Read La familia de Pascual Duarte Online

Authors: Camilo José Cela

Tags: #Drama, #Relato

La familia de Pascual Duarte (12 page)

BOOK: La familia de Pascual Duarte
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—Adiós, hijo. ¡Qué Dios te guarde!

Yo no cabía en mí de gozo. Se volvió hacia el oficial.

—Muñoz, acompañe a este señor hasta la puerta. Llévelo antes a la administración; va socorrido con ocho días.

A Muñoz no lo volví a ver en los días de mi vida. A don Contado, sí; tres años y medio más tarde.

El tren acabó por llegar; tarde o temprano todo llega en esta vida, menos el perdón de los ofendidos, que a veces parece como que disfruta en alejarse. Monté en mi departamento y después de andar dando tumbos de un lado para otro durante día y medio, di alcance a la estación del pueblo, que tan conocida me era, y en cuya vista había estado pensando durante todo el viaje. Nadie, absolutamente nadie, si no es Dios que está en las Alturas, sabía que yo llegaba, y sin embargo —no sé por qué rara manía de ideas— momento llegó a haber en que imaginaba el andén lleno de gentes jubilosas que me recibían con los brazos al aire, agitando pañuelos, voceando mi nombre a los cuatro puntos.

Cuando llegué, un frío agudo como una daga se me clavó en el corazón. En la estación no había nadie. Era de noche; el jefe, el señor Gregorio, con su farol de mecha que tenía un lado verde y otro rojo, y su banderola enfundada en su caperuza de lata, acababa de dar salida al tren. Ahora se volvería hacia mí, me reconocería, me felicitaría.

—¡Caramba, Pascual! ¡Y tú por aquí!

—Sí, señor Gregorio. ¡Libre!

—¡Vaya, vaya!

Y se dio media vuelta sin hacerme más caso. Se metió en su caseta. Yo quise gritarle:

—¡Libre, señor Gregorio! ¡Estoy libre!, porque pensé que no se había dado cuenta. Pero me quedé un momento parado y desistí de hacerlo.

La sangre se me agolpó a los oídos y las lágrimas estuvieron a pique de aparecerme en ambos ojos. Al señor Gregorio no le importaba nada mi libertad.

Salí de la estación con el fardo del equipaje al hombro, torcí por una senda que desde ella llevaba hasta la carretera donde estaba mi casa, sin necesidad de pasar por el pueblo, y empecé a caminar. Iba triste, muy triste; toda mi alegría la matara el señor Gregorio con sus tristes palabras, y un torrente de funestas ideas, de presagios desgraciados, que en vano yo trataba de ahuyentar, me atosigaban la memoria. La noche estaba clara, sin una nube, y la luna, como una hostia, allí estaba, clavada, en el medio del cielo. No quería pensar en el frío que me invadía.

Un poco más adelante, a la derecha del sendero, hacia la mitad del camino, estaba el cementerio, en el mismo sitio donde lo dejé, con la misma tapia de adobes negruzcos, con su alto ciprés que en nada había mudado, con su lechuza silbadora entre las ramas. El cementerio donde descansaba mi padre de su furia; Mario, de su inocencia; mi mujer, su abandono, y el Estirao, su mucha chulería. El cementerio donde se pudrían los restos de mis dos hijos, del abortado y de Pascualillo, que en los once meses de vida que alcanzó fuera talmente un sol…

¡Me daba resquemor llegar al pueblo, así, solo, de noche, y pasar lo primero por junto al camposanto! ¡Parecía como si la Providencia se complaciera en ponérmelo delante, en hacerlo de propósito para forzarme a caer en la meditación de lo poco que somos!

La sombra de mi cuerpo iba siempre delante, larga, muy larga, tan larga como un fantasma, muy pegada al suelo, siguiendo el terreno, ora tirando recta por el camino, ora subiéndose a la tapia del cementerio, como queriendo asomarse. Corrí un poco; la sombra corrió también. Me paré; la sombra también paró. Miré para el firmamento; no había una sola nube en todo su redor. La sombra había de acompañarme, paso a paso, hasta llegar.

