cada cierto número de cuadras. El calor lo hacía transpirar. Era la primera vez en muchísimos años que vagabundeaba por las calles de Ciudad Trujillo. Una ciudad que había visto crecer y transfigurarse, del pequeño pueblo averiado y en ruinas en que la dejó convertida el ciclón de San Zenón, en 1930, a la moderna, hermosa y próspera urbe que era ahora, con calles pavimentadas, luz eléctrica, anchas avenidas surcadas por autos último modelo.
Cuando miró su reloj eran las cinco y cuarto de la tarde. Llevaba dos horas andando y se moría de sed. Estaba en Casimiro de Moya, entre Pasteur y Cervantes, a pocos metros de un bar: El Turey. Entró, se sentó en la primera mesa. Pidió una Presidente bien fría. No había aire acondicionado pero sí ventiladores y a la sombra se estaba bien. La larga caminata lo había serenado. ¿Qué sería de él? ¿Y de Uranita? ¿Qué sería de la niña si lo metían a la cárcel, o si, en un arranque, el jefe ordenaba matarlo? ¿Estaría Adelina en condiciones de educarla, de' convertirse en su madre? Sí, su hermana era una mujer buena y generosa. Uranita sería una hija suya más, como Lucindita y Manolita.
Paladeó la cerveza con placer, mientras revisaba su libreta de notas en busca de la cita de Ortega y Gasset. El frío líquido, bajando por sus entrañas, le produjo una sensación bienhechora. No perder las esperanzas. La pesadilla podía desvanecerse. ¿No ocurrió, algunas veces? Había enviado tres cartas al Jefe. Francas, desgarradas, mostrándole su alma. Pidiéndole perdón por la falta que hubiera podido cometer, jurando que haría cualquier cosa para desagraviarle y redimirse, si en un acto de ligereza o de inconsciencia le falló. Le recordaba los largos años de entrega, su absoluta honradez, como probaba el hecho de que ahora, al serle congeladas las cuentas en el Banco de Reserva
—unos doscientos mil pesos, los ahorros de toda una vida— se había quedado en la calle, con apenas la casita de Gazcue donde vivir. (Sólo le ocultó aquellos veinticinco mil dólares depositados en el Chemical Bank de New York que guardaba para alguna emergencia.) Trujillo era magnánimo, cierto. Podía ser cruel, cuando el país lo exigía. Pero, también, generoso, magnífico como ese Petronio de Quo Vadis? al que siempre citaba. En cualquier momento, lo llamaría al Palacio Nacional o a la Estancia Radhamés. Tendrían una explicación teatral, de esas que al jefe le gustaban. Todo se aclararía. Le diría que, para él, Trujillo no sólo había sido el jefe, el estadista,
el fundador de la República, sino un modelo humano, un padre. La pesadilla habría terminado. Su vida anterior se reactualizaría, como por arte de magia. La cita de Ortega y Gasset apareció, en la esquina de una página, escrita con su letra menudita: «Nada de lo que el hombre ha sido, es o será, lo ha sido, lo es ni lo será de una vez para siempre, sino que ha llegado a serlo un buen día y otro buen día dejará de serlo». Él era un ejemplo vivo de la precariedad de la existencia que postulaba esa filosofía.
En una de las paredes de El Turey, un cartel anunciaba a partir de las siete de la noche el piano del maestro Enriquillo Sánchez. Había dos mesas ocupadas, con parejas que se cuchicheaban y miraban románticamente. «Acusarme de traidor, a mí.» A él, que, por Trujillo, renunció a los placeres, las diversiones, al dinero, al amor, a las mujeres. Alguien había dejado abandonado, en una silla contigua, un ejemplar de La Nación. Cogió el periódico y, para ocupar sus manos, pasó las páginas. En la tercera, un recuadro anunciaba que el muy ilustre y distinguido embajador don Manuel Alfonso acababa de llegar del extranjero, donde viajó por motivos de salud. ¡Manuel Alfonso! Nadie tenía acceso más directo al jefe; éste lo distinguía y le confiaba sus asuntos más íntimos, desde su vestuario y perfumes hasta sus aventuras galantes. Manuel era amigo suyo, le debía favores. Podía ser la persona clave.
Pagó y salió. El «cepillo» no estaba allí. ¿Se les escabulló sin darse cuenta, o había cesado la rsecución? En su pecho brotó un sentimiento de gratitud, de alborozada esperanza.
