Wallander pensó que Hugo Sandin repetía las palabras que Ebba había dicho. En eso sí se distinguía de su padre, que nunca o muy raras veces se quejaba de su vejez.
En un viejo cobertizo para carros, transformado en un local de exposición para los productos de la alfarería, había una mesa con un termo y tazas. Wallander sospechaba que la cortesía le exigía que dedicase unos minutos a admirar la cerámica expuesta. Hugo Sandin se sentó a la mesa y sirvió el café.
—Eres el primer policía que conozco al que le interesa la cerámica —dijo irónicamente.
Wallander se sentó a la mesa.
—En realidad no estoy tan interesado —admitió.
—A los policías les suele gustar pescar —dijo Hugo Sandin—. En lagos solitarios, desolados y apartados en las montañas. O en las profundidades de los bosques de Småland.
—No lo sabía —dijo Wallander—. Nunca pesco.
Sandin le observaba con atención.
—¿Qué haces cuando no trabajas?
—Es que me cuesta mucho desconectar.
Sandin asintió con la cabeza.
—Ser policía es una vocación —puntualizó—. Como ser médico. Estamos siempre de servicio. Llevemos uniforme o no.
Wallander decidió no discutir, aunque no estaba en absoluto de acuerdo con Hugo Sandin en que la profesión de policía era una vocación. Una vez lo había pensado. Pero ya no. Al menos lo dudaba.
—Cuéntame —le animó Sandin—. He leído en los periódicos sobre vuestros quehaceres en Ystad. Cuéntame lo que no escriben.
Wallander le relató las circunstancias de los dos asesinatos. De vez en cuando Hugo Sandin le interrumpía con una pregunta, siempre bien justificada.
—En otras palabras, es probable que mate de nuevo —dijo cuando Wallander se calló.
—No podemos excluirlo.
Hugo Sandin retiró un poco la silla hacia atrás para poder estirar las piernas.
—Y ahora quieres que te hable de Gustaf Wetterstedt —dijo—. Y lo haré con mucho gusto. Pero deja que te pregunte primero cómo has sabido que yo una vez, hace mucho tiempo, me ocupé de él con un interés especial, y particularmente indiscreto.
—Hay un periodista en Ystad, desgraciadamente muy alcoholizado, que me lo explicó. Se llama Lars Magnusson.
—El nombre no me dice nada.
—De todos modos era él quien lo sabía.
Hugo Sandin guardó silencio pasándose un dedo por los labios. Wallander tuvo la sensación de que estaba buscando un punto de partida adecuado.
—La verdad sobre Gustaf Wetterstedt es muy sencilla de relatar —dijo Hugo Sandin—. Era un canalla. Es posible que formalmente fuera competente como ministro de justicia. Pero era inadecuado.
—¿Por qué?
—Sus actividades políticas se caracterizaban más por su dedicación a la carrera personal que a los intereses nacionales. Es la peor nota que se le pueda dar a un ministro.
—¿Y aun así fue propuesto para presidente del partido?
Hugo Sandin negó enérgicamente con la cabeza.
—No es verdad —dijo—. Eran especulaciones de los periódicos. Dentro del partido tenían muy claro que él nunca sería presidente. La cuestión es si siquiera era miembro del partido.
—Pero fue ministro de Justicia durante muchos años. No puede haber sido completamente inútil.
—Eres demasiado joven como para recordarlo. Pero en alguna parte durante los años cincuenta hay una línea divisoria. Es invisible, pero está ahí. Suecia navegaba con un viento a favor casi inconcebible. Había medios ilimitados para construir y acabar con los restos de la pobreza. Y al mismo tiempo se produjo un cambio en la vida política. Los políticos se convirtieron en profesionales. Ambiciosos profesionales. Antes, el idealismo había sido el elemento dominante de la vida política. Entonces ese idealismo empezó a diluirse. Aparecieron personas como Gustaf Wetterstedt. Las asociaciones políticas juveniles se convirtieron en incubadoras para los políticos del futuro.
—Hablemos de los escándalos que le rodeaban —dijo Wallander temiendo que Hugo Sandin se perdiera en indignados recuerdos políticos.
—Mantenía a prostitutas —dijo Hugo Sandin—. Algo en lo que naturalmente no era el único. Pero tenía debilidades especiales que las chicas tenían que pagar.
—He oído que una chica le denunció —comentó Wallander.
—Se llamaba Karin Bengtsson —dijo Hugo Sandin—. Procedía de una familia problemática de Eksjö. Se escapó a Estocolmo y apareció por primera vez en los papeles de la brigada antivicio en 1954. Unos años más tarde estuvo metida en el grupo del que Wetterstedt elegía a sus chicas. En enero de 1957 presentó una denuncia contra él. Le había hecho cortes en los pies con cuchillas de afeitar. Yo mismo la conocí en aquella ocasión. Apenas podía mantenerse de pie. Wetterstedt se dio cuenta de que se había excedido. La denuncia desapareció y compraron el silencio de Karin Bengtsson. Le dieron dinero para invertir en una próspera tienda de moda en Västerås. En 1959 apareció un dinero en su cuenta que le brindó la posibilidad de comprarse un chalet. Desde 1960 viajaba cada año a Mallorca.
