La espada de San Jorge (20 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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Colomán me había dicho:

—El remedio que buscas está en estos libros. Encuéntralo. De otro modo, morirá.

Los libros a los que se refería eran los escritos en chino —para entonces me había enterado de que aquello era chino—. Pero yo no entendía una palabra, y evidentemente no había ningún chino en las cocinas. De manera que decidí armarme de paciencia y esperé, rezando por que Morgennes no muriera. ¿Qué había ingerido? ¿Qué era aquella sustancia? Más adelante sabría que se trataba de una bebida llamada «té de los dragones», elaborada a partir de setas de los pantanos. Morgennes debería haber muerto, porque aquellos que la beben, aunque solo sea un trago, sin haber realizado antes una larga preparación ingiriendo contravenenos, mueren en la hora siguiente sufriendo atrozmente. Pero él no murió.

Cuando Morgennes se despertó, le encontré cambiado. Había algo en su mirada que parecía diferente. Un brillo había cruzado por ella. Lo primero que me dijo al despertar fue:

—Vayámonos de aquí, ya estoy harto.

—Pero le entregaste tu vida.

—¡Vayámonos!

—No. Me niego. Es demasiado peligroso. Primero tienes que acabar tu entrenamiento.

Morgennes se encerró en el silencio, y yo le dejé en paz. Así pasaron varios días, sin que abriera la boca excepto para tragar algo y recuperar las fuerzas. Su primera sonrisa fue para Cocotte, que había recobrado su plumaje rojo y oro.

—¿Ha puesto huevos? —me preguntó Morgennes.

—No, sigue igual...

—Y tú, ¿cómo te sientes?

—Cansado.

Desde hacía tiempo tenía una especie de náuseas, pero no me atrevía a hablarle de ello.

—Bien —dijo levantándose de un salto—. Estoy de acuerdo contigo. ¡Solo nos iremos de aquí si triunfo en mi empeño!

—No —respondí yo—. ¡Nos iremos de aquí cuando triunfes!

Dicho y hecho: Morgennes se dirigió inmediatamente a las cocinas y pidió una bandeja y una taza a una anciana, la única mujer que trabajaba allí. Sin duda era la mujer a la que había aludido hacía tiempo Colomán.

—¡Y dadme también la tetera!

La intendente juntó las manos bajo el rostro y a continuación bajó la cabeza, mascullando algunas palabras en una lengua extranjera.

—¿Qué lengua es esa? —preguntó Morgennes.

—Es chino —respondió ella—. Quiere decir: «¡Con mucho gusto!».

—¿De modo que sois china?

—No.

—Pero ¿habláis chino?

—Sí.

—¿Podríais enseñar el chino a mi amigo?

—Sí.

—¡Gracias!

La anciana repitió su reverencia, y dijo una vez más en chino: «¡Con mucho gusto!».

Morgennes le devolvió el saludo y se alejó en dirección a la escalera. Antes de subir, se detuvo junto al maestro cocinero y le preguntó:

—¿Dónde hay que servir el té?

—En el jardín de invierno. Lo encontrarás fuera, frente al Bósforo.

Morgennes salió rápidamente y se echó a reír.

—¡Informarse siempre sobre la misión encomendada! ¡Partir bien equipado! ¡Y reactualizar las órdenes!

No tuvo ningún problema para encontrar el jardín de invierno, que efectivamente daba a las orillas del Bósforo. Allí Colomán tomaba el fresco tendido en una tumbona. Poniendo en práctica lo que había aprendido, a mantener el silencio y a moverse furtivamente —un buen sirviente siempre debe ser discreto—, Morgennes consiguió acercarse a menos de una pulgada del poderoso megaduque sin hacerse notar. Si hubiera querido, habría podido cortarle la yugular. O eso creía, porque en ese momento Colomán le dijo sin volverse:

—Has olvidado dos factores importantes.

—¿Cuáles? —preguntó Morgennes.

—El olor y el calor del té. Mi corazón ha palpitado diez veces desde que he olido el primero, y he sentido el segundo un poco más tarde. Pero, por lo demás, solo tengo una cosa que decirte: ¡Bravo! Has hecho un buen trabajo...

