–¡No! –gritó Corum.
Las nubes se deslizaron sobre la luna y la luz se debilitó, y Corum se encontró inmóvil sobre el Túmulo de Cremm en el bosquecillo de robles, el lugar de poder, y en su mano había una espada que era distinta a cualquier espada que se hubiera forjado antes de aquel día; y Corum miró hacia abajo, y vio que Goffanon estaba al lado de Hisak Ladrón de Sol y de Jhary-a-Conel y de Medhbh, la pelirroja, Medhbh la del Largo Brazo, y los cuatro miraban fijamente a Corum como si desearan ayudarle y no pudieran hacerlo.
Y Corum nunca supo por qué replicó a sus expresiones de la manera en que lo hizo cuando alzó la espada sobre su cabeza y les habló en voz baja pero firme.
–Soy Corum –dijo–. Ésta es mi espada. Estoy solo.
Y después los cuatro subieron por el montículo y le llevaron de regreso a Caer Mahlod donde muchos aún seguían en el banquete, sin saber lo que había ocurrido en el bosquecillo de robles cuando la luna estaba en su máxima plenitud.
Un grupo de jinetes
Corum durmió hasta bien entrada la mañana siguiente, pero su reposo no estuvo exento de sueños. Voces sin cuerpo le hablaron de héroes indignos de confianza y de nobles traidores; tuvo visiones de espadas, tanto de aquella que se le había entregado durante la ceremonia en el bosquecillo de robles como de otras, y en particular de una espada negra que, al igual que el arpa Dagdagh, parecía poseer una personalidad muy compleja, como si estuviera habitada por el espíritu de un demonio particularmente poderoso; y en las pausas entre las voces que oía y las visiones que se presentaban ante él se repetían una y otra vez las mismas palabras y las palabras eran «Eres el Campeón. Eres el Campeón», y a veces oía un coro de voces y el coro de voces le repetía: «Debes seguir el Camino del Campeón».
Cuando oía esas voces Corum se preguntaba si ese camino no sería el de los mabden a los que había jurado ayudar, y entonces el coro volvía a hablar y repetía: «Debes seguir el Camino del Campeón».
–¡No me gusta este sueño! –exclamó en voz alta Corum cuando por fin despertó.
Y hablaba del sueño dentro del cual había despertado.
Medhbh, vestida, con aspecto de haber descansado bien y expresión decidida, estaba de pie junto a la cama.
–¿De qué sueño hablas, amor mío?
Corum se encogió de hombros e intentó sonreír.
–No es nada... Supongo que los acontecimientos de anoche me trastornaron un poco. – Corum la miró a los ojos y sintió que una sombra de temor se insinuaba en su mente. Después alargó los brazos y cogió sus manos suaves, sus manos fuertes y frescas–. Medhbh, ¿me amas de verdad?
Medhbh pareció desconcertada.
–Sí –dijo.
La mirada de Corum fue más allá de ella y se posó sobre el cofre tallado encima de cuya tapa estaba la espada que Goffanon le había entregado.
–¿Qué nombre pondré a la espada?
Medhbh sonrió.
–Ya lo sabrás. ¿Acaso no es eso lo que te dijo Goffanon? Sabrás qué nombre debes darle cuando llegue el momento adecuado, y entonces la espada quedará investida de todos sus poderes.
Corum se irguió y la ropa de la cama se deslizó hacia abajo, cayendo para revelar su ancho pecho desnudo.
Medhbh fue al otro extremo de la estancia e hizo una seña a alguien que estaba esperando en la habitación contigua.
–¿Está preparado el baño del príncipe Corum? –preguntó.
–Está preparado, mi señora.
–Ven, Corum –dijo Medhbh–. Refréscate y deja que el agua se lleve esos sueños tan desagradables que has tenido. Dentro de dos días estaremos preparados para emprender la marcha, y hasta entonces tienes muy poco que hacer. Pasemos estos dos días juntos de la manera más agradable que podamos... ¿Por qué no vamos a cabalgar esta mañana? ¡Vayamos más allá del bosque y de los páramos!
