La fiesta del chivo (15 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Tengo el apoyo de los gringos —le explicó Antonio, bajando la voz—. Llevo dos meses tratando los detalles con la embajada. Juan Tomás Díaz ha hablado también con gente del cónsul Dearborn. Nos darán armas y explosivos. Tenemos comprometidos a jefes militares. Tú y Tony deben unirse a nosotros.

—Somos tres —dijo, por fin, el Turco—. Amadito García Guerrero forma parte del grupo, desde hace unos días.

Fue una reconciliación muy relativa. No habían vuelto a tener una discusión seria estos meses, mientras el plan para matar a Trujillo se hacía, deshacía, rehacía y tomaba cada mes, cada semana, cada día, formas y fechas diferentes, por las vacilaciones de los yanquis. El avión de armas prometido al principio por la embajada se redujo, al final, a los tres fusiles que le entregó, no hacía mucho, su amigo Lorenzo Berry, el dueño del supermercado Wimpy's, que, para su asombro, resultó ser el hombre de la CIA en Ciudad Trujillo. Pese a esos encuentros cordiales, cuyo único tema era el plan en perpetua transformación, no volvió a haber, entre ellos, la fraterna comunicación de antaño, las bromas, las confidencias, esa urdimbre de intimidades compartidas que —Antonio lo sabía— existía en cambio entre el Turco, Imbert y Amadito, algo de lo que él había sido excluido desde la pelea. Otra miseria más por la que tomar cuentas al Chivo: haber perdido aquel amigo para siempre.

Sus tres compañeros de auto, y los otros tres, apostados más adelante, eran tal vez los que menos sabían de la conspiración. Era posible que tuvieran sospechas de otros cómplices, pero, si algo fallaba, y caían en manos de Johnny Abbes García, y los caliés los llevaban a La Cuarenta y los sometían a las torturas consabidas, ni el Turco, ni Imbert, ni Amadito, ni Huáscar, ni Pastoriza, ni Pedro Livio podrían implicar a mucha gente. Al general Juan Tomás Díaz, a Luis Amiama Tió y a dos o tres más. No sabían casi nada de los otros, entre los que se hallaban las figuras más altas del gobierno, Pupo Rornán, por ejemplo —jefe de las Fuerzas Armadas, segundo hombre del régimen—, ni de la miríada de ministros, senadores, funcionarios civiles y jerarcas militares, informados de los planes, que habían participado en su preparación, o los habían conocido indirectamente y hecho saber o dejado entender o adivinar a intermediarios (era el caso del propio Balaguer, teórico Presidente de la República) que, una vez eliminado el Chivo, estarían dispuestos a colaborar en la reconstrucción política, la liquidación de toda la hez sobrante del trujillismo, la apertura, la junta cívic-ilitar que, con el apoyo de Estados Unidos, garantizara el orden, cerrara el paso a los comunistas, llamara a elecciones. ¿Sería por fin la República Dominicana un país normal, con un gobierno elegido, prensa libre, una justicia digna de ese nombre? Antonio suspiró. Había trabajado tanto por eso y no conseguía creerlo. En verdad, él era el único que conocía como su palma de la mano toda esa telaraña de nombres y complicidades. Muchas veces, mientras se sucedían las desesperantes conversaciones secretas, y todo lo hecho se desmoronaba y había que volver a levantarlo desde la nada, se había sentido exactamente eso: una araña en el corazón de un laberinto de hebras tendidas por él mismo, que aprisionaban a una muchedumbre de personajes que se desconocían entre si. Era el único que conocía a todos. Sólo él sabía el grado de compromiso que había adquirido cada cual. ¡Y eran tantos! Ni él mismo podía recordar cuántos, ahora. Era un milagro que, siendo este país lo que era, siendo los dominicanos como eran, no hubiera habido una delación que desbaratara la trama. Tal vez Dios estaba con ellos, como creía Salvador. Habían funcionado las precauciones, el que todos los demás supieran muy poco, salvo el objetivo último, pero ignoraran el modo, la circunstancia, el momento. No más de tres o cuatro personas sabían que ellos siete estaban aquí, esta noche, ni qué manos ajusticiarían al Chivo.

