La espada de San Jorge (48 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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—¡No, no y no, nunca pagaré semejante suma!

—¡Desconfía, visir, amigo mío, porque por menos no seré capaz de c-c-convencer a los hospitalarios de que renuncien a sus proyectos! ¡Ya sabes cómo son! Las únicas p-p-palabras que comprenden son las que brillan.

—¿Las de las armas?

—¡No, por Dios! Las del oro.

—En otros tiempos —dijo Chawar—, tal vez habría aceptado. Pero ahora ya no. La flota que habías enviado a Tanis está bloqueada en el Nilo, y he tomado algunas disposiciones. Para empezar, debes saber que Egipto está unido ahora en su odio hacia los francos. Además, quiero mostrarte qué magnífico banquete he preparado con ocasión de tu llegada.

Con un gesto, Chawar invitó a Amaury a seguirle al otro lado de la alta duna que les separaba de El Cairo. Al alcanzar la cima, Amaury comprendió que había perdido. En el horizonte, una columna purpúrea ascendía al asalto de los cielos en una mezcla de humaredas. Esta larga línea incandescente era el resultado del incendio del Viejo Cairo, que Chawar —como un Nerón de los tiempos modernos— había ordenado quemar.

—¿Ves esta humareda? ¡Es Fustat! Ayer noche di orden de que vertieran allí veinte mil jarras de nafta y lanzaran diez mil antorchas. Pronto no quedará nada que te sea útil. Renuncia a tu empresa o El Cairosufrirá la misma suerte.

Amaury miró a Chawar y le dijo:

—Muy bien. Creo que todo ha t-t-terminado. Estoy dispuesto a partir, a cambio de cien mil dinares.

—¡Aquí tienes cincuenta mil! —le gritó Chawar—. Deberás conformarte con ellos. Pero te prometo que te haré llegar otros tantos en cuanto tu corcel esté de nuevo comiendo su pienso de avena en su establo.

Amaury ordenó a tres de sus lacayos que fueran a cargar en muías los sacos de oro qué había traído Chawar. Finalmente saludó al visir:

—Espero que algún día tengamos ocasión de vernos de nuevo.

El viejo visir, a quien años de ejercicio del poder habían avezado a todas las sutilezas del arte de la diplomacia, replicó, no sin cierta sinceridad:

—Yo también lo espero.

Luego, cuando el ejército franco volvía ya hacia oriente, Chawar masculló algo para sí y lanzó a todo galope a su yegua para alcanzar a Amaury.

—¡Una última cosa, amigo mío! Debes saber que en este mismo instante varios miles de jinetes (dos mil de ellos de élite) han abandonado Damasco para venir a El Cairo.

—¡Lo sabía, viejo t-t-truhán!

—Yo no tengo nada que ver con eso. Ha sido mi hijo. En fin, ya estás informado. Si quieres llegar hasta ellos, eres libre de hacerlo. Creo que esta información bien vale el millón de dinares que no has obtenido.

—Oh no —dijo Amaury—, vale mucho más que eso.

Con ojos cansados contempló la orilla izquierda del Nilo, bañada de resplandores rojizos que enturbiaban el paisaje. Torbellinos de polvo, mezclados con cenizas y hollín, volaban por los aires en busca de un lugar donde posarse. Cuando lo hacían sobre un palmeral, los árboles plantados a lo largo del río se inflamaban como candelabros gigantes. Monos con el pelaje en llamas surgían de ellos para sumergirse en las aguas del Nilo, donde los cocodrilos les esperaban con la boca abierta. No se recordaba en Egipto un día en el que los cocodrilos hubieran disfrutado de un festín como ese, con los monos asados al punto.

Amaury hizo dar media vuelta a su montura y se puso al frente de su ejército. Lo condujo, no hacia los desiertos egipcios, por donde Shirkuh y sus jinetes podían pasar, sino hacia Mataría, donde, algunos siglos atrás, la Virgen se había detenido a la sombra de un sicomoro.

