La familia de Pascual Duarte (7 page)

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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Drama, #Relato

BOOK: La familia de Pascual Duarte
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En aquel momento —bien me acuerdo— fue cuando la noté por vez primera algo raro en el vientre y un tósigo de verla así me entró en el corazón, que vino —en el mismo medio del apuro— a tranquilizar mi conciencia, que preocupadillo me tenía ya por entonces con eso de no sentirla latir ante la idea del primer hijo. Era muy poco lo que se la notaba, y bien posible hubiera sido que, de no saberlo, jamás me hubiera percatado de ello.

Compramos en Mérida algunas chucherías para la casa, pero como el dinero que llevábamos no era mucho, y además había sido mermado con las seis pesetas que le di al nieto de la atropellada, decidí retornar al pueblo por no parecerme cosa de hombres prudentes el agotar el monedero hasta el último ochavo. Volví a ensillar la yegua, a enjaezarla con la sobremontura y las riendas de feria del señor Vicente y a enrollarme la manta en el arzón, para con ella —y con mi mujer a la grupa como a la ida— volverme para Torremejía. Como mi casa estaba, como usted sabe, en el camino de Almendralejo, y como nosotros de donde veníamos era de Mérida, hubimos de cruzar, para arrimarnos a ella, la línea entera de casas, de forma que todos los vecinos, por ser ya la caída de la tarde, pudieron vernos llegar —tan marciales— y mostrarnos su cariño, que por entonces lo habla, con el buen recibir que nos hicieron. Yo me apeé, volteándome por la cabeza para no herir a Lola de una patada, requerido por mis compañeros de soltería y de labranza, y con ellos me fui, casi llevado en volandas, hasta la taberna de Martinete el Gallo, adonde entramos en avalancha y cantando, y en donde el dueño me dio un abrazo contra su vientre, que a poco me marea entre las fuerzas que hizo y el olor a vino blanco que despedía. A Lola la besé en la mejilla y la mandé para casa a saludar a las amigas y a esperarme, y allá se marchó, jineta sobre la hermosa yegua, espigada y orgullosa como una infanta, y bien ajena a que el animal había de ser la causa del primer disgusto.

En la taberna, como había una guitarra, mucho vino y suficiente buen humor, estábamos todos como radiantes y alborozados, dedicados a lo nuestro y tan ajenos al mundo que, entre el cantar y el beber, se nos iban pasando los tiempos como sin sentirlos. Zacarías, el del señor Julián, se arrancó por seguidillas. ¡Daba gusto oírlo con su voz tan suave como la de un jilguero! Cuando él cantaba, los demás —mientras anduvimos serenos— nos callábamos a escuchar como embobados, pero cuando tuvimos más arranque, por el vino y la conversación, nos liamos a cantar en rueda y, aunque nuestras voces no eran demasiado templadas, como llegaron a decirse cosas divertidas, todo se nos era perdonado.

Es una pena que las alegrías de los hombres nunca se sepa dónde nos han de llevar, porque de saberlo no hay duda que algún disgusto que otros nos habríamos de ahorrar; lo digo porque la velada en casa del Gallo acabó como el rosario de la aurora por eso de no sabernos ninguno parar a tiempo. La cosa fue bien sencilla, tan sencilla como siempre resultan ser las cosas que más vienen a complicarnos la vida.

El pez muere por la boca, dicen, y dicen también que quien mucho habla mucho yerra, y que en boca cerrada no entran moscas, y a fe que algo de cierto para mí tengo que debe de haber en todo ello, porque si Zacarías se hubiera estado callado como Dios manda y no se hubiese metido en camisas de once varas, entonces se hubiera ahorrado un disgustillo y ahora el servir para anunciar la lluvia a los vecinos con sus tres cicatrices. El vino no es buen consejero.

