Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
Pero Inés nunca.
—¡A fuerza de tratar con el diablo, se acaba por perder el alma! —decía uno de los nobles, que la acusaba de trazar pentáculos y de degollar gatos en su habitación.
—¡Su coño no está cerrado por muslos, es una posada abierta a los cuatro vientos! —decía otro, feliz de haber podido entrar un día, aunque se guardara de presumir de ello.
En definitiva, frente a una mujer detestada por todos se encontraba un hombre al que todos querían: su marido, Amaury. Por lo demás, Amaury tenía buen corazón, y si se había casado con Inés, había sido sobre todo porque nadie, excepto él, quería hacerlo. «Esta mu-mu-mujer es de sangre azul —decía tartamudeando como era habitual en él—, y sería injusto que no tuviera marido, aunque fu-fu-fu-era la hija de un demonio...» Amaury hacía alusión a Jocelin de Edesa, que tenía fama de ser un bribón y de no preocuparse más que de sí mismo.
Para mostrar a sus futuros vasallos de qué madera estaba hecho, Amaury les anunció:
—¡Muy b-b-bien! Ya que queréis un rey s-s-sin mujer, tendréis un rey s-s-sin mujer... ¡No tendré más p-p-preocupación que la guerra! ¡Ahora bien, a p-p-partir de ahora nadie tendrá derecho a p-p-presentarse ante mí acompañado de una mujer mientras yo no haya vuelto a c-c-casarme!
Los nobles refunfuñaron, pero el rey era un hombre de sangre caliente, y todos creían que sería muy extraño que Amaury no se hubiera casado de nuevo antes de que acabara el año. De modo que aceptaron.
Nuestra llegada no pudo ser más oportuna. Uno de los consejeros más cercanos al rey, un canónigo llamado Guillermo, que por entonces ejercía su cargo en Acre, le propuso al vernos:
—Sire, deberíais pedir a estos trovadores que organicen un espectáculo. Esto os distraerá de vuestras preocupaciones y hará que vuestros nobles rían un poco. ¡Y vive Dios que lo necesitan!
—¿Espectáculo? —había replicado Amaury echando perdigones de saliva—. ¿Reír? ¿Necesidad? ¿Y qué más t-t-tendré que hacer?
Amaury se inclinó, cogió en brazos a sus dos bassets, los apretó contra su amplio y pesado pecho, provisto de unos senos tan grandes que parecían de mujer, y añadió dirigiéndose a Guillermo:
—¡No que-querrás que les sirva también la s-s-sopa? ¡No estoy aquí p-p-para hacerles reír, sino para ser su jefe y c-c-conducirlos a la guerra!
—Sire, vuestro hermano ha muerto. Tal vez haya llegado el momento de pensar en la paz y de aceptar la tregua que os propone el sultán de Damasco, Nur al-Din.
—¡Calla, Guillermo! Me aburres. ¿Sabes qué hago yo con tu t-t-tregua?
—Lo imagino, sire.
—Pues yo te prohíbo que lo imagines. ¡Una t-t-tregua! ¡Menuda sandez! ¡Guerra, guerra! ¡Nada de t-t-tregua, nunca! ¡La tregua, para mí, es la guerra!
—Sire, ¿queréis matarnos a todos?
—¿Y bien? ¿Acaso tienes miedo?
—No, sire —respondió Guillermo, mientras veía cómo el rostro de Amaury desaparecía bajo los lametones de sus bassets—. Ya sabéis que mi fidelidad hacia vos es absoluta. Os seguiré a todas partes. Incluso hasta la muerte...
—¡Por Dios, Guillermo, prefiero que me p-p-precedas!
—¡Lo haré para preservaros de ella, sire!
—¡Eso espero, porque a mí sí me da miedo!
El rey se alejó en dirección a sus aposentos, donde un ejército de costureras le esperaba para acabar su traje. Pero antes de desaparecer bajo una avalancha de telas a cual más magnífica, aún tuvo tiempo de indicar a Guillermo:
—De acuerdo con lo del espectáculo. ¡Pero nada de c-c-comedia! ¡Quiero sangre, tripas!
