La espada de San Jorge (38 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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—¿Queréis saber lo que he escrito?

—Por favor.

—«El que no es caballero ha servido de montura a un príncipe para traerlo hasta aquí. Este príncipe dice que él vale más que un caballero.»

—Alteza...

El niño se echó a reír, y lanzó la piedra. La piedra rebotó en los peldaños superiores de la pirámide, no lejos de Balduino.

—Dicen —comentó Balduino— que el arco que permitiría enviar un proyectil más allá de la base de esta pirámide no existe...

—El arco tal vez no —dijo Morgennes—. Pero el brazo...

Y uniendo el gesto a la palabra, se agachó para coger una piedra, echó la mano tan atrás como pudo, tensó sus músculos y la lanzó. La piedra describió una curva, que la llevó arriba, muy arriba, antes de caer lejos, muy lejos de ellos. Tan lejos que dejaron de verla.

—¿Creéis que ha superado la base de la pirámide?

A modo de respuesta, Morgennes se llevó un dedo a la boca y con un gesto indicó al niño que escuchara. Balduino aguzó el oído; primero solo oyó el ruido del viento, pero luego escuchó un grito de dolor.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—Tendremos que preguntarle al arquero que no quiso traeros hasta aquí... ¡Creo que estáis vengado, alteza!

En efecto, Morgennes había apuntado tan bien y su fuerza era tan extraordinaria, que el arquero había recibido la piedra en la cabeza.

Guillermo de Tiro había visto cómo la piedra caía directamente sobre el arquero y le abría una herida en el cráneo, antes de caer sobre la arena junto con un poco de sangre clara. Furioso, el arquero se pasó la mano por el pelo para calmar el dolor, sin comprender de dónde había llegado ese guijarro.

—¿La venganza de los dioses, tal vez? —aventuró Guillermo.

El arquero miró los dados que se disponía a lanzar y dijo a sus camaradas:

—Vayamos a divertirnos más lejos.

Guillermo esbozó una sonrisa, como si hubiera adivinado quién había lanzado esa piedra y por qué. «Decididamente —se dijo—, este Morgennes es una caja de sorpresas. Tendré que hablar de él al rey, porque podría sernos útil para contrarrestar las acciones de los ofitas, que tienen aquí su guarida.»

En la cima de la pirámide, Morgennes y Balduino aprovecharon la posición de la que disfrutaban para contemplar el panorama. Al oeste, el desierto blanco corría en dirección a poniente como una lengua de marfil, una lengua de muerto. Al sur, el desierto y las otras pirámides, entre las cuales las tiendas de la hueste real parecían minúsculas pirámides enanas, hermanas pequeñas de las mayores. Largas columnas de hospitalarios a caballo patrullaban en la base, y sus estandartes y uniformes negros con la cruz blanca formaban un río de tinta entre los monumentos. A oriente, Morgennes y Balduino pudieron admirar, primero el vasto Nilo y la isla de Roddah, y luego El Cairo propiamente dicho, con sus minaretes cubiertos de oro y sus techos en terraza poblados de árboles. Al norte, finalmente, el desierto, siempre el desierto, de marfil y tiza, pálido y amenazador bajo el cielo de un azul insolente.

Un bullicio lejano parecía provenir de El Cairo; apenas distinguían nada, excepto una impresión de densidad, de carne muy vieja haciendo la muda, como una serpiente.

—¿Dónde está Fustat? —preguntó Balduino.

—Por allí, creo —dijo Morgennes, mostrando a Balduino la ciudad vieja, al sur de El Cairo.

—Guillermo me ha dicho que también se llamaba Babilonia.

—Por qué no —dijo Morgennes—. Después de todo, nada impide a las ciudades tener varios nombres.

—También dice que allá existe una secta de adoradores de la serpiente.

—Tal vez —dijo Morgennes, pensativo—. ¿Os ha dicho dónde exactamente?

—No. Solamente dijo: «En Babilonia».

—Debe de tener razón. Nadie en Jerusalén es más erudito que Guillermo.

—Lo sé —dijo Balduino.

Mientras el niño observaba Fustat con los ojos muy abiertos, Morgennes le pasó de pronto la mano por la cabeza y le acarició los cabellos.

Este gesto habría podido costarle caro, pero Balduino se volvió hacia él y empezó a reír a carcajadas. Morgennes rió con él, preguntándose qué sorpresas le reservaría esta ciudad —donde el rey debía permanecer esa noche y la siguiente.

Un semicírculo de plata se recortaba ya, como una uña gigante, hacia oriente, sobre un cielo perfectamente puro, color azur y oro. Una estrella que se iluminó poco después arrancó este suspiro a Balduino:

—Tenemos que bajar, o nos tirarán de las orejas...

Morgennes se agachó, se cargó al niño a la espalda y lo devolvió al pie de la pirámide, al lugar exacto de donde habían salido cuando el sol había iniciado su descenso. Balduino se echó en brazos de Guillermo y le contó todo lo que habían visto, sin omitir el menor detalle.

