Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
—¿Por qué te ríes? —le preguntó el cocinero.
—¡Porque he tenido suerte!
—¿Cómo es eso?
—¡No he tomado postre!
El maestro cocinero se alejó encogiéndose de hombros, y Morgennes se calmó. Luego vino a buscarme.
—Ayúdame —me dijo.
—¿A qué? —le pregunté, levantando apenas la nariz de la maravillosa obra que estaba leyendo, que llevaba por título:
Diferentes modos de servir los dragones.
—A encontrar lo que necesito. Creo que tengo la solución a mi problema.
Partimos a explorar la cocina, para tratar de encontrar el objeto que buscaba Morgennes. El lugar era tan grande que necesitamos media jornada para descubrirlo, en un armario donde colgaba como una inmensa telaraña.
—¡Ahí está! —exclamó Morgennes, mientras cargaba con una red de pescar de una longitud de varias toesas y tan pesada como una carreta de heno.
Luego volvió a encaramarse a lo alto de su escalera doble, y desde allí lanzó la red sobre el montón de platos.
—
Secundo
, ¡sorprender al enemigo por la espalda!
—¡Buena pesca! —dije yo observando cómo Morgennes recogía su captura.
Platos, platillos, fuentes, escudillas, comederos, copas y cubiertos cayeron al unísono con gran estruendo en la trampa, y quedaron tan bien aprisionados que no se rompió ni uno solo.
—Es un método poco ortodoxo —señaló el maestro cocinero.
—No querríais que desviara un río.
—Y ahora, ¿cómo te las arreglarás para lavarlos?
—Muy sencillo: los sumergiré en el agua.
—¡Me gustaría verlo! —dijo el maestro cocinero echándose a reír—. ¡No tenemos ningún barreño de este tamaño!
—¿Quién necesita un barreño cuando tenemos el Bósforo a dos pasos?
Morgennes se dirigió hacia la escalera, arrastrando tras de sí la montaña de platos sucios.
Una vez en la planta baja, recordó el camino que conducía a la terraza donde habíamos cenado el día de nuestra llegada. Tras atropellar en su avance a varios sirvientes asustados por ese extraño convoy, volcó su captura en las aguas, donde desapareció entre un surtidor de espuma.
Como si se tratara de un simple cesto para escurrir la ensalada, Morgennes sacudió vigorosamente la red en las aguas del Bósforo —que, a Dios gracias, aquel día eran de una limpidez excepcional—. Luego, saltando por encima de la balaustrada, la arrastró hasta la orilla. Allí, el quintal de vajilla quedó tendido entre las hierbas y las flores del Bósforo, como un pez reventado que derrama sus entrañas en el mostrador del pescadero. Tras haber frotado las últimas impurezas y haber enjuagado todo el montón volviendo a sumergirlo en el Bósforo, Morgennes dejó que se secara al sol. Luego pasó toda una semana colocando cada una de las piezas en su lugar.
Cuando terminó, a pesar de la fatiga, lucía una sonrisa insolente.
—¿No hay nada más que lavar? —preguntó al maestro cocinero.
—No. Tu período de lavaplatos ha acabado. ¡Ahora eres sirviente!
—¿Y en qué consiste eso?
—Pues en servir, claro está.
Tras el lavado venía el servicio. La primera tarea de Morgennes no ofrecía, en apariencia, ninguna dificultad. Se trataba de llevar una taza de té a Colomán.
—Lo encontrarás en sus aposentos.
—¿Es decir?
—No es complicado, está arriba de todo.
—¿En lo alto de la escalera?
—Arriba.
Morgennes cogió la bandejita de plata sobre la que habían depositado una delicada taza de porcelana china, y se alejó en dirección al primer piso y a la gran escalera que había visto el primer día.
—¿Quieres que te acompañe? —le propuse.
—No, gracias, no vale la pena. ¡No tardaré mucho!
—Como quieras.
Volví a mis libros de cocina, con Cocotte pegada a mis talones. La gallina, a la que los pinches lanzaban de vez en cuando un puñado de maíz, empezaba a recuperarse. Sus plumas, que volvían a crecer, adoptaban un hermoso color rojo anaranjado, como si fuese una llama escapada del hogar.
Después de llegar al final de la escalera de caracol que conducía de las cocinas a la planta baja, Morgennes se dirigió hacia la gran escalera de mármol que daba acceso al primer piso. Ingenuamente había creído que esta escalera permitía acceder también al segundo, tercer y cuarto pisos del palacio, pero no era así. Cada nivel tenía su propia escalera, y no eran tan fáciles de encontrar como la de la entrada. Morgennes recorrió un interminable número de pasillos, asomó la cabeza por todo tipo de puertas, descubrió salas inmensas y tan vacías como aparentemente inútiles, antes de hallar la escalera que subía al segundo piso. Allí recorrió a lo largo y a lo ancho un laberinto de pasillos y corredores que se cruzaban, se entrecruzaban, e incluso a veces acababan en un callejón sin salida.
«Demonios —se decía—. ¡Es para volverse loco! Suerte que tengo buena memoria, porque si no...»