Corum tragó una honda bocanada de aire.
–Muy bien –dijo en tono jovial–. Soy un estúpido al preocuparme... Si mi destino está fijado, entonces está fijado.
Amergin se reunió con ellos cuando estaban montando en sus caballos una hora más tarde. Amergin era alto, esbelto y de apariencia juvenil, pero poseía la dignidad propia de un hombre mucho más viejo de lo que aparentaba ser. Llevaba la túnica azul y dorada del Archidruida, y una sencilla corona de hierro y gemas sin tallar ceñía su cabeza y su larga cabellera rubia.
–Saludos –dijo el Gran Rey–. ¿Fue todo bien anoche, príncipe Corum?
–Creo que sí –dijo Corum–. Goffanon parecía satisfecho.
–Pero no lleváis la espada que os entregó.
–Me parece que no es una espada que pueda llevarse al cinto en cualquier momento. – Corum llevaba al cinto su vieja espada de siempre, que le había servido fielmente en muchas ocasiones–. Aun así, iré a la batalla armado con el regalo de Goffanon.
Amergin asintió y bajó la vista hacia los guijarros del patio de armas, aparentemente sumido en sus pensamientos.
–¿Y Goffanon no os ha dicho nada más sobre esos aliados mencionados por Ilbrec?
–Me pareció entender que, fueran quienes fueran, Goffanon no consideraba que tuvieran que estar dispuestos a ser aliados nuestros –dijo Medhbh.
–Cierto –dijo Amergin–. Sin embargo, creo que valdría la pena correr el riesgo si eso significara poder aumentar nuestras posibilidades de derrotar a los Fhoi Myore.
A Corum le sorprendió bastante lo que parecía ocultarse tras las palabras de Amergin.
–¿Creéis que no tendremos éxito? –preguntó.
–El ataque a Caer Llud nos exigirá un precio terrible –respondió Amergin en voz baja–. Anoche medité sobre vuestro plan, y creo que tuve una visión.
–¿De la derrota?
–No era una visión de victoria Corum, vos conocéis Caer Llud al igual que yo, y sabéis lo total y absolutamente gélida que se ha vuelto ahora que los Fhoi Myore moran en la ciudad... Un frío de esa magnitud afecta a los hombres de maneras que no pueden comprender por completo.
–Eso es cierto –dijo Corum, y asintió.
–Eso es todo lo que pensé –dijo Amergin–. Fue un simple pensamiento, y no puedo ser más claro.
–No es necesario que lo seáis, Gran Rey, pero me temo que no existe ninguna forma mejor de librar la guerra contra nuestros enemigos. Si existiera...
–Todos deberíamos saberlo. –Amergin se encogió de hombros y dio unas palmaditas en el cuello del caballo de Corum–. Pero si tenéis la oportunidad de volver a razonar con Goffanon, suplicadle al menos que nos revele la naturaleza de esos aliados.
–Os prometo que así lo haré, Archidruida, pero no espero tener éxito.
–No –dijo Amergin, y su mano se apartó del cuello del caballo–. Yo tampoco espero que lo tengáis...
Corum y Medhbh salieron de Caer Mahlod dejando detrás de ellos a un pensativo Archidruida, y no tardaron en galopar a través de los robledales y hacia los páramos, donde los zarapitos revolotearon subiendo y bajando sobre sus cabezas y el agradable olor del brezo y el helecho era como un perfume en sus fosas nasales, y parecía como si en todo el universo no hubiera ningún poder que pudiese alterar la sencilla hermosura de aquel paisaje. El sol calentaba desde un cielo color azul claro. Hacía un día hermoso y apacible, y su estado de ánimo no tardó en ser mucho más alegre de lo que jamás lo había sido antes, y desmontaron y vagabundearon a través de los helechos que les llegaban hasta la altura de las rodillas y después se hundieron entre ellos, de tal manera que sólo podían ver el cielo y el fresco verdor de los helechos que les rodeaban por todos lados; y se abrazaron el uno al otro e hicieron el amor despacio y con gran delicadeza, y después permanecieron muy juntos y en silencio, respirando aquel aire delicioso y escuchando los suaves sonidos de los páramos.
