La fiesta del chivo (29 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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La gratitud y la admiración de Salvador Estrella Sadhalá hacia monseñor Zanini aumentaron cuando, a las pocas semanas de esa conversación en la nunciatura, supo que las hermanas mercedarias de la Caridad habían decidido trasladar a Gisela, su hermana monja —sor Paulina— de Santiago a Puerto Rico. Gisela, la hermanita mimada, la preferida de Salvador. Y, mucho más desde que abrazó la vida religiosa. El día que hizo los votos, y eligió el nombre de mamá Paulina, gruesos lagrimones surcaron las mejillas del Turco. Cada vez que pudo pasar un rato con sor Paulina, se sintió redimido, confortado, espiritualizado, contagiado de la serenidad y alegría que emanaban de la hermanita querida, de la tranquila seguridad con que llevaba la vida de entrega al Señor. ¿Le había dicho el padre Fortín al nuncio lo asustado que estaba por lo que podía ocurrir a su hermana monja si el régimen descubría que él conspiraba? Ni un solo momento pensó que el traslado de sor Paulina a Puerto Rico fuera casual. Era una decisión sabia y generosa de la Iglesia de Cristo para poner fuera del alcance de la Bestia a una joven pura e inocente sobre la que podían cebarse los verdugos de Johnny Abbes. Era una de las costumbres del régimen que más sublevaba a Salvador: ensañarse con los parientes de aquellos a quienes quería castigar, padres, hijos, hermanos, confiscándoles lo que tenían, encarcelándolos, echándolos de sus trabajos. Si esto fallaba, las represalias contra sus hermanas y hermanos serían implacables. Ni siquiera su padre, el general Piro Estrella, tan amigo del Benefactor, a quien homenajeaba con banquetes en su hacienda de Las Lavas, sería exonerado. Todo eso lo había sopesado una y otra vez. La decisión estaba tomada. Y era un alívio saber que la mano criminal no podría alcanzar a sor Paulina en su convento de Puerto Rico. De cuando en cuando, ella le enviaba una cartita escrita con su letra clara, derechita, llena de afecto y buen humor.

Pese a ser tan religioso, a Salvador nunca le pasó por la cabeza hacer lo que Giselita: tomar los hábitos. Era una vocación que él admiraba y envidiaba, pero de la que lo había excluido el Señor. Nunca hubiera podido cumplir con aquellos votos, sobre todo el de la pureza. Dios lo hizo demasiado terrenal, demasiado propenso a ceder a aquellos instintos que un pastor de Cristo tenía que aniquilar para cumplir su misión. Le habían gustado siempre las mujeres —todavía ahora, que llevaba una vida de fidelidad conyugal, con esporádicas caídas de las que su conciencia quedaba lacerada un buen tiempo—, la presencia de una muchacha trigueña, de cintura angosta y acentuadas caderas, de boquita sensual y ojos chispeantes —esa típica belleza dominicana llena de picardía en la mirada, en el andar, en el hablar, en el movimiento de las manos— a Salvador lo alborotaba, lo incendiaba de fantasías y deseos.

Eran tentaciones que solía resistir. Cuántas veces se habían burlado de él sus amigos, Antonio de la Maza sobre todo, que luego del asesinato de Tavito se volvió un parrandero, por negarse a acompañarlos en sus amanecidas en los burdeles, en sus visitas a las casas donde las maipiolas les conseguían muchachitas dizque para desflorar. Algunas veces, sucumbió, cierto. Después, le duraba muchos días la amargura. Desde hacía tiempo, se habituó a responsabilizar de esas ídas a Trujillo. La Bestia tenía la culpa de que tantos dominicanos buscaran en putas, borracheras y otros descarríos como aplacar el desasosiego que les causaba vivir sin un resquicio de libertad y dignidad, en un país donde la vida humana nada valía. Trujillo había sido uno de los más efectivos aliados del demonio.

—¡Ése es! —rugió Antonio de la Maza. Y Amadito y Tony Imbert: —¡Es él! ¡Ése es!

—¡Arranca, coño!