Cogí miedo, un miedo inexplicable; me imaginé a los muertos saliendo en esqueleto a mirarme pasar. No me atrevía a levantar la cabeza; apreté el paso; el cuerpo parecía que no me pesaba; el cajón tampoco. En aquel momento parecía como si tuviera más fuerza que nunca. Llegó el instante en que llegué a estar al galope como un perro huido; corría, corría como un loco, como un poseído. Cuando llegué a mi casa estaba rendido; no hubiera podido dar un paso más…

Puse el bulto en el suelo y me senté sobre él. No se oía ningún ruido; Rosario y mi madre estarían, a buen seguro, durmiendo, ajenas del todo a que yo había llegado, a que yo estaba libre, a pocos pasos de ellas. ¡Quién sabe si mi hermana no habría rezado una salve —la oración que más le gustaba— en el momento de meterse en la cama, porque a mí me soltasen! ¡Quién sabe si a aquellas horas no estaría soñando, entristecida, en mi desgracia, imaginándome tumbado sobre las tablas de la celda, con la memoria puesta en ella, que fue el único afecto sincero que en mi vida tuve! Estaría a lo mejor sobresaltada, presa de una pesadilla.

Y yo estaba allí, estaba ya allí, libre, sano como una manzana, listo para volver a empezar, para consolarla, para mimarla, para recibir su sonrisa.

No sabía lo que hacer; pensé llamar… Se asustarían; nadie llama a esas horas. A lo mejor ni se atrevían a abrir; pero tampoco podía seguir allí, tampoco era posible esperar al día sentado sobre el cajón.

Por la carretera venían dos hombres conversando en voz alta; iban distraídos, como contentos; venían de Almendralejo, quién sabe si de ver a las novias. Pronto los reconocí: eran León, el hermano de Martinete, y el señorito Sebastián. Yo me escondí; no sé por qué, pero su vista me apresuraba.

Pasaron muy cerca de la casa, muy cerca de mí; su conversación era bien clara.

—Ya ves lo que a Pascual le pasó.

—Y no hizo más que lo que hubiéramos hecho cualquiera.

—Defender a la mujer.

—Claro.

—Y está en Chinchilla, a más de un día de tren, ya va para tres años…

Sentí una profunda alegría; me pasó como un rayo por la imaginación la idea de salir, de presentarme ante ellos, de darles un abrazo…, pero preferí no hacerlo; en la cárcel me hicieron más calmoso, me quitaron impulsos.

Esperé a que se alejaran. Cuando calculé verlos ya suficientemente lejos, salí de la cuneta y fui a la puerta. Allí estaba el cajón; no lo habían visto. Si lo hubieran visto se hubieran acercado y yo hubiera tenido que salir a explicarles, y se hubieran creído que me ocultaba, que los huía.

No quise pensarlo más; me acerqué hasta la puerta y di dos golpes sobre ella. Nadie me respondió; esperé unos minutos. Nada. Volví a golpearla, esta vez con más fuerza. En el interior se encendió un candil.

—¡Quién!

—¡Soy yo!

—¿Quién?

Era la voz de mi madre. Sentí alegría al oírla, para qué mentir. Yo, Pascual.

—¿Pascual?

—Sí, madre. ¡Pascual!

Abrió la puerta; a la luz del candil parecía una bruja.

—¿Qué quieres?

—¿Que qué quiero?

—Sí.

—Entrar. ¿Qué voy a querer?

Estaba extraña. ¿Por qué me trataría así?

—¿Qué le pasa a usted, madre?

—Nada, ¿por qué?

—No, ¡como la veía como parada!

Estoy por asegurar que mi madre hubiera preferido no verme.

Los odios de otros tiempos parecían como querer volver a hacer presa en mí. Yo trataba de ahuyentarlos, de echarlos a un lado.

—¿Y la Rosario?

—Se fue.

—¿Se fue?

—Sí.

—¿A dónde?

—A Almendralejo.

—¿Otra vez?

—Otra vez.

—¿Liada?

—Sí.

—¿Con quién?

—¿A ti qué más te da?

