La espada de San Jorge (21 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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»Sé que acabaré en el infierno, porque quise hacerme soldado, e incluso algo peor. Pero ¿y tú? ¿No vales tú más que eso? ¿No te preguntas: "Morgennes, ¿dónde estás? ¿Adónde nos has arrastrado?"?

»Pareces esperar un desenlace. Pero no habrá desenlace. La vida nunca lo tiene. Dime, pues, ¿dónde está la fe? ¿Dónde está nuestra humanidad? ¿Dónde están el amor, la verdad y la amistad? ¿Nuestras alegres francachelas, nuestros banquetes, nuestras veladas? ¿Y el temor de Dios?

»¿Se han esfumado?

»Chrétien, de verdad te digo que todo esto tiene un precio. Y tendremos que pagarlo.

»Ya no me reconozco. ¡Mírame! ¿Qué sé hacer ahora, aparte de descuartizar, golpear, morder, esquivar, aplastar, aniquilar y asesinar?

»¡Sé renegar! Es el único campo en el que sobresalgo.

»Ha llegado el momento de quitarme la máscara y de mostrar mi verdadero rostro.

»El de una serpiente.

»Pero no. Es demasiado tarde. Porque estoy maldito, igual que esa armadura bermeja. ¿Acaso no llevó a la muerte a su antiguo propietario? ¿Y su semental, Iblis, no descubrimos lo que su nombre significaba en árabe? ¡El Diablo! Lo tengo entre mis muslos, y sin embargo es él quien me cabalga. Creo que para nosotros ha llegado el momento de volver a Palestina y de ir a presentarnos ante Amaury de Jerusalén.

»¿Me armará caballero? ¿Me convertirá en el orgulloso y noble guerrero con el que sueño ser?

»No.

»Solo yo tengo este poder.

»Soy yo quien debe probar, no que puedo serlo, sino que lo soy ya.

»Pero si soy un nuevo Hércules, ¿dónde está mi Hidra de Lerna? Y si soy un segundo san Jorge, ¿dónde está mi dragón?

»Vamos, una última aventura aún, una última misión... La decimotercera. Aceptémosla. Sí, aceptemos ir a matar a ese misterioso Preste Juan, en su país de fronteras guardadas por dragones. ¿Quién sabe si después no me tendrán al fin por el mejor caballero del mundo? Pero antes vayamos a visitar a esas tres brujas a las que robé el único ojo, la única oreja y el único diente que compartían... Pidámosles consejo, aunque ya oigo a la primera murmurar:

»—¡Misericordia!

»A la segunda decir:

»—¡Al Paraíso!

»Y a la tercera bramar:

»—¡Paenitentia!

»Ven, Chrétien, ven. La aurora de dedos rosados nos expulsa hacia Oriente. ¡Escucha cantar a Homero! Ha llegado el momento de partir.

Capítulo IV

El último cazador de Dragones

24

A este lugar donde estamos, ninguna de las criaturas

de Dios llegó jamás, a excepción de nosotros dos.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Cligès

—¿Dónde estamos?

—No lo sé —respondió Morgennes—. Se diría que en el Paraíso. Todo es blanco.

—¿De modo que hemos llegado?

—Tal vez.

Giré bruscamente sobre mí mismo, con el rostro pálido. Nos acercábamos al término de nuestra ascensión, pero en lugar de alegrarme por ello, me moría de ganas de poner pies en polvorosa y dejar que Morgennes se enfrentara solo a su destino. Después de todo, ¿no era él quien nos había arrastrado a esta búsqueda insensata? ¡Matar a un dragón, hacerle salir de su madriguera! ¡Era una locura! Tratando de ganar tiempo, suspiré.

—No puedo más. Hagamos un descanso, ¿de acuerdo?

