Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
Y se dejó caer, con los ojos cerrados, sobre el lecho de Azim.
Al día siguiente, por la mañana, Azim le mostró los numerosos tipos de simios que convivían en el monasterio de San Jorge. Había monos de todas las especies, grandes y pequeños, locuaces o mudos, a los que Azim —como un paciente profesor— enseñaba a hablar.
—Pero —decía— me resulta más sencillo aprender a gritar como ellos que enseñarles nuestra lengua. Es una lástima, porque dentro de algunas generaciones ya nadie hablará el copto. Esperaba que los monos, al menos, perpetuaran el uso de nuestra noble lengua. ¿Tal vez debería haber elegido loros?
Los monos, por su parte, no lo veían así, y redoblaban sus esfuerzos por perfeccionar su dominio del copto. Los más adelantados —y por encima de todos Frontín— habían recibido títulos honoríficos, como los de «vicario» o «abate». Frontín, a pesar de sus cualidades, solo había llegado a «obispo»; aún no teñía el nivel necesario para ser elegido «papa».
—Pero ya llegará, ya llegará... —aseguraba Azim.
A la hora de la oración, los monos se reagrupaban en la capilla principal, donde rezaban (al menos en apariencia) al mismo tiempo que los monjes. A la hora de la comida, los hacían sentarse en taburetes de madera y les colocaban una cuchara entre las manos —con la que se divertían golpeando las mesas, en lugar de utilizarla para comer.
—Pero ya llegará, ya llegará... —repetía Azim, siempre paciente, siempre tranquilo.
Cuando los monos se ponían particularmente insoportables, bastaba que Azim les mostrara un sacudidor para que volviera la calma.
—Son como niños. Y no desespero de instruirles en los misterios de nuestra religión o de convertirlos en copistas, ya que para ello el trabajo de invención es nulo, ¿no te parece?
Media docena de monos trabajaban, pues, en los talleres del monasterio, donde se dedicaban a copiar listas de palabras, en árabe y en copto, en dos columnas.
—Como el copto se practica cada vez menos —decía Azim—, tengo el presentimiento de que algún día mis sucesores necesitarán estos léxicos si quieren descifrar los libros donde están registrados nuestros secretos.
No había ninguna amargura en sus palabras. Simplemente, como solía repetir varias veces al día:
—El tiempo pasa...
—Sí —dijo Morgennes—. Incluso es lo que mejor sabe hacer. De modo que no hay tiempo que perder. ¡Me voy!
Abrió entonces una puerta, de la que no sé ni puedo describiros la hechura.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Cligès
Azim había prevenido a Morgennes:
—Tendrás que esperar pacientemente hasta cerca de la medianoche. Entonces un hombre irá a ver al visir. Por una razón que ignoro, nunca participa en las ceremonias de Chawar. Sin embargo, también él es ofita, estoy seguro. Creo que le apodan el «Caballero de los Gusanos de Tierra». Luego el visir y este caballero se retirarán a un lugar al que solo ellos pueden acceder. Aquí está la llave. No me preguntes cómo la he obtenido, limítate a hacer buen uso de ella y a no perderla. La sala adonde irán está excavada en la roca; se utiliza como tumba para momias de serpientes y de cocodrilos, que bajan hasta allí desde la superficie con ayuda de cuerdas a través de pozos muy profundos. Por tanto no te sorprendas si te parece percibir formas envueltas en mallas a su lado, y no permitas que eso te distraiga. Se dice que estas serpientes tienen a guisa de ojos rubíes capaces de hacer que un posible ladrón olvide el motivo por el que ha ido allí.
—No te preocupes —dijo Morgennes—. Nunca olvido nada. ¿Y qué vendrá a continuación?
—¿A continuación? Pero, amigo mío, ¡te toca a ti contármelo!
Y aquí está la continuación, tal como Morgennes la transmitió a Azim a su regreso de la primera visita al Templo de la Serpiente.
