Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
Esto, añadido a su capacidad de trabajo y a los tres días y noches que pasamos juntos estudiando conjugaciones y declinaciones, hizo que llegara una mañana en la que pudo entonar el Te Deum y el Ave María sin que pudiera establecerse ninguna diferencia entre su forma de cantar y la de un viejo monje. La entrevista con Poucet apenas fue una formalidad, y Morgennes recibió su tonsura.
Cuatro días habían bastado para hacer de él un religioso, al menos en apariencia. Pero eso era todo lo que le pedían.
Porque él había entrado en Saint-Pierre de Beauvais más como una raposa en un gallinero —para llenarse el estómago—, que para someterse al gran dios de las gallinas. ¿Y cómo podría reprochárselo? Morgennes estaba lejos de ser el primero que actuaba así. (Yo estaba bien situado para saberlo.) En esa época, numerosos oblatos —a los que llamaban «alimentados»— eran confiados a los cuidados de la Iglesia porque sus familias no alcanzaban a subvenir a sus necesidades.
Incluso al padre Poucet le gustaba contar que, cuando era pequeño, sus padres lo habían abandonado varias veces en el bosque, con sus hermanos, porque en esos tiempos de guerra acechaba el hambre.
Con todo, además del hambre, también el derecho de primogenitura, la pereza, una fealdad extrema, la imbecilidad y —¿por qué no?— un formidable fervor religioso, explicaban el extraordinario aflujo de candidatos que se apiñaban a las puertas de nuestros monasterios, iglesias y abadías. Así, las iglesias se veían forzadas a rechazar a algunos, o bien a ampliarse —ése era el caso de Saint-Pierre de Beauvais—. Por eso, la mañana de la visita de Grosseteste, Poucet —que estaba encantado con la presencia de Morgennes— me previno:
—¡Si nos lo pregunta, le diremos que Morgennes tiene doce años!
Una precaución inútil, porque el obispo no vino. Con el pretexto de una cita en la corte de María de Champaña, Grosseteste aplazó su visita para más tarde, y de más tarde a nunca.
Morgennes era de los nuestros.
Un día, mientras disfrutaba viendo cómo aprendía a leer y a escribir con tanta facilidad, le pregunté:
—¿Estás contento con tus progresos?
—Sí y no —me respondió.
—¿Cómo es eso?
—Aprendo bien, es cierto. Y estoy contento de ello. Sin embargo...
—¿Qué?
—Mi lugar no está aquí, y tú lo sabes.
Tenía razón. Yo lo sabía, sí. Pero estaba demasiado ciego para admitirlo. Luego nuestra conversación tomó otro rumbo, que me permitiría valorar mejor la magnitud de las prodigiosas facultades de Morgennes. Como parecía preocupado, le pregunté:
—¿En qué piensas?
—¿Qué es un levita?
Este brusco cambio de tema me sorprendió. Me lo llevé aparte, murmurando:
—¿Por qué me haces esta pregunta?
—Cuando Poucet empleó este término, el día de mi llegada, me pareció que no tenía el mismo sentido que yo conocía y que mi madre le daba.
—¿Qué sentido le daba, ella?
—El de guardián del templo...
—Ah, entiendo —dije, incómodo—. Trata de olvidar eso, o mejor dicho, de no repetirlo a nadie que no sea yo. Pero el sentido es más o menos parecido. Un levita es un diácono, un miembro del clero. Dicho de otro modo, alguien que, como yo, tiene vocación de ser ordenado sacerdote, y que antes de eso ha sido subdiácono, y antes aún (cuando pertenecía, como tú, a las órdenes menores) fue hermano portero, lector, exorcista...
—¿Cuánto tiempo?
—¿Cuánto tiempo qué?
—¿Cuánto tiempo antes de ser exorcista, por ejemplo?
—A fe mía que si sigues trabajando de este modo, lo serás antes de la próxima Nochevieja. ¡Cuatro años más y podrás aspirar al rango de hermano portero! Luego podrás ser subdiácono, y más tarde diácono... Y tal vez un día te ordenen sacerdote. A partir de lo cual...
—¿Y cuándo se acaba eso?
—¡Pues nunca!
—¿Quieres decir que cuando uno entra en la Iglesia, es para toda la vida?
—Para toda la vida, sí. E incluso para después —dije persignándome.
Esta respuesta no pareció alegrar a Morgennes, que volvió a adoptar la misma expresión preocupada que tenía hacía un momento.
—Y ahora, ¿en qué estás pensando?
—¿El rey Arturo existe?
Una vez más me había cogido por sorpresa.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Me gustaría que me hiciera caballero.
—Por desgracia, el rey Arturo ya no existe. Y es mejor así. Olvida a los caballeros, Morgennes. Vivirás mejor sin ellos...
—¿Y el Santo Grial? ¿Tampoco existe?
—Pero veamos, ¿quién te ha hablado de todo eso?
—Unas voces, el día de nuestra llegada.
—¿Unas voces? Pero ¿dónde? ¿Cuándo?
—En los pasillos del claustro, cuando nos dirigíamos hacia el
scriptorium
. Hablaban del rey Arturo y del Santo Grial, y luego también de caballeros...