Sin esperar respuesta, dejé caer la bolsa que llevaba a la espalda, que se aplastó contra el suelo con un ruido mate. Luego me desanudé el turbante e inspiré profundamente; pero el aire enrarecido de las alturas me ardió en los pulmones y aquello me agotó aún más. Morgennes, por su parte, estaba en plena forma. Observaba el paisaje, los flancos inmaculados de las dos altas paredes nevadas en cuyo fondo nos habíamos detenido y que nos dominaban con la avidez de dos titanes inclinados sobre su próximo bocado.

Para los antiguos, las montañas adoptaban con frecuencia la apariencia de gigantes, o a la inversa. Así sucedía, por ejemplo, entre los griegos, con el mítico Atlas, que, transformado en piedra, unía el cielo y la tierra. Unas monedas encontradas por Morgennes en un pote de barro oculto en la vivienda del anciano apergaminado llevaban grabadas en su cara la figura del monte Argeo. Se suponía que esta montaña de Capadocia representaba a Zeus. O a Apolo. ¿Era posible que el viejo al que Morgennes había tenido que secuestrar —y en el que la falta de cabellos blancos debía atribuirse a una ausencia total de pilosidad más que a un extremo vigor— fuera uno de estos dioses antiguos? ¿El propio Zeus o Apolo? ¿Qué destino correría ahora el anciano? ¿Estaría satisfecho por haber sido añadido a la colección de curiosidades del emperador de los griegos, Manuel Comneno?

Me resultaba difícil creerlo.

Por otro lado, Morgennes me había hablado más de una vez de Gargano —que parecía ser, él también, una montaña hecha hombre—. Después de todo, aquello no tenía nada de imposible. Nada de increíble. Era solo uno de esos numerosos y extraños encuentros a los que el hombre se ve abocado, al menos una vez en su vida. ¿Y la Montaña de la Nieve, en cuya cima se levantaba el Krak de los Caballeros? ¿Era posible que un hombre (o una mujer) la representara también? Y en ese caso, ¿quién era él o ella? Morgennes se decía: «Seré yo. Yo seré esta montaña, este Krak».

Pero a la espera de poder encarnarla, tenía que acabar la ascensión de este pico, una tarea particularmente peligrosa.

De nuevo sentí náuseas, y me llevé la mano al pecho para tratar de calmarme. Si hubiera sido juicioso, nunca habría abandonado Saint-Pierre de Beauvais. Me habría quedado allí, bien calentito, copiando e iluminando las páginas de algunos viejos manuscritos. Pero mi destino estaba inextricablemente ligado al de Morgennes.

Por fortuna, en su compañía (y pronto haría quince años que estábamos juntos) me sentía seguro. O mejor dicho, para ser exactos, a la vez en peligro y seguro. De todos modos, esta vez me preguntaba si no habríamos ido demasiado lejos. Pero Morgennes parecía muy sereno, lo que no dejaba de sorprenderme.

—¿Cómo es que no estás cansado? —le pregunté.

—No lo sé.

—¿No te cuesta respirar?

—No.

¡Dios mío! Era como con ese espetón calentado al rojo en la posada de Arras. Morgennes debería haberse quemado la mano. Pero no había sido así. Y ahora debería estar fatigado, tener dificultades para recuperar el aliento. Pero tampoco era así. ¿Con qué tipo de hombre, o de demonio, había entablado amistad?

De repente, un dolor más violento que los precedentes me hizo doblarme en dos, con las manos sobre las rodillas. Los dientes me castañeteaban como bajo el efecto de la fiebre y mis miembros temblaban.

—¿Tienes miedo? —dijo Morgennes preocupado.

Levanté la cabeza, muy pálido, y mi mirada se cruzó con la suya. ¿Lo había adivinado?

—Es por el frío —hipé entre dos tragos de aire helado.

—Es normal tener miedo...

—Ah, si solo... —suspiré encogiéndome sobre mí mismo—. Si solo fuera miedo... —dejé escapar en un susurro.

