La fiesta del chivo (28 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—¿Seguro que va a venir, Amadito? —lo provocó, desde el volante, Antonio Imbert. El Turco detectó su tono de reproche. ¡Qué Injusto! Como si Amadito tuviera la culpa de que Trujillo hubiera cancelado su viaje a San Cristóbal.

—Sí, Tony —respingó el teniente, con seguridad fanática—. Va a venir.

El Turco ya no estaba tan seguro; llevaban hora y cuarto de espera. Habrían perdido un día más, de entusiasmo, de angustia, de esperanza. Con sus cuarenta y dos años, Salvador era uno de los mayores entre los siete hombres apostados en los tres autos que esperaban a Trujillo en la carretera a San Cristóbal. No se sentía viejo, ni muchísimo menos. Su fuerza seguía siendo tan descomunal como a sus treinta años, cuando, en la finca de Los Almácigos, se decía que el Turco podía matar un burro de un puñetazo detrás de la oreja. La potencia de sus músculos era legendaria. Lo sabían quienes se habían calzado los guantes para boxear con él en el cuadrilátero del Reformatorio de Santiago, donde, gracias a sus esfuerzos por inculcarles los deportes, había conseguido efectos maravillosos entre los jóvenes delincuentes y vagabundos. Allí surgió Kid Dinamita, ganador del Guante de Oro, que llegó a ser boxeador conocido en todo el Caribe.

Salvador quería a los Sadhalá y se sentía orgulloso de su sangre árabe libanesa, pero los Sadhalá no habían querido que él naciera; hicieron una oposición atroz a su madre, cuando Paulina les hizo saber que la cortejaba Piro Estrella, mulato, militar y político, tres cosas que a los Sadhalá —el Turco sonrió— les daban escalofríos. La negativa familiar hizo que Piro Estrella se robara a mamá Paulina, se la llevara a Moca, a punta de pistola arrastrara al cura a la parroquia y lo obligara a casarlos. Con el tiempo, los Sadhalá y los Estrella se reconciliaron. Cuando mamá Paulina murió, en 1936, los hermanos Estrella Sadhalá eran diez. El general Piro Estrella se las arregló para engendrar otros siete hijos en su segundo matrimonio, de modo que el Turco tenía dieciséis hermanos legítimos. ¿Qué les ocurriría si fracasaba lo de esta noche? ¿Qué le ocurriría, sobre todo, a su hermano Guaro, que no sabía nada de esto? El general Guarionex Estrella Sadhalá había sido jefe de los ayudantes militares de Trujillo y en la actualidad comandaba la Segunda Brigada, de La Vega. Si la conjura fallaba, las represalias serían despiadadas. ¿Por qué había de fallar? Estaba cuidadosamente preparada. Apenas su jefe, el general José René Román, le comunicara que Trujillo había muerto y que una junta cívic-ilitar tomaba el poder, Guarionex pondría todas las fuerzas militares del norte al servicio del nuevo régimen. ¿Sucedería? El desaliento volvía a apoderarse de Salvador, por culpa de la espera.

Entrecerrando los ojos, sin mover los labios, oró. Lo hacía varias veces en el día, en voz alta al levantarse y al acostarse, y en silencio, como ahora, el resto de las veces. Padrenuestros y avemarías, pero, también, oraciones que improvisaba en función de las circunstancias. Desde joven se acostumbró a participar a Dios los grandes y menudos problemas, a confiarle sus secretos y pedirle consejos. Le rogó que Trujillo viniera, que su infinita gracia permitiera que ejecutaran de una vez al verdugo de los dominicanos, esa Bestia que ahora se encarnizaba contra la Iglesia de Cristo y sus pastores. Hasta hacía algún tiempo, cuando se trataba del ajusticiamiento de Trujillo, el Turco se sentía indeciso; pero, desde que recibió la señal, podía hablar al Señor del tiranicidoo con buena conciencia. La señal había sido aquella frase que le leyó el nuncio de Su Santidad.

