Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
Morgennes sacudió la cabeza de derecha a izquierda, con aire dubitativo.
—No, no —me dijo—. No lo he hecho para vos. Lo he hecho para mí... Para mis padres, para que pudieran cruzar y salvarse también...
—No comprendo. ¿No habíais dicho que habían muerto?
Morgennes me contó su historia. Al escucharla, se me heló la sangre en las venas. Era fácil reconocer, en los excesos de esos jinetes, un ejemplo más de las numerosas expediciones punitivas dirigidas contra los judíos que los cruzados llevaban a cabo para calentarse la sangre antes de pasar a ultramar.
¿Morgennes era judío?
No me atreví a preguntárselo.
—También tengo raíces, si aún tenéis hambre —me ofreció.
Su generosidad, y también la calma y el valor con los que se enfrentaba a su situación, me hicieron tomar una extraña decisión. Para descargar mi conciencia, le pregunté:
—¿Sabéis qué día es hoy, para los cristianos?
—No.
—Lo imaginaba. Pues bien, debéis saber que hoy es «día de ayuno», porque es Viernes Santo, un día en el que debemos arrepentimos de nuestros pecados y adorar la cruz. ¡En este día fue vendido por treinta denarios y luego crucificado «el que estuvo libre de todo pecado»!
—No estoy seguro de entenderlo...
—Tal vez os sorprenda lo que os diré, pero ¡yo tampoco!
Con gran sorpresa por su parte, saqué de mi zurrón una vina—jera llena de vino de misa, seguida de su cortejo de hostias. Añadí un mendrugo de pan, dos huevos de Cocotte (frescos de esa mañana) y un pedazo de salchichón, que constituían los restos de mi última comida.
—¡Adelante! ¡Disfrutad del convite!
Hostias, vino, pan, huevos y salchichón desaparecieron en el gaznate de Morgennes en menos tiempo del que he necesitado para contarlo; enseguida me preguntó: —¿Os quedan hostias?
—¡Os he dado todo lo que tenía!
Morgennes sonrió, se limpió la boca con el dorso de la mano, y declaró:
—De acuerdo. Iré a Beauvais con vos.
Luego, contemplando con aire triste los oscuros maderos que le rodeaban, añadió:
—Aquí, mi tarea ha terminado.
Y todos exhalaban un amargo lamento al ver a padres o amigos
lisiados o mutilados, arrastrados por el río.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Cligès
Morgennes temblaba. Avanzaba a pasitos cortos, apoyándose en la balaustrada de piedra que había levantado él mismo. Mientras veía cómo volvía por el lado verdeante de la orilla, aquel por el que yo había llegado, volví a pensar en esta historia: «Había una vez un soldado que renunció al oficio de las armas por el amor de una mujer. Esto ocurrió hace mucho tiempo, en Tierra Santa. Este soldado volvió a su casa, llevando del brazo a su bienamada. Pero como ella era judía y él era cristiano, las gentes veían su relación con malos ojos, por lo que tuvieron que huir y vivir en lo más profundo del bosque, a orillas de un río que se consideraba infranqueable. Transcurrieron varios años, durante los cuales su amor se fortaleció. Habrían podido ser felices, si no hubiera planeado sobre ellos una sombra: no conseguían tener hijos. El soldado volvió a atravesar el mar y buscó un puñado de hierbas mágicas de las que le había hablado su mujer. "Estas hierbas me volverán fértil", le había dicho ella...». Según mi padre, que me relató esta leyenda, el soldado consiguió encontrar las hierbas y se las llevó a su mujer. Pero Dios les reservaba otra prueba: por un terrible golpe del destino, se les permitiría tener lo que más deseaban solo si renunciaban a
lo que más deseaban...
¿Era Morgennes ese niño que había sobrevivido a aquella pareja?, me preguntaba. Aunque lo cierto era que en ese instante más bien me recordaba al soldado de la historia: un hombre que se esforzaba en alcanzar un objetivo que Dios había colocado suficientemente lejos de él para que no lo alcanzara nunca, pero suficientemente cerca para que lo tuviera constantemente ante los ojos.
