La espada de San Jorge (3 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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Sordo al miedo, seguiste corriendo. «Tendré miedo más tarde», te decías.

El río hacia el que huías era más que un río —era el inmenso brazo líquido de un país colocado a través del mundo, sin cabecera ni desembocadura—, y tú nunca lo habías vadeado. Nadie, que tú supieras, se había aventurado nunca en él, porque en ese río, si bien no era profundo, confluían mil corrientes contrarias que se enfrentaban en su seno, como si mil ríos de igual fuerza se hubieran encontrado allí mezclados, tratando cada uno de imponerse a los demás.

Este río era tan ancho que ningún hombre podría alcanzar con su honda la otra orilla. Sin embargo, un ansia loca de saltar sobre él se apoderó de ti, aunque sabías que era una insensatez.

Esbozaste una sonrisa —la idea te había gustado— y sentiste que te crecían alas. Correr te resultaba fácil, el frío ya no te afectaba. Tal vez fueras solo un niño, ¡pero te sentías un gigante!

Y abriste los ojos.

Detrás de ti, a solo unos pasos, estaba tu padre, con tu hermana en brazos. También él corría, con la boca abierta, y su aliento se elevaba en la noche como una gran columna fría, que pronto destrozarían los jinetes que le seguían al galope.

¡El río! Comprendiste por qué tu madre te había dicho que fueras allí. Estaba helado. La cubierta de hielo te permitiría pasar, mientras que los jinetes —por más que fueran Dios y sus ángeles— se verían obligados a desmontar, y tal vez incluso a desprenderse de su coraza estrellada para desplegar sus alas y cruzarlo volando.

Tu padre jadeaba, escupía, sufría. En vano, porque los jinetes le pisaban los talones y no tardarían en alcanzarle. Si hubiera sido un pusilánime, habría abandonado a tu hermana, la habría lanzado al suelo para que retrasara a sus perseguidores y no frenara su marcha; pero él era un hombre valeroso, o un loco, y no la dejó, sino que, al contrario, la oprimió contra su corazón, como si quisiera tragársela, que penetrara en él, para recogerse luego sobre sí mismo y vadear de un salto el río sobre el que tú ya avanzabas.

Su superficie era terriblemente resbaladiza, por lo que tomabas precauciones para no perder el equilibrio. «Si avanzo como es debido y consigo impulsarme convenientemente, podré llegar a la otra orilla en un santiamén. ¡Adelante!»

El hielo crujió, pero aguantó, y te permitió dirigirte hacia tu salvación... y la muerte de los tuyos.

Porque cuando apenas habías alcanzado la otra orilla, el surco de hielo que habías dejado tras de ti empezó a resquebrajarse, transformándose en una grieta, un abismo ante tu padre.

El, sin embargo, no retrocedió. ¡No podía soltar a su hija! Y siguió avanzando hacia el centro del río, sin apartar sus ojos de ti.

—¡Morgennes! ¡Mírame!

Miraste a tu padre, aferrándote a sus ojos, como si tuvieras el poder, tú que habías sobrevivido, de salvar al que no tardaría en hundirse.

—¡Te quiero!

Los jinetes se acercaban, sus caballos se encabritaban y caían con todo su peso sobre las primeras pulgadas de hielo, que rompían con sus herraduras, sacrificando al dios del río sus primeras víctimas.

El hielo se rompió. Mil rajas corrieron en todos los sentidos, se unieron, se separaron y tropezaron las unas con las otras, de tal modo que al final la superficie del río parecía una telaraña del otro mundo, de allí donde el negro era blanco y el blanco negro.

Estaban perdidos. El agua se apoderó de ellos; se hundieron, abrazados el uno al otro. Tu padre no habría soltado a su hija por nada del mundo. Pero aún no era el final. No del todo. Con la energía que da la desesperación, tu padre todavía encontró fuerzas para abrirse la camisa y sacar la pequeña cruz que nunca le había abandonado. La besó, por última vez, la mostró a los jinetes que iban tras él y que ya apuntaban sus arcos en dirección a vosotros, y la lanzó hacia ti.

—¡Morgennes! —¡Papá!

—¡Ve hacia la cruz! ¡La cruz!

Corriste hacia la cruz, que había caído a solo unos pasos de ti, cuando un ruido líquido atrajo tu atención.

Era tu padre, había muerto. Unas burbujas subieron a la superficie y enseguida quedaron atrapadas por el hielo, el mismo hielo en el que una manita infantil, opaca y oscura, pareció dibujarse y luego desapareció.

3

No se puede pasar un caballo.

No hay puente, barca ni vado.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Perceval o El cuento del Grial

De niño pasaste largos días sobre la pequeña tumba. Tu padre la había excavado no muy lejos de la casa, en la cima de una colina. La noche de tu nacimiento, mientras tu madre te proporcionaba los primeros cuidados, él salió para ofrecer al bebé muerto una sepultura decente. Curiosamente, los lobos, que le habían seguido hasta su casa, se apartaron de su camino y le dejaron enterrar a su hijo. Con ayuda de una pala, tu padre cavó en la nieve, en la tierra, y enterró el pequeño cadáver; luego lo cubrió todo de nuevo. A la luz del día, tenía un aspecto ligeramente abombado, como si el cuerpo fuese mucho mayor de lo que era en realidad.

