sigue como al maestro su discípulo,
tal que vuestro arte es como de Dios nieto.
Con estas dos premisas, si recuerdas
el principio del Génesis, debemos
ganarnos el sustento con trabajo.
Y al seguir el avaro otro camino,
por éste, a la natura y a sus frutos,
desprecia, y pone en lo otro su esperanza.
Mas sígueme, porque avanzar me place;
que Piscis ya remonta el horizonte
y todo el Carro yace sobre el Coro,
y el barranco a otro sitio se despeña.
Era el lugar por el que descendimos
alpestre y, por aquel que lo habitaba,
cualquier mirada hubiéralo esquivado.
Como son esas ruinas que al costado
de acá de Trento azota el río Adigio,
por terremoto o sin tener cimientos,
que de lo alto del monte, del que bajan
al llano, tan hendida está la roca
que ningún paso ofrece a quien la sube;
de aquel barranco igual era el descenso;
y allí en el borde de la abierta sima,
el oprobio de Creta estaba echado
que concebido fue en la falsa vaca;
cuando nos vio, a sí mismo se mordía,
tal como aquel que en ira se consume.
Mi sabio entonces le gritó: «Por suerte
piensas que viene aquí el duque de Atenas,
que allí en el mundo la muerte te trajo?
Aparta, bestia, porque éste no viene
siguiendo los consejos de tu hermana,
sino por contemplar vuestros pesares.»
Y como el toro se deslaza cuando
ha recibido ya el golpe de muerte,
y huir no puede, mas de aquí a allí salta,
así yo vi que hacía el Minotauro;
y aquel prudente gritó: «Corre al paso;
bueno es que bajes mientras se enfurece.»
Descendimos así por el derrumbe
de las piedras, que a veces se movían
bajo mis pies con esta nueva carga.
Iba pensando y díjome: «Tú piensas
tal vez en esta ruina, que vigila
la ira bestial que ahora he derrotado.
Has de saber que en la otra ocasión
que descendí a lo hondo del infierno,
esta roca no estaba aún desgarrada;
pero sí un poco antes, si bien juzgo,
de que viniese Aquel que la gran presa
quitó a Dite del círculo primero,
tembló el infecto valle de tal modo
que pensé que sintiese el universo
amor, por el que alguno cree que el mundo
muchas veces en caos vuelve a trocarse;
y fue entonces cuando esta vieja roca
se partió por aquí y por otros lados.
Mas mira el valle, pues que se aproxima
aquel río sangriento, en el cual hierve
aquel que con violencia al otro daña.»
¡Oh tú, ciega codicia, oh loca furia,
que así nos mueves en la corta vida,
y tan mal en la eterna nos sumerges!
Vi una amplia fosa que torcía en arco,
y que abrazaba toda la llanura,
según lo que mi guía había dicho.
Y por su pie corrían los centauros,
en hilera y armados de saetas,
como cazar solían en el mundo.
Viéndonos descender, se detuvieron,
y de la fila tres se separaron
con los arcos y flechas preparadas.
Y uno gritó de lejos: «¿A qué pena
venís vosotros bajando la cuesta?
Decidlo desde allí, o si no disparo.»
«La respuesta —le dijo mi maestro—
daremos a Quirón cuando esté cerca:
tu voluntad fue siempre impetuosa.»
Después me tocó, y dijo: «Aquel es Neso,
que murió por la bella Deyanira,
contra sí mismo tomó la venganza.
Y aquel del medio que al pecho se mira,
el gran Quirón, que fue el ayo de Aquiles;
y el otro es Folo, el que habló tan airado.
Van a millares rodeando el foso,
flechando a aquellas almas que abandonan
la sangre, más que su culpa permite.»
Nos acercamos a las raudas fieras:
Quirón cogió una flecha, y con la punta,
de la mejilla retiró la barba.
Cuando hubo descubierto la gran boca,
dijo a sus compañeros; «¿No os dais cuenta
que el de detrás remueve lo que pisa?
No lo suelen hacer los pies que han muerto.»
Y mi buen guía, llegándole al pecho,
donde sus dos naturas se entremezclan,
respondió: «Está bien vivo, y a él tan sólo
debo enseñarle el tenebroso valle:
necesidad le trae, no complacencia.
Alguien cesó de cantar Aleluya,
y ésta nueva tarea me ha encargado:
él no es ladrón ni yo alma condenada.
