La falsa pista (54 page)

Read La falsa pista Online

Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
2.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Era Liljegren —dijo Sjösten, visiblemente alterado—. Joder.

—Entonces sabemos que el mensaje está ahí desde hace bastante tiempo —dijo Wallander.

—Tampoco Logård ha estado aquí desde entonces —añadió Sjösten.

—No necesariamente —objetó Wallander—. Puede haber escuchado el mensaje. Pero sin borrarlo. Si luego hay un corte de fluido eléctrico, la luz oscila de nuevo. Puede haber habido tormenta aquí. No lo sabemos.

Atravesaron la casa. Un pasillo estrecho llevaba a la parte que estaba precisamente en el ángulo de la L. Allí la puerta estaba cerrada. De repente Wallander levantó la mano. Sjösten se detuvo de golpe detrás de él. Wallander oyó un ruido. Primero no pudo determinar qué era. Luego se oyó como un animal que excavaba. Después como un murmullo. Miró a Sjösten. Luego tocó la puerta. Sólo entonces descubrió que era de acero. Estaba cerrada. El murmullo había cesado. Sjösten también lo había notado.

—¿Qué cojones está pasando? —susurró.

—No lo sé —respondió Wallander—. No puedo con esta puerta sólo con la ganzúa.

—Supongo que tendremos aquí a la empresa de seguridad dentro de un cuarto de hora más o menos.

Wallander reflexionó. No sabía qué podía haber al otro lado, aparte de que debía de tratarse al menos de una persona, probablemente más. Se sintió mareado. Sabía que tenía que abrir la puerta.

—Dame la pistola —dijo.

Sjösten la sacó del bolsillo.

—Apartaos de la puerta —gritó Wallander con todas sus fuerzas—. Voy a disparar a la cerradura.

Miró fijamente la cerradura. Retrocedió un paso, montó el percutor y disparó. El ruido fue ensordecedor. Disparó otra vez y luego hizo un tercer disparo. Los proyectiles rebotaron hacia la pared exterior del pasillo. Luego le devolvió la pistola a Sjösten y abrió la puerta de una patada. Los oídos le retumbaban a causa de las detonaciones.

La habitación era grande. No tenía ventanas. Había unas cuantas camas y un aparte con un retrete. Una nevera, vasos, tazas, unos termos. Agazapadas en un rincón de la habitación, asustadas por las detonaciones, había cuatro chicas jóvenes abrazándose las unas a las otras. Al menos dos de ellas le recordaban a Wallander a la chica que había visto a veinte metros de distancia en el campo de colza de Salomonsson antes de que se suicidara. Durante un instante, con los oídos aturdidos por el estruendo, Wallander pensó que lo podía ver todo ante sus ojos, un acontecimiento tras otro, cómo encajaban y cómo todo tenía su explicación. Pero en realidad no veía nada, era una sensación que se abalanzaba sobre él, atravesándole, como un tren que atraviesa un túnel a gran velocidad, y luego sólo deja un ligero temblor de tierra tras de sí. Tampoco había tiempo para más reflexiones. Las chicas que estaban agazapadas en un rincón eran reales, al igual que su temor, y exigían tanto su presencia como la de Sjösten.

—¿Qué coño está pasando? —dijo Sjösten de nuevo.

—Tiene que venir un equipo de Helsingborg —respondió Wallander—. Rápido, coño.

Se arrodillaron. Sjösten hizo lo mismo, como si iniciasen una oración conjunta, y luego Wallander intentó hablar en inglés con las asustadas chicas. Pero no parecían entenderle, o al menos no entendían bien su inglés. Pensó que varias de ellas no eran mayores que Dolores María Santana.

—¿Sabes español? —le preguntó a Sjösten—. Yo no sé ni una palabra.

—¿Qué quieres que diga?

—¿Sabes español o no?

—¡No sé hablar español! ¡Joder! ¿Quién lo sabe? Sé un par de palabras. ¿Qué quieres que diga?

