Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
A pesar de la energía que desplegaba, Morgennes se dio cuenta de que no llegaría a tiempo de seccionarlas antes de que los ofitas surgieran por alguna de las aberturas perforadas bajo la bóveda del templo.
—Apartaos —le dijo.
El desconocido retrocedió y Morgennes lo sujetó. Luego agarró uno de los cables que sostenían al dragón y le lanzó un potente puntapié. La osamenta emitió inquietantes chirridos.
—Sujetaos bien —dijo Morgennes—. Vamos a tener movimiento.
Acto seguido empujó violentamente con los dos pies la cabeza del dragón e hizo ceder varias de las clavijas que mantenían las cuerdas en su sitio. Se oyó un crujido sordo, y luego el esqueleto se dislocó, soltando una lluvia de huesos sobre los fieles. Morgennes no tenía idea de cuánto podía pesar, pero a juzgar por los alaridos que provocó su caída, se dijo que debía ser muy, muy pesado.
—Vaya —dijo el desconocido—. Veo que no hacéis las cosas a medias.
Un grito resonó tras ellos. Los ofitas les disparaban desde una de las galerías situadas en las alturas del templo.
—Sujetaos bien —dijo Morgennes—. ¡Vamos a subir!
Tras enrollar la cuerda en torno a sus pies, empezó a trepar. Algunas flechas erraron su objetivo por muy poco, y Morgennes buscó con la mirada un lugar por donde escapar. Si seguían así, alcanzarían el techo. Pero ¿y luego? La mejor solución consistía en alcanzar una de las galerías que se abrían bajo la bóveda.
—Me balancearé —dijo Morgennes—, y cuando os dé la señal, soltaos. Si sale bien, deberíais aterrizar ahí abajo —dijo señalándole una galería desierta.
—¿Y si no?
—Confiad en mí —le dijo Morgennes balanceándose vigorosamente.
—¡Eso es fácil de decir! —exclamó el desconocido.
—Lo lamento, pero no hay mucho donde elegir. Enseguida me reuniré con vos...
—Señor, tened piedad de mí —balbució el desconocido.
De pronto, Morgennes dio la señal.
—¡Saltad!
El desconocido soltó a Morgennes y cayó pesadamente sobre dos guardias que acababan de entrar en la galería. Aún se estaban recuperando de la sorpresa, cuando Morgennes llegó y los dejó fuera de combate.
—¡Dios existe! —exclamó el desconocido.
—Y es amor —dijo Morgennes.
Se encontraban en lo que debía de ser una galería de mantenimiento; a su espalda, el dragón acababa de desplomarse.
—Creo que sé dónde estamos —prosiguió el desconocido—. ¡Seguidme, les despistaremos en la oscuridad!
Sin embargo, desde una rampa situada por debajo, algunos ofitas equipados con armas y antorchas ya corrían hacia ellos.
—¡Por ahí! —dijo el misterioso individuo.
Morgennes salió tras él, no sin echar antes una rápida ojeada a la rampa por donde corrían los ofitas. Distinguió a un puñado de hombres con ojos que recordaban a los de las serpientes. No eran lo suficientemente numerosos como para vencerles, pero Morgennes prefirió no correr riesgos y siguió al hombre de la sierra. Después de dar vueltas y más vueltas por el interior del complejo de los ofitas, el desconocido condujo a Morgennes a un corredor en cuyo techo había una abertura. Una cuerda pendía de ella hasta el suelo, donde estaba sujeta a una piedra.
—¡Allí! —dijo el individuo—. ¡Trepad por la cuerda! ¡Rápido!
No había tiempo que perder; Morgennes sujetó la cuerda y trepó hasta arriba, ayudado por un par de manos que salieron del techo y lo cogieron por debajo de los brazos para auparle. Luego le tocó el turno al desconocido. Finalmente, izaron de nuevo la cuerda arrastrando consigo la piedra, que volvió a ocupar su lugar en medio del techo. Allí, en la más completa oscuridad, los cuatro hombres esperaron unos instantes, el tiempo de oír cómo sus perseguidores surgían a paso de carrera, buscaban un rato y luego se alejaban.
