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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Drama, #Relato

La familia de Pascual Duarte (11 page)

BOOK: La familia de Pascual Duarte
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—¿Sabes si fue muy lejos?

—Nada me dijo.

No hubo más solución que soterrar el genio; pagar con infelices la furia que guardamos para los ruines, nunca fue cosa de hombres.

—¿Sabías lo que pasaba?

—Sí.

—¿Y tan callado lo tenías?

—¿A quién lo había de decir?

—No, a nadie…

En realidad, verdad era que a nadie había tenido a quien decírselo; hay cosas que no a todos interesan, cosas que son para llevarlas a cuestas uno solo, como una cruz de martirio, y callárselas a los demás. A la gente no se le puede decir todo lo que nos pasa, porque en la mayoría de los casos no nos sabrían ni entender.

La Rosa se vino conmigo.

—No quiero estar aquí ni un solo día más; estoy cansada.

Y volvió para casa, tímida y como sobrecogida, humilde y trabajadora como jamás la había visto; me cuidaba con un regalo que nunca llegué —y, ¡ay!, lo que es peor—, nunca llegaré a agradecérselo bastante. Me tenía siempre preparada una camisa limpia, me administraba los cuartos con la mejor de las haciendas, me guardaba la comida caliente si es que me retrasaba… ¡Daba gusto vivir así! Los días pasaban suaves como plumas; las noches tranquilas como en un convento, y los pensamientos funestos —que en otro tiempo tanto me persiguieran— parecían como querer remitir. ¡Qué lejanos me parecían los días azarosos de La Coruña! ¡Qué perdido en el recuerdo se me aparecía a veces el tiempo de las puñaladas! La memoria de Lola, que tan profunda brecha dejara en mi corazón, se iba cerrando y los tiempos pasados iban siendo, poco a poco, olvidados, hasta que la mala estrella, esa mala estrella que parecía como empeñada en perseguirme, quiso resucitarlos para mi mal.

Fue en la taberna de Martinete; me lo dijo el señorito Sebastián.

—¿Has visto al Estirao?

—No, ¿por qué?

—Nada; porque dicen que anda por el pueblo.

—¿Por el pueblo?

—Eso dicen.

—¡No me querrás engañar!

—¡Hombre, no te pongas así; como me lo dijeron, te lo digo! ¿Por qué te había de engañar?

Me faltó tiempo para ver lo que había de cierto en sus palabras. Salí corriendo para mi casa; iba como una centella, sin mirar ni dónde pisaba. Me encontré a mi madre en la puerta.

—¿Y la Rosario?

—Ahí dentro está.

—¿Sola?

—Sí, ¿por qué?

Ni contesté; pasé a la cocina y allí me la encontré, removiendo el puchero.

—¿Y el Estirao?

La Rosario pareció como sobresaltarse; levantó la cabeza y con calma, por lo menos por fuera, me soltó

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque está en el pueblo.

—¿En el pueblo?

—Eso me han dicho.

—Pues por aquí no ha arrimado.

—¿Estás segura?

—¡Te lo juro!

No hacía falta que me lo jurase; era verdad, aún no había llegado, aunque había de llegar al poco rato, jaque como un rey de espadas, flamenco como un faraón.

Se encontró con la puerta guardada por mi madre.

—¿Está Pascual?

—¿Para qué le quieres?

—Para nada; para hablar de un asunto.

—¿De un asunto?

—Sí; de un asunto que tenemos entre los dos.

—Pasa. Ahí lo tienes en la cocina.

El Estirao entró sin descubrirse, silbando una copla.

—¡Hola, Pascual!

—¡Hola, Paco! Descúbrete, que estás en una casa.

El Estirao se descubrió.

—¡Si tú lo quieres!

Quería aparentar calma y serenidad, pero no acababa de conseguirlo; se le notaba nerviosillo y como azarado.

—¡Hola, Rosario!

—¡Hola, Paco!

Mi hermana le sonrió con una sonrisa cobarde que me repugnó; el hombre también sonreía, pero su boca al sonreír parecía como si hubiera perdido la color.

—¿Sabes a lo que vengo?

—Tú dirás. —¡A llevarme a la Rosario!

—Ya me lo figuraba. Estirao, a la Rosario no te la llevas tú.

—¿Que no me la llevo?

—No.

—¿Quién lo habrá de impedir?

—Yo.

—¿Tú?

—Sí, yo, ¿o es que te parezco poca cosa?

—No mucha…

En aquel momento estaba frío como un lagarto y bien pude medir todo el alcance de mis actos. Me tenté la ropa, medí las distancias y, sin dejarle seguir con la palabra para que no pasase lo de la vez anterior, le di tan fuerte golpe con una banqueta en medio de la cara que lo tiré de espaldas y como muerto contra la campana de la chimenea. Trató de incorporarse, desenvainó el cuchillo, y en su faz se veían unos fuegos que espantaban; tenía los huesos de la espalda quebrados y no podía moverse. Lo cogí, lo puse orilla de la carretera, y le dejé.

—Estirao, has matado a mi mujer…

—¡Que era una zorra!