Si no, su suerte tal vez habría sido la misma que la del hombre cuyos restos distinguía, con la bandeja todavía en la mano, muerto de agotamiento en el cruce de cuatro pasillos.
Esta vez la escalera se encontraba detrás de lo que parecía una vulgar puerta de armario.
—¡No hay que fiarse de las apariencias!
El tercer piso estaba casi tan desierto como el precedente, con la diferencia de que había seis muertos en lugar de uno solo; entre ellos, uno clavado contra una pared con una estaca en el estómago.
—Tendré que redoblar las precauciones...
Temiendo una trampa, Morgennes avanzó pegado a las paredes, caminando de puntillas, vigilando dónde ponía el pie y aguzando el oído, al acecho del menor ruido. Pero, aunque recorrió este piso varias veces en todos los sentidos y abrió todas las puertas de armario, no había rastro de escalera.
«¿Significara esto que ya he llegado?»
Pero no, no había ningún aposento en ese piso. Ni ninguna trampa... O mejor dicho, ninguna trampa aparte de aquella en la que había caído uno de los sirvientes.
—¿Una sola trampa? —se preguntó Morgennes—. ¿Una sola estaca?
Volviendo sobre sus pasos, observó más de cerca al muerto con la estaca clavada en la caja torácica, y se dio cuenta de que esta pivotaba, dejando al descubierto una puerta oculta. Y una pequeña escalera que ascendía.
«¿No respetar a los muertos?», se preguntó Morgennes, que no acababa de comprender el sentido de esta lección.
El cuarto piso del palacio contenía un fabuloso jardín interior. En algunos puntos, la bóveda estaba perforada por vidrieras que dejaban pasar la claridad del día y bañaban de luz los árboles exóticos, las plantas de un extraño color verde y las flores fragantes que crecían en el lugar. Pájaros de colores abigarrados trazaban minúsculos arco iris por encima de Morgennes, que protegió con una mano la taza que llevaba, por miedo a que hicieran sus necesidades en ella.
Caminando por los arriates entreverados de hierbas y gravilla, Morgennes recorrió el lugar admirando aquel espectáculo maravilloso, dejándose guiar por su belleza. ¡Y ahí estaba! Esta vez la escalera estaba esculpida en el tronco de un árbol, una especie de sauce llorón. Bastaba con poner el pie en una de sus raíces para llegar a una serie de ramas que conducían a lo alto.
Desde el sauce llorón se pasaba a una inmensa terraza a cielo abierto, de donde partía un puente que conducía a una torre —aparentemente un faro— que dominaba el Bósforo.
«A menos que se trate de un minarete», pensó Morgennes.
Pero no, era efectivamente un faro, y Morgennes se dirigió hacia él muy concentrado, mientras iba recitando para sí la última lección:
«Aprender a servirse del terreno...».
El interior del faro estaba ocupado casi por completo por una escalera con las paredes adornadas con dibujos y esquemas diversos. Al examinarlos más de cerca, Morgennes reconoció el Arca de Noé, que centenares de hombres hacían descender, con ayuda de cuerdas, de una gran montaña. Otros croquis mostraban planos del Arca, como si un ingeniero hubiera querido diseccionar su arquitectura. Todo aquello era de lo más interesante, y Morgennes pasó un buen rato observando estos dibujos.
De pronto una voz le devolvió a sus deberes:
—¡Llegas tarde!
Morgennes se sobresaltó, y subió rápidamente los últimos peldaños de la escalera.
—Perdón —dijo—. No sabía que tuvierais prisa.
—No la tenía, pero detesto beber el té frío.
Morgennes se inclinó sobre la taza, que ya no desprendía ningún calor.
—Déjame ver —ordenó Colomán.
Le cogió la taza de las manos y se la llevó a la boca. Luego, esbozando una mueca de disgusto, añadió:
—¡Tráeme otra!
Morgennes volvió a toda velocidad a las cocinas, pero encontró las puertas cerradas. Golpeó con el puño, llamó, bramó, y al final oyó una voz que decía:
—¡Volved mañana, está cerrado!
Decepcionado, se acostó en uno de los divanes de la planta baja; se despertó al alba, con los miembros doloridos y la cabeza sobre el hombro de otro aprendiz de la milicia que, en su caso, no había conseguido superar el segundo piso.
—Si quieres un poco de ayuda —le dijo Morgennes—, puedo ofrecértela...
El hombre le dirigió un gesto desdeñoso y soltó, en un dialecto franco con vocablos nórdicos:
—¡Prefiero fracasar solo que triunfar contigo!
—Muy bien —le dijo Morgennes—. Como quieras.
Volvió a salir en dirección a las cocinas, donde nos encontramos de nuevo. Yo aproveché para informarle de las increíbles recetas que había descubierto.
—¿Sabías que los huevos de hormiga se pueden comer?
—¿No hay nada sobre el té?
—Por lo que se deduce de las ilustraciones, varias obras abordan esta cuestión; pero están escritas en lenguas que no comprendo...
—Trata de informarte.
Dicho esto, fue a pedir a la intendencia otra bandeja y otra taza de té, pero le replicaron:
—¿Has traído las de ayer?