Nunca les encontrarían. A pesar de la oscuridad, Morgennes creyó ver cómo sus cómplices sonreían.
Tras dejar atrás un laberinto de pasillos ornamentados con antiguos frescos egipcios, y avanzando a la luz de una antorcha, los conspiradores se bajaron los capuchones de lana que les cubrían el rostro y se presentaron. Eran tres coptos, uno de los cuales —el que Morgennes había sorprendido con una sierra en la mano— era un sacerdote, y además alto funcionario, llamado Azim.
—Para serviros —dijo Azim, inclinándose ante Morgennes, con una mano sobre el pecho.
—Me alegro de volver a veros —le dijo Morgennes, que había reconocido perfectamente al sacerdote copto a quien había rescatado unos meses atrás de las garras de Chawar, en Alejandría—. ¿Habéis venido aquí para vengaros?
—¿De modo que os acordáis de mí?
—Nunca olvido un rostro —dijo Morgennes.
—Yo tampoco —dijo Azim—. ¡Sobre todo cuando es el de mi salvador!
—No estéis tan seguro. Soy un franco, como los otros...
—Ah no. Vos no tenéis nada que ver con esos dos templarios a quienes Amaury ha encargado administrar Egipto. Pero decidme, ¿qué hacíais aquí esta noche? ¿A Amaury le preocupan los ofitas?
—No creo que nunca haya oído hablar de ellos. Pero os devuelvo la pregunta.
—Os responderé...
Habían llegado al final de un pasillo que acababa en un callejón sin salida. Los compañeros de Azim extrajeron con ayuda de unos ganchos metálicos la pesada piedra que sellaba su extremo y abrieron un paso hacia la luz del sol naciente.
—¿Dónde estamos? —preguntó Morgennes.
—En la meseta de Gizeh —le respondió Azim—. Al pie de las pirámides. Justo detrás de la cabeza de la Esfinge.
Morgennes sonrió.
—¿En qué estáis pensando? —inquirió Azim.
—Hace unos meses ayudé a un niño a subir a la cima de Keops. Desde allí arriba, al ver a esta mujer, me pregunté qué podía tener en la cabeza...
Azim esbozó una sonrisa evocadora y replicó:
—Pues bien, ahora lo sabéis. En la cabeza tiene conspiradores que sueñan con la libertad de El Cairo. Sobre todo tiene sed de venganza, desde que le rompieron la nariz. Y tiene la mirada vuelta hacia Fustat, donde, en algún lugar, se encuentra la mujer que buscamos. Por ella nos hemos introducido en la guarida de estas serpientes ofitas.
—Explicadme —dijo Morgennes—. Me resulta difícil seguiros.
Mientras se deslizaban hasta las arenas blancas del desierto egipcio, Azim preguntó a Morgennes:
—¿Habéis oído hablar de la mujer que no existe?
Sin embargo, aquella a quien llaman la Muerte no
perdona a los fuertes ni a los débiles, y hace perecer
a todo el mundo.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Cligès
—Majestad —dijo Guillermo de Tiro a Amaury—, os suplico que esperéis, o bien que escribáis al rey de los franceses.
—¡Nunca, nunca! —replicó Amaury.
Y dicho esto, se metió en un ataúd, se llevó las manos al pecho y cerró los ojos.
Esta escena se desarrollaba en el Santo Sepulcro, donde, desde los tiempos de Godofredo de Bouillon, los reyes de Jerusalén tenían la costumbre de hacerse enterrar. Presintiendo que su hora estaba próxima, Amaury había pedido probar su última morada con esta explicación: «No que-que-querría encontrarme encajonado. Tal vez no sea tan ancho de espaldas ni tan alto como algunos de mis antepasados, pero de todos modos quiero asegurarme de que estaré c-c-cómodo en mi futuro hogar».
Esta extravagancia —una entre tantas— no había sorprendido a nadie, y los canónigos del Santo Sepulcro habían dispensado a su huésped la mejor de las acogidas.