Se les permitió gozar durante una hora de aquella paz antes de que Corum detectara una leve vibración en el suelo debajo de él y pegara una oreja a la tierra para averiguar su origen, sabiendo muy bien lo que debía significar.
–Caballos –dijo–, y se están aproximando.
–¿Jinetes de los Fhoi Myore?
Medhbh se irguió y alargó la mano hacia la honda y la bolsa de proyectiles que siempre llevaba consigo dondequiera que fuese.
–Quizá. Gaynor o el Pueblo de los Pinos, o los dos... Y, sin embargo, ahora tenemos exploradores apostados por todas partes para que nos adviertan contra un ataque procedente del este, y sabemos que en el momento actual todas las fuerzas de los Fhoi Myore se encuentran congregadas en el este.
Corum empezó a erguir cautelosamente la cabeza. Los jinetes se acercaban desde el noroeste, más o menos la dirección en la que quedaba la costa. Su campo de visión quedaba disminuido por la pendiente de una colina, pero un instante después creyó oír un débil entrechocar de arreos. Corum miró por detrás de él y se dio cuenta de que sus caballos resultarían claramente visibles para cualquiera que se aproximara por aquella colina. Desenvainó su espada y empezó a arrastrarse hacia los caballos. Medhbh le siguió.
Montaron a toda prisa y cabalgaron hacia la colina, pero avanzando en ángulo a la dirección que seguían los jinetes que se aproximaban, de tal manera que con un poco de suerte no serían vistos de inmediato en cuanto éstos coronasen la colina.
Un risco de caliza blanca les ofrecía un poco de cobijo y tiraron de las riendas en cuanto estuvieron detrás de él, y esperaron allí hasta que aparecieron los jinetes.
Los tres primeros se hicieron visibles casi al instante. Los ponis que montaban eran pequeños y muy peludos, y quedaban empequeñecidos por la gran talla de los hombres de anchas espaldas que cabalgaban sobre sus grupas. Todos los hombres tenían ojos azules de mirada vivaz y penetrante, y el cabello de un llameante rojo claro. El pelo de sus barbas estaba recogido en una docena de delgadas trenzas, y sus cabelleras colgaban en cuatro o cinco gruesas trenzas rodeadas por hileras de abalorios que relucían bajo los rayos del sol. Llevaban largos escudos ovalados en el brazo izquierdo, y los escudos parecían ser de cuero y mimbres, y haber sido reforzados con bandas y un reborde de cobre que había sido trabajado con un martillo para cubrirlo de adornos y motivos. Los escudos parecían tener vainas en la parte interior, y las vainas contenían dos lanzas de punta de hierro reforzadas con bandas de cobre. De las caderas de los jinetes colgaban espadas cortas de hoja ancha guardadas en vainas de cuero adornadas con remaches de hierro. Algunos llevaban puesto su casco y otros lo habían colocado sobre el pomo de su silla de montar, y todos los cascos tenían más o menos el mismo aspecto: eran gorras cónicas de cuero ribeteadas de hierro o cobre, y estaban adornados con los largos cuernos curvos del buey de las montañas. En algunos casos el cuerno original había quedado totalmente oculto por los guijarros pulimentados y los trocitos de cobre, hierro o incluso oro que habían sido incrustados en él. Gruesas capas a cuadros en las que predominaba el rojo, el azul o el verde cubrían los hombros de los jinetes. Llevaban faldellines de la misma tela o de cuero, y sus piernas estaban desnudas: sólo unos cuantos usaban calzado de algún tipo, y de éstos la mayoría se limitaban a simples sandalias ceñidas al tobillo mediante tiras.