Al día siguiente de tu venida al mundo, el cirujano volvió a su cabaña con una piedra rara, llamada draconita, que tus padres le habían entregado en pago por sus servicios. Nunca volverían a verse, y supongo que así es como debía ser.

Tus padres te rodearon de amor, pero quedaron profundamente marcados por las circunstancias, tan dolorosas, de tu nacimiento. Nunca las olvidaron; además, en la parte inferior del rostro tenías una pequeña cicatriz blanca en forma de mano.

¿Era la mano del hijo muerto? Aquella marca parecía un adiós, una señal de afecto que un ser dirige a otro al que ama, al que no ha conocido y nunca conocerá.

Una noche en la que tu padre había salido a buscarte, te encontró tendido sobre la pequeña tumba —que ninguna cruz identificaba—. ¿Qué hacías allí, hablando al vacío? De repente, tu padre tuvo miedo. Nunca, ni él ni tu madre, habían mencionado delante de ti esta sepultura ni a la criatura que estaba enterrada en ella. Sin embargo, ahí estabas, tendido sobre ese abultamiento del terreno, como un dragón sobre su tesoro.

En cuanto viste a tu padre, te levantaste y corriste a echarte en sus brazos. En esa época debías de tener unos cuatro años, y tus pequeñas piernas ya te llevaban lejos: a veces dabas largos paseos por el bosque; salías con las primeras luces del alba y no volvías hasta que era noche cerrada, cuando tu madre salía a la escalera de entrada para llamarte.

Una vez en sus brazos, exclamaste:

—¡Lo sé!

—¿Qué sabes? —dijo tu padre.

—¡Voy a tener una hermanita!

Tu padre te miró, estupefacto. ¿Una hermanita? Su mujer no le había dicho nada. Mordiéndose el labio inferior, se apresuró a volver a la casa para preguntarle:

—¿Esperas un niño?

—¿Quién te lo ha dicho?

—De modo que es cierto...

—Sí.

Tu madre se sonrojó y se secó las manos con el delantal. Aunque pasaba de la treintena, todavía era hermosa, a pesar de las profundas arrugas y los innumerables cabellos blancos que adornaban su rostro, legado de la espantosa noche de tu nacimiento.

—Quería darte una sorpresa.

—¡Una sorpresa! Pero dime, ¿cuándo, cómo?

Loco de alegría, tu padre cogió a tu madre en brazos y la llevó en volandas por la habitación, girando sobre sí mismo.

—¡Gracias, Dios mío, gracias!

Dejó en el suelo a tu madre, que se quedó allí, aturdida, y luego le dio la espalda. Entonces sacó de debajo de su camisa una cruz de bronce que había fabricado él mismo, en su forja, y la cubrió de besos a escondidas de su mujer.

—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!

Tenía una mirada de loco, y no sabía a quién besar, si a su mujer, a su hijo o a la cruz. Era feliz, feliz como nunca lo había sido. En este instante tus padres se creyeron perdonados, y los años que siguieron fueron hermosos.

Adivinar que tu madre estaba encinta, aún; pero conocer por anticipado el sexo del niño era algo que no tenía explicación. Porque tú habías acertado, y la criatura que nació, en una hermosa mañana de primavera, fue una niña, una adorable niñita de cabellos rubios y unos ojos que, después de algunas vacilaciones, decidieron permanecer azules.

Tu hermana era una niña vivaracha y risueña, que dio mucha alegría a tus padres. Pronto sus risas resonaron por toda la casa y sustituyeron a los habituales martillazos y el soplido de la forja.

La noche, sin embargo, debía volver. De hecho ya había empezado a caer en los alrededores de Vézelay, cuando en el año de gracia de 1146 su santidad el papa Eugenio III ordenó a Bernardo de Claraval que predicara una nueva cruzada a Tierra Santa, para liberar... A decir verdad, no se sabía muy bien qué, pues la tumba de Cristo estaba en manos de los cristianos desde hacía casi cincuenta años; pero cierto rey de Francia y cierto emperador de Alemania deseaban obtener, ellos también, su parte de gloria y formar parte de los «humildes protectores de Cristo».

Como ocurre a menudo, la noche se hizo anunciar con rumores de guerra. Los hombres partían a reunirse con otros que combatían en un país lejano para defender una cruz, o una tumba —no lo sabías muy bien, a pesar de los retazos de información que llegaban a tus oídos—. Porque, a pesar de que vivías apartado del mundo y en un lugar poco frecuentado, tu padre había tenido que atender numerosos pedidos: las espadas y las dagas de buena calidad eran de pronto bienes muy buscados.

Tus padres siempre te habían mantenido alejado de la violencia. Consideraban que con la de tu nacimiento bastaba. Por eso, aunque tu padre fabricaba armas muy hermosas, nunca dejaron que te acercaras a las que salían de su taller ni te hablaron de esos soldados a los que llamaban caballeros, cuyas proezas cantaban los trovadores —aunque pasaban por alto las desgracias que invariablemente las acompañaban, como la peste sigue a las ratas.