—No.
—¡Entonces ve a buscarlas!
Morgennes recordó que las había dejado justo al pie del diván donde se había tendido para pasar la noche; pero cuando volvió al lugar donde había dormido, habían desaparecido.
—¡Vaya! Seguramente es ese nórdico de las narices, que me habrá hecho una mala jugada...
Morgennes partió en su busca, y acabó por encontrarle, errando por los corredores del segundo piso. Se dio cuenta de que el nórdico cojeaba, y de que efectivamente llevaba una bandeja y una taza.
—¡Devuélveme eso! —le dijo Morgennes.
—¿Cómo? —exclamó el nórdico.
—¡Es mío!
Y agarró la bandeja que sostenía el nórdico. Pero este último se resistía a soltarla. Para acabar de una vez, Morgennes le descargó un puñetazo en la cara, y el hombre cayó hacia atrás, sujetándose la nariz.
—¡Ladrón! —le gritó el nórdico.
Luego volvió a bajar a la cocina, donde le dieron, a cambio de su bandeja y su taza, otra bandeja y otra taza. Esta vez Morgennes no perdió tiempo explorando los rincones del palacio, y partió enseguida en dirección al faro. Por desgracia, cuando llegó al nivel del jardín, corrió tan deprisa que tropezó con una raíz y cayó cuan largo era al suelo; el té se volcó entre la hierba y las flores.
—¡No precipitarse nunca, claro! —masculló levantándose, con la rodilla dolorida.
Entonces volvió a bajar, con la bandeja y la taza sujetadas firmemente, y se presentó de nuevo en las cocinas, donde le entregaron otra taza y otra bandeja a cambio de las que llevaba.
Esta vez subió con cuidado, pero sin ir tampoco demasiado despacio, para que el té no se enfriara. Le habría gustado coger algo en la cocina para poder prepararlo él mismo, pero se dijo que le acusarían una vez más de no seguir las normas. Por desgracia, cuando se presentó en lo alto del faro, se dio cuenta de que Colomán no estaba allí. Solo había un esclavo, armado con una escoba, que estaba haciendo limpieza.
—¿Dónde está Colomán? —preguntó Morgennes.
—¡Y cómo voy a saberlo! —dijo el otro, encogiéndose de hombros.
—¡Malditas pruebas! —estalló Morgennes—. ¡Es imposible pasarlas! ¡Ni siquiera hay reglas!
Se sentía como un miserable sirviente del que todos se burlan siempre que quieren y al que atormentan solo por diversión. Morgennes comprendía mejor ahora lo que sienten las moscas a las que los niños se entretienen en arrancar las alas, muy despacio.
De pronto una pregunta cruzó por su mente. Ese té, ¿qué sabor tendría?
Se llevó la taza a la boca y tomó un trago, otro más, y luego apuró todo el líquido. Un dulce calor le llenó el estómago. Un calor que aumentó de forma brutal y que rápidamente se hizo intolerable. Retorciéndose de dolor, Morgennes se desplomó en el suelo, donde, a causa de la fiebre, cayó en un profundo coma.
La muerte no está tan cerca de mí como supones.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Perceval o El cuento del Grial
«Sueño. Se está bien, hace calor. Estoy sumergido en un agua púrpura donde respiro sin dificultad. Pero alguien viene hacia mí. No tengo miedo, porque soy yo. Me acerco a mí y me acaricio la mejilla. ¡Qué agradable!
»Pero ¿qué ocurre?
»¡No, aún no!
»¡No quiero salir!
»¡No solo!
»¡No sin ella!»
Morgennes escupió un poco de agua y abrió los ojos.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—Todo va bien —dije—. Estás conmigo.
—¿Y ella?
—¿Quién es «ella»?
—¿«Ella»? ¿Eso he dicho?
—Sí.
—Ya no lo sé.
Cerró los ojos y cayó de nuevo en una especie de coma, pero esta vez estaba más próximo del sueño que de la letargia. ¿Cuánto tiempo durmió así? No sabría decirlo. ¿Un mes? ¿Seis meses? ¿Un año?
Yo fui el encargado de ocuparme de él.
Me lo habían traído, tendido sobre unas parihuelas, y Colomán había declarado:
—Ha tocado lo intocable y ha violado mi propiedad. Tiene grandes cualidades, no cabe duda. Pero hay algo femenino en él. Se diría que le cuesta obedecer las órdenes... Un buen soldado debe aprender a conocer los límites, y a no sobrepasarlos.
—Es tan curioso...
—Sí, una buena cualidad realmente. Pero es preciso que aprenda disciplina.
Desde ese instante, velé por Morgennes como se vela por un hermano, o mejor dicho —sí, debo confesároslo—, por un hijo. Le pasaba una esponja de agua fría por la frente, para refrescarle, y le daba un poco de sopa —en las raras ocasiones en las que salía de su estado letárgico—. Solo había tragado un poco de té, y sin embargo, sus pulmones habían devuelto tanta agua como si se hubiera ahogado. ¿Sería de naturaleza mágica el mal que le afectaba?