—Quería hablar contigo. Supongo que es porque fuiste tú y no yo quien la vio cuando aún vivía.
Wallander cogió un lápiz y anotó el número de teléfono.
—Estuve allí —dijo luego—. Nyberg estaba arrodillado en el lodo, sudando. Estaba esperando a un perro.
—El es como un perro —dijo Martinsson sin intentar ocultar que le costaba aceptar el carácter de Nyberg.
—Puede ser gruñón —protestó Wallander—. Pero es bueno.
Estaba a punto de acabar la conversación cuando se acordó de Salomonsson.
—El granjero ha muerto —dijo.
—¿Quién?
—El hombre en cuya cocina tomamos café anoche. Tuvo un ataque y murió.
—Tal vez deberíamos devolver el café —repuso Martinsson con tono sombrío.
Cuando la conversación concluyó, Wallander entró en la cocina a beber agua. Permaneció largo rato sentado en la mesa de la cocina sin hacer nada. Eran ya las dos cuando llamó a Malmö. Tuvo que esperar hasta que la doctora Malmström se puso al teléfono. En su voz se notaba que era muy joven. Wallander se presentó y se disculpó por haber tardado en llamar.
—¿Tenéis nuevos datos que indiquen que se ha cometido un crimen? —preguntó.
—No.
—En ese caso no hace falta llevar a cabo una investigación forense —contestó—. Eso lo simplifica todo. Se ha matado usando gasolina con plomo.
Wallander notó que se mareaba. Le pareció ver el cuerpo calcinado, como si estuviera al lado de la mujer con la que estaba hablando.
—No sabemos quién es —dijo—. Necesitamos saber todo lo posible sobre ella para que los datos personales sean claros.
—Siempre es difícil con un cuerpo calcinado —dijo la médica impasible—. Desaparece toda la piel. El examen dental no está acabado todavía. Pero tenía buena dentadura. Ningún empaste. Medía uno sesenta y tres. Nunca había tenido ninguna fractura en su cuerpo.
—Necesito su edad —dijo Wallander—. Es casi lo más importante.
—Tardaré unos días más. Partimos de sus dientes.
—¿Y si haces una suposición?
—Prefiero no hacerla.
—Yo la vi desde unos veinte metros de distancia —dijo Wallander—. Creo que tendría unos diecisiete años. ¿Me equivoco?
La médica meditó antes de contestar.
—No me gusta adivinar —contestó finalmente—. Pero creo que era más joven.
—¿Por qué?
—Te lo diré en cuanto lo sepa. Pero no me sorprendería si resulta que sólo tenía quince años.
—¿Realmente una quinceañera se puede prender fuego por propia voluntad? —preguntó Wallander—. Me cuesta creerlo.
—La semana pasada estuve recogiendo los restos de una niña de siete años que se había reventado en mil pedazos —contestó la doctora—. Lo había planeado todo minuciosamente. Incluso se había preocupado de que nadie más resultase herido. Puesto que apenas sabía escribir, había dejado un dibujo como nota de despedida. He oído hablar de un niño de cuatro años que intentó sacarse los ojos porque le tenía un miedo atroz a su padre.
—No es posible —dijo Wallander—. Aquí en Suecia, no.
—Precisamente aquí —contestó ella—. En Suecia. En medio del mundo. En pleno verano.
Wallander notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Si no sabéis quién es, nos la quedamos aquí —continuo la doctora.
—Tengo una pregunta —dijo Wallander—. Una pregunta personal. Tiene que doler mucho prenderse fuego hasta morir, ¿verdad?
—Eso se sabe desde tiempos inmemoriales —contestó ella—. Por eso también se ha usado el fuego como uno de los peores castigos o torturas que puedan infligirse a una persona. Quemaron a Juana de Arco, quemaron a las brujas. En todos los tiempos se ha expuesto a las personas a la tortura del fuego. Los dolores son peores de lo que te puedes imaginar. Además, desgraciadamente no se pierde la conciencia tan rápidamente como sería deseable. Existe el instinto de huir de las llamas, que es más fuerte que la voluntad de escapar a los sufrimientos. Por eso tu conciencia te obliga a no desmayarte. Luego llegas a un límite. Por un momento se anestesian los nervios quemados. Hay ejemplos de personas con quemaduras en el noventa por ciento de su cuerpo que por un momento han creído estar indemnes. Pero cuando la anestesia desaparece…
No terminó la frase.
—Ardía como una antorcha —dijo Wallander.
—Lo mejor que puedes hacer es no pensar en ello —le aconsejó la doctora—. La muerte puede ser una liberación. Por mucho que nos cueste aceptarlo.
Al acabarse la conversación, Wallander se levantó, recogió su chaqueta y salió del apartamento. Se había levantado viento y había un frente de nubes del norte. De camino a la comisaría, entró en la ITV a pedir hora. Cuando llegó a la comisaría pasaban unos minutos de las tres. Se detuvo en la recepción. Hacía poco, Ebba se había roto la mano en una caída en el cuarto de baño. Le preguntó por su salud.
—Me recordaron que me estoy haciendo vieja —contestó.
