siendo yo el sexto entre tan grandes sabios.
Así anduvimos hasta aquella luz,
hablando cosas que callar es bueno,
tal como era el hablarlas allí mismo.
Al pie llegamos de un castillo noble,
siete veces cercado de altos muros,
guardado entorno por un bello arroyo.
Lo cruzamos igual que tierra firme;
crucé por siete puertas con los sabios:
hasta llegar a un prado fresco y verde.
Gente había con ojos graves, lentos,
con gran autoridad en su semblante:
hablaban poco, con voces suaves.
Nos apartamos a uno de los lados,
en un claro lugar alto y abierto,
tal que ver se podían todos ellos.
Erguido allí sobre el esmalte verde,
las magnas sombras fuéronme mostradas,
que de placer me colma haberlas visto.
A Electra vi con muchos compañeros,
y entre ellos conocí a Héctor y a Eneas,
y armado a César, con ojos grifaños.
Vi a Pantasilea y a Camila,
y al rey Latino vi por la otra parte,
que se sentaba con su hija Lavinia.
Vi a Bruto, aquel que destronó a Tarquino,
a Cornelia, a Lucrecia, a Julia, a Marcia;
y a Saladino vi, que estaba solo;
y al levantar un poco más la vista,
vi al maestro de todos los que saben,
sentado en filosófica familia.
Todos le miran, todos le dan honra:
y a Sócrates, que al lado de Platón,
están más cerca de él que los restantes;
Demócrito, que el mundo pone en duda,
Anaxágoras, Tales y Diógenes,
Empédocles, Heráclito y Zenón;
y al que las plantas observó con tino,
Dioscórides, digo; y via Orfeo,
Tulio, Livio y al moralista Séneca;
al geómetra Euclides, Tolomeo,
Hipócrates, Galeno y Avicena,
y a Averroes que hizo el «Comentario».
No puedo detallar de todos ellos,
porque así me encadena el largo tema,
que dicho y hecho no se corresponden.
El grupo de los seis se partió en dos:
por otra senda me llevó mi guía,
de la quietud al aire tembloroso
y llegué a un sitio en donde nada luce.
Así bajé del círculo primero
al segundo que menos lugar ciñe,
y tanto más dolor, que al llanto mueve.
Allí el horrible Minos rechinaba.
A la entrada examina los pecados;
juzga y ordena según se relíe.
Digo que cuando un alma mal nacida
llega delante, todo lo confiesa;
y aquel conocedor de los pecados
ve el lugar del infierno que merece:
tantas veces se ciñe con la cola,
cuantos grados él quiere que sea echada.
Siempre delante de él se encuentran muchos;
van esperando cada uno su juicio,
hablan y escuchan, después las arrojan.
«Oh tú que vienes al doloso albergue
—me dijo Minos en cuanto me vio,
dejando el acto de tan alto oficio—;
mira cómo entras y de quién te fías:
no te engañe la anchura de la entrada.»
Y mi guta: «¿Por qué le gritas tanto?
No le entorpezcas su fatal camino;
así se quiso allí donde se puede
lo que se quiere, y más no me preguntes.»
Ahora comienzan las dolientes notas
a hacérseme sentir; y llego entonces
allí donde un gran llanto me golpea.
Llegué a un lugar de todas luces mudo,
que mugía cual mar en la tormenta,
si los vientos contrarios le combaten.
La borrasca infernal, que nunca cesa,
en su rapiña lleva a los espíritus;
volviendo y golpeando les acosa.
Cuando llegan delante de la ruina,
allí los gritos, el llanto, el lamento;
allí blasfeman del poder divino.
Comprendí que a tal clase de martirio
los lujuriosos eran condenados,
que la razón someten al deseo.
Y cual los estorninos forman de alas
en invierno bandada larga y prieta,
así aquel viento a los malos espiritus:
arriba, abajo, acá y allí les lleva;
y ninguna esperanza les conforta,
no de descanso, mas de menor pena.
Y cual las grullas cantando sus lays
largas hileras hacen en el aire,
así las vi venir lanzando ayes,
a las sombras llevadas por el viento.
Y yo dije: «Maestro, quién son esas
gentes que el aire negro así castiga?»
«La primera de la que las noticias
quieres saber —me dijo aquel entonces—
fue emperatriz sobre muchos idiomas.
Se inclinó tanto al vicio de lujuria,
que la lascivia licitó en sus leyes,
para ocultar el asco al que era dada:
Semíramis es ella, de quien dicen
que sucediera a Nino y fue su esposa:
mandó en la tierra que el sultán gobierna.