—¡Lo que sea! Para que se tranquilicen.

—¿Les digo que soy policía?

—¡No! ¡Lo que sea pero eso no!


Buenos días
—dijo Sjösten vacilante.

—Sonríe —susurró Wallander—. ¿No ves lo asustadas que están?

—Hago lo que puedo —objetó Sjösten.

—Otra vez —dijo Wallander—. Ahora con amabilidad.


Buenos días
—repitió Sjösten.

Una de las chicas respondió. Su voz era muy débil. Para Wallander, sin embargo, era como si ahora tuviese la respuesta que había estado esperando desde aquella vez que la chica estuvo en el campo de colza mirándole fijamente con sus ojos asustados.

Al mismo tiempo sucedió también otra cosa. Desde algún lugar de la casa detrás de ellos se oyó un ruido, tal vez una puerta que se abría. Las chicas también lo oyeron y se agazaparon de nuevo.

—Deben de ser los guardias de la empresa de seguridad —dijo Sjösten—. Vale más que los vayamos a recibir. Si no, se preguntarán qué está sucediendo y empezarán a hacer ruido.

Wallander hizo una seña a las chicas de que se quedaran. Volvieron por el pasillo estrecho, esta vez Sjösten iba delante.

Estuvo a punto de costarle la vida. Cuando salieron a la gran estancia abierta, en la que habían derribado las antiguas paredes, sonaron varios disparos. Llegaron tan seguidos que debían de proceder de un arma rápida semiautomática, cuyas distintas velocidades de repetición se pueden regular. La primera bala entró por el hombro izquierdo de Sjösten y le rompió la clavícula. El ímpetu le empujó hacia atrás y quedó como una pared viva delante de Wallander. El segundo, tercero y tal vez el cuarto disparo acabaron en algún lugar por encima de sus cabezas.

—¡No disparen! ¡Policía! —gritó Wallander.

Aquel que había disparado, aquel que no podían ver, disparó otra ráfaga. Le dieron de nuevo a Sjösten, y esta vez le atravesaron la oreja derecha.

Wallander se tiró al suelo detrás de una de las paredes que habían dejado como decoración. Tiró de Sjösten, que pegó un grito y luego se desmayó.

Wallander buscó su pistola y disparó hacia la habitación. Pensó confuso que en el cargador deberían quedar dos, tal vez tres balas.

No hubo respuesta. Esperó con el corazón palpitante. La pistola alzada y preparada para disparar. Luego oyó el ruido de un coche que se ponía en marcha. Sólo entonces dejó a Sjösten y corrió agachado hasta una ventana. Vio la parte trasera de un Mercedes negro escapar por el camino estrecho y desaparecer, protegido por el hayal. Volvió a Sjösten, que sangraba y estaba inconsciente. Encontró el pulso en el cuello ensangrentado. Era rápido y Wallander pensó que era una buena señal. Mejor así que al revés. Todavía pistola en mano, levantó el auricular y marcó el número de emergencias.

—¡Un colega está herido! —gritó cuando contestaron. Después logró calmarse, decir su nombre, explicar qué había pasado y dónde se encontraban. Luego volvió con Sjösten, que recuperaba el conocimiento.

—Todo irá bien —dijo Wallander una y otra vez—. La ambulancia está de camino.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Sjösten.

—No hables —dijo Wallander—. Todo se arreglará.

Buscó los orificios de entrada de las balas. Creía que le habían acertado al menos tres. Pero finalmente se dio cuenta de que sólo eran dos, una en el hombro y la otra en la oreja. Hizo dos simples vendajes compresivos y se preguntó dónde estaría la empresa de seguridad y por qué tardaba tanto en llegar la ayuda. Pensó en el Mercedes que se había escapado y en que no descansaría hasta atrapar al hombre que había disparado contra Sjösten sin darle una sola oportunidad.

