Ilbrec cayó de rodillas delante del altar sobre el que había colocado la vieja silla agrietada, y sus últimas palabras fueron pronunciadas en lo que casi era un suspiro agotado.
Y hubo silencio salvo por los ruidos que se oían en la lejanía, los aullidos y los truenos ahogados, y nadie se movió. Ilbrec permaneció donde estaba con la cabeza inclinada. Esperaron.
Y entonces se oyó un nuevo sonido que llegaba de algún lugar, mas nadie pudo decir de qué dirección provenía ni si estaba por encima de ellos o bajo sus pies, pero era el sonido inconfundible de los cascos de un caballo que se aproxima al galope. Miraron a un lado y a otro, mas no pudieron ver al caballo en ningún lugar, y sin embargo el sonido siguió aproximándose hasta que pareció estar dentro del círculo de piedras. Después oyeron un resoplido y un agudo relinchar lleno de orgullo, y el repiqueteo de las pezuñas herradas sobre el suelo congelado.
Y de repente Ilbrec alzó la cabeza y rió.
Y al otro lado del altar había un caballo amarillo, un caballo muy feo pero que a pesar de ello tenía nobleza en su porte y una chispa de cálida inteligencia en sus ojos, que tenían el color de las caléndulas. El aliento brotaba de sus ollares dilatados y el caballo meneó la cabeza haciendo oscilar sus crines, y lanzó una mirada expectante a Ilbrec, quien se levantó muy despacio y tomó la silla de montar en sus enormes manos y la colocó con gran delicadeza sobre la grupa del
Corcel Amarillo
, y acarició el cuello del animal y le habló con amor repitiendo muchas veces el nombre de Laegaire.
Ilbrec giró sobre sí mismo y le hizo una seña a Corum.
–Y ahora intenta montar el caballo, Corum –le dijo–. Si eres aceptado por él, eso demostrará a todos que no puedes haber traicionado a los mabden.
Corum fue hacia el caballo con paso vacilante. Al principio el
Corcel Amarillo
piafó y retrocedió un poco pegando las orejas al cráneo, y sus ojos llenos de inteligencia estudiaron recelosamente a Corum.
Corum puso una mano sobre el pomo de la silla de montar, y el
Corcel Amarillo
volvió la cabeza para inspeccionarle y le olisqueó. Corum se instaló en la silla moviéndose despacio y con mucha cautela, y el
Corcel Amarillo
bajó su larga cabeza hasta el suelo y empezó a investigar tranquilamente la nieve en busca de hierba. El
Corcel Amarillo
le había aceptado.
Y los mabden le vitorearon y le llamaron Cremm Croich, Llaw Ereint y Héroe de la Mano de Plata, y le proclamaron su campeón; y Medhbh, quien había pasado a ser la reina Medhbh, fue hacia él con los ojos llenos de lágrimas y extendió su mano de piel blanca y suave hacia Corum, pero no dijo nada; y Corum cogió su mano, inclinó la cabeza y besó su mano con los labios.
–Y ahora tenemos que hablar –dijo Goffanon enérgicamente, sabiendo que no había tiempo que perder–. ¿Qué vamos a hacer contra los Fhoi Myore?
El enano sidhi estaba inmóvil debajo de un arco de piedra con la mano apoyada sobre el mango de su hacha, y tenía la mirada vuelta hacia más allá de los círculos de Craig Dôn y los ojos clavados en una masa de neblina que parecía estarse espesando.
–Supongo que la solución ideal para vosotros sería que los Fhoi Myore estuvieran donde os encontráis ahora, y que vosotros estuvierais en otro lugar –murmuró secamente Sactric desde el cuerpo del gato alado blanco y negro donde estaba alojado.
Amergin asintió.
–Eso suponiendo que los Fhoi Myore tengan una verdadera razón para rehuir Craig Dôn –dijo–. Si se trata meramente de una superstición, entonces estamos perdidos.
