La divina comedia (10 page)

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Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

BOOK: La divina comedia
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hacen otros los remos y otros cuerdas;

quién repara mesanas y trinquetas;

asi, sin fuego, por divinas artes,

bullía abajo una espesa resina,

que la orilla impregnaba en todos lados.

La veía, mas no veía en ella

más que burbujas que el hervor alzaba,

todas hincharse y explotarse luego.

Mientras allá miraba fijamente,

el poeta, diciendo: «¡Atento, atento!»

a él me atrajo del sitio en que yo estaba.

Me volvi entonces como aquel que tarda

en ver aquello de que huir conviene,

y a quien de pronto le acobarda el miedo,

y, por mirar, no demora la marcha;

y un diablo negro vi tras de nosotros,

que por la roca corriendo venía.

¡Ah, qué fiera tenía su apariencia,

y parecían cuán amenazantes

sus pies ligeros, sus abiertas alas!

En su hombro, que era anguloso y soberbio,

cargaba un pecador por ambas ancas,

agarrando los pies por los tendones.

«¡Oh Malasgarras —dijo desde el puente—,

os mando a un regidor de Santa Zita!

Ponedlo abajo, que voy a por otro

a esa tierra que tiene un buen surtido:

salvo Bonturo todos son venales;

del "ita" allí hacen "no" por el dinero.»

Abajo lo tiró, y por el escollo

se volvió, y nunca fue un mastín soltado

persiguiendo a un ladrón con tanta prisa.

Aquél se hundió, y se salía de nuevo;

mas los demonios que albergaba el puente

gritaron: «¡No está aquí la Santa Faz,

y no se nada aquí como en el Serquio!

así que, si no quieres nuestros garfios,

no te aparezcas sobre la resina.»

Con más de cien arpones le pinchaban,

dicen: «Cubierto bailar aquí debes,

tal que, si puedes, a escondidas hurtes.»

No de otro modo al pinche el cocinero

hace meter la carne en la caldera,

con los tridentes, para que no flote.

Y el buen Maestro: «Para que no sepan

que estás agua —me dijo— ve a esconderte

tras una roca que sirva de abrigo;

y por ninguna ofensa que me hagan,

debes temer, que bien conozco esto,

y otras veces me he visto en tales líos.»

Después pasó del puente a la otra parte;

y cuando ya alcanzó la sexta fosa;

le fue preciso un ánimo templado.

Con la ferocidad y con la saña

que los perros atacan al mendigo,

que de pronto se para y limosnea,

del puentecillo aquéllos se arrojaron,

y en contra de él volvieron los arpones;

mas él gritó: «¡Que ninguno se atreva!

Antes de que me pinchen los tridentes,

que se adelante alguno para oírme,

pensad bien si debéis arponearme.»

«¡Que vaya Malacola!» —se gritaron;

y uno salió de entre los otros quietos,

y vino hasta él diciendo: «¿De qué sirve?»

«Es que crees, Malacola, que me habrías

visto venir —le dijo mi maestro—

seguro ya de todas vuestras armas,

sin el querer divino y diestro hado?

Déjame andar, que en el cielo se quiere

que el camino salvaje enseñe a otros.»

Su orgullo entonces fue tan abatido

que el tridente dejó caer al suelo,

y a los otros les dijo: «No tocarlo.»

Y el guía a mí: «Oh tú que allí te encuentras

tras las rocas del puente agazapado,

puedes venir conmigo ya seguro.»

Por lo que yo avancé hasta él deprisa;

y los diablos se echaron adelante,

tal que temí que el pacto no guardaran;

así yo vi temer a los infantes

yéndose, tras rendirse, de Caprona,

al verse ya entre tantos enemigos.

Yo me arrimé con toda mi persona

a mi guía, y los ojos no apartaba

de sus caras que no eran nada buenas.

Inclinaban los garfios: «¿Que le pinche

—decíanse— queréis, en el trasero?»

Y respondían: «Sí, pínchale fuerte.»

Pero el demonio aquel que había hablado

con mi guía, volvióse raudamente,

y dijo: «Para, para, Arrancapelos.»

Luego nos dijo: « Más andar por este

escollo no se puede, pues que yace

todo despedazado el arco sexto;

y si queréis seguir más adelante

podéis andar aquí, por esta escarpa:

hay otro escollo cerca, que es la ruta.

Ayer, cinco horas más que en esta hora,

mil y doscientos y sesenta y seis

años hizo, que aquí se hundió el camino.

Hacia allá mando a alguno de los míos

para ver si se escapa alguno de esos;

id con ellos, que no han de molestaros.