Por fin oyó las sirenas. Se levantó y salió a recibir a los coches de Helsingborg. Primero venía la ambulancia, luego Birgersson y otros dos coches patrulla, y por último los bomberos. Todos se sobresaltaron al ver a Wallander. No se había dado cuenta de lo ensangrentado que estaba. Además, aún llevaba la pistola de Sjösten en la mano.

—¿Cómo está? —preguntó Birgersson.

—Está dentro. Creo que se pondrá bien.

—¿Qué coño ha pasado?

—Hay cuatro chicas encerradas —dijo Wallander—. Probablemente de las que llevan a burdeles del sur de Europa vía Helsingborg.

—¿Quién fue el que disparó?

—No le vi. Pero supongo que era Hans Logård. Esta casa le pertenece.

—Un Mercedes acaba de colisionar con un coche de una empresa de seguridad en la salida de la carretera principal —dijo Birgersson—. No hay personas heridas. Pero el conductor del Mercedes les ha robado el coche a los guardias de seguridad.

—Entonces le habrán visto —dijo Wallander—. Tiene que ser él. Los guardias venían hacia aquí. La alarma se debe de haber disparado cuando entramos por la fuerza.

—¿Por la fuerza?

—Joder. Déjalo. Busca el coche de seguridad. Espabila a los especialistas. Quiero que tomen todos las jodidas huellas dactilares que encuentren. Y las tienen que comparar con las que hemos encontrado en relación con los otros. Wetterstedt, Carlman, todos.

Birgersson palideció. Acababa de darse cuenta de la relación.

—¿Ha sido él?

—Probablemente. Pero no lo sabemos. Venga. Y no olvides a las chicas. Lleváoslas a todas. Trátalas con amabilidad. Encuentra intérpretes. Intérpretes de español.

—Joder. Cuánto sabes ya —dijo Birgersson.

Wallander le miró fijamente.

—No sé nada —respondió—. Pero espabila.

En ese momento sacaron a Sjösten. Wallander le acompañó hasta la ciudad en la ambulancia. Uno de los conductores le dio una toalla. Se limpió como pudo. Después usó el teléfono de la ambulancia para contactar con Ystad. Eran poco más de las siete. Encontró a Svedberg. Le explicó lo sucedido.

—¿Quién es ese Logård? —preguntó Svedberg.

—Es lo que vamos a averiguar ahora. ¿Louise Fredman todavía sigue desaparecida?

—Sí.

Wallander sintió de repente que tenía que pensar. Aquello que hacía un momento le había parecido tan evidente ya no estaba tan claro.

—Te llamaré —dijo—. Pero tienes que informar al equipo de investigación sobre esto.

—Ludwigsson y Hamrén han encontrado un testigo interesante en Sturup —dijo Svedberg—. Un guardia nocturno. Vio a un hombre en una motocicleta. El horario coincide.

—¿Motocicleta?

—Sí.

—Joder, ¿no pensarás que nuestro asesino viaja en una motocicleta, verdad? Sólo lo hacen los niños.

Wallander notó que se estaba enfadando. No quería, y menos con Svedberg. Terminó rápidamente la conversación. Sjösten le estaba mirando desde su camilla. Wallander sonrió.

—Todo irá bien —dijo.

—Fue como recibir la coz de un caballo —gruñó Sjösten—. Dos veces.

—No hables —dijo Wallander—. Pronto llegaremos al hospital.