–No creo que sea meramente una superstición, Amergin –dijo Sactric–. Yo también comprendo el poder de Craig Dôn. Debo pensar en cuál es la mejor manera de ayudaros, pero antes debo tener la garantía de que vosotros me ayudaréis si consigo beneficiaros.
–Te ayudaré en cuanto vuelva a tener el Collar del Poder –dijo el Archidruida–, y estoy seguro de ello.
–Muy bien... Has hecho un trato.
Sactric parecía satisfecho.
–Sí, hemos hecho un trato –dijo Goffanon con voz sombría.
Corum lanzó una mirada interrogativa a su amigo, pero el enano sidhi no dijo nada más.
–Había pensado que no podría llegar a hacer esto –le susurró Medhbh al oído mientras Corum desmontaba–, pero ahora que sé que estaba equivocada, existe un hechizo que se me ha asegurado te será de una gran ayuda.
–¿Un hechizo?
–Confíame esa mano de plata durante algún tiempo –dijo Medhbh–. Dispongo de un medio para hacerla mucho más fuerte de lo que es ahora.
Corum sonrió.
–Pero Medhbh, no necesito más fortaleza...
–Necesitarás todo cuanto puedas conseguir para salir triunfador de la batalla que se avecina –insistió ella.
–¿Y de dónde has sacado ese hechizo? –Corum decidió complacerla, y empezó a sacar de sus orificios los diminutos pernos que unían la mano al muñón de su muñeca–. ¿De alguna vieja curandera?
Medhbh no le contestó.
–Se me ha prometido que funcionará, Corum –dijo.
Corum se encogió de hombros y le entregó el objeto de plata finamente moldeada y trabajada.
–Debes devolvérmela pronto –le dijo–, pues no tardaré mucho en partir para enfrentarme a los Fhoi Myore.
Medhbh asintió.
–Te la devolveré pronto, Corum.
Y Medhbh le lanzó una mirada tan llena de afecto que Corum volvió a sentir que el corazón se le llenaba de alegría, y fue capaz de sonreírle.
Después Medhbh se llevó la mano de plata a su pequeña tienda de pieles, que se alzaba a la izquierda del altar, y Corum empezó a examinar los problemas del momento con Amergin, Ilbrec, Goffanon, Jhary-a-Conel, Morkyan de las Dos Sonrisas y los caballeros mabden que aún seguían con vida.
Cuando Medhbh regresó y le devolvió la mano de plata, acompañando el gesto con una mirada tranquilizadora para darle a entender que sabía muy bien lo que se hacía, ya habían decidido cuál sería el mejor curso de acción.
Sactric conjuraría una gigantesca ilusión con la ayuda de Terhali para transformar Craig Dôn dándole una nueva forma que no inspirase temor a los Fhoi Myore, pero antes de que fuera posible crear esa ilusión los mabden deberían arriesgar las vidas de los pocos guerreros que les quedaban lanzando un último ataque contra el Pueblo Frío y sus vasallos.
–Corremos un riesgo considerable –dijo Amergin mientras contemplaba cómo Corum volvía a unir la mano de plata a su muñeca– y debemos estar preparados para la posibilidad de que ninguno de nosotros sobreviva. Puede que todos hayamos muerto antes de que Sactric y Terhali cumplan con su parte del acuerdo.
Y Corum miró a Medhbh y vio que volvía a amarle, y la perspectiva de morir le entristeció.
El combate contra la Vieja Noche
Y así partieron por última vez para atacar a los Fhoi Myore, y avanzaron orgullosos en sus maltrechas armaduras, y alzaron bien altos sus estandartes desgarrados. Los carros gimieron cuando sus ruedas empezaron a girar; los caballos pisotearon el suelo y piafaron, y las botas de los hombres resonaron al avanzar como el redoble de un tambor marcial. Las flautas silbaron, las gaitas gimieron, los atabales retumbaron, y todo lo que quedaba de la fuerza de los mabden fue saliendo lentamente del santuario de Craig Dôn para enfrentarse en batalla con el Pueblo Frío.