«¡Sangre, tripas! —repitió Guillermo para sí, mientras bajaba de nuevo la larga escalera que conducía de lo alto de la ciudadela del rey David a la sala principal—. El rey todavía es un niño, pero ya sería hora de que creciera, por el bien del reino.» Se detuvo un instante en el rellano, y luego salió al patio, donde esperaba el Dragón Blanco.
Nuestra comitiva acababa de llegar, y los guardias nos habían permitido entrar después de que Thierry de Alsacia se hubiera identificado.
Nicéforo condujo las negociaciones con el canónigo Guillermo; Morgennes no comprendió nada de lo que decían. Todo lo que pudo entender fue que los dos hombres se habían puesto de acuerdo y que el acontecimiento era importante, visto el tamaño de la bolsa que el canónigo dejó caer en las manos abiertas de Nicéforo. Pero, más que la bolsa, lo que fascinó a Morgennes fue el pesado bastón con el que jugaba Guillermo; tan pronto se apoyaba en él como lo cogía con una mano y luego con la otra. Era un bastón de madera tallada, con una empuñadura que representaba las fauces de un dragón. Morgennes también encontró curioso ver en manos de un cristiano un objeto que le habría parecido más normal ver en manos de un musulmán. Después de todo, ¿no hablaba el Corán del bastón de Musa (Moisés), que Alá había transformado en dragón para atacar a los magos del faraón?
El tal Guillermo tenía una extraña manera de sonreír, y de vez en cuando, su mirada se posaba en Morgennes. Se hubiera dicho que le reconocía. Pero los dos hombres no se habían visto nunca. Morgennes estaba seguro de ello. Sin embargo, eso no impidió que, una vez acabada la negociación entre Nicéforo y Guillermo, este último se acercara a Morgennes para preguntarle:
—¿No nos hemos visto antes en algún sitio?
—No—dijo Morgennes.
—Ah... Me había parecido...
—Tengo una memoria excelente. Siempre me acuerdo de todo.
—Tenéis mucha suerte. Yo tengo muy mala memoria. Pero a veces tengo premoniciones... Supongo que me he equivocado, os pido perdón.
—No tiene importancia.
—Tal vez lleguemos a conocernos mejor, si os quedáis...
—Por desgracia, tal vez no pueda quedarme... Me esperan en Constantinopla, y he prometido...
—Muy bien. ¡Entonces adiós, caballero!
Guillermo se alejó en dirección a la ciudad.
—¿Por qué me ha llamado «caballero»? —me preguntó Morgennes.
—A causa de tus ropas —respondí señalándole su vestimenta.
Morgennes se había puesto su disfraz de san Jorge, que incluía una espada ficticia, un escudo de madera y una armadura de tela.
—¡Pero si es solo un vestido, yo no soy caballero!
—¿Ni siquiera Caballero de la Gallina?
—Ah, eso sí.
—Además, has protegido a Cocotte.
—Alguien tenía que hacerlo, pardiez. A juzgar por las miradas que le lanzan, juraría que hace lustros que no han comido hasta saciarse.
—Morgennes, no es a Cocotte a quien miran.
—¿Ah no?
—Es a ti.
Me alejé a mi vez, dejando a Morgennes rumiando, desconcertado.
Las campanas repicaban, llamando a la población a dirigirse al Santo Sepulcro. Este pronto quedó rodeado por una multitud tan compacta que parecía un solo cuerpo, imposible de atravesar. Pero esta carne era la del futuro rey, el único que podía hender a esa multitud de súbditos. Acompañado de todos los caballeros del reino, Amaury penetró en el interior de la iglesia cristiana más importante y caminó hacia su patriarca. Este último, que era también, a su modo, una especie de rey, se había revestido con sus ropajes pontificios. Sus ayudantes habían encendido las lámparas y los cirios, que componían, desde el suelo hasta el techo, un cielo estrellado que el rey y su séquito atravesaron como un cometa.