El Benefactor entró al despacho del doctor Joaquín Balaguer a las cinco, como lo hacía de lunes a viernes, desde que, nueve meses atrás, el 3 de agosto de 1960, tratando de evitar las sanciones de la OEA, hizo renunciar a su hermano Héctor Trujillo (Negro) y accedió a la Presidencia de la República el afable y diligente poeta y jurista que se había puesto de pie y se acercaba a saludarlo:
—Buenas tardes, Excelencia.
Después del almuerzo a los esposos Gittleman, el Generalísimo reposó media hora, se cambió —llevaba un finísimo traje de hilo blanco— y despachó asuntos corrientes con sus cuatro secretarios hasta hacía cinco minutos. Venía con la cara agestada y fue al grano, sin disimular su enojo:
—¿Autorizó usted hace un par de semanas la salida al extranjero de la hija de Agustín Cabral?
Los ojitos miopes del pequeño doctor Balaguer pestañearon detrás de los gruesos espejuelos.
—En efecto, Excelencia. Uranita Cabral, sí. Las Dominicanas la han becado, en su universidad de Michigan. La niña debía partir cuanto antes, para unas pruebas. Me lo explicó la directora y se interesó en el asunto el arzobispo Ricardo Pittini. Pensé que ese pequeño gesto podía tender puentes con la jerarquía. Se lo expliqué todo en un memorándum, Excelencia.
El hombrecito hablaba con la suavidad bondadosa de costumbre y un esbozo de sonrisa en su cara redonda, pronunciando con la perfección de un actor de radioteatro o un profesor de fonética. Trujillo lo escudriñó, tratando de desentrañar en su expresión, en la forma de su boca, en sus ojitos evasivos, el menor indicio, alguna alusión. Pese a su infinita suspicacia, no percibió nada; claro, el Presidente fantoche era un político demasiado ducho para que sus gestos lo traicionaran.
—¿Cuándo me envió ese memorándum?
—Hace un par de semanas, Excelencia. Luego de la gestión del arzobispo Pittini. Le decía que, como el viaje de la niña era urgente, le concedería el permiso a menos que usted tuviera objeción. Como no recibí respuesta suya, procedí. Ella tenía ya el visado de Estados Unidos.
El Benefactor se sentó frente al escritorio de Balaguer e indicó a éste que lo hiciera. En este despacho del segundo piso del Palacio Nacional se sentía bien; era amplio, aireado, sobrio, con anaqueles llenos de libros, de suelo y paredes relucientes, y el escritorio siempre pulcro. No se podía decir que el Presidente fantoche fuera un hombre elegante (¿cómo lo hubiera sido con esa fachita entallada y rellenita que hacia de él no sólo un hombre bajo sino, casi, un enano?), pero vestía con la corrección que hablaba, respetaba el protocolo, y era un trabajador infatigable para el que no existían fiestas ni horarios. Lo notó alarmado; se daba cuenta de que, dando aquel permiso a la hija de Cerebrito, podía haber cometido un grave error.
—Sólo he visto ese memorándum hace media hora —dijo, admonitorio—. Pudiera haberse extraviado. Pero, me extrañaría. Mis papeles están siempre muy ordenados. Ninguno de los secretarios lo vio hasta ahora. De modo que algún amigo de Cerebrito, temiendo que yo fuera a negar el permiso, lo traspapeló.
El doctor Balaguer puso una expresión consternada. Había adelantado el cuerpo y entreabría esa boquita de la que salían suaves arpegios y delicados trinos cuando declamaba, y, en sus arengas políticas, frases altisonantes y hasta furibundas.
—Haré una investigación a fondo, para saber quién llevó a su despacho el memorándum y a quién lo entregó. Me apresuré, sin duda. Debí hablar personalmente con usted. Le ruego que me disculpe este desliz —sus manecillas regordetas, de uñas cortas, se abrieron y cerraron, contritas—. La verdad, pensé que el asunto no tenía importancia. Usted nos indicó, en Consejo de Ministros, que la situación de Cerebrito no comprendía a la familia.
Lo hizo callar, con un movimiento de cabeza.
—Tiene importancia que alguien me escondiera ese memorándum un par de semanas —dijo, con sequedad—. En la secretaría hay un traidor o un inepto. Espero que sea un traidor, los ineptos son más dañinos.
