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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Drama, #Relato

La familia de Pascual Duarte (8 page)

BOOK: La familia de Pascual Duarte
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—¡Haremos de él un hombre de provecho!

¡Qué ajenos estábamos los dos a que Dios —que todo lo dispone para la buena marcha de los universos— nos lo había de quitar! Nuestra ilusión, todo nuestro bien, nuestra fortuna entera, que era nuestro hijo, habíamos de acabar perdiéndolo aun antes de poder probar a encarrilarlo. ¡Misterios de los afectos, que se nos van cuando más falta nos hacen!

Sin encontrar una causa que lo justificase, aquel gozar en la contemplación del niño me daba muy mala espina. Siempre tuve muy buen ojo para la desgracia —no sé si para mi bien o si para mi mal— y aquel presentimiento, como todos, fue a confirmarse al rodar de los meses como para seguir redondeando mi desdicha, esa desdicha que nunca parecía acabar de redondearse.

Mi mujer seguía hablándome del hijo.

—Bien se nos cría…, parece un rollito de manteca.

Y aquel hablar y más hablar de la criatura hacía que poco a poco se me fuera volviendo odiosa; nos iba a abandonar, a dejar hundidos en la desesperanza más ruin, a deshabitarnos como esos cortijos arruinados de los que se apoderan las zarzas y las ortigas, los sapos y los lagartos, y yo lo sabía, estaba seguro de ello, sugestionado de su fatalidad, cierto de que más tarde o más temprano tenía que suceder, y esa certeza de no poder oponerme a lo que el instinto me decía, me ponía los genios en una tensión que me los forzaba.

Yo algunas veces me quedaba mirando como un inocente para Pascualillo, y los ojos a los pocos minutos se me ponían arrasados por las lágrimas; le hablaba.

—Pascual, hijo…

Y él me miraba con sus redondos ojos y me sonreía. Mi mujer volvía a intervenir.

—Pascual, bien se nos cría el niño.

—Bien, Lola. ¡Ojalá siga así!

—¿Por qué lo dices?

—Ya ves. ¡Las criaturas son tan delicadas!

—¡Hombre, no seas mal pensado!

—No; mal pensado, no… ¡Hemos de tener mucho cuidado!

—Mucho.

—Y evitar que se nos resfríe.

—Sí… ¡Podría ser su muerte!

—Los niños mueren de resfriado…

—¡Algún mal aire!

La conversación iba muriendo poco a poco, como los pájaros o como las flores, con la misma dulzura y lentitud con las que, poco a poco también, mueren los niños, los niños atravesados por algún mal aire traidor…

—Estoy como espantada, Pascual.

—¿De qué?

—¡Mira que si se nos va! —¡Mujer!

—¡Son tan tiernas las criaturas a esta edad!

—Nuestro hijo bien hermoso está, con sus carnes rosadas y su risa siempre en la boca.

—Cierto es, Pascual. ¡Soy tonta!

Y se reía, toda nerviosa, abrazando al hijo contra su pecho.

—¡Oye!

—¡Qué!

—¿De qué murió el hijo de la Carmen?

—¿Y a ti que más te da?

—¡Hombre! Por saber…

—Dicen que murió de moquillo.

—¿Por algún mal aire?

—Parece.

—¡Pobre Carmen, con lo contenta que andaba con el hijo! La misma carita de cielo del padre —decía—, ¿te acuerdas?

—Sí, me acuerdo. —Contra más ilusión se hace una, parece como si más apuro hubiese por hacérnoslo perder…

—Sí.

—Debería saberse cuánto había de durarnos cada hijo, que lo llevasen escrito en la frente…

—¡Calla!

—¿Por qué?

—¡No puedo oírte!

Un golpe de azada en la cabeza no me hubiera dejado en aquel momento más aplanado que las palabras de Lola.

—¿Has oído?

—¡Qué!

—La ventana.

—¿La ventana?

—Sí; chirría como si quisiera atravesarla algún aire…

El chirriar de la ventana, mecida por el aire, se fue a confundir con una queja.

—¿Duerme el niño?

—Sí.

—Parece como que sueña.

—No lo oigo.

—Y que se lamenta como si tuviera algún mal…

—¡Aprensiones!

—¡Dios te oiga! Me dejaría sacar los ojos…

En la alcoba, el quejido del niño semejaba el llanto de las encinas pasadas por el viento.

—¡Se queja!

Lola se fue a ver qué le pasaba; yo me quedé en la cocina fumando un pitillo, ese pitillo que siempre me cogen fumando los momentos de apuro.

* * *

Pocos días duró. Cuando lo devolvimos a la tierra, once meses tenía; once meses de vida y de cuidados a los que algún mal aire traidor echó por el suelo…

XI

¡Quién sabe si no sería Dios que me castigaba por lo mucho que había pecado y por lo mucho que había de pecar todavía! ¡Quién sabe si no sería que estaba escrito en la divina memoria que la desgracia había de ser mi único camino, la única senda por la que mis tristes días habían de discurrir!

