Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
—¡Excepcional! —dijo un segundo estudiante.
—¡Increíble! —dijo un tercero.
—¡El ganador recibirá un frasco de la Santa Sangre!
—¡La sangre del propio Jesucristo!
—¡Traída de Tierra Santa por Thierry de Alsacia!
—¡Un frasco de la Santa Sangre! ¡Es extraordinario! —dije—. ¡Qué premio! Pero ¿dónde la encontró el conde?
—¡En casa de Masada! Ya sabéis, el célebre comerciante de reliquias.
—Masada —repitió Morgennes.
Aunque oía aquel nombre por primera vez, por alguna razón que no conseguía explicarse, la palabra resonaba de un modo extraño en su mente.
—Masada —repitió una vez más Morgennes—. Masada...
—¿Le conoces?
—No. Sin embargo, este nombre me suena de algo.
Los estudiantes se habían ido. Habían doblado la esquina, y en la alameda solo una nubecilla de polvo que flotaba en el aire daba testimonio de su reciente paso.
—Ven —dije a Morgennes—.Vayamos al cementerio.
—¿Has cambiado de opinión?
—Sí. No podemos dejar escapar un tesoro como ése. ¡Un frasco de la Santa Sangre! ¡Pero si es mejor que la gloria! ¿Te imaginas lo que supondría en Saint-Pierre de Beauvais? ¡Acudirían miles de peregrinos, con los denarios que eso lleva consigo! ¡Hay que ganar! ¡A cualquier precio!
«Canciones de hilandera» y «albas» abrieron la fiesta. Luego hubo una pausa, hacia el mediodía, durante la que se entonaron algunas canciones picarescas. Entre estas, «El caballero que hacía hablar a los coños y a los culos» y «La damisela que no podía oír hablar de la jodienda» tuvieron un gran éxito y arrancaron salvas de aplausos y carcajadas estruendosas del público.
La multitud bailaba en medio de las sepulturas con tanta energía como la noche anterior en la taberna. Familias enteras habían tendido grandes paños blancos sobre las losas sepulcrales para utilizarlas como mesa. Niños recién nacidos berreaban colgados por los pañales de las estrellas de piedra. Barriles de cerveza y de vino, corderos, cerdos, salchichas, pollos y capones, se sirvieron en pleno cementerio, donde los abrieron, descuartizaron, asaron, desplumaron y devoraron. Se reía y se bebía a placer, y el buen humor reinaba en todas partes, entre los aromas de comida.
Finalmente, dos jóvenes sirvientes encargados del buen desarrollo de las celebraciones llegaron para informarnos de las últimas decisiones tomadas por el consejo. ¿Sería prohibida o censurada
Cligès
? ¿Y el
Tristán e Iseo
de Béroul? No, las dos habían sido autorizadas. Así lo habían decidido los Ardientes —la cofradía de juglares y burgueses de Arras—, que contaban con el poderoso respaldo del conde y la condesa de Champaña y de Thierry de Alsacia, los padrinos de la fiesta.
—Vivimos en una época extraña —le dije a Morgennes—. Yo también hablo de la verdad, al menos tanto como la Biblia. Y aunque es posible que no sea la verdad de la historia, ni la de la Iglesia, sin duda es la de los sentimientos. Y no pienso que sea la menos importante...
Hacia el final de la tarde, Gautier de Arras abrió la parte del concurso reservada a las obras «en romance», en la que declamó las últimas páginas de
Eraclio
—la obra que le había permitido llevarse la victoria hacía cuatro años—. Un capítulo particularmente conmovedor narraba el célebre episodio en el que el barco de santa Elena quedó atrapado en la tempestad y, para salvarse, la madre del emperador Constantino sacrificó a las aguas tumultuosas una parte de la Vera Cruz, que llevaba a Roma. Toda su vida, nos dijo Gautier, se preguntó si había hecho bien. Toda su vida la torturó una duda: «¿No debería, ella también, haberse hundido con la Vera Cruz?». Toda su vida oyó gritar a su corazón: «¡Ve hacia la cruz!».