—¿Quién aportó ese dinero?
—Ya en aquel tiempo había lo que se llamaba fondos reservados. La corte sueca había predicado con el ejemplo comprando a personas que habían intimado demasiado con el entonces rey.
—¿Vive aún Bengtsson?
—Murió en mayo de 1984. No se casó nunca. No la vi después de que se instalara en Västerås. Pero me llamaba de vez en cuando. Hasta el último año de su vida. Entonces estaba casi siempre borracha.
—¿Por qué te llamaba a ti?
—Cuando empezaron a correr los rumores de que una chica de la calle quería denunciar a Wetterstedt me puse en contacto con ella. La quería ayudar. Le habían destrozado la vida. Su autoestima estaba por los suelos, en serio.
—¿Por qué te interesaba?
—Me indignaba. Supongo que era bastante radical en aquella época. Demasiados policías aceptaban la corrupción de la justicia. Yo no lo hacía. Ni entonces, ni ahora.
—¿Qué pasó después de que se quitase de en medio a Karin Bengtsson?
—Wetterstedt seguía como antes. Lastimó a muchas chicas. Pero nunca le denunció nadie más. En cambio desaparecieron al menos dos chicas.
—¿Qué quieres decir con eso?
Hugo Sandin miró interrogativamente a Wallander.
—Quiero decir que desaparecieron. Nunca más se supo de ellas. Denunciaron su desaparición, se indagó. Pero no aparecieron.
—¿Qué pasó? ¿Cuál es tu teoría?
—Mi teoría es desde luego que las mataron. Enterradas en cal, hundidas en el mar. Yo qué sé.
A Wallander te costaba creer lo que oía.
—¿Puede realmente ser verdad todo eso? —dijo vacilante—. Parece increíble, por no decir otra cosa.
—¿Qué es lo que se suele decir? ¿Increíble pero cierto?
—¿Habría Wetterstedt cometido un asesinato?
Hugo Sandin negó con la cabeza.
—No digo que él lo hubiese hecho personalmente. Estoy casi seguro de que no fue así. No sé lo que pasó con exactitud. Y seguramente tampoco lo sabremos nunca. Pero puedes sacar conclusiones. Aunque falten las pruebas.
—Aún me cuesta creerlo —dijo Wallander.
—Claro que es verdad —afirmó Hugo Sandin con determinación, como si no aceptase las objeciones—. Wetterstedt era un hombre sin escrúpulos. Pero nunca nadie lo pudo demostrar, por supuesto.
—Corrían muchos rumores acerca de él.
—Todos justificados. Wetterstedt se valía de su posición y de su poder para mantener sus pervertidos deseos sexuales. Pero también se mezclaba en negocios que le hicieron rico en secreto.
—¿Comercio de obras de arte?
—Más bien robos de obras de arte. En mi tiempo libre me esforcé en intentar esclarecer todas las circunstancias. Supongo que soñaba con poner en la mesa del fiscal general un expediente tan irrefutable que no solamente obligaría a Wetterstedt a dimitir, sino que también le llevaría a la cárcel por una buena temporada. Desgraciadamente nunca lo logré.
—Debes de tener un montón de material de aquella época.
—Lo quemé todo hace unos años. En el horno de cerámica de mi hijo. Por lo menos eran diez kilos de papel.
Wallander le maldijo en su fuero interno. No había imaginado que Hugo Sandin se deshiciera del material reunido con tanto esfuerzo.
—Todavía tengo buena memoria —dijo Sandin—. Seguramente me acuerdo de todo lo que decía lo que quemé.
—Arne Carlman —dijo Wallander—. ¿Quién era?
—Un hombre que llevó la venta de obras de arte a su nivel más alto —contestó Sandin.
—Durante la primavera de 1969 estuvo en la cárcel de Långholmen. Hemos recibido un soplo anónimo de que él, por aquel entonces, tenía contactos con Wetterstedt. Y que se vieron después de que Carlman saliera de la cárcel.
—Carlman figuraba de tanto en tanto en diferentes investigaciones. Creo que fue encarcelado en Långholmen por algo tan sencillo como una estafa y falsificación de cheques.
—¿Encontraste alguna vez alguna conexión entre él y Wetterstedt?
—Había informes de que se conocieron a finales de los años cincuenta. Al parecer compartían el interés de apostar a los caballos. Sus nombres salieron con relación a una redada en el hipódromo de Täby en 1962, más o menos. Aunque el nombre de Wetterstedt fue excluido puesto que se consideraba poco adecuado informar al público de que el ministro de Justicia había estado en un hipódromo.
—¿Qué relación tenían entre sí?
—Ninguna demostrable. Eran como planetas que giraban en distintas órbitas y que, de vez en cuando, se encontraban.
—Necesito esa conexión —dijo Wallander—. Estoy convencido de que tenemos que encontrar esa conexión para poder identificar a la persona que los ha matado.