Quería decírselo, pero no tuve fuerzas para hacerlo. Gargano ya había hecho alusión, en el carro, a un comentario de Cocotte... Pero nadie había hecho más preguntas. De todos modos, yo no me inquietaba por mí, sino por mi héroe. Morgennes. Poco me preocupaba morir. La muerte, justamente, nunca me había parecido tan próxima como en este instante. Pues si al salir de Constantinopla me sentía desasosegado, inquieto a nuestra llegada al pie del monte Agri Dagi, y atemorizado a lo largo de toda la ascensión, ahora que prácticamente habíamos alcanzado la cima, me sentía sencillamente...

No pude acabar ese pensamiento. Un chorro de bilis salió de mi boca, manchando la nieve de flemas amarillentas, y me arrancó esta confesión:

—Me siento avergonzado.

Me sequé la boca con el dorso de la mano, dejando en mi manga forrada un fino surco de humores malolientes, entre los cuales Morgennes distinguió manchas de un rojo inquietante.

—¿Estás enfermo?

También él depositó en el suelo el fardo que llevaba; es decir, una bolsa de viaje, una tienda pequeña para dos, un caldero, un lebrillo, un tamiz, un cucharón, dos copas, tres garrafas de vino, una cuchara y la jaula de hierro donde se encontraba Cocotte. Registró su petate y encontró una cantimplora que contenía agua, que utilizó para limpiarme el rostro, y luego un pañuelo de algodón, con el que lo secó.

—Estoy agotado, no puedo más —murmuré—. Tengo la impresión de que deliro...

Morgennes estaba preocupado:

—Estás blanco como la tiza...

Tenía razón. Justo antes de nuestra partida, había visto el reflejo de mi rostro en un plato de estaño. Aquí y allá había zonas de sombra tan profundas que parecían irreales; en ellas debía de haberse refugiado el curioso tono amarillo ceroso que teñía mi cara desde hacía un tiempo. Con su habitual ingenuidad, Morgennes había atribuido ese tono a la enorme cantidad de huevos que yo había ingerido en otra época.

—Dime que estoy soñando...

—Podemos continuar —me dijo simplemente Morgennes, colocando las manos sobre su cayado—, o volver atrás. Es muy fácil. Basta con seguir por ahí.

Con el extremo forrado de hierro de su bastón señaló hacia atrás, a la ladera sembrada de arbustos retorcidos y negros, calcinados por el frío, que habíamos tardado varios días en subir. Ahora se hundía, escarpada y abrupta, hacia el vacío —el vacío de un gran estómago, impaciente por llenarse con nuestros dos cuerpos.

—No sé si seré capaz de rehacer este trayecto...

—Yo os acompañaré, como siempre, a Cocotte y a ti.

Mientras hablaba, Morgennes me pasó un brazo en torno a los hombros y me apretó contra su pecho para infundirme calor y confianza. A nuestros pies, Cocotte dejó escapar una serenata de cacareos interrogativos.

¿Volver a bajar, o continuar? En esta situación veía un perfecto resumen de lo que siempre había predicado: «Subir es difícil, y bajar, fácil. Pero si la muerte está en los dos extremos, la gloria solo brota en las cimas, mientras que en las llanuras florecen el deshonor y la infamia».

Me sentía como un pajarillo caído del nido al que un niño recoge en el hueco de sus manos. Pero ¿para qué la gloria, si es para acabar estrangulado? Nunca había llegado tan alto ni tan lejos como aquí, en el monte Agri Dagi, al que los cristianos llaman Ararat y del que la leyenda dice que es el techo del mundo, el que comunica con el Paraíso.

¿Cómo yo, Chrétien de Troyes, un modesto escritor, bien dotado, ciertamente, pero que no había dado prueba aún de sus aptitudes, me atrevía a aventurarme de ese modo en el territorio de los dioses y a acercarme a su panteón? ¡Acabaría despanzurrado, de eso no cabía duda! Reprimiendo un escalofrío, murmuré a toda velocidad la versión resumida de un padrenuestro, efectué unos rápidos signos de la cruz y luego exclamé:

—¡Además, ni siquiera vamos armados! ¿Y tu dragón? ¿Con qué piensas vencerle? ¿Con los dientes? No veo por ningún lado a un Amaury dispuesto a prestarte su lanza.