Lo abrumaba a veces la idea de ser el único que, si Johnny Abbes lo detenía, podía identificar a todos los comprometidos. Estaba decidido a no dejarse capturar vivo, a reservar el último tiro para disparárselo. Y, había tomado también la precaución de disimular en el tacón hueco de su zapato un veneno a base de cianuro, que le preparó un boticario de Moca, creyendo que era para acabar con un perro cimarrón que hacía estragos en los gallineros de la hacienda. No lo agarrarían vivo, no le daría a Johnny Abbes el placer de verlo retorcerse en la silla eléctrica. Muerto Trujillo, sería una verdadera felicidad acabar con el jefe del SIM. Sobrarían voluntarios. Lo probable era que, enterado de la muerte del Jefe, desapareciera. Habría tomado todas las precauciones; tenía que saber cuánto lo odiaban, cuántos querían vengarse. No sólo opositores; ministros, senadores, militares lo decían abiertamente.

Antonio encendió un nuevo cigarrillo y fumó, mordiendo el cabo con fuerza para desahogar la ansiedad. Se había interrumpido el tráfico por completo; hacía buen rato que no pasaba un camión ni un auto en ninguna de las dos direcciones.

En realidad, se dijo, echando humo por la boca y la nariz, le importaba una mierda lo que pasara después. Lo esencial era lo de ahora. Verlo muerto para saber que su vida no había sido inútil, que no había pasado por esta tierra como un ser despreciable.

—Ese cabrón no viene nunca, coño —exclamó furioso, a su lado, Tony Imbert.

VII

A la tercera vez que Urania insiste con el bocado, el inválido abre la boca. Cuando la enfermera vuelve con el vaso de agua, el señor Cabral, relajado y como distraído, acepta dócilmente los bocaditos de papilla que le da su hija y bebe a sorbitos medio vaso de agua. Unas gotitas se le escurren por las comisuras hasta el mentón. La enfermera lo seca con cuidado.

—Muy bien, muy bien, se comió su fruta como niño bueno —lo felicita—. Está contento con la sorpresa que le dio su hija ¿verdad, señor Cabral?

El inválido no se digna mirarla.

—¿Se acuerda usted de Trujillo? —le pregunta Urania, a boca de jarro.

La mujer la mira desconcertada. Es ancha de caderas, agestada, de ojos saltones. Tiene el pelo de un rubio oxidado cuyas raíces oscuras delatan el tinte. Reacciona, por fin:

—Qué me voy a acordar, yo tenía cuatro o cinco añitos cuando lo mataron. No me acuerdo de nada, sólo lo que oí en mi casa. Su papá fue muy importante en esa época, ya lo sé.

Urania asiente.

—Senador, ministro, todo —murmura—. Pero, al final, cayó en desgracia.

El anciano la mira, alarmado.

—Bueno, bueno —trata de hacerse simpática la enfermera—. Sería un dictador y lo que digan, pero parece que no se cometían tantos crímenes. ¿No es cierto, señorita?

—Si mi padre puede entenderla, estará feliz oyéndola.

—Claro que me entiende —dice la enfermera, ya en la puerta—. ¿Verdad, señor Cabral? Su papá y yo tenemos largas conversaciones. Bueno, me llama si me necesita.

Sale, cerrando la puerta.

Tal vez era verdad que, debido a los desastrosos gobiernos posteriores, muchos dominicanos añoraban ahora a Trujillo. Habían olvidado los abusos, los asesinatos, la corrupción, el espionaje, el aislamiento, el miedo: vuelto mito el horror. «Todos tenían trabajo y no se cometían tantos crímenes.»

—Se cometían, papá —busca los ojos del inválido, quien se pone a pestañear—. No entrarían tantos ladrones a las casas, ni habría tantos asaltantes en las calles arrancando carteras, relojes y collares a los transeúntes. Pero, se mataba, se golpeaba, se torturaba y se desaparecía. incluso, a la gente más allegada al régimen. Por ejemplo, el hijito, el bello Ramfis, cuántos abusos cometió. ¡Cómo temblabas de que me fuera a echar el ojo!