Zacarías, en medio de la juerga, y por hacerse el chistoso, nos contó no sé qué sucedido, o discurrido, de un palomo ladrón, que yo me atrevería a haber jurado en el momento —y a seguir jurando aún ahora mismo— que lo habla dicho pensando en mí; nunca fui susceptible, bien es verdad, pero cosas tan directas hay —o tan directas uno se las cree— que no hay forma ni de no darse por aludido ni de mantenerse uno en sus casillas y no saltar.

Yo le llamé la atención.

—¡Pues no le veo la gracia, la verdad!

—Pues todos se la han visto, Pascual.

—Así será, no lo niego; pero lo que digo es que no me parece de bien nacidos el hacer reír a los más metiéndose con los menos.

—No te piques, Pascual; ya sabes, el que se pica…

—Y que tampoco me parece de hombres el salir con bromas a los insultos.

—No lo dirás por mí…

—No; lo digo por el gobernador.

—Poco hombre me pareces tú para lo mucho que amenazas.

—Y que cumplo.

—¿Que cumples?

—¡Sí!

Yo me puse de pie.

—¿Quieres que salgamos al campo?

—¡No hace falta!

—¡Muy bravo te sientes!

Los amigos se echaron a un lado, que nunca fuera cosa de hombres meterse a evitar las puñaladas.

Yo abrí la navaja con parsimonia; en esos momentos una precipitación, un fallo, puede sernos de unas consecuencias funestas. Se hubiera podido oír el vuelo de una mosca, tal era el silencio.

Me fui hacia él y, antes de darle tiempo a ponerse en facha, le arreé tres navajazos que lo dejé como temblando. Cuando se lo llevaban, camino de la botica de don Raimundo, le iba manando la sangre como de un manantial…

IX

Yo tiré para casa acompañado de tres o cuatro de los íntimos, algo fastidiado por lo que acababa de ocurrir.

—También fue mala pata…, a los tres días de casado.

Íbamos callados, con la cabeza gacha, como pesarosos.

—Él se lo buscó; la conciencia bien tranquila la tengo. ¡Si no hubiera hablado!

—No le des más vueltas, Pascual.

—¡Hombre, es que lo siento, ya ves! ¡Después de que todo pasó!

Era ya la madrugada y los gallos cantores lanzaban a los aires su pregón.

El campo olía a jaras y a tomillo.

—¿Dónde le di?

—En un hombro.

—¿Muchas?

—Tres.

—¿Sale?

—¡Hombre, sí! ¡Yo creo que saldrá!

—Más vale.

Nunca me pareció mi casa tan lejos como aquella noche.

—Hace frío…

—No sé, yo no tengo.

—¡Será el cuerpo!

—Puede…

Pasábamos por el cementerio.

—¡Qué mal se debe estar ahí dentro!

—¡Hombre! ¿Por qué dices eso? ¡Qué pensamientos más raros se te ocurren!

—¡Ya ves!

El ciprés parecía un fantasma alto y seco, un centinela de los muertos.

—Feo está el ciprés…

—Feo.

En el ciprés una lechuza, un pájaro de mal agüero, dejaba oír su silbo misterioso.

—Mal pájaro ese.

—Malo…

—Y que todas las noches está ahí.

—Todas…

—Parece como si gustase de acompañar a los muertos.

—Parece… —¿Qué tienes? —¡Nada! ¡No tengo nada! Ya ves, manías… Miré para Domingo; estaba pálido como un agonizante. —¿Estás enfermo? —No… —¿Tienes miedo? —¿Miedo yo? ¿De quién he de tener miedo? —De nadie, hombre, de nadie; era por decir algo. El señorito Sebastián intervino: —Venga, callaros; a ver si ahora la vais a emprender vosotros. —No… —¿Falta mucho, Pascual? —Poco; ¿por qué? —Por nada… La casa parecía como si la cogieran con una mano misteriosa y se la fuesen llevando cada vez más lejos.

—¿Nos pasaremos?

—¡Hombre, no! Alguna luz ya habrá encendida.