Fue gracias al padre Fortín, sacerdote canadiense avecindado en Santiago, que Salvador tuvo aquella conversación con monseñor Lino Zanini, gracias a la cual estaba aquí. Durante muchos años, el padre Cipriano Fortín fue su director espiritual. Una o dos veces al mes tenían largas conversaciones en las que el Turco le abría su corazón y su conciencia; el sacerdote lo escuchaba, respondía a sus preguntas y le exponía sus propias dudas. De manera insensible, los asuntos políticos fueron superponiéndose a los personales en aquellas conversaciones. ¿Por qué la Iglesia de Cristo apoyaba a un régimen manchado de sangre? ¿Cómo era posible que la Iglesia amparara con su autoridad moral a un gobernante que cometía crímenes abominables?

El Turco recordaba el embarazo del padre Fortín. Las explicaciones que aventuraba no lo convencían a él mismo: a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. ¿Acaso existe semejante separación para Trujillo, padre Fortín? ¿No va a misa, no recibe la bendición y la hostia consagrada? ¿No hay misas, tedeum, bendiciones para todos los actos de gobierno? ¿No santifican a diario obispos y sacerdotes los actos de la tiranía? ¿En qué situación dejaba la Iglesia a los creyentes identificándose de ese modo con Trujillo?

Desde jovencito, Salvador había comprobado lo difícil, lo imposible que resultaba a veces someter la conducta diaria a los mandamientos de su religión. Sus principios y creencias, pese a ser tan firmes, no lo habían frenado para la parranda ni las faldas. Nunca se arrepentiría bastante de haber procreado dos hijos naturales, antes de casarse con su mujer actual, Urania Mieses. Eran caídas que lo avergonzaban, que había procurado redimir, aunque sin aplacar su conciencia. Sí, muy difícil no ofender a Cristo en la vida de todos los días. Él, pobre mortal, marcado por el pecado original, era prueba de las debilidades congénitas al hombre.

¿Pero cómo podía equivocarse la Iglesia inspirada por Dios apoyando a un desalmado?

Hasta que, hacía dieciséis meses —nunca olvidaría aquel día—, el domingo 25 de enero de 1960 ocurrió aquel milagro. Un arco iris en el cielo dominicano. El 21 había sído la fiesta de la patrona, Nuestra Señora de la Altagracia, y, también, el de la peor redada contra militantes del 14 de junio. La iglesia de la Altagracia, en aquella soleada mañana santiaguense, estaba de bote a bote. De pronto, desde el púlpito, con voz firme, el padre Cipriano Fortín comenzó a dar lectura

—lo mismo hacían los pastores de Cristo en todas las iglesias dominicanas— a aquella Carta Pastoral del episcopado que estremeció la República. Fue un ciclón, más dramático todavía que aquel, famoso, de San Zenón, que en 1930, en los comienzos de la Era de Trujillo, desapareció la ciudad capital.

En la oscuridad del automóvil, Salvador Estrella Sadhalá, inmerso en el recuerdo de aquel fasto día, sonrió. Oyendo leer al padre Fortín en su español ligeramente afrancesado, cada frase de aquella Carta Pastoral que enloqueció de furor a la Bestia, le parecía una respuesta a sus dudas y angustias. Conocía tanto ese texto —que, luego de oír, había leído, impreso a ocultas y repartido por doquier— que se lo sabía casi de memoria. Una «sombra de tristeza» marcaba la festividad de la Virgen dominicana. «No podemos permanecer insensibles ante la honda pena que aflige a buen número de hogares dominicanos», decían los obispos. Como san Pedro, querían «llorar con los que lloran». Recordaban que la raíz y fundamento de todos los derechos está en la dignidad inviolable de la persona humana». Una cita de Pío XII evocaba a los «millones de seres humanos que continúan viviendo bajo la opresión y la tiranía», para los que no hay «nada seguro: ni el hogar, ni los bienes, ni la libertad, ni el honor».

Cada frase aceleraba el corazón de Salvador. «¿A quién pertenece el derecho a la vida sino únicamente a Dios, autor de la vida?» Los obispos subrayaban que de ese «derecho primordial» brotan los otros: a formar una familia, el derecho al trabajo, al comercio, a la inmigración (¿no era esto condenar ese sistema infame de pedir permiso policial para cada salida al extranjero?), a la buena fama y a no ser calumniado «bajo fútiles pretextos o denuncias anónimas» «por bajos y rastreros motivos». La Carta Pastoral reafirmaba que «todo hombre tiene derecho a la libertad de conciencia, de prensa, de libre asociación…». Los obispos elevaban preces «en estos momentos de congoja y de incertidumbres para que hubiera «concordia y paz» y se establecieran en el país «los sagrados derechos de convivencia humana».