Ahora todos formaban un círculo en torno al rey, con los brazos cruzados sobre el pecho. Un canto, el
Veni Creator
, se elevó de sus pechos, sumándose al largo lamento de las campanas.
El rey estaba escoltado por sus dos principales servidores: su senescal y su condestable. El primero, Milon de Plancy, que era igualmente gobernador de Gaza y miembro de la Orden del Temple, sostenía el cetro real. El segundo, llamado Onfroy de Toron, permanecía erguido, orgulloso como un pavo. En la mano izquierda sostenía las riendas del caballo de Amaury, que llevaba el mismo nombre que la legendaria montura del rey Arturo: Passelande. Y en la mano derecha enarbolaba el estandarte real, donde estaban representadas las armas de Jerusalén.
Ligeramente apartado, el chambelán paseaba a Alfa II y a Omega III, los dos bassets de Amaury, sujetos de la correa. Reinaba una actitud de recogimiento. El rey se arrodilló finalmente. No había santo crisma, porque Amaury no había querido que le consagraran. El patriarca le dio a besar las espuelas y la espada de Godofredo de Bouillon, y luego depositó sobre la cabeza de Amaury la corona real.
Solo entonces se volvió hacia la Santa Cruz que presidía el altar, y pronunció la fórmula ritual:
Amaury, per Dei gratiam in sancta civitate Jerusalem Latinorum Rex.
Amaury era rey.
Alzando su espada, el monarca gritó:
—¡A la guerra!
Pero la serpiente es venenosa, y su boca lanza llamas,
tan llena está de maldad.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Ivain o El Caballero del León
Unas alas inmensas proyectaban sombras móviles sobre ellos y los silbidos cruzaban el aire. De los agujeros excavados en la cueva brotaban llamas que amenazaban con quemarles.
—P-p-prodigioso —exclamó Amaury lanzando miradas entusiastas en torno a él.
Hacía un calor infernal. Por todas partes planeaba un hedor a azufre y a huevos podridos. Los espectadores tenían que enjugarse constantemente el rostro, cubierto de hollín y surcado por gruesas gotas de sudor.
—Espléndido —aplaudió Amaury, colocando a uno de sus dos perritos sobre las rodillas, mientras el otro se apretujaba contra sus piernas—. ¡Maravilloso!
El senescal se persignó, preguntándose cuándo finalizaría aquel horror.
De pronto un cuerno dio la señal de ataque.
El chambelán, asustado de encontrarse allí, hundió la cabeza entre los hombros, justo en el momento en el que Morgennes surgía de un lateral de la escena con una espada en la mano. El caballero apuntó el arma en dirección a los espectadores y luego trazó con ella un arco que la llevó sobre su cabeza. En ese momento, como si hubiera esperado esta señal, el gran dragón se abalanzó sobre él desde lo alto.
Era tan enorme en relación con el escenario que solo sus patas, agarradas a un cielo de escamas, se dibujaban por encima del público. Morgennes paró con el escudo las garras de su adversario, que trazaron anchas entalladuras en su defensa. Se escuchó un chirrido metálico, y Morgennes cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra una gran roca.
Por un instante, la multitud le creyó muerto.
—¡Ha caído! ¡Ha caído!
—¡Hay que ayudarle!
—¡Abajo el dragón!
—¡No, no! ¡Mirad! ¡Por los clavos de Cristo, se levanta!
En efecto, Morgennes se levantaba, sosteniendo su espada firmemente apretada contra él, desplazándose a pasos cortos, buscando una abertura en lo que parecía ser una interminable muralla de escamas. El dragón dio otro paso y con un formidable batir de alas apagó los géiseres de fuego, con lo que sumió a Morgennes y al público en la oscuridad.
Ese fue el momento que eligió la bestia inmunda para escupir.