Parecía como si el mundo quisiera caerme sobre la cabeza. No veía claro; pensé si no estarla soñando. Estuvimos los dos un corto rato callados.

—¿Y por qué se fue?

—¡Ya ves!

—¿No quería esperarme?

—No sabía que habías de venir. Estaba siempre hablando de ti… ¡Pobre Rosario, qué vida de desgracia llevaba con lo buena que era!

—¿Os faltó de comer?

—A veces.

—¿Y se marchó por eso?

—¡Quién sabe!

Volvimos a callar.

—¿La ves?

—Sí; viene con frecuencia. ¡Como él está también aquí!

—¿Él?

—Sí.

—¿Quién es?

—El señorito Sebastián.

Creí morir. Hubiera dado dinero por haberme visto todavía en el penal.

XVIII

La Rosario fue a verme en cuanto se enteró de mi vuelta. —Ayer supe que habías vuelto. ¡No sabes lo que me alegré! ¡Cómo me gustaba oír sus palabras! —Sí, lo sé, Rosario; me lo figuro. ¡Yo también estaba deseando volverte a ver! Parecía como si estuviéramos de cumplido, como si nos hubiéramos conocido diez minutos atrás. Los dos hacíamos esfuerzos para que la cosa saliera natural. Pregunté, por preguntar algo, al cabo de un rato:

—¿Cómo fue de marcharte otra vez?

—Ya ves.

—¿Tan apurada andabas?

—Bastante.

—¿Y no pudiste esperar?

—No quise.

Puso bronca la voz.

—No me dio la gana de pasar más calamidades…

Me lo explicaba; la pobre bastante había pasado ya.

—No hablemos de eso, Pascual.

La Rosario se sonreía con su sonrisa de siempre, esa sonrisa triste y como abatida que tienen todos los desgraciados de buen fondo.

—Pasemos a otra cosa… ¿Sabes que te tengo buscada una novia?

—¿A mí?

—Sí.

—¿Una novia?

—Sí, hombre. ¿Por qué? ¿Te extraña?

—No… Parece raro. ¿Quién me ha de querer?

—Pues cualquiera. ¿O es que no te quiero yo?

La confesión de cariño de mi hermana, aunque ya la sabía, me agradaba; su preocupación por buscarme novia, también. ¡Mire usted que es ocurrencia!

—¿Y quién es?

—La sobrina de la señora Engracia.

—¿La Esperanza?

—Sí.

—¡Guapa moza!

—Que te quiere desde antes de que te casases.

—¡Bien callado se lo tenía!

—Qué quieres, ¡cada una es como es!

—¿Y tú, qué le has dicho?

—Nada; que alguna vez habrías de volver.

—Y he vuelto…

—¡Gracias a Dios!

La novia que la Rosario me tenía preparada, en verdad que era una hermosa mujer. No era del tipo de Lola, sino más bien al contrario, algo así como un término medio entre ella y la mujer del Estévez, incluso algo parecida en el tipo —fijándose bien— al de mi hermana. Andaría por entonces por los treinta o treinta y dos años, que poco o nada se la notaban de joven y conservada como aparecía. Era muy religiosa y como dada a la mística, cosa rara por aquellas tierras, y se dejaba llevar de la vida, como los gitanos, sólo con el pensamiento puesto en aquello que siempre decía:

—¿Para qué variar? ¡Está escrito!

Vivía en el cerro con su tía, la señora Engracia, hermanastra de su difunto padre, por haberse quedado huérfana de ambas partes aún muy tierna, y como era de natural consentidor y algo tímida, jamás nadie pudiera decir que con nadie la hubiera visto u oído discutir, y mucho menos con su tía, a la que tenía un gran respeto. Era aseada como pocas, tenía la misma color de las manzanas y cuando, al poco tiempo de entonces, llegó a ser mi mujer —mi segunda mujer—, tal orden hubo de implantar en mi casa que en multitud de detalles nadie la hubiera reconocido.

La primera vez, entonces, que me la eché a la cara, la cosa no dejó de ser violenta para los dos; los dos sabíamos lo que nos íbamos a decir, los dos nos mirábamos a hurtadillas como para espiar los movimientos del otro.