—Tú nunca serás vieja —dijo Wallander.
—Es amable por tu parte decirlo —añadió—. Pero no es verdad.
Cuando se dirigía a su despacho Wallander echó una mirada a la habitación en la que Martinsson estaba sentado delante de la pantalla del ordenador.
—Vuelve a funcionar desde hace veinte minutos —dijo—. Estoy preguntando en identificación si tienen algunos desaparecidos que puedan encajar.
—Añade que medía un metro sesenta y tres centímetros —ordenó Wallander—. Y que tendría entre quince y diecisiete años.
Martinsson le miró asombrado.
—Quince años —dijo—. No es posible.
—Uno desearía que no lo fuese —dijo Wallander—. Pero lo tenemos que contemplar como una posibilidad. ¿Qué tal con las combinaciones de letras?
—No he llegado muy lejos todavía —dijo Martinsson—. Pero he pensado quedarme aquí toda la noche.
—Estamos intentando identificar a una persona —dijo Wallander—. No buscamos a un delincuente.
—No hay nadie en casa, de todos modos —continuó Martinsson—. No me gusta llegar a una casa vacía.
Wallander dejó a Martinsson y miró en el despacho de Ann-Britt Höglund, que tenía la puerta abierta. Estaba vacío. Volvió por el pasillo hasta la central de operaciones, donde recibían todos los avisos y llamadas. En una mesa se encontraba Ann-Britt Höglund junto con un asistente de policía repasando un montón de papeles.
—¿Hay algo? —preguntó.
—Tenemos un par de pistas que vamos a examinar más a fondo —contestó—. Una corresponde a una chica de la escuela de adultos de Tomelilla que falta desde hace dos días y nadie sabe por qué.
—Nuestra chica medía un metro sesenta y tres centímetros —dijo Wallander—. Tenía los dientes intactos y entre quince y diecisiete años.
—¿Tan joven? —preguntó asombrada.
—Sí —dijo Wallander—. Tan joven.
—Entonces como mínimo no será la chica de Tomelilla —dijo Ann-Britt Höglund dejando el papel que llevaba en la mano—. Ésta tiene veintitrés y es muy alta.
Buscó entre el montón de papeles.
—Hay otra —dijo—. Una chica de dieciséis años que se llama Mari Lippmansson. Vive aquí en Ystad y trabaja en una panadería. Falta desde hace tres días de su trabajo. Fue el panadero quien llamó. Estaba furioso. Sus padres al parecer no se preocupan en absoluto de ella.
—Estúdiala un poco más a fondo —la alentó Wallander.
De todos modos sabía que no era ella.
Fue a buscar una taza de café y se dirigió a su despacho. El montón de papeles acerca de los robos de coches continuaba en el suelo. Pensó que debería entregarlos a Svedberg. Al mismo tiempo esperaba que no ocurriesen crímenes graves antes de que empezasen sus vacaciones.
A las cuatro se reunieron en la sala de conferencias. Nyberg había vuelto del campo calcinado, donde había acabado su trabajo de búsqueda. Fue una reunión corta. Hansson se excusó diciendo que tenía que leer un informe urgente de la Jefatura Nacional de Policía.
—Seremos breves —dijo Wallander—. Mañana debemos repasar todos los demás asuntos que no pueden olvidarse.
Se volvió hacia Nyberg, que estaba sentado en el extremo de la mesa.
—¿Cómo fue con el perro? —preguntó.
—Lo que te dije —contestó Nyberg—. No encontró nada. Si encontró alguna pista se le fue con el olor a gasolina que todavía hay.
Wallander reflexionó.
—Había cinco o seis bidones fundidos —continuó—. Eso significa que llegó al campo de Salomonsson en algún vehículo. No pudo haberlos cargado ella misma si no es que fue a pie desde algún sitio e hizo varios viajes. Naturalmente, existe otra posibilidad. Que no llegase sola. Pero parece muy improbable. ¿Quién ayuda a una joven a suicidarse?
—Podemos intentar localizar los bidones de gasolina —dijo Nyberg vacilante—. Pero ¿será realmente necesario?
—Mientras no sepamos quién es, tenemos que buscar pistas en todas las direcciones —arguyó Wallander—. Tiene que haber venido de algún lugar. De alguna manera.
—¿Alguien ha mirado en el establo de Salomonsson? —preguntó Ann-Britt Höglund—. Los bidones de gasolina pueden haber salido de allí.
Wallander asintió con la cabeza.
—Alguien tiene que ir allí —ordenó.
Ann-Britt Höglund se ofreció.
—Tenemos que esperar al resultado de Martinsson —dijo Wallander concluyendo la reunión—. También al trabajo del departamento de Patología de Malmö. Nos darán su edad exacta mañana.
—La joya de oro —dijo Svedberg.
—Esperaremos hasta saber algo del significado de la combinación de las letras —añadió Wallander.
De repente se dio cuenta de algo que se le había pasado totalmente por alto. Detrás de la chica muerta habría otras personas que la llorarían. Que la tendrían corriendo como una antorcha ardiendo para siempre en sus cabezas, de una manera totalmente diferente a la suya.