Gautier volvió a enrollar su pergamino entre los aplausos del público, mientras Morgennes sentía un escalofrío. ¿Conocía Gautier de Arras su historia? ¿O era solo una de esas numerosas coincidencias con las que uno se tropieza en el curso de la vida? En cualquier caso, Morgennes buscó bajo su camisa la cruz de bronce que su padre le había lanzado.
«¡Ve hacia la cruz!»
¿Acaso no era lo que había hecho?
«¡Ve hacia la cruz!»
¿Se encontraba tal vez más lejos? Pues bien, iría hacia ella. Aunque sus pasos le condujeran a Roma, o a Jerusalén...
Volvió a colocarse la cruz sobre el pecho y se dirigió hacia el estrado, de donde Gautier descendía y al que un joven sirviente le invitaba a subir: «¡Vuestro turno!».
Morgennes hizo su entrada, aclamado por el público. Mientras esperaba a que se hiciera el silencio, paseó la mirada por las tumbas, preguntándose si los muertos le oirían. Se levantó una ligera brisa. Morgennes contemplaba a la multitud. Un crío se hurgaba la nariz y se tragaba el producto hallado con una amplia sonrisa. Una guapa morena iba colgada del cuello de su amor, dejando a su paso una estela de envidiosos. Una niña se agachaba para acariciar a un gato, mientras su madre le tiraba del brazo inútilmente para hacer que se levantara. Todos estos detalles, todas estas imágenes eran para Morgennes fragmentos de una inmensa vidriera. Se sentía bien. Entonces contó una, dos, tres palpitaciones, y se lanzó:
—De Alejandro os contaré, que de valor y orgullo tales adornado no consintió a caballeros convertirse en su región...
El tiempo pasó sin que se diera cuenta. ¿Se había fundido con la sombra? Sí, por completo. Se había borrado. Solo las palabras —que además no eran suyas— permanecían, criaturas abstractas flotando en la dulzura del crepúsculo, bogando con sus propias alas, de su boca al oído del público.
Morgennes era feliz. Las palabras creaban un territorio donde podía vivir, e incluso algo mejor que vivir: existir. No tenía más que eclipsarse. Transformarse en fuente de agua viva y fluir hacia la multitud. Por otra parte, cuando digo que existía, estoy diciendo justamente que no existía ya. Morgennes estaba entre el público, con el que recibía los versos que yo había escrito y que otro que no era él le recitaba.
Era delicioso.
¡Y qué gran triunfo!
No se dio cuenta de que había terminado hasta que se hizo el silencio, que enseguida rompió una tormenta de aplausos. Sintió un poco de vértigo cuando volvió a bajar los escalones bajo las miradas fascinadas de los miembros del jurado.
—Has estado perfecto —le dije—. ¡La verdad es que estoy encantado de que me hayan robado mi texto!
Algo que brilló en el aire llevó un mal recuerdo a Morgennes. Levantó los ojos, y vio una carreta parada junto al cementerio. Alguien acababa de encender una vela en ella, pero Morgennes solo tuvo tiempo de distinguir una bonita mano femenina; el resto del cuerpo permanecía oculto.
«Curioso —se dijo—. ¿Por qué se esconderá esta doncella?»
Luego su atención volvió hacia el estrado, donde otro narrador, Béroul, hacía su entrada bajo las ovaciones del público. Vivaz, alerta, Béroul se descubrió e hizo ondear su gorra hasta los pies, saludando a la multitud con un halagador:
—Escuchad, señores míos, lo que cuenta la historia...
Al haber desaparecido en la escaramuza de la víspera el principio y el fin de su texto, Béroul se vio obligado a recitar la parte central, en particular la escena en la que los dos amantes están acostados el uno junto al otro, con la espada del bello Tristán entre ambos.
La historia era encantadora. Y tengo que admitir que Béroul no había hecho un mal trabajo. Era mi texto, y también el suyo.