Se mató aquella otra, enamorada,
traicionando el recuerdo de Siqueo;
la que sigue es Cleopatra lujuriosa.
A Elena ve, por la que tanta víctima
el tiempo se llevó, y ve al gran Aquiles
que por Amor al cabo combatiera;
ve a Paris, a Tristán.» Y a más de mil
sombras me señaló, y me nombró, a dedo,
que Amor de nuestra vida les privara.
Y después de escuchar a mi maestro
nombrar a antiguas damas y caudillos,
les tuve pena, y casi me desmayo.
Yo comencé: «Poeta, muy gustoso
hablaría a esos dos que vienen juntos
y parecen al viento tan ligeros.»
Y él a mí: «Los verás cuando ya estén
más cerca de nosotros; si les ruegas
en nombre de su amor, ellos vendrán.»
Tan pronto como el viento allí los trajo
alcé la voz: «Oh almas afanadas,
hablad, si no os lo impiden, con nosotros.»
Tal palomas llamadas del deseo,
al dulce nido con el ala alzada,
van por el viento del querer llevadas,
ambos dejaron el grupo de Dido
y en el aire malsano se acercaron,
tan fuerte fue mi grito afectuoso:
«Oh criatura graciosa y compasiva
que nos visitas por el aire perso
a nosotras que el mundo ensangrentamos;
si el Rey del Mundo fuese nuestro amigo
rogaríamos de él tu salvación,
ya que te apiada nuestro mal perverso.
De lo que oír o lo que hablar os guste,
nosotros oiremos y hablaremos
mientras que el viento, como ahora, calle.
La tierra en que nací está situada
en la Marina donde el Po desciende
y con sus afluentes se reúne.
Amor, que al noble corazón se agarra,
a éste prendió de la bella persona
que me quitaron; aún me ofende el modo.
Amor, que a todo amado a amar le obliga,
prendió por éste en mí pasión tan fuerte
que, como ves, aún no me abandona.
El Amor nos condujo a morir juntos,
y a aquel que nos mató Caína espera.»
Estas palabras ellos nos dijeron.
Cuando escuché a las almas doloridas
bajé el rostro y tan bajo lo tenía,
que el poeta me dijo al fin: «tQué piensas?»
Al responderle comencé: «Qué pena,
cuánto dulce pensar, cuánto deseo,
a éstos condujo a paso tan dañoso.»
Después me volví a ellos y les dije,
y comencé: «Francesca, tus pesares
llorar me hacen triste y compasivo;
dime, en la edad de los dulces suspiros
¿cómo o por qué el Amor os concedió
que conocieses tan turbios deseos?»
Y repuso: «Ningún dolor más grande
que el de acordarse del tiempo dichoso
en la desgracia; y tu guía lo sabe.
Mas si saber la primera raíz
de nuestro amor deseas de tal modo,
hablaré como aquel que llora y habla:
Leíamos un día por deleite,
cómo hería el amor a Lanzarote;
solos los dos y sin recelo alguno.
Muchas veces los ojos suspendieron
la lectura, y el rostro emblanquecía,
pero tan sólo nos venció un pasaje.
Al leer que la risa deseada
era besada por tan gran amante,
éste, que de mí nunca ha de apartarse,
la boca me besó, todo él temblando.
Galeotto fue el libro y quien lo hizo;
no seguimos leyendo ya ese día.»
Y mientras un espiritu así hablaba,
lloraba el otro, tal que de piedad
desfallecí como si me muriese;
y caí como un cuerpo muerto cae.
Cuando cobré el sentido que perdí
antes por la piedad de los cuñados,
que todo en la tristeza me sumieron,
nuevas condenas, nuevos condenados
veía en cualquier sitio en que anduviera
y me volviese y a donde mirase.
Era el tercer recinto, el de la lluvia
eterna, maldecida, fría y densa:
de regla y calidad no cambia nunca.
Grueso granizo, y agua sucia y nieve
descienden por el aire tenebroso;
hiede la tierra cuando esto recibe.
Cerbero, fiera monstruosa y cruel,
caninamente ladra con tres fauces
sobre la gente que aquí es sumergida.
Rojos los ojos, la barba unta y negra,
y ancho su vientre, y uñosas sus manos:
clava a las almas, desgarra y desuella.
Los hace aullar la lluvia como a perros,
de un lado hacen al otro su refugio,
los míseros profanos se revuelven.