Me di cuenta entonces de que Morgennes seguía en medio del puente. Me acerqué a él y le ofrecí mi ayuda, que aceptó. Estaba como petrificado; era incapaz de apartar la vista de unas aguas en las que creía ver cómo se retorcían los suyos, siluetas fantasmales que dibujaban los remolinos del río.
—Cerrad los ojos —le dije—. Yo os daré la mano.
Morgennes obedeció, cerró los ojos y se dejó guiar. Luego, cuando llegamos a la otra orilla, le dije:
—Podéis volver a abrirlos.
Miró alrededor, como quien trata de reconocer en los rasgos de un anciano a un amigo de otros tiempos.
—He fracasado —me dijo.
—¿Cómo? Pero creía que... Habéis triunfado. Habéis cruzado.
—Tal vez. Pero no era eso lo que yo quería. Lo que me habría gustado es que ellos pudieran cruzar.
—¿Ellos? ¿Quiénes?
—Mi padre. Mi hermana. E incluso mi madre, que debió de quedarse en este lado... Si este puente hubiera existido, habrían podido pasar, y se encontrarían sanos y salvos conmigo, en la otra orilla.
—¡Pero Morgennes, si ese puente hubiera existido, los jinetes también lo habrían atravesado, y ahora estaríais todos muertos! Estoy seguro de que Dios quiso que solo vos sobrevivierais.
—¿Dios lo quiso?
Asentí, compungido, con las manos entrelazadas sobre el vientre, como me habían enseñado a hacerlo en estas circunstancias.
—Entonces, ¿él es el responsable de este drama? —me preguntó.
No supe qué responderle.
Turbado, me miró sin verme. Su mano apretó la cruz de bronce, que había llevado consigo y que no soltaría por nada del mundo.
—Pero ¿por qué?
—Los caminos del Señor son inescrutables.
—¡Tiene que haber una explicación!
—No he dicho que no la haya, solo he dicho que no podemos conocerla.
Se alejó, volvió sobre sus pasos, como si buscara su camino, volvió a marcharse... Echó una ojeada a los dos edificios en ruinas, uno de los cuales era, sin duda, una forja, a juzgar por el yunque herrumbroso que yacía tirado en el suelo. Morgennes lo tocó, y se puso a llorar en silencio.
—Ni siquiera mamá sigue aquí...
Evidentemente era él. No había duda. Era el hijo de esa mujer a quien mi padre había ayudado a dar a luz, en una larga noche de invierno, una quincena de años atrás. Me embargó la emoción. Tenía el deber de velar por Morgennes. Debía continuar lo que mi padre había empezado.
Me acerqué a él y le puse la mano en el hombro. ¿Qué podía decirle, yo que había pasado tantos años huyendo de mí mismo? Yo era lo opuesto a Morgennes. Dios me daba miedo. ¿Encontraría las palabras? «¡Háblale de tu padre!», me murmuró una voz. Pero no. Nunca. Porque ¿cómo anunciar a Morgennes: «Soy el hijo de aquel que fracasó en salvaros...»? Imposible. Tenía que encontrar otra cosa. Después de aclararme la garganta, murmuré:
—Yo también he fracasado.
—¿En qué?
Dudé un momento, y luego confesé:
—En realidad no quería ser sacerdote... Soy narrador de historias. Durante mucho tiempo creí que era el mejor... Pero no lo soy.
—Aún no —me dijo Morgennes.
—Voy a deciros por qué Cocotte es tan especial para mí —le dije señalando a mi gallina—. La gané en un concurso. Cada cuatro años se celebra en Arras una fiesta llamada Puy, donde trovadores y troveros compiten con sus rimas...
