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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La espada y el corcel (10 page)

BOOK: La espada y el corcel
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Ilbrec volvió a tirar de las riendas de
Crines Espléndidas
cuando estaban a un par de metros de la orilla, y alzó su mano izquierda.

–¡Saludos, Ynys Scaith! –gritó–. ¡Hemos venido por propia voluntad a visitar tus tierras! ¿Quieres darnos la bienvenida?

Era un saludo muy antiguo de uso tradicional entre los mabden, pero Corum tuvo el inexplicable presentimiento de que las palabras significarían muy poco para quienes habitaban aquel lugar, fueran quienes fuesen.

–¡Saludos, Ynys Scaith! ¡Venimos en paz para tratar de llegar a un acuerdo contigo! – gritó el gigantesco joven.

Hubo la leve sugerencia de un eco, pero ninguna otra réplica aparte de eso.

Ilbrec se encogió de hombros.

–Bien, entonces tendremos que visitar la isla sin haber sido invitados. No es muy cortés por nuestra parte...

–Y es posible que sus habitantes nos devuelvan la descortesía –dijo Corum.

Ilbrec hizo avanzar a
Crines Espléndidas
y los cascos del caballo por fin entraron en contacto con la playa grisácea de Ynys Scaith, y en ese instante el bosque que se alzaba delante de ellos se convirtió de repente en una masa de helechos y algas carmesíes que se removían y gimoteaban entre roces, crujidos y risitas; Corum miró hacia atrás y descubrió que ya no podía ver el mar, y en lugar de las aguas vio una muralla de plomo líquido.

Ilbrec cabalgó sin vacilar hacia la vegetación rojiza y los tallos se pegaron al suelo en cuanto se aproximó a ellos, como suplicantes que saludan la llegada de un conquistador.
Crines Espléndidas
, bastante nervioso y no muy dispuesto a seguir avanzando, piafó y echó las orejas hacia atrás, pero Ilbrec presionó los flancos del caballo con sus talones y siguieron avanzando. Apenas habían atravesado unos cuantos metros de aquella vegetación cuando los tallos volvieron a erguirse y los dos héroes se hallaron rodeados por las plantas, que extendieron dedos plumosos hacia ellos y rozaron su carne mientras suspiraban quejumbrosamente.

Y Corum tuvo la extraña sensación de que el contacto atravesaba su piel y le acariciaba los huesos, y se vio obligado a hacer un gran esfuerzo para no lanzar mandobles contra aquellas cosas. Podía comprender el terror que se había adueñado de los mabden cuando se enfrentaron a una vegetación tan monstruosa, pero Corum había pasado por experiencias mucho peores en el pasado y sabía cómo controlar su pánico. Intentó hablar en un tono tranquilo y despreocupado con Ilbrec, quien también estaba fingiendo ignorar las plantas.

–Una flora muy interesante, Ilbrec –dijo–. Nunca había visto nada parecido en ningún otro lugar de este plano.

–No cabe duda de que es interesante, amigo Corum. –La voz de Ilbrec temblaba un poco, pero el temblor resultaba casi imperceptible–. Parece poseer alguna clase de inteligencia primitiva.

Los susurros se intensificaron y el roce de los tallos se volvió más insistente, pero los dos compañeros siguieron avanzando a través del bosque con los ojos cada vez más doloridos a causa del llamear carmesí que se agitaba a su alrededor.