A la desgracia no se acostumbra uno, créame, porque siempre nos hacemos la ilusión de que la que estamos soportando la última ha de ser, aunque después, al pasar de los tiempos, nos vayamos empezando a convencer —¡y con cuánta tristeza!— que lo peor aún está por pasar…

Se me ocurren estos pensamientos porque si cuando el aborto de Lola y las cuchilladas de Zacarías creí desfallecer de la nostalgia, no por otra cosa era —¡bien es cierto!— sino porque aún no sospechaba en lo que había de parar.

Tres mujeres hubieron de rodearme cuando Pascualillo nos abandonó; tres mujeres a las que por algún vínculo estaba unido, aunque a veces me encontrase tan extraño a ellas como al primer desconocido que pasase, tan desligado de ellas como del resto del mundo, y de esas tres mujeres, ninguna, créame usted, ninguna, supo con su cariño o con sus modales hacerme más llevadera la pena de la muerte del hijo; al contrario, parecía como si se hubiesen puesto de acuerdo para amargarme la vida. Esas tres mujeres eran mi mujer, mi madre y mi hermana.

¡Quién lo hubiera de decir, con las esperanzas que en su compañía llegué a tener puestas!

Las mujeres son como los grajos, de ingratas y malignas.

Siempre estaban diciendo:

—¡El angelito que un mal aire se llevó!

—¡Para los limbos por librarlo de nosotros!

—¡La criatura que era mismamente un sol!

—¡Y la agonía!

—¡Que ahogadito en los brazos lo hube de tener!

Parecía una letanía, agobiadora y lenta como las noche de vino, despaciosa y cargante como las andaduras de los asnos.

Y así un día, y otro día, y una semana, y otra… ¡Aquello era horrible, era un castigo de los cielos, a buen seguro, una maldición de Dios!

Y yo me contenía.

Es el cariño —pensaba— que las hace ser crueles sin querer.» Y trataba de no oír, de no hacer caso, de verlas accionar sin tenerlas más en cuenta que si fueran fantoches, de no poner cuidado en sus palabras… Dejaba que la pena muriese con el tiempo, como las rosas cortadas, guardando mi silencio como una joya por intentar sufrir lo menos que pudiera. ¡Vanas ilusiones que no habían de servirme para otra cosa que para hacerme extrañar más cada día la dicha de los que nacen para la senda fácil, y cómo Dios permitía que tomarais cuerpo en mi imaginación!

Temía la puesta del sol como al fuego o como a la rabia; el encender el candil de la cocina, a eso de las siete de la tarde, era lo que más me dolía hacer en toda la jornada. Todas las sombras me recordaban al hijo muerto, todas las subidas y bajadas de la llama, todos los ruidos de la noche, esos ruidos de la noche que casi no se oyen, pero que suenan en nuestros oídos como los golpes del hierro contra el yunque.

Allí estaban, enlutadas como cuervos, las tres mujeres, calladas como muertos, hurañas, serias como carabineros. Algunas veces yo les hablaba por tratar de romper el hielo.

—Duro está el tiempo.

—Sí…

Y volvíamos todos al silencio.

Yo insistía.

—Parece que el señor Gregorio ya no vende la mula. ¡Para algo la necesitará!

—Sí…

—¿Habéis estado en el río?

—No…

—¿Y en el cementerio?

—Tampoco…

No había manera de sacarlas de ahí. La paciencia que con ellas usaba, ni la había usado jamás, ni jamás volviera a usarla con nadie. Hacía como si no me diese cuenta de lo raras que estaban, para no precipitar el escándalo que sin embargo había de venir, fatal como las enfermedades y los incendios, como los amaneceres y como la muerte, porque nadie era capaz de impedirlo.

Las más grandes tragedias de los hombres parecen llegar como sin pensarlas, con su paso, de lobo cauteloso, a asestarnos su aguijonazo repentino y taimado como el de los alacranes.

Las podría pintar como si ante mis ojos todavía estuvieran, con su sonrisa amarga y ruin de hembras enfriadas, con su mirar perdido muchas leguas a través de los muros. Pasaban cruelmente los instantes; las palabras sonaban a voz de aparecido…

—Ya es la noche cerrada.

—Ya lo vemos…

La lechuza estaría sobre el ciprés.

—Fue como ésta, la noche…

—Sí.

—Era ya algo más tarde…

—Sí.

—El mal aire traidor andaba aún por el campo…

* * *

—Perdido en los olivos…

—Sí. El silencio con su larga campana volvió a llenar el cuarto.

—¿Dónde andará aquel aire?

* * *

—¡Aquel mal aire traidor! Lola tardó algún tiempo en contestar.

—No sé…

—¡Habrá llegado al mar! Atravesando criaturas… Una leona atacada no tuviera aquel gesto que puso mi mujer.

—¡Para que una se raje como una granada! ¡Parir para que el aire se lleve lo parido, mal castigo te espere!

—¡Si la vena de agua que mana gota a gota sobre el charco pudiera haber ahogado aquel mal aire!

* * *

XII

¡Estoy hasta los huesos de tu cuerpo!