Una llama surgió de sus fauces, atravesó el decorado y alcanzó a Morgennes, que apenas tuvo tiempo de resguardarse detrás de su escudo. En torno a él, la tierra estaba al rojo. Algunas piedras estallaban, y otras se inflamaban. Solo Morgennes resistía a pie firme.
¿Por qué milagro?
—¡Dios! ¡Dios le protege! —gritó una voz entre el público. —¡Aleluya! —aulló otra.
El vapor que escapaba silbando de la tierra envolvió a Morgennes en una armadura de bruma. Cualquier otro hombre habría muerto escaldado. Pero Morgennes resistió. Las fauces del dragón se aproximaban ya para lanzar el golpe de gracia. En lugar de retroceder, Morgennes se precipitó hacia delante, le lanzó un mandoble al labio inferior, y luego, rodando sobre sí mismo, escapó por poco a sus colmillos. Morgennes se incorporó. Descargó un nuevo mandoble, que rebotó en el marfil de una garra.
«¿Es real o es una ilusión? —se preguntaba el público—. ¿A qué estamos asistiendo? Decidnos: ¿hay peligro o no?»
Un nuevo golpe consiguió penetrar bajo una escama. Tres gotas de sangre escaparon de la herida, tocaron a Morgennes en el hombro, se deslizaron por su túnica y trazaron una cruz bermeja que fue a añadirse a la cruz tramada de oro que brillaba en su pecho.
El dragón retrocedió. ¿Estaba huyendo?
—¡Por Nuestra Señora! —gritó Morgennes.
Un tumulto de alas le indicó que su enemigo se alejaba. Morgennes lo aprovechó para tomar aliento y examinar el lugar, en busca de la hija del rey.
—¿Princesa? ¿Dónde estáis?
—¡San Jorge, detrás de ti! —gritó una voz entre el público.
Bajo la bóveda rocosa, un gigantesco cuello propulsó a través de la cueva unas fauces del tamaño de un carro. La boca se desplazaba a la velocidad de un caballo al galope, y para evitar ser aplastado, Morgennes se vio obligado a realizar un salto prodigioso, que le llevó a la cabeza del dragón, al lugar donde las crestas de escamas batían el aire como algas agitadas por el oleaje. «¡Rápido! ¡No hay tiempo que perder!» Saltó hacia el morro del dragón, mientras este huía de la cueva, que amenazaba con derrumbarse.
¡Ahí! Bajo un párpado de cuero, un ojo brillaba con un resplandor lechoso. Morgennes se deshizo de su escudo, sujetó su espada con las dos manos y la hundió en la pupila de la bestia.
Un aullido atravesó la cueva.
¿Había acabado todo?
—¿San Jorge? ¿San Jorge?
La cabeza del dragón había desaparecido, y san Jorge con ella. Luego, de repente, surgió del fondo del escenario, como para golpear lateralmente a la multitud. Por muy poco, los espectadores evitaron el impacto, porque en el último momento el gran dragón había reducido su impulso. Algunos pretendidos caballeros, atemorizados, se habían aplastado contra el suelo para protegerse.
Varios centenares de pares de ojos se alzaron hacia Morgennes y lo vieron sujeto al cuello del gran dragón, con la espada clavada en el ojo del monstruo. ¿Con qué lucharía ahora? ¿Cómo podía vencer?
Un tornado barrió la sala, arrancando plumas de los penachos de los cascos, pañuelos y chales, haciendo volar ornamentos en todas direcciones y dando a la selecta asamblea el aspecto de un ejército derrotado.
Ya no había nadie. Ni dragón ni Morgennes. El tiempo de que la cueva curara sus heridas, de que el polvo se posara, y el antro de la bestia apareció vacío. El gran dragón había ascendido al cielo, llevándose a Morgennes con él. Qué importaba que le faltara un ojo; no lo necesitaba para volar. La aflicción se apoderó de la sala. Los espectadores empezaron a dudar. «¿A qué hemos asistido en realidad?»