—¿Sire? —preguntó Guillermo, que encontraba que ya hacía demasiado rato que el rey mantenía los ojos cerrados—. ¿Aún estáis ahí?
Amaury abrió un ojo, y luego el otro.
—P-p-parece correcto —declaró mientras se incorporaba a medias en su sarcófago—. No me habría gustado topar con los pies.
—Perdonadme, sire, pero debemos debatir un asunto mucho más serio que el de la comodidad de vuestra última morada.
—¿Y qué es, dime? ¿Qué puede haber más serio que esta cuestión? ¿No es ese el único y exclusivo p-p-problema? ¿Ese con el que vosotros, los religiosos, no dejáis de torturarnos los oídos desde nuestra más tierna infancia? ¿Crees que p-p-porque soy rey, la muerte me perdonará? ¿No? ¡Pues entonces déjame tranquilo!
—Sire...
No valía la pena esforzarse, Amaury ya no escuchaba. Cansado, Guillermo se alejó, con la esperanza de que el rey se mostrara mejor dispuesto si se quedaba solo.
—¡Guillermo! —llamó el rey, después de que su principal consejero se hubiera alejado.
Guillermo se volvió hacia el monarca, que asomaba por encima de su ataúd de piedra.
—¿No os satisface este panteón? Sus dimensiones...
—No, las dimensiones son p-p-perfectas. Es el lugar lo que no me gusta.
—¡Sire, no hay otro mejor! Además, la costumbre exige que los reyes de Jerusalén sean enterrados aquí, junto a sus padres y junto al lugar donde el Señor vivió la Pasión.
Amaury dirigió la mirada hacia el coro del Santo Sepulcro, donde la Vera Cruz aparecía envuelta en vapores de incienso.
—Tal vez sea ese el problema. No, no el Cristo, sino mi hermano y mi padre. ¡Que Dios los tenga en su gloria! Ya sabes hasta qué p-p-punto los amé, los veneré... Cuántas lágrimas derramé cuando el Señor los llamó a su lado. Pero no. No quiero ser enterrado aquí. No es un lugar para mí.
—¿Por qué?
—No sé. Tal vez porque como no he devuelto aún a Egipto al seno de la cristiandad, me siento indigno de ellos. Por otra parte, siento que es un sueño imposible de realizar, y que nunca alcanzaré mi objetivo.
—Sire, en solo seis años de reinado ya habéis hecho más que ellos.
—Sí, pero su sueño...
—Vos mismo lo habéis dicho, es imposible de realizar.
Amaury observó un instante las dos estatuas yacentes situadas al lado de su tumba, las de su hermano y su padre, el impetuoso Fulco V el Joven, el primero que quiso conquistar Egipto. Luego parpadeó dos o tres veces, lanzó un profundo suspiro y confesó:
—Creo que aún esperaré un p-p-poco, antes de fallecer. Debería reflexionar y disfrutar de mi hijo. Mientras t-t-tanto, ven conmigo. Caminemos hasta el palacio, nos hará bien. Y volvamos a hablar de Morgennes. ¿No te parece que tiene un nombre extraño?
A su salida del Santo Sepulcro, varios guardias les esperaban. Uno de ellos llevaba de las riendas a Passelande, el corcel de Amaury. Este magnífico caballo bayo, importado de Inglaterra, llevaba el nombre de la montura del rey Arturo, el creador de la Tabla Redonda —con sus búsquedas, sus caballeros y su cúmulo de leyendas—, que Amaury soñaba con recrear.
Él había encontrado su tabla redonda en Alejandría, en la torre del Pharos. Desde entonces estaba instalada en el centro de una sala inmensa, en el palacio de David. Amaury había hecho colocar en torno a ella doce sillas, más una decimotercera reservada para él. La flor y nata de la caballería se reunía allí regularmente, aunque con frecuencia quedaban libres algunas plazas. «Es que, sabéis —le gustaba explicar a Amaury—, mis caballeros están continuamente ocupados en dar c-c-caza al demonio o en buscar santas reliquias, p-p-para enriquecer mi colección. En cuanto al sitial que t-t-tengo enfrente, y donde jamás se sienta nadie, lo reservo a aquel de mis caballeros que me traiga a
Crucífera
. ¿Quién sabe? Tal vez sea para Morgennes.»