Un poco. Cuando llegó al pasaje en el que el rey decide perdonar a los amantes que duermen separados por la espada, todos tenían los ojos bañados en lágrimas. En cuanto a mí, estaba a punto de estallar. ¡Contaba esta escena con mis propias palabras, y en el mismo orden!
—¡Qué vergüenza! —bufé—. ¡Ladrón!
—¿Cómo? —me preguntó Morgennes.
No me había oído, pero era comprensible, porque después de un corto silencio, la multitud había empezado a aplaudir frenéticamente, armando un escándalo de mil demonios. El clamor era tal que me pregunté si los muertos no habrían abandonado sus tumbas para aplaudir ellos también. La gente aporreaba las sepulturas con los cucharones, entrechocaba las cacerolas y golpeaba las marmitas.
—¡Era mi texto! ¡Mi texto! ¡Son mis aplausos! ¡Soy yo quien debería haber ganado!
—¡Silencio! ¡Silencio! —gritaron algunas personas entre la multitud.
—¡Mirad!
Un hombre con las ropas desgarradas y el rostro cubierto de cardenales apareció en el estrado. Era el jefe de la cofradía de los juglares y burgueses de Arras, que venía a anunciar el nombre del vencedor. Después de aclararse la garganta, el maestro de los Ardientes declaró:
—No damos las gracias a las musas, porque han inspirado tan bien a nuestros autores que hemos llegado a las manos cuando debíamos decidir qué cabeza coronar...
—¡La mía! —murmuré yo.
—¡Chisss...! —hizo alguien.
—Por eso —prosiguió el maestro de los Ardientes—, llamo a Chrétien de Troyes y a Béroul para que se unan a mí en este estrado, a fin de que presenten el número de juglaría que permitirá deshacer el empate.
Procurando que nadie me viera, me puse un huevo en la boca y subí al escenario, donde Béroul me esperaba con los brazos cruzados y una sonrisa en los labios.
—¡Hombres y mujeres de Arras —continuó el maestro de los Ardientes—, os pido que aplaudáis a estos poetas! ¡Dentro de un instante os demostrarán que no solo saben jugar con las palabras!
Una nueva salva de aplausos, salpicados con gritos de «¡Chrétien! ¡Béroul! ¡Chrétieeen! ¡Bérouuul!».
—¿Queréis tomar la palabra, antes de empezar?
Negué con la cabeza. Béroul, por su parte, corrió al proscenio, desde donde envió besos al público con la mano mientras gritaba:
—¡Arras, te amo!
¡Vivas, bravos y silbidos! En la tribuna del jurado, esta declaración pareció dar sus frutos. María de Champaña agitó su abanico y se acercó a su marido para susurrarle algo. El conde de Champaña, cuya afición por los torneos y el arte militar era legendaria, debía de estar de mi lado; pero María, que apreciaba por encima de todo una bella historia de amor, seguramente preferiría a Béroul. Las palabras que había murmurado al oído de su marido tenían, sin duda, por objeto hacerle cambiar de opinión... En cuanto al conde de Flandes, Thierry de Alsacia, su expresión era tan sombría que impedía adivinar qué pensaba. Grosseteste, por su parte, estaba indignado, furioso de que el jurado hubiera dejado de lado tan fácilmente al
Eraclio
de Gautier de Arras.
Abrí el baile sacando de mi bolsillo uno de los huevos de Cocotte, lo que, para mí, era una forma de rendir homenaje a María de Champaña. Después de haber lanzado mi huevo al aire, saqué un segundo huevo, y luego un tercero y un cuarto, que envié, uno tras otro, a alternarse con el primero.
De momento, aquello no tenía nada de extraordinario. Era un buen número, sin más, lo reconozco. Pero no estaba ahí lo interesante.