Antonio Imbert ya lo había hecho y el Chevrolet, estacionado mirando hacia Ciudad Trujillo, viraba haciendo chirriar las llantas —Salvador pensó en una película policial— y enfilaba en dirección a San Cristóbal, donde, por la carretera desierta y a oscuras, se iba alejando el auto de Trujillo. ¿Era? Salvador no lo vio, pero sus compañeros parecían tan seguros que debía ser, debía ser. Su corazón le golpeaba el pecho. Antonio y Amadito bajaron los vidrios de las ventanillas y, a medida que Imbert, inclinado sobre el volante como jinete que ace saltar a su caballo, aceleraba, e viento era tan fuerte que Salvador apenas podía tener los OJOS abiertos. Se protegió con su mano libre —la otra empuñaba el revólver—: poco a poco, acortaban la distancia de las lucecitas rojas.

—¿Seguro que es el Chevrolet del Chivo, Amadito? —gritó.

—Seguro, seguro —chilló el teniente—. Reconocí al chofer, es Zacarías de la Cruz. ¿No les dije que vendría?

—Acelera, coño —repitió, por tercera o cuarta vez, Antonio de la Maza. Había sacado la cabeza y el cañón recortado de su carabina fuera del auto.

—Tenías razón, Amadito —se oyó gritar Salvador—. Vino y sin escolta, como dijiste.

El teniente tenía cogido su fusil con las dos manos. Ladeado, le daba la espalda y, un dedo en el gatillo, apoyaba la culata del MI en su hombro. «Gracias, Dios mío, en nombre de tus hijos dominicanos», rezó Salvador.

El Chevrolet Biscayne de Antonio de la Maza volaba sobre la carretera, acortando la distancia del Chevrolet Bel Air azul claro que Amadito García Guerrero les había descrito tantas veces. El Turco identificó la placa oficial blanca y negra número 0—1823, las cortinillas de tela en las ventanas. Era, sí, era el carro que el jefe usaba para ir a su Casa de Caoba, en San Cristóbal. Salvador había tenido una pesadilla recurrente con este Chevrolet Biscayne que conducía Tony Imbert. Iban como ahora, bajo un cielo con luna y estrellas, y, de pronto, este automóvil nuevecito, preparado para la persecución, comenzaba a desacelerar, a ir más despacio, hasta que, entre las maldiciones de todos, se paraba. Salvador veía perderse en la oscuridad el auto del Benefactor.

El Chevrolet Bel Air seguía acelerando —debía de ir a más de cien por hora ya— y el auto de adelante se perfilaba nítido en el resplandor de las luces altas que había puesto Imbert. Salvador conocía al detalle la historia de este automóvil desde que, siguiendo la iniciativa del teniente Garc’ía Guerrero, acordaron emboscar a Trujillo en su viaje semanal a San Cristóbal. Era evidente que el éxito dependería de un automóvil veloz. Antonio de la Maza tenía pasión automovilística. La Santo Domingo Motors no se extrañó que alguien que por su trabajo en la frontera con Haití hacía cientos de kilómetros cada semana, quisiera un carro especial. Le recomendaron el Chevrolet Biscayne y se lo encargaron a Estados Unidos. Llegó a Ciudad Trujillo hacía tres meses. Salvador recordó el día en que se montaron en él para probarlo y cómo rieron leyendo las instrucciones, donde se decía que este auto era idéntico a los que la policía neoyorquina utilizaba para perseguir delincuentes. Aire acondicionado, trasmisión automática, frenos hidráulicos y un motor 3 50 cc de ocho cilindros. Costó siete mil dólares y Antonio comentó: «Nunca hubo pesos mejor invertidos». Lo probaron en los alrededores de Moca y el folleto no exageraba: podía llegar a ciento sesenta kilómetros por hora.

—Cuidado, Tony —se oyó decir, luego de un barquinazo que debió abollar un guardalodos. Ni Antonio ni Amadito se dieron por enterados; seguían con las armas y las cabezas salidas, esperando que Imbert rebasara el auto de Trujillo. Estaban a menos de veinte metros, el ventarrón era asfixiante, y Salvador no apartaba la vista de la cortina corrida de la ventanilla trasera. Tendrían que disparar a ciegas, cubrir de plomo todo el asiento. Pidió a Dios que el Chivo no estuviera acompañado de una de las infelices que llevaba a su Casa de Caoba.