Nadie había hecho ningún comentario, porque no se sentían aptos para juzgar a Morgennes, y menos aún para comprenderle. Sobre todo porque desde hacía algún tiempo parecía que debían atribuírsele varios informes llegados de Egipto, informes que aportaban abundantes datos sobre la política que seguía el visir de El Cairo, Chawar.
Según Morgennes, Chawar estaba conchabado con el embajador del Preste Juan, Palamedes. ¿Con qué objetivo? Eso no estaba muy claro, pero parecía prácticamente confirmado que Chawar y Palamedes urdían algún complot para asegurarse los plenos poderes en El Cairo y, por tanto, en Egipto. Estas informaciones, sumadas a otras, habían llevado a ciertos pares del reino a reclamar con urgencia una intervención militar en Egipto.
Amaury había tratado de calmarles, invitándoles a contemporizar. Pero, por desgracia, ni los hospitalarios ni los nobles más poderosos habían querido escucharle. De eso precisamente era de lo que Guillermo quería hablar con Amaury en el Santo Sepulcro, cuando el rey había probado su tumba. El arzobispo de Tiro le había suplicado que esperara al menos un año, el tiempo suficiente para que llegaran los refuerzos bizantinos, o bien que escribiera al rey de Francia, Luis VII, para suplicarle que se uniera a la expedición. Pero de eso, justamente, Amaury no quería ni oír hablar:
—Me estás calentando la ca-ca-cabeza —dijo a Guillermo—. Cuando estemos en palacio, te explicaré p-p-por qué es inútil escribir de nuevo al rey de Francia, porque gracias a Morgennes sé por fin por qué razón no quiere volver a poner los pies aquí...
Unas voces airadas cubrieron sus palabras.
—¿Qué son estos gritos?
Un poco más allá, en la calle, centenares de personas se manifestaban ruidosamente contra la abertura de varios baños, que consideraban lugares de vicio y desde donde se propagaba la viruela.
Amaury no pudo evitar reír.
—¡Que se manifiesten! ¡Al menos eso les mantiene ocupados!
—¿Me diréis por qué el rey de Francia...? —empezó Guillermo.
—¡Ahora voy a eso! —dijo Amaury—. Todo es debido a Leonor. Sin duda sabrás que cuando vino aquí, a Tierra Santa, el rey Luis VII iba acompañado por su joven esposa, la bella Leonor de Aquitania.
—Desde luego —dijo Guillermo—. Es un hecho conocido por todos.
—Cierto. Pero ¿sabías que Leonor tenía un coño vindicativo?
—Humm... —dijo Guillermo—. Efectivamente oí algunos rumores, pero los escuché con un oído distraído. Incluso muy distraído.
—Si hubieras atendido más a estas habladurías, habrías llegado al meollo de la p-p-política, me atrevería a decir. Decepcionada de su marido Luis, Leonor pecó con el peor enemigo de este...
Guillermo, estupefacto, se detuvo, mientras los manifestantes se acercaban hacia ellos.
—¿Con quién? —preguntó.
Amaury respondió algo, pero tan bajo que Guillermo no le oyó.
Finalmente el rey hizo un gesto y gritó:
—Vayamos a p-p-palacio, p-p-proseguiremos nuestra conversación allí.
Los dos hombres callaron, y dejaron que la multitud, que no les prestó más atención de la que habrían merecido dos desconocidos, se alejara. Una vez vuelta la calma, mientras en la
Via Dolorosa
, que conducía del Santo Sepulcro al palacio, ya solo quedaban jirones de ropa, perros vagabundos y algunos leprosos de camino a la leprosería de San Lázaro, Amaury invitó a Guillermo a montar sobre Passelande.