Para empezar, me entretuve haciendo malabarismos con los huevos en el aire, atrapándolos por debajo de la pierna y volviéndome repentinamente mientras emitía algunos cacareos con la boca... Luego, bruscamente, como si sufriera una convulsión, levanté un brazo, y una cascada de plumas rojizas se deslizó a lo largo de mi cuerpo. Entonces me doblé en dos, y una cresta brotó de mi espalda. Finalmente, hundí la cabeza en el hueco del hombro, ¡para sacarla con un pico en lugar de la nariz!
En resumen, me convertí en gallina.
Mi actuación, que inicialmente los habitantes de Arras habían considerado banal, pronto fue juzgada como un espectáculo formidable. ¡Y aún no había acabado! Mis pies arañaron las planchas, se transformaron en patas de gallina y arrancaron al escenario una miríada de gusanitos que me puse a picotear sin dejar de hacer malabarismos.
El público lanzaba «¡cococós!» y «¡cocoricós!» frenéticos. Todos trataban de imitarme.
La culminación del espectáculo, como puede suponerse, era poner un huevo. Mi metamorfosis era ya tan completa que no se me veía la piel, sino solo un manto de plumas. Las convulsiones agitaban mi cuerpo en todos los sentidos, y mi boca, transformada en culo de gallina, empezó a hincharse y a hincharse, hasta que acabó saliendo un huevo de ella, ante los ojos atónitos de los espectadores.
Ahora hacía malabarismos con cinco huevos, y habría salido triunfador de la prueba si el destino no hubiera decidido otra cosa.
Al ritmo de los «¡Co, co! ¡Chrétien! ¡Co, co! ¡Chrétien!» lanzados por la multitud, inicié un sorprendente número, enviando mis huevos hacia el cielo. Y entonces se produjo lo increíble. Lo escandaloso. Lo inaudito.
Se me escapó uno.
Que se estrelló contra el suelo, entre mis patas.
Todo se detuvo. Aquello era el final. Había perdido.
Las cosas hubieran podido quedar ahí, pero Béroul gritó:
—¡Este huevo no tiene yema!
Bajé los ojos hacia el huevo y vi que tenía razón.
Esto puede parecer irrelevante. Pero no lo es. Es incluso extremadamente grave. Un huevo sin
vitellus
es como un hombre sin alma: ¡una herejía! Y hay que erradicarla. ¡Enseguida!
Grosseteste se levantó de su asiento y bramó:
—¡Por san Vaast! ¡Saaaacrilegio!
La multitud, al principio estupefacta, pronto unió sus gritos a los de Béroul:
—¡Excomunión! ¡Excomunión!
—¡
Paenitentia
! —exclamó a su vez Gautier de Arras.
Yo estaba petrificado de miedo. Los otros cuatro huevos se habían aplastado contra el suelo detrás del primero, y eran perfectamente normales; sin embargo, la multitud seguía aullando hasta desgañitarse.
—¡Hay que juzgarlos, a su gallina y a él!
—¡A la hoguera!
—¡Que lo asen!
—¡Que lo escalden!
—¡Tribunal! ¡Tribunal! —gritaba Grosseteste, tratando de calmar los ánimos.
El obispo hacía aspavientos con los brazos, mientras en torno a él, en el palco principal, María y Enrique de Champaña se disponían a salir, después de que Thierry de Alsacia lo hubiera hecho ya.
Había que reaccionar, y rápidamente. Pero yo era incapaz de moverme. Entonces Morgennes se abalanzó sobre mí, con Cocotte bajo el brazo. Apartando a la multitud con los codos, repartiendo aquí y allá cabezazos y empellones, distribuyendo guantazos a quienquiera que los reclamara, se lanzó hacia el estrado y me cogió en vilo como si yo fuera una princesa sobre la hoguera. Después de levantarme del suelo, me apretó contra su cuerpo y saltó al otro lado del escenario. Y de ahí salió disparado en dirección a la sinagoga; luego hacia un rincón del cementerio donde no había tanta gente, y siguió corriendo y corriendo, con toda la ciudad pisándole los talones.