Morgennes vertió el contenido de la tetera en la taza y se la dio a Colomán, que mojó los labios en el té:

—¡Perfecto! Ahora, dime: ¿has aprendido mucho?

—Muchísimo —dijo Morgennes—. Pero sobre todo...

—¿Sí?

—¡Que si uno quiere estar bien servido, lo mejor es que haga las cosas él mismo!

—Excelente. Me alegro de que hayas salido airoso. Pero no me sorprende. En fin, ya estás maduro para ascender de rango. Te nombro intendente.

—¿Y en qué consiste eso?

—En una primera etapa, en recoger las posibles bandejas y tazas de té abandonadas en la planta baja, o en retirarlas de las manos de su legítimo propietario si este se ha dormido... ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Muy bien —dijo Morgennes, que comprendió entonces que si su taza y su bandeja habían desaparecido durante aquella noche, había sido simplemente porque un intendente se las había llevado sin despertarle.

—El sirviente a quien rompiste la nariz no tenía nada que ver con la desaparición de tus cosas —dijo Colomán.

—Seguro que debe de estar furioso conmigo. Me gustaría ir a presentarle mis excusas.

—Será difícil, porque ya no está aquí. Ha recorrido un largo camino desde tu llegada. Sobre todo desde tu largo sueño.

—¿Dónde puedo encontrarle?

—Temo que no estés, por el momento, autorizado a acercarte a él. Su majestad el emperador Manuel Comneno, basileo de los griegos, le ha tomado a su servicio.

—¿Y yo? ¿Le serviré algún día?

—Cuando estés preparado.

—Una última pregunta, si me lo permitís.

—Habla.

—¿Cómo se llama este sirviente? —Kunar Sell.

Morgennes salió trotando en dirección a las cocinas, mientras repetía ese nombre: «Kunar Sell». Una vez más, tenía el presentimiento de que sus destinos estaban entrelazados. ¿Se engañaba? Por alguna razón que no llegaba a explicarse, le parecía indispensable ir a presentar sus excusas a este hombre.

Pero las semanas pasaron sin que encontrara tiempo para hacerlo. Morgennes redoblaba sus esfuerzos y su sagacidad para cumplir del mejor modo cada uno de sus numerosos deberes. Una de sus tareas consistía en dirigir el servicio de los festines ofrecidos a los recién llegados, en el curso de los cuales se servían más de un centenar de platos. A decir verdad, Morgennes hacía algo más que dirigirlos; porque él mismo llevaba a la terraza donde se celebraba el banquete más de la mitad de todo lo que debía subirse: es decir, más de una cincuentena de platos, bandejas, calderos y marmitas.

Unos meses más tarde lo ascendieron finalmente al rango de cocinero aprendiz, y lo asignaron al departamento de Aliños, Condimentos y Aromas. Allí, bajo la férula de un maestro de especias —que no era otra que la anciana que hablaba chino y de la que habíamos sabido que se llamaba Shyam—, aprendió a dosificar las especias. Pronto se convirtió en un experto en el arte de ajustar el gengibre, la canela, el azafrán, la nuez moscada, el macis, la mejorana y la cubeba. Aprendió que el azúcar no solo servía para curar a los enfermos, sino que también podía consumirse directamente o añadirse a la leche para endulzarla. Y con inmensa sorpresa descubrió que determinadas mezclas de especias podían matar o curar, paralizar, obligar a un individuo a hablar contra su voluntad, borrar la memoria, devolver el brío a aquellos que lo habían perdido, agotar, revigorizar; en definitiva, los efectos eran tan numerosos que aún había que elaborar la lista de todos ellos. (La que contenían los pergaminos que yo consultaba era muy incompleta, aunque incluía varios cientos de posibilidades.)

Pero si había una cosa que Morgennes soñaba con aprender era a hacer cocer la pimienta como su maestra de especias. Shyam la preparaba de un modo que no se parecía a ningún otro y sacaba de ella prácticamente todo lo que quería. En particular, muchas explosiones, con o sin nube de humo, y de una potencia más o menos importante según la cantidad y el tipo de pimienta empleado. Por desgracia, la anciana se negaba a compartir su arte con nadie.