Volvimos a callarnos. Ya poco podía faltar.

—¿Es aquello?

—Sí.

—¿Y por qué no lo decías?

—¿Para qué? ¿No lo sabías?

A mí me extrañó el silencio que había en mi casa. Las mujeres estarían aún allí según la costumbre, y las mujeres ya sabe usted lo mucho que alzan la voz para hablar.

—Parece que duermen.

—¡No creo! ¡Ahí tienen una luz!

Nos acercamos a la casa; efectivamente, había una luz.

La señora Engracia estaba a la puerta; hablaba con la
s
, como la lechuza del ciprés; a lo mejor tenía hasta la misma cara.

—¿Y usted por aquí?

—Pues ya ves, hijo, esperándote estaba.

—¿Esperándome?

—Sí.

El misterio que usaba conmigo la señora Engracia no me podía agradar.

—¡Déjeme pasar!

—¡No pases!

—¿Por qué?

—¡Porque no!

—¡Ésta es mi casa!

—Ya lo sé, hijo; por muchos años… Pero no puedes pasar.

—¿Pero por qué no puedo pasar?

—Porque no puede ser, hijo. ¡Tu mujer está mala!

—¿Mala?

—Sí.

—¿Qué le pasa?

—Nada; que abortó.

—Sí; la descabalgó la yegua…

La rabia que llevaba dentro no me dejó ver claro; tan obcecado estaba que ni me percaté de lo que oía.

—¿Dónde está la yegua?

—En la cuadra.

La puerta de la cuadra que daba al corral era baja de quicio. Me agaché para entrar; no se veía nada.

—¡To, yegua!

La yegua se arrimó contra el pesebre; yo abrí la navaja con cuidado; en esos momentos, el poner un pie en falso puede sernos de unas consecuencias funestas. —¡To, yegua! Volvió a cantar el gallo en la mañana.

—¡To, yegua!

La yegua se movía hacia el rincón. Me arrimé; llegué hasta poder darle una palmada en las ancas. El animal estaba despierto, como impaciente.

—¡To, yegua!

Fue cosa de un momento. Me eché sobre ella y la clavé; la clavé lo menos veinte veces…

Tenía la piel dura; mucho más dura que la de Zacarías… Cuando de allí salí saqué el brazo dolido; la sangre me llegaba hasta el codo. El animalito no dijo ni pío; se limitaba a respirar más hondo y más de prisa, como cuando la echaban al macho.

X

Por seguro se lo digo que —aunque después, al enfriarme, pensara lo contrario— en aquel momento no otra cosa me pasó por el magín que la idea de que el aborto de Lola pudiera habérsele ocurrido tenerlo de soltera. ¡Cuánta bilis y cuánto resquemor y veneno me hubiera ahorrado!

A consecuencia de aquel desgraciado accidente me quedé como anonadado y hundido en las más negras imaginaciones y hasta que reaccioné hubieron de pasar no menos de doce largos meses en los cuales, como evadido del espíritu, andaba por el pueblo. Al año, o poco menos, de haberse malogrado lo que hubiera de venir, quedó Lola de nuevo encinta y pude ver con alegría que idénticas ansias y los mismos desasosiegos que la vez primera me acometían: el tiempo pasaba demasiado despacio para lo de prisa que quisiera yo verlo pasar, y un humor endiablado me acompañaba como una sombra dondequiera que fuese.

Me torné huraño y montaraz, aprensivo y hosco, y como ni mi mujer ni mi madre entendieran gran cosa de caracteres, estábamos todos en un constante vilo por ver dónde saltaba la bronca. Era una tensión que nos destrozaba, pero que parecía como si la cultivásemos gozosos; todo nos parecía alusivo, todo malintencionado, todo de segunda intención. ¡Fueron unos meses de un agobio como no puede usted ni figurarse!