Morgennes no respondió.

—Claro, ya lo sé. ¡Piensas derrotarle con tus puños!

¡Oh sí! ¡En mi delirio, lo comprendí! Morgennes tenía intención de noquear a su presa y llevarla a Jerusalén arrastrándola de la cola, como un Hércules de estos tiempos. Así todos se verían obligados a reconocer qué formidable héroe era, y se arrepentirían de haberle juzgado tan mal a su llegada a Tierra Santa y en el Krak de los Caballeros, cuando se habían reído de él.

Morgennes no me quitaba los ojos de encima, y yo tenía la confusa sensación de que, aunque no lo sintiera, comprendía mi miedo —un miedo casi palpable, que parecía surgir de todo mi ser, manar a chorros por mi mirada—. Igual que comprendía el miedo de la mayoría de los seres con los que se había cruzado; el miedo que hacía de un hombre su montura y lo arrastraba donde quería. El miedo que se había jurado domar y que, en el peor de los casos, confiaba en convertir en un aliado, en una amante.

—Escucha —dijo—, nos preocuparemos por estos detalles cuando llegue el momento. Estábamos convencidos de que esta región estaba infestada de dragones. Sin embargo, ni tú ni yo hemos visto siquiera la cola de uno. De modo que tratemos primero de rastrear a nuestra presa, y luego nos ocuparemos de cómo matarla. Además, ¿quién sabe? ¡Podría ser que fueras tú quien me ayudara a vencer!

—¡Eso es! ¡Golpeándolo con uno de mis libros! ¡Ya me habían dicho que eran pesados e irritantes, pero nunca hasta ese punto! ¡Oh, Dios, dime por qué he venido aquí!

—El amor por la literatura —me dijo Morgennes con aire burlón.

Lo peor era que tenía razón. Yo había empezado, hacía algunos años, un relato corto en el que narraba las proezas de mi amigo. Luego lo había abandonado para escribir otra historia, inspirada en Filomena y Ovidio. De hecho, si hoy estaba aquí, era por fidelidad y por curiosidad. Por ganas de ver. Y por sentido del deber —tenía una deuda con Morgennes, y si quería matar a un dragón, yo, Chrétien de Troyes, tenía el deber de ayudarle, incluso si no había ningún dragón.

—¡Esto es una locura!

—Tal vez —dijo Morgennes—. ¡Pero tal vez no!

Me liberé de su abrazo. La determinación, la generosidad de mi amigo, no habían disminuido ni una pulgada. Inclinándome hacia el suelo, cogí nieve con mis manos y la apreté para formar una bola. Luego lancé la bola de nieve tan lejos como pude hacia el cielo, como en otro tiempo, en Arras, había lanzado mis huevos hacia el firmamento.

—¡Pues bien —exclamé—, vayamos a matar dragones! ¡Y si son ellos los que nos matan, qué importa, que revienten de una indigestión!

La bola de nieve se elevó en el aire, muy arriba, tan arriba que desapareció —hasta que se iluminó una estrella, la primera de la noche—. Me sentí de nuevo sereno. Seguía teniendo el mismo dolor en las sienes —a causa de la altura—, pero ya no tenía tanto miedo. Los dioses estaban de nuestro lado, estaba convencido de ello.

Y además, por encima de todo, estaba Morgennes.

Tras volver a enrollar en torno a sus manos las tiras de tela que le permitían protegerlas del frío, Morgennes se ajustó de nuevo a la espalda las correas de la jaula de Cocotte, su pequeña tienda y su bolsa, y luego se acercó a mí. Tras agacharse a mis pies, me sujetó bruscamente por las piernas, me levantó por encima de su cabeza, me colocó sobre sus hombros, apretó mis muslos contra su pecho y se incorporó en toda su altura.

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