—Que sería lo que fuese, pero tú la has matado. Has deshonrado a mi hermana…

—¡Bien deshonrada estaba cuando yo la cogí!

—¡Deshonrada estaría, pero tú la has hundido! ¿Quieres callarte ya? Me has buscado las vueltas hasta que me encontraste; yo no he querido herirte, yo no quise quebrarte el costillar…

—¡Que sanará algún día, y ese día!

—¿Ese día, qué? —¡Te pegaré dos tiros igual que a un perro rabioso!

—¡Repara en que te tengo a mi voluntad!

—¡No sabrás tú matarme!

—¿Que no sabré matarte?

—No.

—¿Por qué lo dices? ¡Muy seguro te sientes!

—¡Porque aún no nació el hombre!

Estaba bravo el mozo.

—¿Te quieres marchar ya?

—¡Ya me iré cuando quiera!

—¡Que va a ser ahora mismo!

—¡Devuélveme a la Rosario!

—¡No quiero!

—¡Devuélvemela, que te mato!

—¡Menos matar! ¡Ya vas bien con lo que llevas!

—¿No me la quieres dar?

—¡No!

El Estirao, haciendo un esfuerzo supremo, intentó echarme a un lado. Lo sujeté del cuello y lo hundí contra el suelo.

—¡Échate fuera!

—¡No quiero!

Forcejeamos, lo derribé, y con una rodilla en el pecho le hice la confesión:

—No te mato porque se lo prometí…

—¿A quién?

—A Lola.

—¿Entonces, me quería?

Era demasiada chulería. Pisé un poco más fuerte… La carne del pecho hacía el mismo ruido que si estuviera en el asador… Empezó a arrojar sangre por la boca. Cuando me levanté, se le fue la cabeza —sin fuerza— para un lado…

XVII

Tres años me tuvieron encerrado, tres años lentos, largos como la amargura, que si al principio creí que nunca pasarían, después pensé que habían sido un sueño; tres años trabajando, día a día, en el taller de zapatero del penal; tomando, en los recreos, el sol en el patio, ese sol que tanto agradecía; viendo pasar las horas con el alma anhelante, las horas cuya cuenta —para mi mal— suspendió antes de tiempo mi buen comportamiento.

Da pena pensar que las pocas veces que en esta vida se me ocurrió no portarme demasiado mal, esa fatalidad, esa mala estrella que, como ya más atrás le dije, parece como complacerse en acompañarme, torció y dispuso las cosas de forma tal que la bondad no acabó para servir a mi alma para maldita la cosa. Peor aún: no sólo para nada sirvió, sino que a fuerza de desviarse y de degenerar siempre a algún mal peor me hubo de conducir. Si me hubiera portado mal hubiera estado en Chinchilla los veintiocho años que me salieron; me hubiera podrido vivo como todos los presos, me hubiera aburrido hasta enloquecer, hubiera desesperado, hubiera maldecido de todo lo divino, me hubiera acabado por envenenar del todo, pero allí estaría, purgando lo cometido, libre de nuevos delitos de sangre, preso y cautivo —bien es verdad—, pero con la cabeza tan segura sobre mis hombros como al nacer, libre de toda culpa, si no es el pecado original; si me hubiera portado ni fu ni fa, como todos sobre poco más o menos, los veintiocho años se hubieran convertido en catorce o dieciséis, mi madre se hubiera muerto de muerte natural para cuando yo consiguiese la libertad, mí hermana Rosario habría perdido ya su juventud, con su juventud su belleza, y con su belleza su peligro, y yo —este pobre yo, este desgraciado derrotado que tan poca compasión en usted y en la sociedad es capaz de provocar— hubiera salido manso como una oveja, suave como una manta, y alejado probablemente del peligro de una nueva caída. A estas horas estaría quién sabe si viviendo tranquilo, en cualquier lugar, dedicado a algún trabajo que me diera para comer, tratando de olvidar lo pasado para no mirar más que para lo por venir; a lo mejor lo había conseguido ya… Pero me porté lo mejor que pude, puse buena cara al mal tiempo, cumplí excediéndomelo que se me ordenaba, logré enternecer a la justicia, conseguí los buenos informes del director…, y me soltaron; me abrieron las puertas; me dejaron indefenso ante todo lo malo. Me dijeron:

—Has cumplido, Pascual; vuelve a la lucha, vuelve a la vida, vuelve a aguantar a todos, a hablar con todos, a rozarte otra vez con todos.

Y creyendo que me hacían un favor, me hundieron para siempre.

Estas filosofías no se me habían ocurrido de la primera vez que este capítulo —y los dos que siguen— escribí; pero me los robaron (todavía no me he explicado por qué me los quisieron quitar), aunque a usted le parezca tan extraño que no me lo crea, y entristecido por un lado con esta maldad sin justificación que tanto dolor me causa, y ahogado en la repetición, por la otra banda, que me fuerza el recuerdo y me decanta las ideas, a la pluma me vinieron y, como no considero penitencia el contrariarme las voluntades, que bastantes penitencias para la flaqueza de mi espíritu, ya que no para mis muchas culpas, tengo con lo que tengo, ahí las dejo, frescas como me salieron, para que usted las considere como le venga en gana.