En sus cabezas el fuego dejaría huellas. Para él se iría desvaneciendo lentamente como un mal sueño.
Se levantaron y se fueron cada uno a su puesto. Svedberg acompañó a Wallander y recibió el material de la investigación de los robos de coches. Wallander le hizo un breve resumen. Al acabar, Svedberg permaneció sentado. Wallander comprendió que quería hablar de algo.
—Deberíamos vernos un día y hablar —dijo vacilante—. Sobre lo que está sucediendo con la policía.
—¿Estás pensando en las reducciones de personal y en que las empresas de seguridad se encargarán de vigilar a los arrestados?
Svedberg asintió apesadumbrado.
—¿Qué importa que nos den uniformes nuevos si no podemos cumplir con nuestro trabajo? —continuó.
—No creo que podamos arreglar nada hablando —dijo Wallander de manera evasiva—. Tenemos un sindicato al que pagamos para que se ocupe de estos asuntos.
—De todos modos deberíamos protestar —dijo Svedberg—. Deberíamos contarle a la gente de la calle lo que está ocurriendo.
—Me parece que cada uno tiene suficiente con lo suyo —afirmó Wallander a la vez que pensaba que Svedberg tenía razón. También había experimentado que los ciudadanos estaban dispuestos a llegar muy lejos para defender y salvaguardar sus comisarías.
Svedberg se levantó.
—Sólo era eso —dijo.
—Convoca una reunión —sugirió Wallander—. Prometo asistir. Pero espera hasta después del verano.
—Lo pensaré —dijo Svedberg, y salió de la habitación con los papeles de los robos de coches bajo el brazo.
Ya eran las cinco menos cuarto. Por la ventana Wallander vio que pronto empezaría a llover.
Decidió comer una pizza antes de visitar a su padre en Löderup. Por una vez quería ir a verlo sin llamar antes.
Al salir de la comisaría se detuvo en la puerta del cuarto en el que Martinsson estaba ante las pantallas de los ordenadores.
—No te quedes demasiado —dijo.
—Aún no he encontrado nada —contestó Martinsson—. Hasta mañana.
Wallander se dirigió hacia el coche. Las primeras gotas de lluvia ya habían caído sobre la carrocería.
Estaba saliendo del aparcamiento cuando vio que Martinsson corría hacia él agitando los brazos. «La tenemos», pensó rápidamente. La sensación le hizo sentir un nudo en el estómago. Bajó el cristal.
—¿La has encontrado? —preguntó.
—No —respondió Martinsson.
Por la expresión de la cara de Martinsson, Wallander vio que algo grave había ocurrido. Salió del coche.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Una llamada —dijo Martinsson—. Han encontrado un cadáver en la playa poco más allá de Sandskogen.
«Mierda» , pensó Wallander. «Eso no. Ahora no.»
—Parece ser un asesinato —continuó Martinsson—. Fue un hombre el que llamó. Se le notaba muy tranquilo, aunque naturalmente estaba conmocionado.
—Tenemos que ir allí —dijo Wallander—. Ve a buscar tu chaqueta. Lloverá.
Martinsson no se movió.
—El que llamó sabía quién era la víctima.
Wallander juzgó por la cara de Martinsson que debía preocuparse por lo que seguiría a continuación.
—Dijo que era Wetterstedt. El ex ministro de Justicia.
Wallander miró insistentemente a Martinsson.
—¿Qué?
—Afirmó que era Gustaf Wetterstedt, el ex ministro de Justicia. Añadió algo más. Dijo que parecía que le hubieran cortado la cabellera.
Se miraron interrogativamente.
Eran las cinco menos dos minutos del miércoles 22 de junio.
Cuando llegaron a la playa, la lluvia había arreciado. Wallander había estado esperando mientras Martinsson entraba a buscar su chaqueta. Durante el viaje en coche hablaron muy poco. Martinsson le indicó el trayecto. Torcieron por un camino estrecho pasadas las pistas de tenis. Wallander se preguntaba qué le esperaba. Lo que menos deseaba, había ocurrido. Si lo que había dicho el hombre que llamó a la comisaría resultaba cierto, sus vacaciones peligraban, de eso estaba seguro. Hansson insistiría en que las aplazara y él finalmente cedería. Lo que había esperado, que su escritorio quedase libre de asuntos pesados a finales de junio, no ocurriría.
Vieron las dunas de arena delante de ellos y se detuvieron. Un hombre, que debía de estar esperándolos y oyó el coche, fue a su encuentro. Wallander se sorprendió de que no aparentase más de treinta años. Si fuese Wetterstedt el muerto, este hombre no tendría más de diez años cuando aquél dimitió como ministro de justicia y desapareció del recuerdo de la gente. El propio Wallander era un joven asistente de policía cuando ocurrió. En el coche había intentado recordar la cara de Wetterstedt. Llevaba el pelo corto y gafas sin montura. Wallander recordaba vagamente su voz. Una voz estridente, siempre seguro de sí mismo, sin admitir nunca un error. Así le pareció recordarlo.