Suspiró, algo fatigado, y se acordó del doctor Enrique Lithgow Ceara: ¿lo habría querido matar, de verdad, o se le pasó la mano? Por dos de las ventanas del despacho veía el mar; nubes de grandes barrigas blancas tapaban el sol y en la cenicienta tarde la superficie marina lucía agitada, efervescente. Grandes olas golpeaban la costa quebradiza. Aunque había nacido en San Cristóbal, lejos del mar, el espectáculo de olas espumosas y la superficie líquida perdiéndose en el horizonte era su preferido.
—Las monjas la han becado porque saben que Cabral está en desgracia —murmuró, disgustado—. Porque piensan que ahora servirá al enemigo.
—Le aseguro que no, Excelencia —el Generalísimo vio que el doctor Balaguer vacilaba al elegir las palabras—. La madre María, sister Mary, y la directora del Santo Domingo, no tienen buen concepto de Agustín. Al parecer, no se llevaba con la niña y ésta sufría en casa. Querían ayudarla a ella, no a él. Me aseguraron que es una muchacha excepcionalmente dotada para el estudio. Me apresuré firmando el permiso, lo siento. Lo hice, más que nada, tratando de suavizar las relaciones con la Iglesia. Este conflicto me parece peligroso, Excelencia, usted ya sabe mi opinión.
Volvió a callarlo, con gesto casi imperceptible. ¿Habría traicionado ya, Cerebrito? Sentirse al margen, abandonado, sin cargos, sin medios económicos, sumido en la incertidumbre ¿lo habría empujado a las filas del enemigo? Ojalá, no; era un antiguo colaborador, había prestado buenos servicios en el pasado y acaso podía prestarlos en el futuro.
—¿Ha visto a Cerebrito?
—No, Excelencia. Seguí sus instrucciones de no recibirlo ni contestar sus llamadas. Me escribió ese par de cartas que usted conoce. Por Aníbal, su cuñado, el de La Tabacalera, sé que está muy afectado. «Al borde del suicidio», me dijo.
¿Había sido una ligereza someter a un eficiente servidor como Cabral a una prueba así, en estos momentos difíciles para el régimen? Tal vez.
—Basta de perder el tiempo con Agustín Cabral —dijo—. La Iglesia, los Estados Unidos. Empecemos por ahí. ¿Qué va a pasar con el obispo Reilly? ¿Hasta cuándo va a seguir entre las monjas del Santo Domingo, jugando al mártir?
—He hablado largamente con el arzobispo y con el nuncio, al respecto. Les insistí que monseñor Reilly debe abandonar el Santo Domingo, que su presencia allí es intolerable. Creo haberlos convencido. Piden que se garantice la integridad del obispo, que cese la campaña en La Nación, El Caribe y La Voz Dominicana. Y que pueda regresar a su diócesis de San Juan de la Maguana.
—¿No quieren también que le ceda usted la Presidencia de la República? —preguntó el Benefactor. El solo nombre de Reilly o de Panal le hacia hervir la sangre. ¿Y si, después de todo, el jefe del SIM tenia razón? ¿Si reventaba aquel foco infeccioso de una vez?—: Abbes García me sugiere meter a Reilly y Panal en un avión de vuelta a sus países. Expulsarlos como indeseables. Lo que está haciendo Fidel Castro en Cuba con los curas y monjas españoles.
El Presidente no dijo una palabra ni hizo el menor ademán. Aguardaba, inmóvil.
—O permitir que el pueblo castigue a ese par de traidores —continuó, luego de una pausa—. La gente está ansiosa por hacerlo. Lo he visto, en las giras de los últimos días. En San Juan de la Maguana, en La Vega, apenas se contienen.
El doctor Balaguer admitió que el pueblo, si pudiera, los lincharía. Estaba resentido con esos purpurados, ingratos con alguien que había hecho por la Iglesia católica más que todos los gobiernos de la República, desde 1844. Pero, el Generalísimo era demasiado sabio y realista para seguir los consejos desatinados e impolíticos del jefe del SIM, que, de ser aplicados, traerían infaustas consecuencias a la nación. Hablaba sin apresurarse, con una cadencia que, sumada a su limpia elocución, resultaba arrulladora.