* * *

—¡De tu carne de hombre que no aguanta los tiempos!

* * *

—¡Ni aguanta el sol de estío!

* * *

—¡Ni los fríos de diciembre!

* * *

—¡Para esto crié yo mis pechos, duros como el pedernal!

* * *

—¡Para esto crié yo mi boca, fresca como la pavía!

* * *

—¡Para esto te di yo dos hijos, que ni el andar de la caballería ni el mal aire en la noche supieron aguantar!

* * *

Estaba como loca, como poseída por todos los demonios, alborotada y fiera como un gato montés… Yo aguantaba callado la gran verdad.

—¡Eres como tu hermano!

…la puñalada a traición que mi mujer gozaba en asestarme…

* * *

Para nada nos vale el apretar el paso al vernos sorprendidos en el medio de la llanura por la tormenta. Nos mojamos lo mismo y nos fatigamos mucho más. Las centellas nos azaran, el ruido de los truenos nos destempla y nuestra sangre, como incomodada, nos golpea las sienes y la garganta.

—¡Ay, si tu padre Esteban viera tu poco arranque!

* * *

—¡Tu sangre que se vierte en la tierra al tocarla!

* * *

—¡Esa mujer que tienes!

* * *

¿Había de seguir? Muchas veces brilló el sol para todos; pero su luz, que ciega a los albinos, no les llega a los negros para pestañear.

—¡No siga!

Mi madre no podía reprochar mi dolor, el dolor que en mi pecho dejara el hijo muerto, la criatura que en sus once meses fue talmente un lucero.

Se lo dije bien claro; todo lo claro que se puede hablar.

—El fuego ha de quemarnos a los dos, madre.

—¿Qué fuego?

—Ese fuego con el que usted está jugando… Mi madre puso un gesto como extraño.

—¿Qué es lo que quieres ver?

—Que tenemos los hombres un corazón muy recio.

—Que para nada os sirve…

—¡Nos sirve para todo!

No entendía; mi madre no entendía. Me miraba, me hablaba… ¡Ay, si no me mirara!

—¿Ves los lobos que tiran por el monte, el gavilán que vuela hasta las nubes, la víbora que espera entre las piedras?

* * *

—¡Pues peor que todos juntos es el hombre!

—¿Por qué me dices esto?

—¡Por nada! Pensé decirle:

—¡Porque os he de matar!

Pero la voz se me trabó en la lengua.

* * *

Y me quedé yo solo con la hermana, la desgraciada, la deshonrada, aquella que manchaba el mirar de las mujeres decentes.

—¿Has oído?

—Sí.

—¡Nunca lo hubiera creído!

—Ni yo…

—Nunca había pensado que era un hombre maldito.

—No lo eres…

El aire se alzó sobre el monte, aquel mal aire traidor que anduvo en los olivos, que llegará hasta el mar atravesando criaturas… Chirriaba en la ventana con su quejido.

La Rosario estaba como llorosa.

—¿Por qué dices que eres un hombre maldito?

—No soy yo quien lo dice.

* * *

—Son esas dos mujeres…

La llama del candil subía y bajaba como la respiración; en la cocina olía a acetileno, que tiene un olor acre y agradable que se hunde hasta los nervios, que nos excita las carnes, estas pobres y condenadas carnes mías a las que tanta falta hacía por aquella fecha alguna excitación.

Mi hermana estaba pálida; la vida que llevaba dejaba su señal cruel por las ojeras. Yo la quería con ternura, con la misma ternura con la que ella me quería a mí.

—Rosario, hermana mía…

—Pascual…

—Triste es el tiempo que a los dos nos aguarda.

—Todo se arreglará…

—¡Dios lo haga!

Mi madre volvía a intervenir.

—Mal arreglo le veo.

Y mi mujer, ruin como las culebras, sonreía su maldad.

—¡Bien triste es esperar que sea Dios quien lo arregle!

Dios está en lo más alto y es como un águila con su mirar; no se le escapa detalle.

—¡Y si Dios lo arreglase!

—No nos querrá tan bien…

* * *

Se mata sin pensar, bien probado lo tengo; a veces, sin querer. Se odia, se odia intensamente, ferozmente, y se abre la navaja, y con ella bien abierta se llega, descalzo, hasta la cama donde duerme el enemigo. Es de noche, pero por la ventana entra el claror de la luna; se ve bien. Sobre la cama está echado el muerto, el que va a ser el muerto. Uno lo mira; lo oye respirar; no se mueve, está quieto como si nada fuera a pasar. Como la alcoba es vieja, los muebles nos asustan con su crujir que puede despertarlo, que a lo mejor había de precipitar las puñaladas. El enemigo levanta un poco el embozo y se da la vuelta: sigue dormido. Su cuerpo abulta mucho; la ropa engaña. Uno se acerca cautelosamente; lo toca con la mano con cuidado. Está dormido, bien dormido; ni se había de enterar…

Pero no se puede matar así; es de asesinos. Y uno piensa volver sobre sus pasos, desandar lo ya andado… No; no es posible. Todo está muy pensado; es un instante, un corto instante y después…

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