Como si, de pronto, hubiera advertido que lo perseguían, o por instinto deportivo se negara a dejarse rebasar, el Chevrolet Bel Air se adelantó algunos metros.

—Acelera, coño —ordenó Antonio de la Maza—. ¡Más rápido, coño!

En pocos segundos el Chevrolet Biscayne recuperó la distancia y continuó acercándose. ¿Y los otros? ¿Por qué Pedro Livio y Huáscar Tejeda no aparecían? Estaban apostados, en el Oldsmobile —también de Antonio de la Maza—, sólo a un par de kilómetros, ya debían de haber interceptado el auto de Trujillo. ¿Olvidó Imbert apagar y prender los faros tres veces seguidas? Tampoco aparecía Fifí Pastoriza en el viejo Mercury de Salvador, emboscado otros dos kilómetros más adelante del Oldsmobile. Ya tenían que haber hecho dos, tres, cuatro o más kilómetros. ¿Dónde estaban?

—Te olvidaste de las señales, Tony —gritó el Turco—. Ya dejamos atrás a Pedro Livio y Fifí.

Estaban a unos ocho metros del auto de Trujillo y Tony le pedía paso, cambiando luces y tocando bocina.

—Pégate más —rugió Antonio de la Maza.

Avanzaron todavía un rato, sin que el Chevrolet Bel Air abandonara el centro de la pista, indiferente a las señales de Tony. ¿Dónde maldita sea estaba el Oldsmobile con Pedro Livio y Huáscar? ¿Dónde su Mercury con Fifí Pastoriza? Por fin, el auto de Trujillo se ladeó hacia la derecha. Les dejaba un espacio suficiente.

—Pégate, pégate más —imploró, histérico, Antonio de la Maza.

Tony Imbert aceleró y en pocos segundos estuvieron a la altura del Chevrolet Bel Air. También estaba corrida la cortina lateral, de modo que Salvador no vio a Trujillo, pero sí, clarito, en la ventanilla de adelante, la cara fornida y tosca del famoso Zacarías de la Cruz, en el instante en que sus tímpanos parecieron reventar con el estruendo de las descargas simultáneas de Antonio y del teniente. Los automóviles estaban tan juntos que, al estallar los cristales de la ventanilla posterior del otro carro, fragmentos de vidrio salpicaron hasta ellos y Salvador sintió en la cara diminutos picotazos. Como en una alucinación alcanzó a ver que Zacarías hacía un exttraño movimiento de cabeza, y, un segundo después, él también disparaba por sobre el hombro de Amadito.

Duró pocos segundos, pues, ahora —el chirrido de las ruedas le escarapeló la piel— una frenada en seco dejó atrás el auto de Trujillo. Volviendo la cabeza, por el vidrio trasero vio que el Chevrolet Bel Air zigzagueaba como si fuera a volcarse antes de quedarse quieto. No daba media vuelta, no intentaba escapar.

—¡Para, para! —rugía Antonio de la Maza—. ¡Da riversa, coño!

Tony sabía lo que estaba haciendo. Había frenado en seco, casi al mismo tiempo que el auto acribillado de Trujillo, pero levantó el pie del freno ante el violento sacudón que dio el vehículo amenazando volcarse y volvió luego a frenar hasta detener el Chevrolet Biscayne. Sin perder un segundo, maniobró, giró en redondo —no venía vehículo alguno— hasta ponerse en la dirección contraria, y ahora iba al encuentro del auto de Trujillo, absurdamente estacionado allí como esperándolos, con los faros prendidos, a menos de un centenar de metros. Cuando habían cubierto la mitad de ese terreno, los faros del auto detenido se apagaron, pero el Turco no dejó de verlo: ahí seguía, alumbrado por las luces altas de Tony Imbert.

—Bajen las cabezas, agáchense —dijo Amadito—. Nos disparan.