—Los dos hombres hablaron largamente. Imagínate que el Caballero de los Gusanos de Tierra no es otro que el hijo de Chawar. Se llama Palamedes, y se hace pasar por embajador del Preste Juan.
—Pero ¿qué pretenden?
—Oh, infinidad de cosas. Para empezar, tratan de vengarse de vosotros, los coptos, y tomar el poder en Egipto. Pero su ambición va más allá. No se detiene en Jerusalén ni en Bagdad, ni siquiera en Roma. Incluye al conjunto de la cristiandad y se pretende universal. En esto se sienten próximos (y enfrentados) a Constantinopla. Detestan por encima de todo a Manuel Comneno, a quien consideran demasiado inteligente. En cambio, Amaury es, a sus ojos, mucho más maleable, porque tiene la cabeza repleta de sueños.
—¿De modo que son ellos los que han tirado de los hilos desde el principio?
—Con más o menos habilidad, sí. Pero su punto débil es que se creen invencibles. También hablaron de una espada llamada
Crucifax.
—¿No se tratará más bien de
Crucífera
, la espada de san Jorge?
—Es posible, porque debía mantenerme oculto y a distancia. Tal vez haya oído mal. En todo caso, caminaron durante mucho tiempo por una red de catacumbas llenas de momias de cocodrilos. Creo que estos subterráneos nos condujeron bajo la necrópolis, al oeste de Fustat. Entonces franquearon cinco puertas, cada una mayor que la precedente la primera estaba hecha de piedra; la segunda, de hierro; la tercera, de bronce; la cuarta, de plata, y la quinta, de oro. Luego llegaron a una sexta puerta, de electrum.
—¿Era el final del laberinto?
—Eso creí yo también. Pero era solo el principio.
—¿Y el dragón? ¿Le venciste?
Morgennes dirigió una mirada extraña a Azim.
—¡Vaya pregunta! Si me hubiera vencido, ¿crees que habría vuelto a contártelo?
—Puedes ser un fantasma. No serías el primero que veo.
—Puedo asegurarte que estoy vivito y coleando. Pero deja que prosiga mi historia... También yo creí, como tú, que esa sexta puerta era la última. Cada uno de sus paneles estaba adornado con serpientes en bajorrelieve. Y era tan grande que no me habría sorprendido encontrar a un dragón tras ella. Pero entonces Palamedes y Chawar se abrazaron y Chawar se retiró. Dejé que se marchara, porque era Palamedes quien me intrigaba. Este abrió la sexta puerta y penetró en un pasillo, que se dividió en dos, luego en tres, en cuatro, en cinco, en seis...
—¡El Laberinto del Dragón!
—Exacto. Un laberinto, negro como la noche y que sin duda ocultaba algún peligro, porque Palamedes caminaba con una antorcha en una mano y la espada en la otra.
—¡Ese impío! ¡Se supone que no podía entrar allí!
Un tintineo resonó en la entrada de la celda de Azim, y Morgennes se llevó la mano a la cadena que siempre le acompañaba y que le servía de arma.
—Tranquilízate, amigo mío —le dijo Azim—. Es solo el principio de una de nuestras fiestas. Celebramos el día en el que el arcángel Gabriel indicó a José y a María el árbol bajo el que debían refugiarse, en el desierto, para no sufrir los rigores del sol.
—Ah —dijo Morgennes—. Es verdad que vosotros, los coptos, siempre tenéis algo que celebrar. Bien, prosigo. Corno te decía, caminaba tan silenciosamente como podía, dejando que Palamedes se adelantara, y ayudándome, para seguirle, de la luz que su antorcha proyectaba en las paredes de este laberinto de piedra negra. Normalmente los laberintos no me preocupan (tengo demasiada memoria para perderme). Sin embargo, este no era como los demás. Porque si la primera vez conseguí seguir a Palamedes hasta una séptima y última puerta (de platino, y que representaba a un ibis), las veces siguientes tuve que hacer numerosos intentos antes de encontrarla. Me introducía en el laberinto, memorizaba el camino, y sin embargo me perdía... ¿Cuántos días pasé allí? Lo ignoro, porque perdí la noción del tiempo.