Por increíble que parezca, Morgennes me recitó entonces algunas páginas de la
Historia Regum Britanniae
, de Godofredo de Monmouth, que mis hermanos estaban copiando ese día.
—¿Cuánto tiempo has necesitado para memorizar esto?
—¿Memorizar? Lo oí. Está ahí, en mi memoria. ¿Por qué me haces esta pregunta? No comprendo.
—¿Qué es lo que recuerdas?
—No he olvidado nada.
—¿Nada?
—Nada.
—¿Cuál es tu recuerdo más antiguo?
La mirada de Morgennes se cubrió de bruma; luego acarició la extraña cicatriz blanca, en forma de mano, que tenía en la mejilla. Parecía recordar una presencia, tierna y amada.
—Nunca olvido nada —dijo Morgennes—. Ni ofensas ni favores. Nada.
Entonces me habló de su memoria. Y podéis creerme si digo que era tan extraordinaria que llegaba a reconocer en la redondez de un estratocúmulo al hijo de un cumulonimbo que había pasado el año precedente.
—¡Por san Martín! —dije dando un brinco.
¡Con un hombre como ese, ninguna historia se perdería! Si algún libro se quemaba o era devorado por las larvas, bastaría con recurrir a Morgennes para recuperarlo, siempre que se lo hubieran recitado o lo hubiera leído antes.
Una idea cruzó por mi mente.
—¡Ven, vamos a viajar!
Uniendo el gesto a la palabra, acompañé a Morgennes junto a Poucet, a quien solicité:
—¡Padre, dadnos algunos denarios!
—¿Cómo? —exclamó Poucet-. ¡Acaso quieres mi muerte y la de tu comunidad! No sabes lo apurados que estamos, ni siquiera sé si...
—Es una inversión. No lo lamentaréis. Morgennes y yo iremos a las peores posadas, beberemos los peores vinos, comeremos paja, ¡pero tenéis que darnos con qué viajar!
—¡Por Dios, Chrétien, un poco de moderación! Si debéis viajar, os prestaré mis botas. Os permitirán cubrir siete leguas de un solo paso, y por tanto ahorrar en el coste del trayecto... Pero dime qué tienes en la cabeza.
—¿En mi cabeza? Oh, no gran cosa, me temo. Pero el cerebro de Morgennes... ¡Puede contener el mundo entero!
Llevado por mi entusiasmo, me arrodillé, cogí sus manos y me las llevé a los labios, como un niño hace con su madre cuando trata de hacerse perdonar. Después de haberle contado mi proyecto, le imploré:
—Por piedad, padre. Morgennes es un prodigio, un don de Dios para nuestra comunidad. ¡Por alguna razón que ignoro, su memoria lo retiene todo! Es un milagro.
—Una maldición —suspiró Poucet-. Pero en fin, eso no es nada nuevo. ¿Debo recordarte cómo entró Morgennes en nuestra comunidad?
—No. No lo he olvidado. Pero es inconmensurablemente más que eso, ¡porque no se trata solo de aprender a hablar en latín en tres días!
—Bien. Veamos, hijo mío —dijo Poucet volviéndose hacia Morgennes—, ¿te acuerdas de nuestra primera entrevista?
Morgennes se la repitió palabra por palabra. Cuando le preguntaron por el tiempo que hacía ese día, habló de las espigas cargadas, doradas como monedas depositadas en el cofre. Luego recordó las telarañas que adornaban mi último manuscrito, habló del hermano Anselmo y de los deslarvadores, precisó el lugar donde se encontraban, describió su aspecto... ¡Palabras, sensaciones, colores y olores, todo estaba ahí, como el primer día!
—¡Por la Iglesia! —exclamó Poucet-. Tengo la impresión de que no puede ser más correcto...
—¡Preguntadle por la Biblia!
Poucet me interrogó con la mirada. ¿Por qué la Biblia? Porque era la obra con cuya ayuda Morgennes había aprendido a leer.
—¿Génesis, 6,4?
Morgennes recitó: «Por aquel entonces había gigantes en la tierra, y también los hubo después de que los hijos de Dios se unieran a las hijas de los hombres y ellas les dieran hijos: esos fueron los héroes de la antigüedad, hombres famosos».
Poucet sacudió la cabeza, con expresión a la vez grave y satisfecha. Luego levantó los ojos hacia Morgennes —ya que este le sacaba algo más de una cabeza—, y le dijo:
—¿Sabes que para Platón la memoria es lo que permite acceder al verdadero conocimiento? ¿Que para san Agustín es conciencia, no solo de sí, sino también del mundo y de Dios?
Haciendo una pausa en su discurso, se acercó a su escritorio y se sirvió una copa de vino.
—Hijo mío —continuó—, si tu memoria es hasta tal punto prodigiosa, tal vez sea porque cuentas entre tus antepasados con uno de esos héroes, descendientes de los hijos de Elohim... Es tu maldición. Tu carga. Tendrás que arreglártelas con ella; solo deseo, por tu bien, que un día llegues a olvidar.
—No tengo ganas de olvidar —dijo Morgennes.
—Aún no —dijo Poucet-; pero ya llegará.