El cristal de la ventanilla de su izquierda se hizo trizas. Salvador sintió agujas en la cara y en el cuello, y fue Inpulsado hacia adelante por el frenazo. El Chevrolet Biscayne chirrió, zigzagueó, ladeándose por completo en la pista antes de detenerse. Imbert apagó los faros. Todo quedó a oscuras. Salvador sentía disparos a su alrededor. ¿En qué momento habían saltado él, Amadito, Tony y Antonio a la carretera? Los cuatro estaban fuera, resguardándose en los guardalodos y puertas abiertas, y disparaban hacia donde estaba, donde debía estar el auto de Trujillo. ¿Quienes les tiraban? ¿Había alguien más con el Chivo, fuera del chofer?

Porque, no había duda, les disparaban, las balas resonaban en torno, tintineaban al perforar las chapas del Chevrolet y acababan de herir a uno de sus amigos.

—Turco, Amadito, cúbrannos —ordenó Antonio de la Maza—. Vamos a rematarlo, Tony.

Casi al mismo tiempo —sus ojos comenzaban a diferenciar los perfiles y las siluetas en el tenue resplandor azulado— vio las dos figuras agazapadas, corriendo hacia el auto de Trujillo.

—No dispares, Turco —dijo Amadito; rodilla en tierra, apuntaba con su fusil—. Les podemos dar. Estate atento. No vaya a ser que se escape por aquí.

Unos cinco, ocho, diez segundos, hubo un silencio absoluto. Como en una fantasmagoría, Salvador notó que, por la pista de su derecha, pasaban rumbo a Ciudad Trujillo dos automóviles, a toda velocidad. Un momento después, otro estruendo de tiros de fusil y revólver. Duró pocos segundos. Entonces, llenó la noche el vozarrón de Antonio de la Maza:

—¡Está muerto, coño!

Él y Amadito echaron a correr. Segundos después, Salvador se detenía, alargaba la cabeza sobre los hombros de Tony Imbert y de Antonio, que, uno con un encendedor y otro con palitos de fósforos, examinaban el cuerpo bañado en sangre, vestido de verde oliva, la cara destrozada, que yacía en el pavimento sobre un charco de sangre. La Bestia, muerta. No tuvo tiempo de dar gracias al cielo, oyó carreras y tuvo la seguridad de que oía tiros, allá, detrás del auto de Trujillo. Sin reflexionar, alzó su revólver y disparó, convencido de que eran caliés, ayudantes militares, que acudían en ayuda del jefe, y, muy cerca, oyó gemir a Pedro Livio Cedeño, alcanzado por sus balazos. Fue como si se abriera la tierra, como si, desde ese abismo, se levantara riéndose de él la carcajada del Maligno.

XIII

—¿De verdad no quieres otro poquito de arepa? —insiste cariñosa la tía Adelina—. Anímate. De niña, cada vez que venías a la casa, me pedías arepa. ¿Ya no te gusta?

—Claro que me gusta, tía —protesta Urania—. Pero, nunca he comido tanto en mi vida, no podré pegar los ojos.

—Bueno, dejémosla aquí, por si te antojas dentro de un rato —se resigna la tía Adelina.

La seguridad de su voz y la lucidez de su mente contrastan con el desecho que es: encogida, casi calva —entre los mechones blancos se divisan pedazos de cuero cabelludo—, la cara fruncida en mil arrugas, una dentadura postiza que se mueve cuando come o habla. Es un pedacito de mujer, medio perdida en la mecedora donde la instalaron Lucinda, Manolita, Marianita y la sirvienta haitiana luego de bajarla en peso de los altos. Su tía se empeñó en cenar en el comedor con la hija de su hermano Agustín, reaparecida de improviso después de tantos años. ¿Es mayor o menor que su padre? Urania no lo recuerda. Habla con energía y en sus ojitos hundidos hay destellos de inteligencia. «Nunca la hubiera reconocido, piensa Urania. Tampoco a Lucinda, y menos a Manolita, a quien vio por última vez cuando tendría once o doce años y es ahora una señorona avejentada, con arrugas en la cara y el cuello, y unos cabellos mal teñidos de un negro azulado bastante cursi. Marianita, su hija, debe tener unos veinte años: delgada, muy pálida, el cabello cortado casi al rape y unos ojitos tristes. No deja de contemplar a Urania, como hechizada. ¿Qué cosas habrá oído de ella su sobrina?

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