Al ver que cabalgaba tristemente, mascullando palabras ininteligibles, Guillermo de Tiro se acercó finalmente a él para interesarse por sus pensamientos, que eran los siguientes: «Gobernarlos c-c-correctamente me habría aportado riqueza y paz, s-s-saquearlos me ha destruido».

49

¿Vos sois Dios? A fe mía que no. ¿Quién sois, pues?

CHRÉTIEN DE TROYES,

Perceval o El cuento del Grial

Acababan de producirse estos acontecimientos, cuando Morgennes y Guyana volvieron junto al pozo. En el brocal descansaba la labor en la que trabajaba Guyana: un velo negro destinado a cubrir un enorme edificio cúbico llamado Kaaba. En el interior de este edificio, situado en La Meca, se encontraba la Piedra Negra hacia la que los musulmanes se volvían para orar.

—Es magnífico —dijo Morgennes.

—Es el segundo que bordo. El primero me costó más de cinco años de trabajo.

Morgennes tocó el tejido, feliz por rozar la tela que Guyana había sostenido entre sus manos. Finalmente se volvió hacia el pozo.

—¿Es aquí, pues? ¿El pozo en el fondo del cual se encuentra Dios?

—Según la leyenda, sí.

Se inclinó hacia el pozo, y Morgennes miró también hacia el interior. Pero solo distinguió su propio reflejo, en el fondo de un agujero negro donde centelleaba el agua.

—No veo nada —dijo Morgennes.

—¿Tal vez haya que bajar? —dijo Guyana sonriendo.

—Parece lógico, sí.

Pasó una pierna al otro lado del brocal, luego todo el cuerpo, y empezó a descender hacia el fondo. Estaba tan oscuro que apenas se veía las manos, y en varias ocasiones temió caer, ya que no podía agarrarse. Ya creía que no llegaría nunca, cuando Guyana tuvo una idea.

—¡Cogedlo! —dijo enviándole un cubo—. Está sujeto a una cuerda, que he atado a un árbol. Aguantará.

—Gracias.

Pasando un brazo por el asa del cubo, Morgennes prosiguió su lenta incursión en las entrañas del pozo. El aire era húmedo, y las paredes del pozo estaban resbaladizas. Finalmente alcanzó el fondo. Con gran sorpresa por su parte, comprobó que hacía pie.

—¿Y bien? —preguntó Guyana.

—¡No veo nada! Está demasiado oscuro.

Sin desanimarse, palpó las paredes, en busca de una abertura, de un mecanismo, de cualquier cosa anormal; pero en vano.

—¡No hay nada! Creo que voy a volver a subir.

Por todo comentario, escuchó una risa. Morgennes levantó la vista y vio el rostro redondo de Guyana, parecido a una luna surgida de una nube.—¿Qué pasa? —preguntó Morgennes.

Ella rió de nuevo. «Vaya —se dijo Morgennes—. Debe de haber visto algo.» Sondeando los muros, pasando la mano por cada intersticio, registrando el agua en el fondo del pozo, buscó, buscó y buscó. Pero siguió sin encontrar nada.

—¡Está vacío! —gritó.

—¡No del todo! —le respondió Guyana.

—¿Ah no? —dijo Morgennes, sorprendido—. ¿Veis a Dios?

—¡Tal vez sí!

Rió de nuevo.

—Bien —dijo Morgennes vagamente irritado—, ¿puedo subir?

—¡Sí! ¡Venid!

Ayudándose con la cuerda para trepar, volvió junto a Guyana y, con los pies llenos de barro y las manos sucias de agua y limo, le preguntó:

—¿Me diréis por fin qué habéis visto?

—¡A vos!

Se acercó a él y le puso la mano en el pecho. Pero Morgennes retrocedió.

—No —dijo—. Prometí a mi rey...

—¡Al que yo no conozco! —dijo Guyana—. Os esperaba a vos, estoy convencida. Vos sois...