La vegetación se fue haciendo menos frondosa y fue sustituida poco a poco por suelos de mármol verde sobre los que se extendía una delgada capa de un líquido amarillento cuya pestilencia era varias veces peor que la de una charca de aguas estancadas. Pequeños insectos de todas clases vivían en el líquido, y de vez en cuando nubes de criaturas voladoras brotaban de él y revoloteaban alrededor de sus cabezas como si las estuvieran inspeccionando. A su derecha había varias ruinas: columnatas recubiertas por una invasión de hiedra, galerías parcialmente derrumbadas, muros de granito a medio pudrir y de cuarzo erosionado sobre los que crecían lianas cuyas lívidas flores emitían un hedor pestilencial; y delante de ellos pudieron ver animales de dos patas que se inclinaban para beber el líquido, contemplándoles con ojos blancos y vidriosos antes de volver a inclinarse para beber de nuevo. Algo se retorció en el camino que seguía
Crines Espléndidas
. Al principio Corum creyó haber visto una serpiente de piel blanquecina, pero después se preguntó si la criatura no había tenido la forma de un ser humano. La buscó con la mirada, pero ya había desaparecido. Una rata negra de pantano corriente nadaba impasible allí donde el líquido alcanzaba mayor profundidad, y no prestó ninguna atención a Ilbrec y Corum. Un instante después se sumergió y desapareció por una angosta grieta abierta en la calzada de mármol.

Cuando llegaron al otro extremo de aquella especie de explanada las criaturas de dos patas ya habían desaparecido, y
Crines Espléndidas
empezó a avanzar por una pradera, moviéndose sobre una alfombra de hierba esponjosa que producía repugnantes ruidos de succión cada vez que el caballo alzaba una pata para liberar el casco de su contacto. Hasta el momento nada les había amenazado de manera directa y Corum empezó a pensar que los mabden que habían desembarcado en la isla habían sido víctimas de sus propios terrores, quizá infiltrados en sus mentes, por espectáculos tan horripilantes como el que estaban presenciando. Su nariz detectó un hedor bastante parecido al de los excrementos de vaca, pero más penetrante. El hedor era tan insoportable que daba náuseas, y Corum sacó un pañuelo de debajo de su cota de mallas y se lo ató alrededor de la boca, aunque la presencia de la tela apenas suponía ningún alivio, Ilbrec carraspeó y escupió sobre la hierba, y guió a
Crines Espléndidas
por un sendero de lapislázuli lleno de grietas y resquebrajaduras que llevaba hasta un oscuro pasillo de árboles que parecían rododendros normales y corrientes y, al mismo tiempo, se diferenciaban de ellos en algún aspecto indefinible. Sus grandes hojas negras rozaron sus rostros con un contacto pegajoso, y el corredor no tardó en quedar sumido en la negrura más absoluta salvo por unas cuantas luces amarillentas que parecían parpadear en las masas de follaje que se alzaban a ambos lados de ellos. En una o dos ocasiones Corum tuvo la impresión de que las luces revelaban rostros sonrientes cuyos rasgos habían sido parcialmente roídos a mordiscos, pero supuso que su imaginación, alimentada por las obscenas visiones del pasado reciente, era la responsable de aquellas imágenes.

–Esperemos que este camino lleve a algún sitio –murmuró Ilbrec–. La pestilencia parece estar empeorando a cada momento que pasa... Me pregunto si será el olor que distingue a los habitantes de Ynys Scaith.

–Esperemos que no lo sea, Ilbrec, ya que eso haría que resultara mucho más difícil comunicarse con ellos... ¿Sabes en qué dirección estamos avanzando ahora?

–Me temo que no –replicó el joven sidhi–. No estoy muy seguro de si vamos hacia el sur, el norte, el este o el oeste. Lo único que sé es que las malditas ramas que tenemos encima cada vez cuelgan más bajas, y que sería prudente que por lo menos yo desmontara. ¿Te importaría agarrarte a la silla mientras desmonto, Corum?

Corum así lo hizo, y sintió cómo Ilbrec bajaba de la silla de montar. Después oyó el crujir de los arreos y un tintineo cuando Ilbrec cogió a
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de las riendas y empezó a caminar. Sin la corpulencia del gigante para tranquilizarle, Corum se sintió mucho más expuesto a los peligros –imaginarios o de otra naturaleza– que se ocultaban en aquella apestosa isla. ¿Estaba oyendo risitas procedentes de las profundidades de la espesura que les flanqueaba? ¿Oía el sonido de cuerpos moviéndose amenazadoramente, avanzando con sigilo para mantenerse a su altura, preparándose para saltar sobre ellos? ¿Era una mano lo que había surgido de la nada y le había pellizcado la pierna?