¡Adelante Aligacho, Patasfrías,

—él comenzó a decir— y tú, Malchucho;

y Barbatiesa guíe la decena.

Vayan detrás Salido y Ponzoñoso,

jabalí Colmilludo, Arañaperros,

el Tartaja y el loco del Berrugas.

Mirad en torno de la pez hirviente;

éstos a salvo lleguen al escollo

que todo entero va sobre la fosa.»

«¡Ay maestro, qué es esto que estoy viendo!

—dije— vayamos solos sin escolta,

si sabes ir, pues no la necesito.

Si eres tan avisado como sueles,

¿no ves cómo sus dientes les rechinan,

y su entrecejo males amenaza?»

Y él me dijo: «No quiero que te asustes;

déjalos que rechinen a su gusto,

pues hacen eso por los condenados.»

Dieron la vuelta por la orilla izquierda,

mas primero la lengua se mordieron

hacia su jefe, a manera de seña,

y él hizo una trompeta de su culo.

CANTO XXII

Caballeros he visto alzar el campo,

comenzar el combate, o la revista,

y alguna vez huir para salvarse;

en vuestra tierra he visto exploradores,

¡Oh aretinos! y he visto las mesnadas,

hacer torneos y correr las justas,

ora con trompas, y ora con campanas,

con tambores, y hogueras en castillos,

con cosas propias y también ajenas;

mas nunca con tan rara cornamusa,

moverse caballeros ni pendones,

ni nave al ver una estrella o la tierra.

Caminábamos con los diez demonios,

¡fiera compaña!, mas en la taberna

con borrachos, con santos en la iglesia.

Mas a la pez volvía la mirada,

por ver lo que la bolsa contenía

y a la gente que adentro estaba ardiendo.

Cual los delfines hacen sus señales

con el arco del lomo al marinero,

que le preparan a que el leño salve,

por aliviar su pena, de este modo

enseñaban la espalda algunos de ellos,

escondiéndose en menos que hace el rayo.

Y como al borde del agua de un charco

hay renacuajos con el morro fuera,

con el tronco y las ancas escondidas,

se encontraban así los pecadores;

mas, como se acercaba Barbatiesa,

bajo el hervor volvieron a meterse.

Yo vi, y el corazón se me acongoja,

que uno esperaba, así como sucede

que una rana se queda y otra salta;

Y Arañaperros, que a su lado estaba,

le agarró por el pelo empegotado

y le sacó cual si fuese una nutria.

Ya de todos el nombre conocía,

pues lo aprendí cuando fueron nombrados,

y atento estuve cuando se llamaban.

«Ahora, Berrugas, puedes ya clavarle

los garfios en la espalda y desollarlo»

gritaban todos juntos los malditos.

Y yo: «Maestro, intenta, si es que puedes,

saber quién es aquel desventurado,

llegado a manos de sus enemigos.»

Y junto a él se aproximó mi guía;

preguntó de dónde era, y él repuso:

«Fui nacido en el reino de Navarra.

Criado de un señor me hizo mi madre,

que me había engendrado de un bellaco,

destructor de si mismo y de sus cosas.

Después fui de la corte de Teobaldo:

allí me puse a hacer baratertas;

y en este caldo estoy rindiendo cuentas.»

Y Colmilludo a cuya boca asoman,

tal jabalí, un colmillo a cada lado,

le hizo sentir cómo uno descosía.

Cayó el ratón entre malvados gatos;

mas le agarró en sus brazos Barbatiesa,

y dijo: « Estaros quietos un momento.»

Y volviendo la cara a mi maestro

«Pregunta —dijo— aún, si más deseas

de él saber, antes que esos lo destrocen».

El guía entonces: «De los otros reos,

di ahora si de algún latino sabes

que esté bajo la pez.» Y él: «Hace poco

a uno dejé que fue de allí vecino.

¡Si estuviese con él aún recubierto

no temería tridentes ni garras!»

Y el Salido: «Esperamos ya bastante»,

dijo, y cogióle el brazo con el gancho,

tal que se llevó un trozo desgarrado.

También quiso agarrarle Ponzoñoso

piernas abajo; mas el decurión

miró a su alrededor con mala cara.

Cuando estuvieron algo más calmados,

a aquel que aún contemplaba sus heridas

le preguntó mi guía sin tardanza:

«¿Y quién es ése a quien enhoramala

dejaste, has dicho, por salir a flote?»