Y lo único que quedó dentro de los círculos de monolitos fue un gatito blanco y negro inmóvil sobre el viejo altar de piedra, y una arqueta de bronce y oro.
Corum iba al frente de ellos montando el
Corcel Amarillo
, la espada color de luna llamada
Traidora
en su mano de carne y hueso, un escudo de guerra redondo en su brazo izquierdo y dos jabalinas en su mano de plata, que también sostenía las riendas de la montura amarilla; y Corum sintió la fuerza y la confianza del caballo que montaba y se alegró. A un lado de Corum cabalgaba el Gran Rey, el Archidruida Amergin, que había desdeñado la armadura y vestía una holgada túnica azul sobre la que había pieles de armiño y la piel del gamo invernal, y al otro lado de Corum cabalgaba la orgullosa reina Medhbh, envuelta en su armadura de la cabeza hasta los pies, su corona sobre el yelmo resplandeciente, su roja cabellera ondulando en libertad y mezclándose con las gruesas pieles del oso y del lobo, su honda colgando de su cinto y su espada en la mano. Medhbh sonrió a Corum antes de que hubiera dejado atrás el último círculo de piedra, y Corum se alejó al galope para internarse en la espesa niebla.
–¡Fhoi Myore! ¡Fhoi Myore! –gritó–. ¡Corum está aquí y ha venido para destruiros!
Y el
Corcel Amarillo
abrió su fea boca y mostró una dentadura descolorida, y de sus belfos brotó un sonido muy peculiar que en un ser humano sólo habría podido ser una carcajada sardónica y desafiante, y salió disparado hacia delante de repente, y la rapidez con la que avanzó dejó claro que sus ojos color caléndula eran capaces de ver sin ninguna dificultad a través de la neblina, pues el
Corcel Amarillo
llevó a Corum hacia sus enemigos con tanta seguridad como había llevado a su antiguo amo Laegaire a la última y novena de sus batallas en Slieve Gullion.
–¡Ah, Fhoi Myore, no os esconderéis durante mucho tiempo dentro de vuestra niebla! –gritó Corum, y se tapó la boca con el cuello de piel para protegerla lo más posible del frío y evitar que entrara en su cuerpo.
Durante un momento vio una inmensa silueta oscura que se alzaba cerca de él, pero desapareció enseguida, y un instante después oyó el crujido familiar de los mimbres, los sonidos torpes y vacilantes de las bestias de carga deformes de los Fhoi Myore, y después oyó una risa suave que no se parecía en nada a la risa de los Fhoi Myore, y giró sobre sí mismo y vio lo que al principio le pareció debía de ser el parpadeo de una hoguera, pero era la armadura del príncipe Gaynor el Maldito que ardía con reflejos carmesíes y amarillos primero y escarlata después, y detrás de Gaynor cabalgaba una veintena de guerreros de los pinos, sus verdes cuerpos sobre la grupa de verdes caballos. Corum hizo girar a su montura para enfrentarse con ellos, y mientras lo hacía oyó la voz de Ilbrec gritando una advertencia a Goffanon en otro lugar del campo de batalla.
–¡Cuidado, Goffanon! ¡Es Goim!
Pero Corum no pudo ver qué curso seguía el enfrentamiento de Ilbrec y Goffanon con la horrenda hembra Fhoi Myore, y no tuvo tiempo para gritar, pues el príncipe Gaynor surgió de la nada y se lanzó sobre él, y sólo pudo oír la vieja y familiar nota del cuerno que Goffanon estaba volviendo a hacer sonar para confundir a los ghoolegh y los Sabuesos de Kerenos.
Las Armas del Caos, el signo de las ocho flechas, ardían con un potente resplandor sobre el peto de Gaynor cuando cargó contra Corum, y la espada que empuñaba su mano cambiaba continuamente de color pasando del oro a la plata y luego al azul celeste, y la amarga carcajada de Gaynor llegaba hasta sus oídos atravesando su yelmo liso sobre el que no había adorno alguno.