Mas por esta virtud por la cual muevo
los pasos por camino tan salvaje,
danos alguno que nos acompañe,
que nos muestre por dónde se vadea,
y que a éste lleve encima de su grupa,
pues no es alma que viaje por el aire.»
Quirón se volvió atrás a la derecha,
y dijo a Neso: «Vuelve y dales guía,
y hazles pasar si otro grupo se encuentran.»
Y nos marchamos con tan fiel escolta
por la ribera del bullir rojizo,
donde mucho gritaban los que hervían.
Gente vi sumergida hasta las cejas,
y el gran centauro dijo: « Son tiranos
que vivieron de sangre y de rapiña:
lloran aquí sus daños despiadados;
está Alejandro, y el feroz Dionisio
que a Sicilia causó tiempos penosos.
Y aquella frente de tan negro pelo,
es Azolino; y aquel otro rubio,
es Opizzo de Este, que de veras
fue muerto por su hijastro allá en el mundo.»
Me volví hacia el poeta y él me dijo:
«Ahora éste es el primero, y yo el segundo.»
Al poco rato se fijó el Centauro
en unas gentes, que hasta la garganta
parecían, salir del hervidero.
Díjonos de una sombra ya apartada:
«En la casa de Dios aquél hirió—
el corazón que al Támesis chorrea.»
Luego vi gentes que sacaban fuera
del río la cabeza, y hasta el pecho;
y yo reconocí a bastantes de ellos.
Asi iba descendiendo poco a poco
aquella sangre que los pies cocía,
y por allí pasamos aquel foso.
«Así como tú ves que de esta parte
el hervidero siempre va bajando,
—dijo el centauro— quiero que conozcas
que por la otra más y más aumenta
su fondo, hasta que al fin llega hasta el sitio
en donde están gimiendo los tiranos.
La diving justicia aquí castiga
a aquel Atila azote de la tierra
y a Pirro y Sexto; y para siempre ordeña
las lágrimas, que arrancan los hervores,
a Rinier de Corneto, a Rinier Pazzo
qué en los caminos tanta guerra hicieron.»
Volvióse luego y franqueó aquel vado.
Neso no había aún vuelto al otro lado,
cuando entramos nosotros por un bosque
al que ningún sendero señalaba.
No era verde su fronda, sino oscura;
ni sus ramas derechas, mas torcidas;
sin frutas, mas con púas venenosas.
Tan tupidos, tan ásperos matojos
no conocen las fieras que aborrecen
entre Corneto y Cécina los campos.
Hacen allí su nido las arpías,
que de Estrófane echaron al Troyano
con triste anuncio de futuras cuitas.
Alas muy grandes, cuello y rostro humanos
y garras tienen, y el vientre con plumas;
en árboles tan raros se lamentan.
Y el buen Maestro: «Antes de adentrarte,
sabrás que este recinto es el segundo
—me comenzó a decir— y estarás hasta
que puedas ver el horrible arenal;
mas mira atentamente; así verás
cosas que si te digo no creerías.»
Yo escuchaba por todas partes ayes,
y no vela a nadie que los diese,
por lo que me detuve muy asustado.
Yo creí que él creyó que yo creía
que tanta voz salía del follaje,
de gente que a nosotros se ocultaba.
Y por ello me dijo: «Si tronchases
cualquier manojo de una de estas plantas,
tus pensamientos también romperias.»
Entonces extendí un poco la mano,
y corté una ramita a un gran endrino;
y su tronco gritó: «¿Por qué me hieres?
Y haciéndose después de sangre oscuro
volvió a decir: «Por qué así me desgarras?
¿es que no tienes compasión alguna?
Hombres fuimos, y ahora matorrales;
más piadosa debiera ser tu mano,
aunque fuéramos almas de serpientes.»
Como. una astilla verde que encendida
por un lado, gotea por el otro,
y chirría el vapor que sale de ella,
así del roto esqueje salen juntas
sangre y palabras: y dejé la rama
caer y me quedé como quien teme.
«Si él hubiese creído de antemano
—le respondió mi sabio—, ánima herida,
aquello que en mis rimas ha leído,
no hubiera puesto sobre ti la mano:
mas me ha llevado la increible cosa
a inducirle a hacer algo que me pesa:
mas dile quién has sido, y de este modo
algún aumento renueve tu fama
alli en el mundo, al que volver él puede.»