Al advertirnos Cerbero, el gusano,
la boca abrió y nos mostró los colmillos,
no había un miembro que tuviese quieto.
Extendiendo las palmas de las manos,
cogió tierra mi guía y a puñadas
la tiró dentro del bramante tubo.
Cual hace el perro que ladrando rabia,
y mordiendo comida se apacigua,
que ya sólo se afana en devorarla,
de igual manera las bocas impuras
del demonio Cerbero, que así atruena
las almas, que quisieran verse sordas.
Íbamos sobre sombras que atería
la densa lluvia, poniendo las plantas
en sus fantasmas que parecen cuerpos.
En el suelo yacían todas ellas,
salvo una que se alzó a sentarse al punto
que pudo vernos pasar por delante.
«Oh tú que a estos infiernos te han traído
—me dijo— reconóceme si puedes:
tú fuiste, antes que yo deshecho, hecho.»
«La angustia que tú sientes —yo le dije—
tal vez te haya sacado de mi mente,
y así creo que no te he visto nunca.
Dime quién eres pues que en tan penoso
lugar te han puesto, y a tan grandes males,
que si hay más grandes no serán tan tristes.»
Y él a mfí «Tu ciudad, que tan repleta
de envidia está que ya rebosa el saco,
en sí me tuvo en la vida serena.
Los ciudadanos Ciacco me llamasteis;
por la dañosa culpa de la gula,
como estás viendo, en la lluvia me arrastro.
Mas yo, alma triste, no me encuentro sola,
que éstas se hallan en pena semejante
por semejante culpa», y más no dijo.
Yo le repuse: «Ciacco, tu tormento
tanto me pesa que a llorar me invita,
pero dime, si sabes, qué han de hacerse
de la ciudad partida los vecinos,
si alguno es justo; y dime la razón
por la que tanta guerra la ha asolado.»
Y él a mí: «Tras de largas disensiones
ha de haber sangre, y el bando salvaje
echará al otro con grandes ofensas;
después será preciso que éste caiga
y el otro ascienda, luego de tres soles,
con la fuerza de Aquel que tanto alaban.
Alta tendrá largo tiempo la frente,
teniendo al otro bajo grandes pesos,
por más que de esto se avergüence y llore.
Hay dos justos, mas nadie les escucha;
son avaricia, soberbia y envidia
las tres antorchas que arden en los pechos.»
Puso aquí fin al lagrimoso dicho.
Y yo le dije: «Aún quiero que me informes,
y que me hagas merced de más palabras;
Farinatta y Tegghiaio, tan honrados,
Jacobo Rusticucci, Arrigo y Mosca,
y los otros que en bien obrar pensaron,
dime en qué sitio están y hazme saber,
pues me aprieta el deseo, si el infierno
los amarga, o el cielo los endulza.»
Y aquél: « Están entre las negras almas;
culpas varias al fondo los arrojan;
los podrás ver si sigues más abajo.
Pero cuando hayas vuelto al dulce mundo,
te pido que a otras mentes me recuerdes;
más no te digo y más no te respondo.»
Entonces desvió los ojos fijos,
me miró un poco, y agachó la cara;
y a la par que los otros cayó ciego.
Y el guía dijo: «Ya no se levanta
hasta que suene la angélica trompa,
y venga la enemiga autoridad.
Cada cual volverá a su triste tumba,
retomarán su carne y su apariencia,
y oirán aquello que atruena por siempre.»
Así pasamos por la sucia mezcla
de sombras y de lluvia a paso lento,
tratando sobre la vida futura.
Y yo dije: «Maestro, estos tormentos
crecerán luego de la gran sentencia,
serán menores o tan dolorosos?»
Y él contestó: «Recurre a lo que sabes:
pues cuanto más perfecta es una cosa
más siente el bien, y el dolor de igual modo,
Y por más que esta gente maldecida
la verdadera perfección no encuentre,
entonces, más que ahora, esperan serlo.»
En redondo seguimos nuestra ruta,
hablando de otras cosas que no cuento;
y al llegar a aquel sitio en que se baja
encontramos a Pluto: el enemigo.
«¡Papé Satán, Papé Satán aleppe!»
dijo Pluto con voz enronquecida;
y aquel sabio gentil que todo sabe,
me quiso confortar: «No te detenga
el miedo, que por mucho que pudiese
no impedirá que bajes esta roca.»
Luego volvióse a aquel hocico hinchado,