De nuevo dio un paso adelante, y de nuevo él retrocedió.

—Es mi rey.

—No el mío.

—Escuchad, no discutamos. Salgamos de aquí.

Pero Guyana se sentó en el borde del pozo y dijo a Morgennes:

—No. Os lo he dicho, aún no he elegido...

Y volvió a su labor. Morgennes se sentía impotente. ¿Qué podía hacer?

—Voy a salir —dijo—. Volveré mañana.

—¿Dudáis? —preguntó Guyana con brusquedad, mirándole directamente a los ojos.

—¿De qué?

—¿De lo que siento?

El corazón de Morgennes latía desbocado, y sin embargo dijo:

—No, lo lamento. No puedo.

—Como queráis —replicó Guyana volviendo a su bordado.

En ese momento, todos los pájaros echaron a volar piando. Un silencio pesado se instaló en el Cofre y un olor a quemado llegó a la nariz de Morgennes.

—¿No lo oléis?

—No.

Guyana soltó sus trabajos de costura y miró, como Morgennes, hacia el cielo.

—¿Y ahí? —preguntó.

Lenguas de humo rojo y negro ascendían al asalto de las nubes.

—¡Un incendio!

—¡Alguien ha prendido fuego al Cofre!

En ese instante, la yegua de Guyana pasó a todo galope ante ellos, con la crin y la cola en llamas. Guyana lanzó un grito, al que la yegua respondió con un relincho de dolor.

—¡Hay que salir de aquí! —dijo Morgennes.

Cogió a Guyana del brazo y la arrastró hacia la puerta del laberinto. Pero esta se abrió, dando paso a unos ofitas. Los hombres iban hacia ellos. Morgennes volvió atrás, cogió a Guyana en brazos y saltó al pozo. Era su única escapatoria. Al caer en el fondo, se encogió para amortiguar el impacto y mantuvo a Guyana estrechamente apretada contra él.

Sus miradas se cruzaron. Los labios de Guyana temblaron. Y entonces, el velo negro de la Kaaba que Guyana había arrastrado en su caída los cubrió, sumergiéndoles en la oscuridad.

—¡Registrad el jardín! —gritó el oficial de los ofitas acercándose al pozo.

El tiempo apremiaba. El calor estaba aumentando, y ya les costaba respirar.

—¡No está aquí! —aulló uno de los hombres.

—¡Tenemos que encontrarla, o Chawar nos matará!

—¡A vuestras órdenes!

El ofita entrechocó los talones y se alejó.

—¡Por Alejandro! —renegó el oficial—. ¡En algún lugar tiene que estar!

Recorrió el jardín con su mirada de serpiente, preguntándose dónde podía haberse escondido Guyana. De repente, un cubo colocado sobre el brocal del pozo atrajo su atención. Llevándolo en la mano, caminó hacia el árbol al que estaba atado. Por un momento, el oficial dudó en tirarlo al pozo. Pero después de pensarlo un poco, le pareció que no tenía ningún interés. En el fondo del pozo solo había una profunda oscuridad. Despechado, volvió a dejar el cubo donde estaba y gritó a sus hombres:

—¡Debe de haberse quemado, como su yegua! ¡Larguémonos de aquí!

Morgennes y Guyana esperaron en silencio a que se alejaran. Luego, tras escuchar el estruendo de una puerta que se cerraba, Guyana murmuró al oído de Morgennes:

—Estamos salvados.

—Por desgracia, no —replicó él—. Diría incluso que es todo lo contrario.

Y se inclinó sobre ella para besarla.

50

¡Un poco de lluvia basta para que el gran viento amaine!

CHRÉTIEN DE TROYES,

Perceval o El cuento del Grial

A varios centenares de leguas de Fustat, un poderoso ejército luchaba contra el jamsin.

Este viento, que muchos asociaban al
djinn
de la guerra y la muerte violenta, se encarnizaba con sus presas con una furia tal que era difícil creer que no estuviera dotado de conciencia. Peor que los maraykhât —esos bandidos del Sinaí—, peor que el sol o la sed, peor que las bestias salvajes, el jamsin disfrutaba del maligno placer de espiar a sus víctimas para atacarlas en el momento oportuno.