Estábamos solos, pero era igual; solos llevábamos una hora y cada instante que pasaba parecía como si fuera a costar más trabajo el empezar a hablar. Fue ella quien rompió el fuego:

Vienes más gordo.

—Puede…

—Y de semblante más claro.

—Eso dicen…

Yo hacía esfuerzos en mi interior por mostrarme amable y decidor, pero no lo conseguía; estaba como entontecido, como aplastado por un peso que me ahogaba, pero del que guardo recuerdo como una de las impresiones más agradables de mi vida, como una de las impresiones que más pena me causó el perder.

—¿Cómo es aquel terreno?

—Malo.

Ella estaba como pensativa. ¡Quién sabe lo que pensaría!

—¿Te acordaste mucho de la Lola?

—A veces. ¿Por qué mentir? Como estaba todo el día pensando, me acordada de todos. ¡Hasta del Estirao, ya ves!

La Esperanza estaba levemente pálida.

—Me alegro de que hayas vuelto.

—Sí, Esperanza, yo también me alegro de que me hayas esperado.

—¿De que te haya esperado?

—Sí; ¿o es que no me esperabas?

—¿Quién te lo dijo? —¡Ya ves! ¡Todo se sabe! Le temblaba la voz y su temblor no faltó nada para que me lo contagiase.

—¿Fue la Rosario?

—Sí. ¿Qué ves de malo?

—Nada.

Las lágrimas le asomaron a los ojos.

—¿Qué habrás pensado de mí?

—¿Qué querías que pensase? ¡Nada!

Me acerqué lentamente y la besé en las manos. Ella se dejaba besar.

—Estoy tan libre como tú, Esperanza.

* * *

—Tan libre como cuando tenía veinte años.

Esperanza me miraba tímidamente.

—No soy un viejo; tengo que pensar en vivir.

—Sí.

—En arreglar mi trabajo, mi casa, mi vida… ¿De verdad que me esperabas?

—Sí.

—¿Y por qué no me lo dices?

Ya te lo dije.

Era verdad; ya me lo había dicho, pero yo gozaba en hacérselo repetir.

—Dímelo otra vez.

La Esperanza se había vuelto roja como un pimiento. La voz le salía como cortada y los labios y las aletas de la nariz le temblaban como las hojas movidas por la brisa, como el plumón del jilguero que se esponja al sol.

—Te esperaba, Pascual. Todos los días rezaba porque volvieras pronto; Dios me escuchó.

—Es cierto.

Volví a besarla las manos. Estaba como apagado. No me atrevía a besarla en la cara.

—¿Querrás…, querrás…?

—Sí.

—¿Sabías lo que iba a decir?

—Sí. No sigas.

Se volvió radiante de repente como un amanecer.

—Bésame, Pascual…

Cambió de voz, que se puso velada y como sórdida.

—¡Bastante te esperé!

La besé ardientemente, intensamente, con un cariño y con un respeto como jamás usé con mujer alguna, y tan largo, tan largo, que cuando aparté la boca el cariño más fiel había aparecido en mí.

XIX

Llevábamos ya dos meses casados cuando me fue dado el observar que mi madre seguía usando de las mismas mañas y de iguales malas artes que antes de que me tuvieran encerrado. Me quemaba la sangre con su ademán, siempre huraño y como despegado, con su conversación hiriente y siempre intencionada, con el tonillo de voz que usaba para hablarme, en falsete y tan fingido como toda ella. A mi mujer, aunque transigía con ella, ¡qué remedio la quedaba!, no la podía ver ni en pintura, y tan poco disimulaba su malquerer que la Esperanza, un día que estaba ya demasiado cargada, me planteó la cuestión en unas formas que pude ver que no otro arreglo sino el poner la tierra por en medio podría llegar a tener. La tierra por en medio se dice cuando dos se separan a dos pueblos distantes, pero, bien mirado, también se podría decir cuando entre el terreno en donde uno pisa y el otro duerme hay veinte pies de altura…

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