Hubo más parpadeos de luces, pero esta vez directamente delante de ellos.

Algo tosió en el bosque.

Corum agarró con más fuerza su espada.

–Ilbrec, ¿tienes la sensación de que estamos siendo observados?

–Es posible.

La voz del joven gigante era firme, pero estaba impregnada de tensión.

–Todo lo que hemos visto hasta ahora habla de una gran civilización que murió hace un millar de años. Quizá ya no queden habitantes inteligentes en Ynys Scaith...

–Quizá...

–Quizá sólo debamos temer a los animales..., y a las enfermedades. ¿Crees posible que el aire de esta isla afecte al cerebro y lo infeste con pensamientos desagradables y visiones aterradoras?

–Oh, quién sabe...

Y la voz que acababa de replicar a las palabras de Corum no era la voz de Ilbrec.

–¿Ilbrec? –susurró Corum, temiendo que su amigo se hubiera esfumado de repente.

Silencio.

–¿Ilbrec?

–Yo también la he oído –dijo Ilbrec, y Corum sintió que daba un paso hacia atrás y extendía una mano enorme para rozar el brazo de Corum y apretarlo suavemente–. ¿Dónde estás? –preguntó Ilbrec alzando la voz–. ¿Quién nos ha hablado?

Pero la pregunta de Ilbrec no obtuvo contestación, y siguieron avanzando hasta que acabaron llegando a un lugar en el que unos cuantos rayos de sol conseguían abrirse paso a través de las ramas y el túnel se dividía en tres senderos distintos. El más corto era el del medio, pues aunque estaba sumido en la penumbra se podía divisar el cielo al final de él.

–Parece ser el más conveniente –dijo Ilbrec, volviendo a montar–. ¿Qué opinas, Corum?

Corum se encogió de hombros.

–Resulta tentador... Casi se diría que es una trampa –murmuró–. Como si los habitantes de Ynys Scaith desearan atraernos a algún lugar...

–Dejemos que nos atraigan a él, si eso es lo que desean –dijo Ilbrec.

–Eso mismo pienso yo.

Y, sin más comentarios, Ilbrec guió a
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hacia el túnel.

El dosel de vegetación que había sobre sus cabezas se fue disipando poco a poco y el sendero de suelo agrietado se fue haciendo más ancho, y no tardaron en avanzar por una avenida de matorrales achaparrados y deformes, viendo alzarse delante de ellos enormes columnas rotas a cuyo alrededor se enroscaban los zarcillos de alguna especie de liquen marrón, negro y verde oscuro muerto hacía ya mucho tiempo; y sólo cuando hubieron pasado por entre esas columnas adornadas con tallas de criaturas demoníacas y sonrientes cabezas bestiales se dieron cuenta de que se encontraban en un puente construido sobre un abismo inmensamente ancho y espantosamente profundo. Un gran muro se había alzado a cada lado del acantilado en tiempos lejanos, pero estaba casi totalmente derruido y podían bajar la mirada hacia el fondo del abismo, donde hervía una cinta de agua negra dentro de la que se agitaban y chillaban cuerpos reptilescos de todas las formas imaginables que abrían y cerraban espasmódicamente sus fauces. Y un viento lúgubre surgió de la nada y sopló sobre el abismo, un viento frío y pegajoso que tiró de sus capas e incluso pareció amenazar con arrancarles de las temblorosas piedras del puente para precipitarles al vacío.

Ilbrec olisqueó el aire, se envolvió en su capa y miró hacia abajo con profunda repugnancia.

–Esos reptiles son realmente grandes... No he visto ninguno que los supere en tamaño. ¡Fíjate en los dientes de sus bocas! Contempla esos ojos de mirada penetrante, esas crestas de hueso, esos cuernos... ¡Ah, Corum, me alegra que no puedan llegar hasta nosotros!