Salvador quedó tan conmovido que, a la salida de la iglesia, ni siquiera pudo comentar la Carta Pastoral con su mujer o con los amigos que, reunidos a la puerta de la parroquia, chisporroteaban de sorpresa, entusiasmo o miedo con lo que acababan de oír. No había confusión posible: encabezaba la Carta Pastoral el arzobispo Ricardo Pittini y la firmaban los cinco obispos del país.

Balbuceando una excusa, se apartó de su familia y, como un sonámbulo, regresó a la iglesia. Fue a la sacristía. El padre Fortín se quitaba la casulla. Le sonrió: «¿Estarás orgulloso de tu Iglesia, ahora sí, Salvador?». A él no le salían las palabras. Abrazó al sacerdote largamente. Sí, la Iglesia de Cristo se había puesto por fin del lado de las víctimas.

—Las represalias van a ser terribles, padre Fortín —murmuró.

Lo fueron. Pero, con esa endiablada habilidad del régimen para la intriga, la venganza se concentró en los dos obispos extranjeros, ignorando a los nacidos en suelo dominicano. Monseñor Tomás F. Reilly, de San Juan de la Maguana, norteamericano, y monseñor Francisco Panal, obispo de La Vega, español, fueron los blancos de esa innoble campaña.

En las semanas que siguieron al júbilo del 25 de enero de 1960, Salvador se planteó por primera vez la necesidad de matar a Trujillo. Al principio, la idea lo espantaba, un católico ten'ía que respetar el quinto mandamiento. Pese a ello, volvía, irresistible, cada vez que leía en El Caribe, en La Nación, o escuchaba en La Voz Dominicana los ataques contra monseñor Panal y monseñor Reilly: agentes de potencias extranjeras, vendidos al comunismo, colonialistas, traidores, víboras. ¡Pobre Monseñor Panal! Acusar de extranjero a un sacerdote que había pasado treinta años haciendo obra apostólica en La Vega, donde era querido por tirios y troyanos. Las infamias tramadas por Johnny Abbes —¿quién si no podía elucubrar semejantes aquelarres?— de las que el Turco se enteraba por el padre Fortín y el tam. tam. humano, eliminaron sus escrúpulos. La gota que rebalsó el vaso fue la sacrílega pantomima montada contra monseñor Panal, en la iglesia de La Vega, donde el obispo decía la misa de doce. En la nave atestada de parroquianos, cuando monseñor Panal leía el evangelio del día, irrumpió una pandilla de barraganas maquilladas y semidesnudas, y ante el estupor de los fieles, acercándose al púlpito insultaron y recriminaron al anciano obispo, acusándolo de haberles hecho hijos y ser un pervertido. Una de ellas, apoderándose del micrófono, aulló: «Reconoce a las criaturas que nos hiciste parir y no las mates de hambre». Cuando, algunos asistentes, reaccionando, intentaron sacar a las putas fuera de la iglesia y proteger al obispo que miraba aquello incrédulo, irrumpieron los caliés, una veintena de forajidos armados de garrotes y cadenas, que arremetieron sin misericordia contra los parroquianos. ¡Pobres obispos! Les pintarrajearon las casas con los insultos. A monseñor Reilly, en San Juan de la Maguana, le dinamitaron la camioneta con la que se desplazaba por la diócesis, y le bombardearon la casa con animales muertos, aguas servidas, ratas vivas, cada noche, hasta obligarlo a refugiarse en Ciudad Trujillo, en el Colegio Santo Domingo. El indestructible monseñor Panal seguía resistiendo en La Vega, las amenazas, las infamias, los insultos. Un anciano hecho del barro de los mártires.

Uno de esos días el Turco se presentó en casa del padre Fortín con la gruesa, grande cara transformada.

—¿Qué pasa, Salvador@

—Voy a matar a Trujillo, padre. Quiero saber si me condenaré —se quebró—: Ya no puede ser. Lo que están haciendo con los obispos, con las iglesias, esa asquerosa campaña en la televisión, en radios y periódicos. Hay que ponerle fin, cortando la cabeza de la hidra. ¿Me condenaré?