–¡Por fin me enfrento a ti, Corum, pues éste es el momento! –gritó Gaynor.
Y Corum alzó su escudo redondo, y la espada centelleante de Gaynor se hundió en el reborde plateado, y Corum atacó con su espada color de luna llamada
Traidora
y el filo chocó con el yelmo de Gaynor, y Gaynor gritó cuando la hoja estuvo a punto de atravesar el metal.
Gaynor liberó su espada del escudo y vaciló.
–¿Tienes una nueva espada, Corum?
–Sí, y su nombre es
Traidora
. ¿No te parece que es soberbia, Gaynor?
Corum rió, pues sabía que su viejo enemigo estaba desconcertado.
–No creo que sea tu destino derrotarme en este combate, hermano –dijo Gaynor con voz pensativa.
Medhbh se estaba enfrentando a una decena de ghoolegh en otro lugar del campo de batalla, pero Corum pudo ver que se estaba defendiendo admirablemente antes de que la neblina volviera a ocultarla a su mirada.
–¿Por qué me llamas «hermano»? –preguntó Corum.
–Porque nuestros destinos están estrechamente unidos el uno al otro. Porque somos lo que somos...
Y Corum volvió a preguntarse si la profecía de la anciana se refería a Gaynor cuando le había hablado de aquel a quien debía temer. Teme la belleza, le había dicho la anciana, teme un arpa, y teme a un hermano...
Corum gritó y espoleó a su caballo haciéndolo avanzar hacia Gaynor, y
Traidora
volvió a golpear y pareció atravesar la armadura allí donde protegía el hombro de Gaynor, y Gaynor dejó escapar un chillido y su armadura llameó con un destello carmesí. Por tres veces golpeó Gaynor a Corum mientras el príncipe vadhagh intentaba liberar su espada del hombro de Gaynor, pero los tres golpes cayeron sobre el escudo de Corum y sólo consiguieron entumecer su brazo.
–Esto no me gusta nada –dijo Gaynor–. No sabía nada de una espada llamada
Traidora
...
–Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar empleó un tono distinto y más lleno de esperanza–. Corum, ¿crees que sería capaz de matarme?
Corum se encogió de hombros.
–Dirige esa pregunta a Goffanon, el herrero sidhi. Fue él quien forjó la hoja.
Pero Gaynor ya estaba haciendo volver grupas a su caballo, pues un grupo de mabden que blandían antorchas acababa de emerger de la neblina y estaba haciendo retroceder a los guerreros de los pinos mediante el fuego, sabiendo que aquella parte de los guerreros que era hermana del árbol temía al fuego por encima de todas las cosas. Gaynor gritó a sus hombres que se reagruparan para seguir atacando a los mabden y no tardó en haberse perdido de vista entre los guerreros de los pinos renunciando con ello una vez más a mantener un enfrentamiento directo con Corum, pues Corum era el único mortal capaz de llenar de terror el corazón de Gaynor el Maldito.
Corum se encontró solo durante un momento. No sabía dónde acechaban sus enemigos o dónde se encontraban sus amigos, pero podía oír el estrépito de la batalla resonando a su alrededor en la neblina helada.
Y de repente oyó detrás de él un gruñido ahogado que fue creciendo hasta convertirse en una especie de balido, y después llegó un graznido grave y melancólico que era estúpido y amenazador al mismo tiempo. Corum se acordaba de aquella voz y comprendió que Balahr le estaba buscando, pues debía recordar cómo Corum le había herido en el pasado; y después oyó el chirriar de un inmenso carro de batalla, y sus fosas nasales fueron invadidas por la pestilencia de la enfermedad, el olor de la carne podrida, y Corum consiguió reprimir su deseo de huir a la carrera alejándose de la fuente de aquel hedor, y se preparó para enfrentarse con el Fhoi Myore. El
Corcel Amarillo
se encabritó y sus cascos azotaron el aire, y después se quedó inmóvil con todo el cuerpo tenso y vigiló la neblina con sus ojos cálidos e inteligentes.