Su padre no sabía, porque Urania nunca se lo dijo, que ella y sus compañeras del Colegio Santo Domingo, y tal vez todas las muchachas de su generación, soñaban con Ramfis. Con su bigotito recortado de galán de película mexicana, sus anteojos Ra-an, sus ternos entallados y sus variados uniformes de jefe de la Aviación Dominicana, sus grandes ojos oscuros, su atlética silueta, sus relojes y anillos de oro puro y sus Mercedes Benz, parecía el favorito de los dioses: rico, poderoso, apuesto, sano, fuerte, feliz. Lo recuerdas muy bien: cuando las sisters no podían verlas ni oírlas, tú y tus compañeras se mostraban sus colecciones de fotos de Ramfis Trujillo, de civil, de uniforme, en ropa de baño, de corbata, de sport, de etiqueta, en traje de montar, dirigiendo el equipo de polo dominicano o sentado al mando de su avión. Se inventaban haberlo visto, hablado con él en el club, en la feria, en la fiesta, en el desfile, en la kermesse, y, cuando ya se atrevían a decir estas cosas —ruborizadas, asustadas, sabiendo que era pecar de palabra y pensamiento y que tendrían que confesarlo al capellán— se secreteaban, qué lindo, qué hermoso, ser amadas, besadas, abrazadas, acariciadas por Ramfis Trujillo.

—No te imaginas cuántas veces me soñé con él, papá.

Su padre no se ríe. Ha vuelto a dar un brinquillo y abierto mucho los ojos al oír el nombre del hijo mayor de Trujillo. El preferido y, por eso mismo, su peor decepción. El Padre de la Patria Nueva hubiera querido que su primogénito —«¿Era hijo suyo, papá?»— tuviera su apetito de poder y fuera tan enérgico y ejecutivo como él. Pero Ramfis no le había heredado ninguna de sus virtudes ni defectos, salvo, quizás, el frenesí fornicatorio, la necesidad de tumbar mujeres en la cama para convencerse de su virilidad. Carecía de ambición política, de toda ambición, y era indolente, propenso a las depresiones, a la introversión, neurótico, asediado por complejos, angustias y retorcimientos, con una conducta zigzagueante de explosiones histéricas y largos períodos de abulia que ahogaba en drogas y alcohol.

—¿Sabes lo que dicen los biógrafos del jefe, papá? Que se volvió así cuando supo que, al nacer él, su madre no estaba aún casada con Trujillo. Que comenzó a tener depresiones al enterarse de que su verdadero padre era el doctor Dominici, o ese cubano al que Trujillo mandó matar, el primer amante de doña María Martínez, cuando ésta no soñaba en ser la Prestante Dama y era una mujercita de medio Pelo y dudoso vivir, apodada la Españolita. ¿Te estás riendo? ¡No me lo creo!

Es posible que se esté riendo. También, que sea un mero aflojamiento de sus músculos faciales. En todo caso, no es la cara de alguien que se divierte; más bien, la de quien acaba de bostezar o aullar y ha quedado desmandibulado, los ojos entornados, las narices dilatadas y las fauces abiertas, mostrando un hueco oscuro, desdentado.

—¿Quieres que llame a la enfermera?

El inválido cierra la boca, distiende el rostro y recupera la expresión atenta y alarmada. Permanece encogido, quieto, esperando. A Urania la distrae una súbita chillería de cotorras, que alborota la habitación. Cesa tan pronto como empezó. Hay un sol espléndido; alancea techos y cristales y empieza a calentar el cuarto.

—¿Sabes una cosa? Con todo el odio que le tuve, que le sigo teniendo a tu jefe, a su familia, a todo lo que huela a Trujillo, la verdad, cuando pienso en Ramfis, o leo sobre el, no puedo dejar de sentir pena, compasión.

Había sido un monstruo, como toda esa familia de monstruos. ¿Qué otra cosa hubiera podido ser, siendo hijo de quien era, criado y educado como lo fue? ¿Qué otra cosa hubiera podido ser el hijo de Heliogábalo, el de Calígula, el de Nerón? ¿Qué otra cosa podía ser un niño nombrado a los siete años, por ley —«¿Tú la presentaste en el Congreso o el senador Chirinos, papá?», coronel del Ejército dominicano, y, a los diez, ascendido a general, en una ceremonia pública, a la que debió asistir el cuerpo diplomático y en la que todos los jefes militares le rindieron honores? Urania tiene grabada aquella foto, del álbum que su padre guardaba en una alacena de la sala —¿estará todavía allí?— en la que el atildado senador Agustín Cabral («¿O eras ministro en ese momento, papá?»), de impecable frac, bajo un sol rechinante, doblado en respetuosa venia presenta sus saludos al niño uniformado de general, que de pie sobre un pequeño podio entoldado acaba de pasar revista al desfile militar y recibe, en fila, la felicitación de ministros, parlamentarios y embajadores. Al fondo de la tribuna, los rostros complacidos del Benefactor y la Prestante Dama, la orgullosa mamá.