La idea de que mi mujer pudiera volver a abortar era algo que me sacaba de quicio; los amigos me notaban extraño, y la Chispa —que por entonces viva andaba aún— parecía que me miraba menos cariñosa.

Yo la hablaba, como siempre.

—¿Qué tienes?

Y ella me miraba como suplicante, moviendo el rabillo muy de prisa, casi gimiendo y poniéndome unos ojos que destrozaban el corazón. A ella también se le habían ahogado las crías en el vientre. En su inocencia, ¡quién sabe si no conocería la mucha pena que su desgracia me produjera!, eran tres los perrillos que vivos no llegaron a nacer; los tres igualitos, los tres pegajosos como la almíbar, los tres grises y medio sarnosos como ratas. Abrió un hoyo entre los cantuesos y allí los metió. Cuando al salir al monte detrás de los conejos parábamos un rato por templar el aliento, ella, con ese aire doliente de las hembras sin hijos, se acercaba hasta el hoyo por olerlo.

Cuando, entrado ya el octavo mes, la cosa marchaba como sobre carriles; cuando, gracias a los consejos de la señora Engracia, el embarazo de mi mujer iba camino de convertirse en un modelo de embarazo y cuando, por el mucho tiempo pasado y por el poco que faltaba ya por pasar, todo podía hacer suponer que lo prudente sería alejar el cuidado, tales ansias me entraban, y tales prisas, que por seguro tuve desde entonces el no loquear en la vida si de aquel berenjenal salía con razón.

Hacia los días señalados por la señora Engracia, y como si la Lola fuera un reló, de precisa como andaba, vino al mundo, y con una sencillez y una felicidad que a mí ya me tenían extrañado, mi nuevo hijo, mejor dicho, mi primer hijo, a quien en la pila del bautismo pusimos por nombre Pascual, como su padre, un servidor. Yo hubiera querido ponerle Eduardo, por haber nacido en el día del santo y ser la costumbre de la tierra; pero mi mujer, que por entonces andaba cariñosa como nunca, insistió en ponerle el nombre que yo llevaba, cosa para la que poco tiempo gastó en convencerme, dada la mucha ilusión que me hacía. Mentira me parece, pero por bien cierto le aseguro que lo tengo, el que por entonces la misma ilusión que a un muchacho con botas nuevas me hicieron los accesos de cariño de mi mujer; se los agradecía de todo corazón, se lo juro.

Ella, como era de natural recio y vigoroso, a los dos días del parto estaba tan nueva como si nada hubiera pasado. La figura que formaba, toda desmelenada dándole de mamar a la criatura, fue una de las cosas que más me impresionaron en la vida; aquello sólo me compensaba con creces los muchos cientos de malos ratos pasados.

Yo me pasaba largas horas sentado a los pies de la cama. Lola me decía, muy bajo, como ruborizada:

—Ya te he dado uno…

—Sí.

—Y bien hermoso…

—Gracias a Dios.

Ahora hay que tener cuidado con él.

—Sí, ahora es cuando hay que tener cuidado.

—De los cerdos…

El recuerdo de mi pobre hermano Mario me asaltaba; si yo tuviera un hijo con la desgracia de Mario, lo ahogaría para privarle de sufrir.

—Sí; de los cerdos…

—Y de las fiebres también.

—Sí.

—Y de las insolaciones…

—Sí; también de las insolaciones…

El pensar que aquel tierno pedazo de carne que era mi hijo, a tales peligros había de estar sujeto, me ponía las carnes de gallina.

—Le pondremos vacuna.

—Cuando sea mayorcito…

—Y lo llevaremos siempre calzado, porque no se corte los pies.

—Y cuando tenga siete añitos lo mandaremos a la escuela…

—Y yo le enseñaré a cazar…

Lola se reía, ¡era feliz! Yo también me sentía feliz, ¿por qué no decirlo?, viéndola a ella, hermosa como pocas, con un hijo en el brazo como una santa María.

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