Así, era inútil esperar una encalmada o sondear el humor del desierto enviando exploradores. Porque el jamsin siempre se transformaba en una débil brisa que te invitaba a entrar en su territorio. Y cuando te encontrabas a varios días de camino del oasis más próximo, surgía de pronto de la tierra y del cielo y se lanzaba contra ti para destriparte.

«El jamsin os dejará tranquilos —había anunciado al ejército de Nur al-Din el mago Sohrawardi, su consejero más próximo—. He convocado a los
djinns
y he obtenido de ellos que lo encierren en una jaula de arena durante vuestro viaje.»

Sin embargo, al parecer, el jamsin había roto los barrotes de la jaula, porque en cuanto los jinetes de Shirkuh se encontraron lo bastante lejos de Damasco para que fuera más peligroso volver que proseguir hacia El Cairo, empezaron a soplar fuertes ráfagas de viento.

—¡Por Alá Todopoderoso! Ese chacal de Sohrawardi ha vuelto a equivocarse —graznó Shirkuh—. ¡Saladino, coge a diez hombres y reúne a nuestras tropas! Acamparemos aquí mientras esperamos que la tormenta amaine.

Saladino se cubrió el rostro, aguijoneado por la arena. Tenía la impresión de que un millar de avispas le atacaban, burlándose de las numerosas capas de tejido en las que se había envuelto. El jamsin se mofaba de los hombres y de Dios —lo que había demostrado, una vez más, abatiéndose sobre sus presas en el momento de la oración.

Saladino echaba chispas. Estaba furioso con el viento, al que calificaba de impío, y sobre todo consigo mismo. ¡Por Alá Todopoderoso! ¡Lo sabía! Esta enésima campaña militar no prometía nada bueno. Ya, en Alejandría, había estado a punto de perder la vida. Y ahora su tío había conseguido convencer a Nur al-Din de la necesidad de emprender una nueva expedición contra Egipto. ¿Todo eso para qué? Para adelantarse a los francos, apoyar a ese veleta de Chawar y recuperar a esa extraña jovenzuela de la que decían que «no existía».

Saladino esbozó una sonrisa. Algún día tendría que pensar en casarse. Su padre se lo repetía sin cesar: «¡Cásate, hijo mío! ¡Danos hermosos nietos! ¡Y saca la cabeza de tus libros! ¡Deja de meditar por un rato! ¡Ve a divertirte!».

Después de haber dejado atrás a la vanguardia del ejército, Saladino viró hacia el este para dirigirse hacia el grueso de las tropas, compuesto por dos mil jinetes que llevaban cada uno a un infante a su grupa. Súbitamente, un torbellino de arena se despegó del suelo y se elevó en espiral hacia el cielo. Así recorrió cierta distancia y luego desapareció igual que había nacido. De pronto, el aire era terriblemente seco, y Saladino tuvo la desagradable sensación de tener el pecho saturado de polvo. Escupió, tosió, pero solo consiguió tragar arena. Justo en ese momento su sobrino le alcanzó para tenderle una cantimplora.

—¡Bebed, tío!

—Gracias, Taqi —dijo Saladino cogiendo la cantimplora que le tendía su sobrino.

Taqi no era más que un chiquillo de nueve años. Era una especie de escudero, cuya tarea consistía en seguir a su tío con un caballo de repuesto, algunas armas, una armadura y víveres. Saladino bebió, teniendo cuidado, como prescribe el islam, de no rozar la cantimplora con los labios; se la devolvió a Taqi y luego exclamó:

—¡Vamos a buscar a Shirkuh!

Los diez jinetes espolearon sus monturas y se lanzaron tras la pista de la vanguardia del ejército, que, después de dar media vuelta, les había adelantado en su camino hacia el vivaque.

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