—¿Qué otra cosa podía ser sino el zángano, el borrachín, el violador, el badulaque, el bandido, el desequilibrado que fue? Nada de eso sabíamos yo y mis amigas del Santo Domingo cuando andábamos enamoradas de Ramfis. Tú sí lo sabrías, papá. Por eso te asustaba que fuera a verme, a antojarse de tu hijita, por eso te pusiste como te pusiste la vez que me hizo un cariño y echó un piropo. ¡Yo no entendí nada!

El inválido pestañea, dos, tres veces.

Porque, a diferencia de sus compañeras cuyos corazoncitos palpitan por Ramfis Trujillo y se inventan que lo han visto y hablado con él, que les ha sonreído y piropeado, a Urania sí le ocurrió. Durante la inauguración del magno acontecimiento que celebra los veinticinco años de la Era de Trujillo: la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre, que, desde el 20 de diciembre de 1955, duraría todo el año 1956, y costaría —«Nunca se supo la cifra exacta, papá»— entre veinticinco y setenta millones de dólares, entre la cuarta parte y la mitad del presupuesto nacional. Urania tiene muy vívidas aquellas imágenes, la excitación, la sensación de maravilla que bañó al país entero con aquella feria memorable: Trujillo se festejaba a sí mismo, trayendo a Santo Domingo («A Ciudad Trujillo, perdón, papá») la orquesta de Xavier Cugat, las coristas del Lido de París, las patinadoras norteamericanas del Ice Capades, y construyendo, en los ochocientos mil metros cuadrados del recinto ferias, setenta y un edificios, algunos de mármol, alabastro y ónix, para albergar a las delegaciones de los cuarenta y dos países del Mundo Libre que acudieron, ramillete de personalidades entre las que destacaban el Presidente del Brasil, Juscelino Kubitschek, y la púrpura silueta del cardenal Francis Spellman, arzobispo de New York. Los hechos cumbre de aquella conmemoración fueron el ascenso de Ramfis, por sus brillantes servicios al país, al grado de teniente general, y la entronización de Su Graciosa Majestad Angelita I, Reina de la Feria, que llegó allí en barco, anunciada por las sirenas de toda la Marina y el repiqueteo de campanas de todas las iglesias de la capital, con su corona de piedras preciosas y su delicado vestido de gasa y encaje confeccionado en Roma por dos célebres modistas, las hermanas Fontana, que utilizaron en él cuarenta y cinco metros de armiño ruso, cuya cola tenía tres metros de largo y cuya toga imitaba la que llevó Isabel I de Inglaterra en su coronación. Entre las damitas y los pajes, con un primoroso vestido largo de organdí, guantes de seda y un puñado de rosas en la mano, entre otras niñas y jóvenes selectas de la sociedad dominicana, está Urania. Es el paje más joven de la corte de capullos que escolta a la hija de Trujillo bajo el sol triunfal, entre esa muchedumbre que aplaude al poeta y secretario de Estado de la Presidencia, don Joaquín Balaguer, cuando hace el elogio de Su Majestad Angelita I y pone a los pies de su gracia y belleza al pueblo dominicano. Sintiéndose una mujercita, Urania oye a su padre, vestido de etiqueta, leer un panegírico de los logros en estos veinticinco años, alcanzados gracias a la tenacidad, visión y patriotismo de Trujillo. Es inmensamente feliz. («Nunca volví a serlo tanto como ese día, papá.») Se cree el centro de la atención. Ahora, en el corazón de la feria, se desvela la estatua en bronce de Trujillo, de chaqué y toga académica, en la mano diplomas profesorales. De pronto —broche de oro de aquella mañana mágica— Urania descubre, a su lado, mirándola con sus ojos sedosos, a Ramfis Trujillo, en su uniforme de gran parada.

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