—Morgennes, mírate, coge este espejo.
Azim le tendió un espejito de plata, en el que Morgennes se reflejaba de un modo extraño.
—¿No ves cómo te ha crecido la barba? Saliste al día siguiente del aniversario de la llegada de José y María a Egipto, y has vuelto a mi lado cuando celebramos el día en el que pudieron descansar a la sombra de la gran acacia. ¡Más de un mes separa estas dos fechas!
—¡Un mes!
—¿Explícame cómo es posible que con tu memoria no consiguieras encontrar el camino?
—No me lo explico.
—Entonces, ¿es brujería?
—Probablemente. Sin embargo, a fuerza de errar por este laberinto, por un increíble azar llegué a encontrar la puerta de platino que Palamedes había abierto cuando le había seguido. Y admiré el ibis que se encontraba grabado en ella.
—Los ibis —dijo Azim— son los enemigos mortales de las serpientes y, por tanto, de los dragones. De hecho es uno de nuestros animales fetiche.
—Resumiendo —prosiguió Morgennes—, examiné la puerta mientras me preguntaba cómo podría abrirla, porque, al contrario que las precedentes, esta no tenía cerradura ni empuñadura de ningún tipo. Apreté la oreja contra ella, tratando de escuchar lo que había detrás, pero no oí nada, excepto el ruido de mi propia sangre palpitando en mis oídos. Temiendo a cada instante que ante mí, o detrás de mí, apareciera Palamedes, toqué el ibis con la punta de los dedos en busca de un relieve que pudiera proporcionarme un indicio. Y encontré uno.
—¿Cuál?
—Esta inscripción: «Pasa tu llama por mi cuerpo».
—¡Ah! ¡Eso no es difícil!
—No, en efecto. Eso fue lo primero que pensé. Paseando mi antorcha por la puerta, esperé que se abriera, pero no sucedió nada. Desesperado, me la pasé incluso sobre el brazo, pero solo conseguí quemarme la ropa.
—¿Y tu brazo?
—Está bien, no te preocupes.
Azim no hizo ningún comentario; se dijo que con Morgennes siempre había algún enigma, y que el descubrimiento de la clave de estos enigmas llegaría en su momento.
—¿Qué hiciste? —preguntó de todos modos, intrigado por saber si Morgennes había conseguido o no franquear la puerta del ibis.
—Me oculté, todo un día, y esperé a que Palamedes volviera para observar cómo se las arreglaba. Por la noche llegó, solo, como de costumbre, con su espada en la mano. Se acercó a la puerta y pasó su antorcha sobre el ibis. Inmediatamente la puerta se abrió, y entró en lo que parecía un jardín, porque un viento fresco me acarició el rostro y un olor a follaje me llegó a la nariz.
—¡Diablos!
—Ya puedes decirlo —replicó Morgennes—, porque mis penalidades aún no habían llegado a su fin. Habría podido, si hubiera hecho falta, correr tras él y deslizarme al interior del jardín. Pero enseguida me habría descubierto, y no quería poner a la princesa en peligro.
—¿Y entonces? ¿Qué hiciste?
—Me dije: «Vayamos a hablar de esto con el sabio Azim. ¡Él sabrá ayudarme!».
—¿De modo que no encontraste nada?
—No. Ni el modo de franquear la puerta ni tampoco a ningún dragón... Sabes tanto como yo. ¿Qué te parece? ¿Qué debo hacer, en tu opinión?
—Bien, reflexionemos. ¿Qué tenemos? Siete puertas, de medidas y materiales distintos. La séptima está adornada con un ibis, mientras que las otras están adornadas, en este orden, por dragones, vacas, gatos, ratas, perros y serpientes. Seguramente no es algo casual, porque, como te he dicho, el ibis y la serpiente son enemigos. De modo que si la sexta y (supuestamente) penúltima puerta es una serpiente, y la última es un ibis... Este último, según los mahometanos, es el guardián del incienso. Ahora bien, entre los antiguos egipcios, el incienso se denominaba
sontjer,
es decir, «lo que vuelve divino». ¿Tendrá esto alguna relación con su condenado Día de la Serpiente?