Cuando salí encontré al campo más triste, mucho más triste, de lo que me habla figurado. En los pensamientos que me daban cuando estaba preso, me lo imaginaba —vaya usted a saber por qué— verde y lozano como las praderas, fértil y hermoso como los campos de trigo, con los campesinos dedicados afanosamente a su labor, trabajando alegres de sol a sol, cantando, con la bota de vino a la vera y la cabeza vacía de malas ocurrencias, para encontrarlo a la salida yermo y agostado como los cementerios, deshabitado y solo como una ermita lugareña al siguiente día de la patrona…

Chinchilla es un pueblo ruin, como todos los manchegos, agobiado como por una honda pena, gris y macilento como todos los poblados donde la gente no asoma los hocicos al tiempo, y en ella no estuve sino el tiempo justo que necesité para tomar el tren que me había de devolver al pueblo, a mi casa, a mi familia; al pueblo que volvería a encontrar otra vez en el mismo sitio, a mi casa que resplandecía al sol como una joya, a mi familia que me esperaría para más lejos, que no se imaginaría que pronto habría de estar con ellos, a mi madre que en tres años a lo mejor Dios había querido suavizar, a mi hermana, a mi querida y santa hermana, que saltaría de gozo al verme.

El tren tardó en llegar, tardó muchas horas. Extraño estoy de que un hombre que tenía en el cuerpo tantas horas de espera notase con impaciencia tal un retraso de hora más, hora menos, pero lo cierto es que así ocurría, que me impacientaba, que me descomponía el aguardar como si algún importante negocio me comiese los tiempos. Anduve por la estación, fui a la cantina, paseé por un campo que había contiguo… Nada; el tren no llegaba, el tren no asomaba todavía, lejano como aún andaba por el retraso. Me acordaba del penal, que se veía allá lejos, por detrás del edificio de la estación; parecía desierto, pero estaba lleno hasta los bordes, guardador de un montón de desgraciados con cuyas vidas se podían llenar tantos cientos de páginas como ellos eran. Me acordaba del director, de la última vez que le vi; era un viejecito calvo, con un bigote cano, y unos ojos azules como el cielo; se llamaba don Contado. Yo le quería como a un padre, le estaba agradecido de las muchas palabras de consuelo que —en tantas ocasiones— para mí tuviera. La última vez que le vi fue en su despacho, adonde me mandó llamar.

—¿Da su permiso, don Contado?

—Pasa, hijo.

Su voz estaba ya cascada por los años y por los achaques, y cuando nos llamaba hijos parecía como si se le enterneciera más todavía, como si le temblara al pasar por los labios. Me mandó sentar al otro lado de la mesa; me alargó la tabaquera, grande, de piel de cabra; sacó un librito de papel de fumar que me ofreció también.

—¿Un pitillo?

—Gracias, don Contado.

Don Contado se rió.

—Para hablar contigo lo mejor es mucho humo. ¡Así se te ve menos esa cara tan fea que tienes!

Soltó la carcajada, una carcajada que al final se mezcló con un golpe de tos, con un golpe de tos que le duró hasta sofocarlo, hasta dejarlo abotargado y rojo como un tomate. Echó mano de un cajón y sacó dos copas y una botella de coñac. Yo me sobresalté; siempre me había tratado bien —cierto es—, pero nunca como aquel día.

—¿Qué pasa, don Contado?

—Nada, hijo, nada… ¡Anda, bebe…, por tu libertad!

Volvió a acometerle la tos. Yo iba a preguntar:

—¿Por mi libertad?

Pero él me hacía señas con la mano para que no dijese nada. Esta vez pasó al revés; fue en risa en lo que acabó la tos.

—Sí. ¡Todos los pillos tenéis suerte!

Y se reía, gozoso de poder darme la noticia, contento de poder ponerme de patas en la calle. ¡Pobre don Contado, qué bueno era! ¡Si él supiera que lo mejor que podría pasarme era no salir de allí! Cuando volví a Chinchilla, a aquella casa, me lo confesó con lágrimas en los ojos, en aquellos ojos que eran sólo un poco más azules que las lágrimas.

—¡Bueno, ahora en serio! Lee…

Me puso ante la vista la orden de libertad. Yo no creía lo que estaba viendo.

—¿Lo has leído?

—Sí, señor.

Abrió una carpeta y sacó dos papeles iguales, el licenciamiento.

—Toma, para ti; con eso puedes andar por donde quieras. Firma aquí; sin echar borrones.

Doblé el papel, lo metí en la cartera… ¡Estaba libre! Lo que pasó por mí en aquel momento ni lo sabría explicar. Don Contado se puso grave; me soltó un sermón sobre la honradez y las buenas costumbres, me dio cuatro consejos sobre los impulsos que si hubiera tenido presentes me hubieran ahorrado más de un disgusto gordo, y cuando terminó, y como fin de fiesta, me entregó veinticinco pesetas en nombre de la junta de Damas Regeneradoras de los Presos, institución benéfica que estaba formada en Madrid para acudir en nuestro auxilio.

Tocó un timbre y vino un oficial de prisiones. Don Contado me alargó la mano.

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