—¡Ningún extranjero tiene derecho a saberlo! —declaraba imperturbable.

Además, Shyam nos enseñó a leer y a hablar en chino.

Gracias a ella, pude sumergirme en los libros de cocina de la gran biblioteca. Descubrí, con gran sorpresa, que muchas de estas obras no trataban de cocina, sino que contenían métodos destinados a aprender las lenguas extranjeras. Así aprendimos la «lengua del desierto», que hablan los beduinos, así como un antiguo dialecto procedente de los Cárpatos: la «antigua lengua de los vampiros».

Un día, mientras platicábamos en dialecto provenzal (uno de los numerosos dialectos en los que nos expresábamos a veces), Shyam nos preguntó:

—¿Podríais enseñarme esta lengua?

—Desde luego —respondí yo—. Pero me gustaría haceros una pregunta. Cuando Morgennes estaba moribundo y yo os pregunté si había algún chino en las cocinas, ¿por qué no me dijisteis nada?

—Vos habláis la lengua de oc. Y sin embargo, si yo os hubiera preguntado: «¿Hay algún tolosano aquí?», ¿me habríais respondido «sí»?

—No, claro.

—Pues bien, ya tenéis la respuesta. El hecho de que hable chino no me convierte en una china...

Y después de una pausa, añadió dirigiéndose a Morgennes:

—Igual que saber montar a caballo o utilizar una lanza no convierte a un hombre en un caballero.

Desconcertados, pero comprendiendo lo que quería decir, nos prometimos que prestaríamos más atención a sus palabras, y le enseñamos el provenzal —no sin preguntarnos por qué querría aprenderlo.

Llegó un día en el que Morgennes pasó a convertirse en asador y en el que por fin le enseñaron a manejar la pica. Más tarde tuvo derecho a utilizar tenedores y cuchillos para cortar la carne; posteriormente aprendió el manejo de la espada a dos manos, de la espada bastarda, del estoque, la daga y el machete —que manejaba indiferentemente solos o con otra arma, con la mano derecha, con la izquierda, con un escudo, una adarga o una rodela—, y de los movimientos de la capa, cuando tenía una.

Después de convertirse en descuartizador, y luego en carnicero, Morgennes estudió la anatomía del ser humano; al principio, a partir de la de las vacas y los cerdos.

—Porque son nuestros vecinos más próximos —le dijo Colomán.

Así, aprendió a desangrar al enemigo, a causarle dolor, a dejarlo inconsciente, paralizarlo, lisiarlo, y para acabar, a enviarlo ad patres. Pero también se familiarizó con las numerosas técnicas que permitían ablandar la carne con ayuda de una maza, de un garrote, una matraca, un martillo, o simplemente de su puño. Luego le inculcaron el arte de ejecutar con sus armas toda clase de paradas, amagos y cabriolas, utilizando el mandoble y la estocada, golpeando por alto, por bajo y, claro está, por sorpresa.

Y llegó por fin el día tan esperado en el que Colomán anunció a Morgennes:

—Ahora que sabes perforar las mejores armaduras, doblar los escudos, hundir los yelmos, pasar tu lanza por el extremo de una anilla colgada de un hilo y cortar una flor con la punta de tu daga (y todo eso a galope tendido), ¡ya estás a punto para el servicio!

—¿A galope tendido? ¡Pero si nunca he montado a caballo!

—¡No te engañes! ¡Tú has hecho algo mejor! ¿Recuerdas a las numerosas esclavas con las que has pasado tantas noches?

—Desde luego —dijo Morgennes.

—Pues bien, las ha habido jóvenes y salvajes, altas, gordas y pesadas, negras, blancas y morenas, estaban las que forcejeaban, las que pateaban, las que se precipitaban y te acogían con la grupa en tensión... Por lo que sé, en materia de monturas, puede decirse que has montado un poco de todo; has cabalgado igualmente bien por detrás y de costado, por arriba y por abajo, cambiando de posición según te apetecía y conduciéndolas a tu capricho adonde querías llevarlas. A derecha, a izquierda, de frente, arriba, abajo, y todo eso sin silla, estribos ni riendas... Quien cabalga a las mujeres no tiene nada que temer de los caballos, porque no hay montura más exigente y difícil que ellas (excepto tal vez una joven yegua...). Porque dime, ¿no sabes pasar acaso en plena carrera de una a otra? ¿Bascular de su lomo a su vientre? Créeme, estás preparado, más que preparado.