—¿A quién se dirige, el ibis? —preguntó Morgennes.
—¡Pues a ti! ¿No? Quiero decir, al visitante...
—«Pasa tu llama por mi cuerpo.» ¿Cuál es la palabra importante? ¿«Llama»? Probé con la antorcha y no sirvió de nada. ¿«Cuerpo»? ¡Te juro por Dios que pasé mi antorcha tantas veces sobre este ibis que acabó totalmente negro de hollín!
—¿Qué has dicho? —saltó Azim.
—He dicho —repitió Morgennes— que pasé tantas veces la antorcha sobre ese ibis que acabó todo negro.
Azim se levantó de la silla tan bruscamente que la derribó.
—Pero Morgennes, ¿no lo ves? ¡Es evidente!
—No —dijo Morgennes—, no veo nada.
—Pero ¡utiliza tus ojos!
—Lo siento, pero no lo entiendo.
—¿Cuántas veces me has dicho que Palamedes abrió esta puerta?
—¿En total? No lo sé. Pero muchas veces, seguro, ¡porque estando yo presente, al menos la franqueó tres veces!
—Y el ibis, ¿cómo era la primera vez que lo viste?
—Era de platino, ya te lo he dicho...
Su voz se volvió más intensa y Morgennes exclamó:
—¡El ibis brillaba! No estaba ennegrecido por la antorcha de Palamedes. Lo que significa que...
—Lo que significa que la palabra importante es «tu».
—«Pasa tu llama sobre mi cuerpo.» Sí, está claro. El ibis se dirige al dragón. Y si la llama de este último alcanza al ibis, el ibis muere y se abre...
—Pero ¿dónde podemos encontrar una llama de dragón?
—Justo a la entrada de la primera puerta hay un brasero. Vi cómo Palamedes hundía en él su antorcha. Esta llama, este fuego, ¿es posible que se trate de una llama de dragón? En este caso bastaría que encendiera allí mi antorcha y rehiciera el trayecto...
—¡Vamos, ve!
—Espera —dijo Morgennes—. Te recuerdo que este laberinto está embrujado y que necesité varios días para encontrar, y por casualidad, la séptima puerta.
—¡Razón de más para no perder tiempo!
A menudo se dice que no hay nada tan arduo de franquear como el umbral.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Cligès
Morgennes abandonó la abadía de San Jorge armado con esta información: tenía que hundir su antorcha en el brasero situado justo a la entrada de la primera puerta, al lado de los dragones, y luego... Luego quedaba la principal dificultad: orientarse. En dos ocasiones ya había creído volverse loco, hasta tal punto aquel laberinto desafiaba la lógica, ya que parecía modificarse a medida que pasaban las horas. Morgennes se había cargado a la espalda un talego con víveres, pero no tuvo que utilizarlo. Al menos, no en el laberinto...
Mientras caminaba hacia los subterráneos de la necrópolis, volvió a pensar en Palamedes, y se preguntó por qué este último no tenía ninguna dificultad para moverse por el laberinto. Debía de existir algún sistema, un truco.
Morgennes concentró sus esfuerzos en su descubrimiento —la llama— y tuvo la suerte de descubrir por qué milagro Palamedes no se perdía nunca. Una vez más, la llama era la clave. Morgennes se dio cuenta a fuerza de dar una y mil vueltas por el laberinto. Al observar rastros de hollín sobre los muros, comprendió que era él quien los había dejado en sus precedentes recorridos. Intrigado, acercó su antorcha —encendida en el brasero de la puerta de los dragones— y vio que no ennegrecía los muros. Curiosamente, la llama indicaba cierta dirección, siempre la misma, cualquiera que fuera el sentido en el que Morgennes inclinara la antorcha.