Vació su copa y añadió:
—Dicho esto, ¡sería una verdadera pena no aprovecharla!
Se dirigió hacia un viejo cofre de madera cerrado con un candado. Después de abrirlo, sacó de él un par de botas manchadas de polvo.
—No las he utilizado desde hace mucho tiempo —dijo, limpiándolas con la manga—, pero creo que todavía están en buen estado. ¡Pruébatelas!
Morgennes cogió las botas. Parecían un poco pequeñas, pero se adaptaron milagrosamente a sus pies cuando se las calzó.
—¡Fantástico! —dijo Poucet.
Después de haberme entregado una bolsa llena de denarios, el superior nos acompañó hasta la entrada del monasterio. Allí, nos apretó contra su pecho y nos dio este consejo:
—Guardaos de los ogros...
Durante aproximadamente tres años, al cabo de los cuales Morgennes fue nombrado hermano portero, hicimos juntos viajes fabulosos. Yo encaramado sobre los hombros de Morgennes, y él calzado con las botas de Poucet, con Cocotte en mis brazos, recorrimos diversos lugares en busca de cuentos y leyendas. Lo que entonces descubrimos, lo cogimos sin que su propietario quedara despojado de ello.
Tras hacernos pasar por estudiantes en una ciudad, juglares en un castillo, y penitentes en una abadía, recogimos todas las historias que aparecieron ante nuestros ojos o llegaron a nuestros oídos.
Al término de los cuatro años que nos separaban del siguiente Puy de Arras, ya habíamos proporcionado a nuestros hermanos de Beauvais casi tantos relatos como los que se conservaban por entonces en Alejandría. La biblioteca de Saint-Pierre de Beauvais era la más completa de la cristiandad, después de la de Roma, que precisamente teníamos intención de ir a visitar después del festival..., en el que nuestra vida cambiaría de un modo radical.
Grande era la alegría en la sala. Cada uno mostraba
lo que sabía hacer: este saltaba, aquel hacía cabriolas,
y el de más allá, trucos de magia; uno silbaba, otro cantaba,
ese tocaba la flauta, ese otro el caramillo, otro la viola,
y otro más la vihuela.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Erec y Enid
Ayudándonos de los codos en las inmediaciones de Arras, y luego de los pies y de las manos en sus atestadas calles, Morgennes y yo nos abrimos paso hacia una taberna donde se alojaban los concursantes.
—Ya verás —le dije antes de entrar en la sala llena de humo— como no hay compañía más agradable que la de los poetas. ¡Siempre tienen una ocurrencia a punto! Y nada, de violencia, solo de boquilla...
—Después de ti —me dijo Morgennes, invitándome a precederle.
La posada estaba —como correspondía— abarrotada. Del techo colgaban tantos faisanes que se habría dicho que llovían del cielo. Ocas y patos desfilaban orgullosamente en los platos que enarbolaban un ejército de marmitones. Todo el espacio estaba ocupado, cuando no por una mesa, por un taburete. No cabía ni un alfiler. No se veían bancos, sino diez pares de nalgas. ¡La gente se ahogaba! ¡Se cocía a fuego lento! Algunos invitados demasiado borrachos, llevados por sus amigos, se cruzaban al salir con deliciosos asados. Pequeños barriles de cerveza hacían las funciones de jarras, y las jarras, de vasos. Por todas partes se oían llamadas y gritos, se entrecruzaban estancias y se discutía a golpe de versos entreverados de rimas. «¿Me lanzas una octava? ¡Yo te replico con un dodecasílabo!»
—¡Qué maravilla! —dije a Morgennes—. ¡Vaya ambiente!
—¿Queréis que os la desplume? —preguntó una sirvienta arrancándome de las manos a Cocotte.
—¡No es para comer! —exclamé escandalizado, volviendo a cogerla.
—¡Pues entonces largaos! ¡Aquí se viene a cenar!
—¡Dejadlos! El señor está conmigo, y su amigo también —dijo una voz que yo conocía bien.
—¡Gautier de Arras!
Con todo, no me atreví a abrazarle. El vencedor del concurso anterior me dirigió una mirada extraña, y me espetó:
—¡He terminado mi obra! ¿Y tú?
Me golpeé el pecho en el lugar donde había deslizado las primeras páginas de
Cligès
, mi manuscrito, y respondí:
—Aquí está.
—¡Sentémonos y bebamos! Os invito —dijo mientras nos empujaba hacia un banco.
Y así acabamos encajados entre algunos poetas que yo ya conocía. Jaufré Rudel, cuyas insignificantes y lamentables canciones recordaban a las de las viejas aguadoras y que, de vuelta por fin de Tierra Santa, parecía una ostra secada al sol. Marcabrú, llegado de Gascuña, a quien en otro tiempo apodaban «el Torrija» y cuya voz recordaba a la de una rana encerrada en un tarro. Y sentado a su lado, su compadre Cercamón, así llamado porque supuestamente había dado la vuelta al mundo y sobre el que yo no tenía nada que decir, excepto que había que desembolsar medio óbolo para alquilar sus servicios y que cantaba como si tuviera dolor de muelas.