—Sueles encontrar lo que buscas si excavas lo suficientemente hondo —dijo Hugo Sandin.
El teléfono móvil que Wallander había colocado encima de la mesa empezó a sonar. Sintió de inmediato el gélido temor de que algo grave había ocurrido.
Pero se equivocó otra vez. Era Hansson.
—Sólo quiero saber si pensabas aparecer más por aquí. Si no, propongo que dejemos la reunión para mañana.
—¿Ha ocurrido algo?
—Nada decisivo. Todos están metidos en lo suyo.
—Mañana por la mañana a las ocho —dijo Wallander—. Nada más por hoy.
—Svedberg ha ido al hospital a curarse las quemaduras —agregó Hansson.
—Debería ir con más cuidado —contestó Wallander—. Le ocurre cada año.
Puso fin a la conversación y dejó el teléfono.
—Eres un policía famoso —dijo Hugo Sandin—. Parece ser que a veces utilizas tus propios métodos.
—La mayor parte de lo que dicen no es verdad —contestó Wallander evasivamente.
—Muchas veces me pregunto cómo es ser policía hoy en día —dijo Hugo Sandin.
—Yo también respondió Wallander.
Se levantaron y caminaron hacia el coche de Wallander. La tarde era muy hermosa.
—¿Puedes imaginarte a alguien que haya querido matar a Wetterstedt? —preguntó Wallander.
—Debe de haber muchos —contestó Hugo Sandin.
Wallander detuvo el paso.
—Tal vez vayamos por mal camino —dijo—. Quizá debamos separar las investigaciones. No buscar el denominador común sino dos soluciones completamente distintas, para así encontrar la conexión.
—Los asesinatos han sido perpetrados por el mismo hombre —dijo Hugo Sandin—. Entonces también las investigaciones tienen que entrelazarse. Si no, me temo que seguiréis una falsa pista.
Wallander asintió con la cabeza. Pero no dijo nada. Se despidieron.
—Llámame otra vez —dijo Hugo Sandin—. Tengo todo el tiempo del mundo a mi disposición. Hacerse viejo es solitario. Una espera desolada de lo inevitable.
—¿Te arrepentiste alguna vez de haberte hecho policía? —preguntó Wallander.
—Nunca —respondió Hugo Sandin—. ¿Por qué debería haberlo hecho?
—Sólo me lo preguntaba —dijo Wallander—. Gracias por haberme recibido.
—Seguro que le atraparéis —dijo Hugo Sandin dándole ánimos—. Aunque tardéis en hacerlo.
Wallander asintió con la cabeza y se sentó en el coche. Al marcharse vio cómo Hugo Sandin continuaba arrancando los dientes de león del césped.
Eran ya casi las ocho cuando Wallander volvió a Ystad. Aparcó el coche delante de su casa y estaba a punto de entrar por la puerta exterior cuando recordó que no tenía nada para comer. En el mismo momento se acordó también de que había olvidado pasar la ITV del coche. Blasfemó en voz alta.
Luego caminó hacia la ciudad y cenó en el restaurante chino que se encontraba junto a la plaza. Era el único comensal en el local, y después de la cena dio un paseo hasta el puerto y se acercó al muelle. Mientras contemplaba los barcos que se balanceaban indolentemente en sus amarras pensaba en las dos conversaciones que había mantenido aquel día.
Una chica llamada Dolores María Santana había estado una noche en la salida de Helsingborg haciendo autostop. No hablaba sueco y tenía miedo a los coches que les adelantaban. Y hasta ahora sólo sabían que había nacido en la República Dominicana.
Estuvo mirando un viejo barco de madera muy bien cuidado mientras se hacía las preguntas decisivas.
¿Por qué y cómo había llegado a Suecia? ¿De qué estaba huyendo? ¿Por qué se había suicidado en el campo de colza de Salomonsson?
Continuó caminando por el muelle.
En un barco de vela celebraban una fiesta. Alguien alzó una copa y brindó por Wallander. Él saludó con la cabeza y levantó la mano como si también tuviese una copa.
En el extremo del muelle se sentó en un bolardo y repasó mentalmente la conversación que había mantenido con Hugo Sandin. Aún pensaba que todo era un enredado embrollo. No veía aperturas, ninguna pista que abriera una brecha en la investigación.
Al mismo tiempo el miedo estaba ahí. No se lo podía quitar de encima. Que fuera a ocurrir de nuevo.
Eran casi las nueve. Tiró un puñado de gravilla al agua y se levantó. La fiesta en el barco de vela continuaba. Volvió por la ciudad. El montón de ropa sucia seguía en el suelo. Se escribió una nota a sí mismo y la dejó en la mesa: «La ITV, cojones». Luego puso la tele en marcha y se acostó en el sofá.
Al dar las diez, llamó a Baiba. Su voz se oía muy nítida y cercana.
—Pareces cansado —dijo—. ¿Tienes mucho que hacer?
—No demasiado —contestó evasivamente—. Pero te echo de menos.
Oyó cómo se reía.
—Nos veremos pronto —dijo.