Y el tronco: «Son tan dulces tus lisonjas
que no puedo callar; y no os moleste
si en hablaros un poco me entretengo:
Yo soy aquel que tuvo las dos llaves
que el corazón de Federico abrían
y cerraban, de forma tan suave,
que a casi todos les negó el secreto;
tanta fidelidad puse en servirle
que mis noches y días perdí en ello.
La meretriz que jamás del palacio
del César quita la mirada impúdica,
muerte común y vicio de las cortes,
encendió a todos en mi contra; y tanto
encendieron a Augusto esos incendios
que el gozo y el honor trocóse en lutos;
mi ánimo, al sentirse despreciado,
creyendo con morir huir del desprecio,
culpable me hizo contra mí inocente.
Por las raras raíces de este leño,
os juro que jamás rompí la fe
a mi señor, que fue de honor tan digno.
Y si uno de los dos regresa al mundo,
rehabilite el recuerdo que se duele
aún de ese golpe que asesta la envidia.»
Paró un poco, y después: «Ya que se calla,
no pierdas tiempo —dijome el poeta—
habla y pregúntale si más deseas.»
Yo respondí: «Pregúntale tú entonces
lo que tú pienses que pueda gustarme;
pues, con tanta aflicción, yo no podría.»
Y así volvió a empezar: «Para que te haga
de buena gana aquello que pediste,
encarcelado espíritu, aún te plazca
decirnos cómo el alma se encadena
en estos troncos; dinos, si es que puedes,
si alguna se despega de estos miembros.»
Sopló entonces el tronco fuememente
trocándose aquel viento en estas voces:
«Brevemente yo quiero responderos;
cuando un alma feroz ha abandonado
el cuerpo que ella misma ha desunido
Minos la manda a la séptima fosa.
Cae a la selva en parte no elegida;
mas donde la fortuna la dispara,
como un grano de espelta allí germina;
surge en retoño y en planta silvestre:
y al converse sus hojas las Arpías,
dolor le causan y al dolor ventana.
Como las otras, por nuestros despojos,
vendremos, sin que vistan a ninguna;
pues no es justo tener lo que se tira.
A rastras los traeremos, y en la triste
selva serán los cuerpos suspendidos,
del endrino en que sufre cada sombra.»
Aún pendientes estábamos del tronco
creyendo que quisiera más contarnos,
cuando de un ruido fuimos sorprendidos,
Igual que aquel que venir desde el puesto
escucha al jabalí y a la jauría
y oye a las bestias y un ruido de frondas;
Y miro a dos que vienen por la izquierda,
desnudos y arañados, que en la huida,
de la selva rompían toda mata.
Y el de delante: «¡Acude, acude, muerte!»
Y el otro, que más lento parecía,
gritaba: «Lano, no fueron tan raudas
en la batalla de Toppo tus piernas.»
Y cuando ya el aliento le faltaba,
de él mismo y de un arbusto formó un nudo.
La selva estaba llena detrás de ellos
de negros canes, corriendo y ladrando
cual lebreles soltados de traílla.
El diente echaron al que estaba oculto
y lo despedazaron trozo a trozo;
luego llevaron los miembros dolientes.
Cogióme entonces de la mano el guía,
y me llevó al arbusto que lloraba,
por los sangrantes rotos, vanamente.
Decía: «Oh Giácomo de Sant' Andrea,
¿qué te ha valido de mí hacer refugio?
¿qué culpa tengo de tu mala vida?»
Cuando el maestro se paró a su lado,
dijo: «¿Quién fuiste, que por tantas puntas
con sangre exhalas tu habla dolorosa?»
Y él a nosotros: «Oh almas que llegadas
sois a mirar el vergonzoso estrago,
que mis frondas así me ha desunido,
recogedlas al pie del triste arbusto.
Yo fui de la ciudad que en el Bautista
cambió el primer patrón: el cual, por esto
con sus artes por siempre la hará triste;
y de no ser porque en el puente de Arno
aún permanece de él algún vestigio,
esas gentes que la reedificaron
sobre las ruinas que Atila dejó,
habrían trabajado vanamente.
Yo de mi casa hice mi cadalso.»
Y como el gran amor del lugar patrio
me conmovió, reuní la rota fronda,
y se la devolví a quien ya callaba.
Al límite llegamos que divide
el segundo recinto del tercero,
y vi de la justicia horrible modo.
Por bien manifestar las nuevas cosas,
he de decir que a un páramo llegamos,
que de su seno cualquier planta ahuyenta.
La dolorosa selva es su guirnalda,