Le conté mi historia, cómo había conseguido cautivar a mi auditorio. Mi
Historia del rey Mark y la rubia Iseo
era, sin duda alguna, esplendorosa; ya saboreaba mi victoria por adelantado, cuando Gautier de Arras entró en escena... Empezó a recitar los primeros versos de su obra,
Erodio
, que trataba del emperador Heraclio y de la gloriosa forma en la que había conseguido recuperar la Vera Cruz, robada por los paganos en Jerusalén.
La multitud se entusiasmó con aquella historia.
¡El éxito fue tal que lo regaron con vino, hasta el punto de que los que se acercaban a él se embriagaban con los vapores! Le dieron el primer premio, que consistía en una estancia de cuatro años en la corte de María de Champaña, donde tendría la posibilidad de concluir su obra sin tener que preocuparse por nada.
—¿Y qué tiene que ver esto con Cocotte? —me preguntó Morgennes.
—Era el segundo premio. Todavía puedo oír a María de Champaña diciéndome: «Sus huevos os alimentarán el cuerpo y el alma...». Hasta el momento, principalmente han alimentado mi cuerpo...
—Y también un poco el mío —dijo Morgennes, volviéndose hacia Cocotte—. ¡En cualquier caso, es un segundo premio muy apetitoso!
—Hubiera podido ser peor. El tercer premio era solo una cesta de huevos...
——¿Cuándo tiene lugar el próximo concurso?
—Dentro de algo menos de cuatro años.
—¡A fe mía que esta vez lo ganaréis!
Dos días más tarde llegamos a Saint-Pierre de Beauvais, donde reinaba, como siempre, una febril actividad. Las campanas tocaban a maitines y las primeras luces del alba acariciaban el trigo, que formaba en torno a la iglesia una aureola de espigas.
Poucet, el padre superior, nos recibió poco después de nuestra llegada, y fuimos a deambular por los pasillos de la abadía, donde resonaban voces.
—De modo que ya estás otra vez aquí... —me dijo en su habitual tono jovial.
—Sí, lo acepto —respondí simplemente, sabiendo que él comprendería.
Poucet dio una palmada y bramó:
—¡Por san Trémeur de Carhaix! ¡Lo sabía!
Luego, en voz baja, porque las cabezas encapuchadas se habían vuelto hacia nosotros, añadió:
—No veas ninguna ofensa en ello, mi querido Chrétien, pero no estás hecho para la prédica. Ni por un instante creí que pudieras estar más de una semana alejado de tu próximo relato...
Doblamos la esquina y nos dirigimos hacia un corredor que conducía a una puerta claveteada. Detrás se elevaban las voces que habíamos oído desde nuestra llegada al monasterio.
—Padre, me gustaría haceros una pregunta.
—Te escucho.
—¿Nunca habéis dudado?
—¿De qué? ¿De tu regreso? ¡Ni por un instante!
—Sin embargo, podría haberme sentido bien allí, encontrar la iglesia de mi gusto...
—¿Sentirte bien allí? ¿Encontrar la iglesia de tu gusto, dices? ¡Vamos, si es solo una ruina! ¿O no es así?
Poucet volvió hacia mí su mirada brillante de inteligencia, donde asomaban la malicia y la burla.
—De modo que lo sabíais.
—¿No tenía razón? —preguntó.
—Sí.
Al llegar ante la puerta claveteada, Poucet me dijo:
—Aparte de las arañas y la carcoma, nadie ha tocado tus cosas. Encontrarás tu manuscrito tal como lo dejaste.
—Me habíais dicho que lo daríais al hermano Anselmo.
—Te mentí. ¿Me crees lo bastante loco como para confiar a otro aquello para lo que Dios te ha creado? Encuéntrame a alguien tan dotado como tú y entonces aceptaré confiarle la tarea de representarnos en el próximo Puy. Pero tú eres el mejor, y te necesito...
—Una última cosa.
—Te escucho.
—Este joven de aquí, detrás de mí... —dije señalando al andrajoso Morgennes.
—¿Sí?
—¿Podríais aceptarlo en nuestra orden?