No cabía duda de que eran guerreros, pero Corum nunca había visto hombres que tuvieran aquel mismo aspecto, aunque hasta cierto punto se parecían a las gentes de Tirnam-Beo y los ponis le recordaron a los que habían montado sus viejos enemigos de los bosques que se extendían por los alrededores del Monte Moidel. Todos los jinetes acabaron haciéndose visibles –habría una veintena–, y cuando estuvieron un poco más cerca resultó evidente que habían soportado bastantes penalidades. Algunos tenían miembros fracturados, otros heridas cubiertas de vendajes, y dos de los hombres estaban atados a sus sillas de montar para impedir que se cayeran de la grupa de sus ponis.
–No creo que vengan a Caer Mahlod impulsados por ninguna mala intención –dijo Medhbh–. Son mabden... Pero ¿qué mabden pueden ser? Creía que a estas alturas ya se había reunido a todos los guerreros.
–A juzgar por su aspecto, está claro que han recorrido una gran distancia y que el viaje ha sido duro –murmuró Corum–. Y también han viajado por mar... Quizá hayan dejado una embarcación cerca de aquí. Ven, vayamos a saludarles.
Corum hizo salir a su caballo de detrás del refugio que les ofrecía el risco de caliza y alzó la voz para llamar a los recién llegados.
–¡Os deseo que tengáis una buena tarde, forasteros! ¿Adónde os dirigís?
El corpulento guerrero que abría la marcha tiró de las riendas de su poni deteniéndolo bruscamente y sus cejas pelirrojas se unieron en un fruncimiento de ceño lleno de suspicacia mientras su manaza nudosa iba hacia la empuñadura de su espada, y cuando habló lo hizo en un tono ronco y áspero.
–Yo también os deseo que tengáis una buena tarde –dijo–, siempre que vengáis en son de paz. En cuanto a saber hacia dónde nos dirigimos... Bueno, eso es asunto nuestro.
–También es asunto de aquellos a quienes pertenece esta tierra –dijo Corum en un tono lo más razonable y calmado posible.
–Podría ser –respondió el guerrero–. Pero si no es tierra mabden, entonces la habéis conquistado y si la habéis conquistado, entonces sois nuestro enemigo y debemos mataros. Podemos ver que no sois mabden.
–Cierto, pero sirvo a la causa de los mabden y esta dama es una mabden.
–No cabe duda de que parece una mabden –dijo el guerrero sin abandonar su cautela recelosa–, pero durante el viaje que nos ha traído hasta aquí hemos visto demasiadas ilusiones para dejarnos engañar ahora por lo que parece ser.
–¡Soy Medhbh! –exclamó Medhbh vivamente sintiéndose muy ofendida–. Soy Medhbh del Largo Brazo, famosa como guerrera por derecho propio, y soy la hija del rey Mannach, quien gobierna esta tierra desde Caer Mahlod.
La mirada del guerrero se volvió un poco menos suspicaz, pero mantuvo su mano sobre la empuñadura de su espada y los otros jinetes se desplegaron como si se estuvieran preparando para atacar a Corum y Medhbh.
–Y yo soy Corum –dijo Corum–, quien en tiempos fue llamado el Príncipe de la Túnica Escarlata, pero que entregó esa túnica a un hechicero en un trueque, y ahora soy llamado Corum de la Mano de Plata. –Alzó su mano de metal, que había mantenido oculta hasta aquel momento–. ¿No habéis oído hablar de mí? Lucho por los mabden contra los Fhoi Myore.
–¡Es él! –gritó uno de los guerreros más jóvenes que había detrás del líder de la partida, y señaló a Corum–. La túnica escarlata... Ahora no la lleva, pero los rasgos son los mismos y el parche del ojo es el mismo... ¡Es él!