El padre Fortin lo calmó. Le ofreció café recién colado, lo sacó a dar un largo paseo por las calles arboladas de laureles de Santiago. Una semana después le anunció que el nuncio apostólico, monseñor Lino Zanini, lo recibiría en Ciudad Trujillo, en audiencia privada. El Turco se presentó intimidado en la elegante casona de la nunciatura, en la avenida Máximo Gómez. Aquel príncipe de la Iglesia hizo sentirse cómodo desde el primer instante a ese gigantón tímido, apretado en su camisa de cuello y la corbata que se había puesto para la audiencia con el representante del Papa.

¡Qué elegante era y qué bien hablaba monseñor Zanini! Un verdadero príncipe, sin duda. Salvador había oído muchas historias del nuncio y sentía simpatía por él, porque decían que Trujillo lo odiaba. ¿Sería verdad que Perón había partido del país, donde llevaba siete meses exiliado, al enterarse de la llegada del nuevo nuncio de Su Santidad? Lo decía todo el mundo. Que corrió al Palacio Nacional: «Cuídese, Excelencia. Con la Iglesia no se puede. Recuerde lo que me ocurrió. No me tumbaron los militares, sino los curas. Este nuncio que le manda el Vaticano, es como el que me mandó a mí, cuando comenzaron los líos con las sotanas.

¡Cuídese de él!». Y el ex dictador argentino hizo sus maletas y escapó a España.

Después de aquella reunión, el Turco estaba dispuesto a creer todo lo bueno que se dijera de monseñor Zanini.

El nuncio lo hizo pasar a su despacho, le invitó refrescos, lo alentó a volcar lo que llevaba dentro con afables comentarios dichos en un español de música italiana que a Salvador le hacía el efecto de una melodía angélica. Lo escuchó decir que no podía soportar más lo que ocurría, que lo que el régimen estaba haciendo con la Iglesia, con los obispos, lo tenía enloquecido. Luego de una larga pausa, cogió la mano anillada del nuncio:

—Voy a matar a Trujillo, monseñor. ¿Habrá perdón para mi alma?

Se le cortó la voz. Permanecía con los ojos bajos, respirando con ansiedad. Sintió en su espalda la mano paternal de monseñor Zanini. Cuando, por fin, levantó los ojos, el nuncio tenía un libro de santo Tomás de Aquino en las manos. Su cara fresca le sonreía con aire pícaro. Uno de sus dedos señalaba un pasaje, en la página abierta. Salvador se inclinó y leyó: «La eliminación física de la Bestia es bien vista por Dios si con ella se libera a un pueblo».

Salió en estado de trance de la nunciatura. Anduvo mucho rato por la avenida George Washington, a la orilla del mar, sintiendo una tranquilidad de espíritu que no conocía hacía mucho tiempo. Mataría a la Bestia y Dios y su Iglesia lo perdonarían, manchándose de sangre y lavarían la sangre que la Bestia hacía correr en su patria.

¿Pero, iba a venir? Sentía la tremenda tensión en que la espera había puesto a sus compañeros. Nadie abría la boca; ni se movían. Los oía respirar: Antonio Imbert, aferrado al volante, de manera calmada, con largas chupadas de aire; rápido, de modo acezante, Antonio de la Maza, que no desviaba los ojos de la carretera; y, a su lado, la acompasada y profunda respiración de Amadito, su cara vuelta también hacia Ciudad Trujillo. Sus tres amigos debían tener las armas en las manos, como él. El Turco sentía la cacha del Smith amp; Wesson 38, comprado hacía tiempo en la ferretería de un amigo de Santiago. Amadito, además de una pistola 45, llevaba un fusil MI —del ridículo aporte de los yanquis a la conspiración—, y, como Antonio, una de las dos escopetas Browning calibre 12, cuyos cañones había recortado en su taller el español Miguel Angel Bissié, amigo de Antonio de la Maza. Estaban cargadas con los proyectiles especiales que otro intimo de Antonio, español también y ex oficial de artillería, Manuel de Ovin Filpo, había preparado especialmente, entregándoselos con la seguridad de que cada una de esas balas tenía una carga mortífera para pulverizar un elefante. Ojalá. Fue Salvador quien propuso que las carabinas de la CIA quedaran en manos del teniente García Guerrero y Antonio de la Maza, y que éstos ocuparan los asientos de la derecha, junto a la ventanilla. Eran los mejores tiradores, les correspondía disparar primero y de más cerca. Todos lo aceptaron. ¿Vendría, vendr’ía?

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