Pero Guillermo calmó los ardores del príncipe anunciándole: —El rey nos espera. ¿Venís con nosotros? —preguntó a Morgennes.

Morgennes asintió y les siguió.

Amaury se encontraba no muy lejos de Keops, a la sombra de una gigantesca cabeza de león que emergía de una duna. Debía de haberse producido algún incidente de importancia, porque hablaba entrecortadamente mientras levantaba arena con los pies.

Guillermo acudió a su lado y se apresuró a preguntarle qué había ocurrido. El rey le contó entonces que, al querer ajustar sus catapultas, sus hombres habían tomado como objetivo el apéndice nasal de esta cabeza de león y la habían roto.

Cuando se les preguntó por qué habían apuntado a la cabeza, los soldados de Amaury respondieron que habían creído actuar correctamente. Necesitaban un punto de referencia, y como Amaury les había comunicado que no quería ver a ninguna mujer a su alrededor, se habían dicho que era mejor disparar contra esa cabeza de león —que parecía una leona— antes que hacerlo contra las pirámides.

—La historia no nos lo tendrá en cuenta —dijo Guillermo—. Debéis perdonar a vuestros hombres, ya que solo querían proteger vuestro campamento. Pensad en todo lo que podremos realizar cuando, dentro de unos años, francos y egipcios trabajen unidos, codo con codo, para hacer de sus dos patrias, al fin reunidas, el país más hermoso del mundo. Entonces habrá llegado el momento de reparar los daños causados por vuestros soldados.

Amaury, sin embargo, estaba más que indignado, porque, después de la matanza de Bilbais, había decretado que en adelante se prohibía el pillaje. A partir de ese momento los francos tendrían una actitud irreprochable, y nunca más podría decirse, en ningún lugar, que se comportaban como bárbaros. Pero sus soldados parecían tan desconsolados, y Amaury tenía tan buen corazón, que los perdonó.

—Cubridla con una lona mientras voy a ver al califa...

—¿Cómo se llama este monumento? —preguntó el joven Balduino a Guillermo, apretándole la mano.

—La Esfinge —respondió Guillermo—. Se dice que tiene cuerpo de león, pero ¿cómo saberlo? La arena la cubre desde hace tantos años...

El palacio califal era una colosal construcción rectangular, cuyo aspecto exterior no hacía presagiar de ningún modo el esplendor de su interior.

Solo algunos francos habían tenido el privilegio de acompañar a Amaury, y entre ellos se encontraban Guillermo de Tiro y Balduino IV. Como ambos habían insistido, Morgennes se había unido también al grupo. Se sorprendió enormemente al ver, entre los otros representantes del reino de Jerusalén, a dos de los seres que más odiaba en el mundo: Galet el Calvo y Dodin el Salvaje, los dos templarios con los que había tenido un violento altercado en el Krak de los Caballeros.

Pero los dos hombres no tenían tanta memoria como él y le habían olvidado. ¿Cuántos años habían pasado desde su anterior encuentro? Debían de ser cinco ya. Cinco largos años durante los cuales Morgennes se había convertido en otro hombre, con la piel tostada por el sol, endurecida por las pruebas que había soportado, y en los que su tonsura había desaparecido. Cinco largos años durante los cuales los dos templarios no parecían haber cambiado en nada. Uno seguía llevando en el costado izquierdo la misericordia del padre de Morgennes, y el otro parecía gozar aún de la gloria que le había otorgado la babucha de Nur al-Din. Dos mentirosos contumaces, dos bribones, dos usurpadores de los que Morgennes se vengaría a su modo.

Para no hacerse notar, fue tan discreto como un gato y habló menos que una estatua. Pero los lugares que atravesaban eran tan magníficos, de una belleza tan pasmosa, que habría podido bailar la giga y tocar la flauta sin que nada cambiara. En efecto, el interior del palacio desbordaba de riquezas hasta tal punto que los francos sintieron vértigo. ¿Era posible que hubiera en el mundo esplendores semejantes? ¿O quizá, al entrar en ese palacio, habían franqueado el umbral de otra tierra?

Guardias de piel negra, sobrecargados de armas y con armadura de gala, se arrodillaban a su paso. Chawar, finalmente, había acudido en persona a recibirlos a la entrada del palacio, y se divertía jugando a ser guía. Al verle, Morgennes palideció, porque se trataba del infame personaje que, desde su carro, había atacado a los coptos en Alejandría. El hombre a quien habría matado si Alexis de Beaujeu no hubiera intervenido a tiempo para impedírselo. Sin embargo, Chawar no pareció reconocerle, o si le había reconocido, no dio muestras de ello.