Corum estaba totalmente de acuerdo con él, y asintió.

–Éste no es mundo para un sidhi –murmuró Ilbrec.

–Ni para un vhadagh –dijo Corum.

Cuando llegaron al centro del puente la fuerza del viento había aumentado bastante, y
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empezó a tener dificultades para seguir avanzando a pesar de la ventaja de sus grandes dimensiones. Fue entonces cuando Corum alzó la mirada y vio lo que al principio pensó eran pájaros. Había una veintena volando en una especie de formación, y cuando estuvieron un poco más cerca Corum pudo ver que no tenían nada de aves, y que en realidad eran reptiles alados de largos hocicos repletos de afilados colmillos amarillentos. Corum tocó a Ilbrec en el hombro y señaló con la mano.

–Dragones, Ilbrec –dijo.

Eran dragones, cierto, aunque apenas superasen en tamaño a las grandes águilas que vivían en las montañas al norte de Broan-Mabden, y estaba claro que tenían intención de atacar a los dos sidhi que viajaban sobre la grupa de
Crines Espléndidas
.

Corum deslizó los pies bajo la correa de la silla de montar para que el viento no le arrancara de la grupa, y aunque con cierta dificultad consiguió descolgar su arco, tensarlo y coger una flecha de su aljaba. Colocó la flecha en el arco, tiró de la cuerda echándola hacia atrás, tomó puntería a lo largo de la flecha, hizo cuanto pudo para compensar la fuerza del viento y disparó el proyectil contra el dragón más cercano. La flecha no logró dar en el cuerpo de la bestia, pero le atravesó un ala. El dragón chilló, se retorció en el aire y trató de atrapar la flecha entre sus dientes. Empezó a caer y logró recobrar torpemente el equilibrio, pero un instante después empezó a girar sobre sí mismo y se precipitó hacia las oscuras aguas donde otros reptiles aguardaban ávidamente su llegada. Corum disparó dos flechas más, pero las dos fallaron su blanco por bastante distancia. Un dragón se había lanzado contra la cabeza de Ilbrec, y sus dientes rechinaron al chocar con el borde del escudo del gigante cuando éste lo alzó para defenderse, al mismo tiempo que hacía girar a Vengadora en un intento de hundir su punta en el vientre del dragón.
Crines Espléndidas
se encabritó y relinchó, los ojos en blanco y los cascos delanteros agitándose en el aire, y el puente se estremeció ante aquel nuevo movimiento. Una grieta más apareció en él, y un trocito del borde se desprendió y cayó al abismo. Corum sintió que el estómago se le revolvía al ver precipitarse el cascote. Disparó otra flecha y ésta volvió a fallar el blanco al que iba dirigida por una gran distancia, aunque se hundió en el cuello del dragón que había detrás; pero ya estaban rodeados por el aletear de aquellas alas que parecían de cuero y el chasquear de los afilados colmillos, y garras que casi parecían manos humanas se estiraban para desgarrarles. Corum tuvo que dejar caer el arco y desenvainó la espada a la que aún no había dado nombre, el regalo que le había hecho Goffanon. La luz plateada que brotó del metal le dejó medio cegado, y Corum lanzó mandobles a ciegas contra los reptiles que les atacaban, y sintió cómo el filo maravillosamente templado de la hoja sajaba la carne de aquellos cuerpos de sangre helada. Los dragones heridos empezaron a corretear y agitarse alrededor de las patas de
Crines Espléndidas
, y Corum pudo ver por el rabillo del ojo cómo un mínimo de tres caían por el maltrecho borde del puente, y vio el resplandor dorado de la espada de Ilbrec que goteaba sangre de dragón y oyó la voz del joven entonando una canción sidhi (pues siempre había sido costumbre de los sidhi cantar cuando se enfrentaban a la muerte):

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