Y aquél repuso: «Fue el fraile Gomita,

el de Gallura, vaso de mil fraudes;

que apresó a los rivales de su amo,

consiguiendo que todos lo alabasen.

Cogió el dinero, y soltóles de plano,

como dice; y fue en otros menesteres,

no chico, mas eximio baratero.

Trata con él maese Miguel Zanque

de Logodoro; y hablan Cerdeña

sin que sus lenguas nunca se fatiguen.

¡Ay de mí! ved que aquél rechina el diente:

más te diría pero tengo miedo

que a rascarme la tiña se aparezcan.»

Y vuelto hacia el Tartaja el gran preboste,

cuyos ojos herirle amenazaban,

dijo: « Hazte a un lado, pájaro malvado.»

«Si queréis conocerles o escucharles

—volvió a empezar el preso temeroso—

haré venir toscanos o lombardos;

pero quietos estén los Malasgarras

para que éstos no teman su venganza,

y yo, siguiendo en este mismo sitio,

por uno que soy yo, haré venir siete

cuando les silbe, como acostumbramos

hacer cuando del fondo sale alguno.»

Malchucho en ese instante alzó el hocico,

moviendo la cabeza, y dijo: «Ved

qué malicia pensó para escaparse.»

Mas él, que muchos trucos conocía

respondió: «¿Malicioso soy acaso,

cuando busco a los míos más tristeza?»

No se aguantó Aligacho, y, al contrario

de los otros, le dijo: «Si te tiras,

yo no iré tras de ti con buen galope,

mas batiré sobre la pez las alas;

deja la orilla y corre tras la roca;

ya veremos si tú nos aventajas.»

Oh tú que lees, oirás un nuevo juego:

todos al otro lado se volvieron,

y el primero aquel que era más contrario.

Aprovechó su tiempo el de Navarra;

fijó la planta en tierra, y en un punto

dio un salto y se escapó de su preboste.

Y por esto, culpables se sintieron,

más aquel que fue causa del desastre,

que se marchó gritando: «Ya te tengo.»

Mas de poco valió, pues que al miedoso

no alcanzaron las alas: se hundió éste,

y aquél alzó volando arriba el pecho.

No de otro modo el ánade de golpe,

cuando el halcón se acerca, se sumerge,

y éste, roto y cansado, se remonta.

Airado Patasfrías por la broma,

volando atrás, lo cogió, deseando

que aquél huyese para armar camorra;

y al desaparecer el baratero,

volvió las garras a su camarada,

tal que con él se enzarzó sobre el foso.

Fue el otro gavilán bien amaestrado,

sujetándole bien, y ambos cayeron

en la mitad de aquel pantano hirviente.

Los separó el calor a toda prisa,

pero era muy difícil remontarse,

pues tenían las alas pegajosas.

Barbatiesa, enfadado cual los otros,

a cuatro hizo volar a la otra parte,

todos con grafios y muy prestamente.

Por un lado y por otro descendieron:

echaron garfios a los atrapados,

que cocidos estaban en la costra,

y asi enredados los abandonamos.

CANTO XXIII

Callados, solos y sin compañía

caminábamos uno tras del otro,

lo mismo que los frailes franciscanos.

Vuelto había a la fábula de Esopo

mi pensamiento la presente riña,

donde él habló del ratón y la rana,

porque igual que «enseguida» y «al instante»,

se parecen las dos si se compara

el principio y el fin atentamente.

Y, cual de un pensamiento el otro sale,

así nació de aquel otro después,

que mi primer espanto redoblaba.

Yo así pensaba: «Si estos por nosotros

quedan burlados con daño y con befa,

supongo que estarán muy resentidos.

Si sobre el mal la ira se acrecienta,

ellos vendrán detrás con más crueldad

que el can lleva una liebre con los dientes.»

Ya sentía erizados los cabellos

por el miedo y atrás atento estaba

cuando dije: «Maestro, si escondite

no encuentras enseguida, me amedrentan

los Malasgarras: vienen tras nosotros:

tanto los imagino que los siento.»

Y él: «Si yo fuese de azogado vidrio,

tu imagen exterior no copiaría

tan pronto en mí, cual la de dentro veo;

tras mi pensar el tuyo ahora venía,

con igual acto y con la misma cara,

que un único consejo hago de entrambos.

Si hacia el lado derecho hay una cuesta,

para poder bajar a la otra bolsa,

huiremos de la caza imaginada.»

Este consejo apenas proferido,

los vi venir con las alas extendidas,

no muy de lejos, para capturarnos.

De súbito mi guía me cogió

cual la madre que al ruido se despierta

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