Para impresionar a los francos, el visir les hizo pasar por un sinfín de pasillos adornados con cortinajes de oro y seda, y luego por patios a cielo abierto donde había fuentes que manaban en medio de jardines exuberantes. Guillermo de Tiro dejó escritas sobre esta visita algunas páginas, muy conocidas, de las que aquí se ofrece un extracto:

En este lugar se nos reveló lo más pasmoso, lo más misterioso, lo más secreto de Egipto. Allí pudimos ver balsas de mármol llenas del agua más límpida que pueda imaginarse, así como una multitud de aves desconocidas en nuestro mundo. ¡Qué espectáculo tan prodigioso para nosotros, pobres francos, el de estos pájaros de formas inauditas y colores extraños, de gorjeos tan diversos como excepcionales!... Había, para pasear, galerías con columnas de mármol revestidas de oro, con esculturas incrustadas; el pavimento estaba hecho de diferentes materias, y todo el contorno de estas galerías era verdaderamente digno de la majestad real... Avanzando aún más lejos, bajo la guía del jefe de los eunucos, [encontramos] otras edificaciones aún más elegantes que las precedentes... Había allí una sorprendente variedad de cuadrúpedos, tanta como la mano de los pintores pueda complacerse en representar, como la poesía pueda describir o la imaginación de un hombre dormido pueda inventar en sus sueños nocturnos; como la que se encuentra, en fin, realmente, en los países del Oriente y del Mediodía, mientras que Occidente nunca ha visto nada parecido.

Todo esto tenía un único objetivo: ablandar a los francos, subyugarlos. Someterlos a la muy alta autoridad de Egipto, para obligar a Amaury a reconocerse, instintivamente, vasallo en vez de soberano. Pero Amaury no era un hombre que se dejara impresionar fácilmente.

Mientras recorrían estas salas, jardines y pasillos, el rey mostraba una expresión de hastío —como si estos esplendores le fueran familiares y en Jerusalén se lavara los pies en un barreño de oro con piedras preciosas engastadas—, que por otra parte sentía, ya que, a sus ojos, su hijo era mil veces más hermoso que el palacio del califa. Y así fue como se fijó en Morgennes.

Morgennes caminaba exactamente a la sombra de Balduino, como si quisiera protegerle. Servirle de guardia de corps. Fue en ese instante, según cuenta Guillermo de Tiro, cuando el rey decidió contratar a Morgennes como espía —aunque ya se le había ocurrido cuando había renunciado a ser armado caballero.

Era un hombre recto, en el que un rey podía confiar.

Esta decisión, que convertiría a Morgennes en uno de esos hombres llamados la «sombra del rey», fue una de las más sabias que Amaury tomó nunca. E interiormente se felicitó por ella mientras comunicaba su elección a Guillermo de Tiro, que le escuchó con atención asintiendo con la cabeza.

La recepción empezó con la presentación de los francos al califa de Egipto, al-Adid. Era un adolescente esquelético, de rostro demacrado, con la cabeza rasurada y vestido con amplios ropajes que realzaban la delgadez de sus miembros. Sus ojos, excesivamente maquillados, parecían los de un loco, y todo en él producía la extraña sensación de que era transparente, como si solo le quedaran unos días de vida, o como si ya no viviera desde hacía mucho tiempo.

Era un ser que no contaba.

Un símbolo, una idea.

Así, conforme al uso, al-Adid no habló en toda la ceremonia. Fue Chawar quien se expresó por él. Pero el resultado de sus conversaciones fue que Egipto aceptaba la protección de los francos, y se comprometía a entregarles, cada año, un impuesto de cien mil monedas de oro. Chawar estaba en la gloria y sonreía enseñando todos sus dientes. Sus maquinaciones habían dado resultado.

Egipto se encontraba a salvo de los sunitas de Damasco, y los griegos se habían quedado en Bizancio. Los francos, finalmente, aportaban su protección sin incomodarle en nada. ¡Era perfecto!

Algunos funcionarios, todos coptos, sentados en el suelo con una losa de piedra atravesada sobre las rodillas, tomaban nota de cuanto se decía. Morgennes se fijó en que, de vez en cuando, uno de ellos levantaba los ojos en su dirección sin dejar de escribir. Parecía que quisiera indicarle algo, pero Morgennes no veía qué podía ser.

Finalmente, cuando el acuerdo diplomático quedó sellado, oralmente, y Amaury hubo anunciado que había ordenado a los templarios Galet el Calvo y Dodin el Salvaje que permanecieran en El Cairo para recaudar el impuesto prometido, se produjo un acontecimiento que nunca, en más de cuatro mil años, se había visto en Egipto.

Y es que la humanidad nunca había tenido antes a un rey como Amaury. Pues el monarca franco, por más que otorgara cierto valor a las promesas hechas oralmente y a los contratos firmados (si bien un poco menos a estos últimos), solo confiaba en los que se comprometían
físicamente
con él.

Cuando Amaury propuso a los egipcios sellar su acuerdo «con un franco y viril ap-p-pretón de manos», estos se quedaron sencillamente estupefactos y creyeron que bromeaba.

Estaba claro que no le conocían.

Amaury se adelantó hacia al-Adid, que reaccionó con unos temblores de las cejas similares a los de las viejas cortesanas que quieren hacerse pasar por vírgenes. ¿Cómo? ¿Tocar al califa? ¿Dios en la tierra, o casi? ¡Impensable!

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