Por desgracia, no se puede evitar que los martillazos descargados sobre la hoja de una espada lleguen a oídos de un niño, y cuando estos resuenan desde su más tierna infancia, el niño acaba por comprender. Y así dabas vueltas, como una raposa alrededor de un gallinero, en torno a la forja donde trabajaba tu padre, de la que percibías los sonidos, los olores y su característico calor.

Un día, tu padre entró en la forja y te sorprendió manejando una daga, con la que cortabas el aire. Fintando a la derecha, untando a la izquierda, parecía que supieras combatir, cuando en tu vida habías asistido a un combate. Ante esa imagen, tu padre palideció. ¡Aquella arma era la misericordia que había utilizado en tu nacimiento! Por primera vez te dio una bofetada. Aturdido, soltaste el arma, que cayó a tus pies. Tu padre te preguntó, apuntándola con el dedo:

—¿Sabes qué es esta arma y qué significa?

Te mordiste el labio inferior y permaneciste mudo mientras tu mirada se empañaba.

—Esta arma —prosiguió tu padre—, esta misericordia, significa la muerte del niño a quien debes la vida...

Demasiado turbado para responder, hundiste tu mirada en los ojos de tu padre. Entonces tus labios se entreabrieron y dejaron escapar:

—¿A quién debo la vida?

No comprendías. ¿De qué niño hablaba? Por lo que sabías, solo debías la vida a tus padres.

Se escuchó un crujido en la entrada de la forja, y tu padre se volvió para ver quién estaba ahí. Era su hija, que le observaba sin decir palabra. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Había asistido a toda la escena? Probablemente, porque su expresión era grave, y su mirada pasaba de tu padre a tu mejilla, enrojecida por la bofetada.

Tu hermana rompió el silencio, diciendo con su bonita voz aflautada:

—Mamá dice que no hay madera.

—¡Morgennes, ve a buscar leña! —ordenó enseguida tu padre, aliviado por haber encontrado un pretexto para poner fin a vuestra conversación.

A pesar del frío que se había abatido sobre la región —el invierno, una vez más, se había adelantado—, corriste hacia el lindero del bosque, donde tu padre había amontonado troncos y ha—. ces de leña en previsión de los días crudos.

«Mamá dice que no hay madera», repetías mientras corrías. La frase te parecía rara. La encontrabas extraña. ¿Cómo podía no quedar leña, si esa misma mañana el depósito estaba lleno? Mientras recogías algunas ramas, volviste a pensar en vuestra casa. ¡No cabía duda! Por más que te remontaras en el tiempo, no recordabas que alguna vez hubiera faltado con qué calentarse en el invierno, aunque hubiera sido tan crudo como el de tu nacimiento. ¿Había mentido tu hermana? ¿Había inventado esta historia para que pudieras alejarte? ¿O bien había dicho otra cosa?

«¡Mamá dice que no hay maderos!» ¡Eso había dicho! ¡Maderos, y no madera! Tal vez tu hermana no hablaba de madera para el fuego, sino de otro tipo. De unos maderos que sin duda guardaban relación con el motivo por el que tu padre te había abofeteado. Con la misericordia con la que habías jugado. ¡Que estaban relacionados con la pequeña tumba!

Y en ese momento, la conmoción de un recuerdo te hizo caer de rodillas en la nieve.

¡Lo habías olvidado! Una pelea entre tus padres, una de sus raras peleas —tal vez la única pelea que habían tenido...

¡El pequeño muerto!

Se habían peleado por él, poco después de tu nacimiento. En aquella época, para ti, las palabras estaban vacías de sentido. Pero ahora comprendías. Lo que tu memoria resucitaba, lo descifraba el resto de tu cerebro, proporcionándote su significado.

Tu madre quería olvidar; tu padre, recordar. Sí; tal como había prometido, quería recordar ese cuerpecito destrozado, su crimen. .. Entonces, aunque cedió a las exigencias de tu madre, que había pedido que cierta tumba nunca estuviera marcada con ningún símbolo religioso, replicó:

—¡Al menos le pondré una cruz!

Tu madre se lanzó sobre él, con los dedos como garras. Llevada por la cólera, le laceró el rostro con tanta furia que aún hoy podían verse las marcas —que él atribuía a un oso.

Finalmente tu padre fue a refugiarse en su taller, donde fabricó una cruz. «Nada empañará nunca su brillo», dijo a su mujer mientras le mostraba la hermosa cruz de bronce que ya no abandonaría su pecho hasta el acontecimiento que conoces.

—De todos modos —gritó a su mujer—, no hay nadie allá abajo, bajo ese montículo de tierra. ¡Nadie! ¡Si hay alguien enterrado en algún sitio es aquí!

Y se golpeó el pecho.

—Aquí, en mi corazón. Esta es su tumba. Y pondré una cruz sobre ella, porque ese es mi deseo.

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