—Sabe contener la lengua. Esto ya es un punto a su favor. Pero ¿qué edad tiene?
—Quince o dieciséis inviernos.
—Si fuera más joven —prosiguió Poucet-, no habría visto inconveniente. Pero es demasiado mayor...
—En ese caso, ¿no conocéis en los alrededores a alguna persona de noble linaje que pudiera admitirlo como escudero?
—¡Vamos, piensa! La mayoría de estos mozos manejan la espada desde los tres años. Saben montar a caballo y combatir en justas. ¿Has sostenido alguna vez una lanza? —preguntó Poucet a Morgennes.
—Nunca.
—No seré yo quien te lo reproche... ¿Cuáles son tus principales cualidades?
Morgennes se cogió el mentón con la mano y pareció reflexionar un instante.
—Mi madre me encontraba valiente. Mi hermana, buen compañero de juegos. Mi padre me decía siempre que tenía una memoria sorprendente. Además, no le hago ascos al trabajo.
—Sin duda estas son cualidades apreciables, pero ¿sabes latín?
—No.
—¿Sabes siquiera leer?
—Tampoco.
—Concretamente, ¿qué sabes hacer? ¿Pisar la uva? No. ¿Segar? No. ¿Cortar el heno? Tampoco. Si no he entendido mal, tu padre era herrero. ¿No te transmitió su oficio?
—No tenía esa intención —dijo Morgennes.
—Lástima —replicó Poucet.
Entonces decidí intervenir:
—Morgennes es fuerte. Sabe tallar la piedra. ¡Y es constructor! Le he visto construir un puente, y a fe mía que es uno de los más bellos que me ha sido dado contemplar.
—¡No estamos en una cofradía de canteros! Tal vez en París, si prueba suerte con el levita Maurice de Sully, podría unirse al equipo que está reuniendo para construir una catedral...
—Si él se va, yo me iré también —dije.
—Chrétien, sabes cuánto te aprecio, pero eso es imposible. Demasiados hermanos han cruzado ya la puerta de este establecimiento cuando deberían haber permanecido fuera... ¿Y cuántos se han quedado fuera a pesar de que merecían entrar? No, por desgracia me siento obligado a rechazarlo... El obispo Grosseteste pronto vendrá a visitarnos, e interrogará a todo el mundo. ¡Si se da cuenta de que he aceptado a un acólito de quince años, y que además no sabe leer ni escribir, estamos listos!
—¿Pronto vendrá a visitarnos, decís? ¿Y cuándo será eso?
—Dentro de seis días.
Dejé escapar un suspiro. Imposible hacer nada en seis días...
—Tendré tiempo más que suficiente —dijo Morgennes.
—¿De qué? —pregunté.
—¡De aprender latín!
Poucet le tomó la palabra.
—Te doy cinco días. ¡Si dentro de ese plazo hablas latín como Chrétien y como yo, te aceptaré entre nosotros!
—¡Dadme un buen profesor, y en tres semanas, además de hablarlo, lo leeré y lo escribiré!
Poucet le miró como si estuviera loco, y luego se volvió hacia mí.
—Enséñale todo lo que sabes.
En él, la madera mantenía las promesas de la corteza.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Cligès
Morgennes no había mentido. Porque, antes de deteriorarse debido a circunstancias que tendré que relataros más tarde, su memoria era prodigiosa. No había picadura de abeja, temblor de luz, silbido de metal calentado al rojo y sumergido en un barreño de agua fría del que no conservara el recuerdo, cuidadosamente guardado en el fondo de su ser. Morgennes era desconcertante, hasta el punto de no parecer humano. O esa era al menos la sensación que había tenido al conocerle, una sensación que confirmaron los días que luego pasé a su lado. Nadie era de su época. Morgennes, a mis ojos, era un ser solitario, no en el sentido en el que normalmente se entiende, sino en el sentido de que siempre parecía situado en otro tiempo, en otra época, tal vez del otro lado de su río. Como si nunca lo hubiera atravesado realmente.