Aquella tarde y la noche del viernes 8 de julio fue una de las más caóticas que Wallander había vivido jamás en su vida como policía. Había un rasgo de irrealidad en lo sucedido. Nunca olvidaría esa noche, pero tampoco nunca estaría seguro de recordarla realmente con exactitud. Después de que se encargasen de Sjösten en el hospital y de que los médicos tranquilizasen a Wallander diciéndole que su vida no corría peligro, un coche patrulla le llevó a la comisaría. El intendente Birgersson demostró ser un buen organizador y parecía haber entendido bien lo que Wallander le había dicho en la finca donde habían disparado a Sjösten. Había tenido la previsión de establecer una zona exterior hasta la cual dejaban pasar a los periodistas que rápidamente empezaron a congregarse. Allí dentro, donde se realizaba la verdadera investigación, no llegaban los periodistas. Wallander regresó del hospital a las diez. Un colega le había dejado una camisa limpia y un par de pantalones. Le apretaban tanto en la cintura que no logró subirse la bragueta. Birgersson, que se dio cuenta del problema, llamó al dueño de una de las tiendas de ropa para caballero más elegantes de la ciudad y le pasó el auricular a Wallander. Era un acontecimiento curioso el estar en medio de todo aquello e intentar recordar la medida de su cintura. Pero finalmente un mensajero llevó algunos pares de pantalones hasta la comisaría y uno de ellos le quedaba bien. Cuando Wallander regresó del hospital, Ann-Britt Höglund, Svedberg, Ludwigsson y Hamrén ya habían llegado a Helsingborg y estaban incorporados al trabajo. Se había puesto en marcha el aviso para buscar el coche de los guardias de seguridad, pero todavía no lo habían encontrado. Además estaban interrogando en varias dependencias. Las chicas hispanoparlantes tenían cada una un intérprete. Ann-Britt Höglund habló con una de ellas mientras tres policías femeninas de Helsingborg se dedicaban a las otras. A los dos guardias de seguridad con cuyo coche colisionó el del hombre que huía les interrogaron en otro sitio, mientras los especialistas ya estaban comparando las huellas dactilares. Por último, varios policías estaban inclinados sobre unos cuantos ordenadores y buscaban todo el material posible acerca del hombre llamado Hans Logård. La actividad era frenética, pero mantenían la calma. Birgersson iba dando vueltas, organizando el trabajo para que no descarrilara. Cuando Wallander se informó sobre la situación de la investigación, se llevó a sus colegas de Ystad a un despacho y cerró la puerta. Lo había comentado con Birgersson y había recibido su aprobación. Wallander se dio cuenta de que Birgersson era un oficial de policía ejemplar, una de las escasas y genuinas excepciones. En él no había casi nada de la envidia que a menudo reinaba en el cuerpo y que rebajaba la calidad del trabajo policial. Birgersson, al parecer, estaba interesado en lo que debía: detener al que había disparado a Sjösten, aclarar todo el asunto hasta que les diera la respuesta de lo que había pasado y quién era el autor del delito.

Se habían llevado café, la puerta estaba cerrada, Hansson estaba conectado por teléfono y lo encontrarían en unos segundos.

Wallander dio su versión de lo ocurrido. Pero ante todo quería llegar a comprender su propia angustia. Había demasiadas cosas que no le encajaban. El hombre que disparó a Sjösten, el que había sido colaborador de Liljegren, el que había escondido a las chicas ¿era realmente el mismo hombre que se había metido en el papel del guerrero solitario? Le costaba creerlo. Pero el tiempo apremiaba demasiado para pensar, todo alrededor de él era demasiado caótico. Por tanto, la reflexión se tenía que hacer ahora, en equipo, todos reunidos, sólo con una delgada puerta que les separaba del mundo en el que seguía la investigación, y donde no había tiempo para reflexionar. Wallander había reunido a sus colegas, y Sjösten estaría entre ellos, si no se encontrase en el hospital, para que formasen algo como un plomo que les llevase al fondo del trabajo de investigación que ahora iba a acelerarse. Siempre existía el riesgo de que, en una fase aguda, la investigación se echase a galopar para luego desbocarse. Wallander paseó la mirada por los reunidos y preguntó por qué Ekholm no estaba presente.

Other books

Singapore Wink by Ross Thomas
Hadrian's wall by William Dietrich
Reckless & Ruined by Bethany-Kris
The Last Customer by Daniel Coughlin
Honest illusions(BookZZ.org) by [Roberts Nora] Roberts, Nora
The Song in My Heart by Richardson, Tracey
The Devil Inside Me by Alexis Adaire
Beyond Peace by Richard Nixon