Colomán juntó las manos y hundió su mirada en la de Morgennes.

—Ya eras maestro en el arte de disfrazarte y de hacerte pasar por otros. Ahora que sabes combatir, montar a caballo, en camello y en todo lo que se puede montar, que el lenguaje de los marineros, los obreros, los talladores de piedra y los ujieres no tiene ya secretos para ti, y que sabes abrir todo lo que normalmente está cerrado (hablo tanto de los cofres como de las conciencias), ha llegado el momento de someterte a la prueba...

Colomán descruzó las manos y sacó del interior de una de sus mangas un rollo de pergamino cerrado con un sello de oro.

—¿Qué es? —preguntó Morgennes.

—Lo abrirás fuera. Ni siquiera yo tengo derecho a conocer su contenido. Se trata de una crisóbula imperial: ¡tu primera misión!

Morgennes cogió la crisóbula que le tendía Colomán, le saludó y abandonó el palacio. Una vez fuera, le pareció que el cielo, la vida en el exterior, era completamente distinto a lo que le había sido dado contemplar durante los años pasados aprendiendo su oficio —si puede decirse que ser mercenario es un oficio.

—¡Cómo ha cambiado el mundo! —dijo Morgennes mirando hacia Constantinopla.

—¿El mundo? —dije—. No. Has sido tú quien ha cambiado.

Sin escucharme, rompió el sello imperial y leyó su orden de misión.

23

¿Dónde están los dioses?

¿Dónde está la palabra dada?

¿Los has olvidado ya?

CHRÉTIEN DE TROYES,

Filomena

—Pronto cumpliré treinta años —me dijo Morgennes una noche—. Y hasta el presente, ¿qué he hecho? Robar la joroba a jorobados para llevarla a los mercaderes de talismanes. Desenterrar los huesos de reyes muertos antes de la venida de Cristo para que no tengan ni un más allá ni una sepultura. Encontrar a doce vírgenes de doce años (como Atenea), con los cabellos de oro y los ojos garzos, para deslizarías entre las sábanas del emperador. Dar con el único viejo apergaminado, y tuerto por añadidura, que no tenía ni un solo cabello blanco en la cabeza. Desollar vivos a una quincena de grandes lobos, y soltarlos luego en un pueblo para hacer huir a sus habitantes. Encontrar una nidada de ansarones para que la nobleza de Bizancio pueda secarse con su plumón.

»¿Y todo eso con qué objetivo? Porque me he comprometido a servir a Colomán «durante toda mi vida». Yo, que soñaba con ser armado caballero, solo soy un vil asesino a sueldo. La mano de otro. Y aún, su mano izquierda... ¿Recuerdas aquellos extraños navíos desprovistos de velas que hicimos naufragar en las costas dálmatas? ¿Aquellas mujeres y aquellos niños que nos suplicaban que los sacáramos del agua, mientras nosotros concentrábamos nuestros esfuerzos en ese maldito cofre de ébano para transportarlo a tierra? ¿Cuántos ahogados por el contenido de un cofre del que no sabíamos nada? ¿Recuerdas el Tíber, que emponzoñamos para que infestara Roma y la peste se extendiera por la ciudad? ¿Cuántos muertos? ¿Y a esa joven y bella reina, cuya escolta aniquilamos cuando la devolvía a casa de sus padres? ¿Cuántas veces fue violada por los leprosos a los que la entregamos porque el emperador así lo quería? ¿Ya has olvidado el Libro del tiempo, esa obra fabulosa arrancada de los dedos ensangrentados de su propietario legítimo para que formara parte de la biblioteca imperial? ¿Y esa maldita partitura, que servía —según decían— para atraer a los dragones, robada a un músico que soñaba con tocarla y que había pasado toda su vida componiéndola? ¿No estás asqueado? ¿No tienes bastante ya? ¿No tienes ganas de gritar: "Dios, ¿cuándo dejarás de burlarte de nosotros?"?

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