y dijo: «Cállate maldito lobo,
consúmete tú mismo con tu rabia.
No sin razón por el infierno vamos:
se quiso en lo alto allá donde Miguel
tomó venganza del soberbio estupro.»
Cual las velas hinchadas por el viento
revueltas caen cuando se rompe el mástil,
tal cayó a tierra la fiera cruel.
Así bajamos por la cuarta fosa,
entrando más en el doliente valle
que traga todo el mal del universo.
¡Ah justicia de Dios!, ¿quién amontona
nuevas penas y males cuales vi,
y por qué nuestra culpa así nos triza?
Como la ola que sobre Caribdis,
se destroza con la otra que se encuentra,
así viene a chocarse aquí la gente.
Vi aquí más gente que en las otras partes,
y desde un lado al otro, con chillidos,
haciendo rodar pesos con el pecho.
Entre ellos se golpean; y después
cada uno volvíase hacia atrás,
gritando «¿Por qué agarras?, ¿por qué tiras?»
Así giraban por el foso tétrico
de cada lado a la parte contraria,
siempre gritando el verso vergonzoso.
Al llegar luego todos se volvían
para otra justa, a la mitad del círculo,
y yo, que estaba casi conmovido,
dije: «Maestro, quiero que me expliques
quienes son éstos, y si fueron clérigos
todos los tonsurados de la izquierda.»
Y él a mí. «Fueron todos tan escasos
de la razón en la vida primera,
que ningún gasto hicieron con mesura.
Bastante claro ládranlo sus voces,
al llegar a los dos puntos del círculo
donde culpa contraria los separa.
Clérigos fueron los que en la cabeza
no tienen pelo, papas, cardenales,
que están bajo el poder de la avaricia.»
Y yo: «Maestro, entre tales sujetos
debiera yo conocer bien a algunos,
que inmundos fueron de tan grandes males.»
Y él repuso: «Es en vano lo que piensas:
la vida torpe que los ha ensuciado,
a cualquier conocer los hace oscuros.
Se han de chocar los dos eternamente;
éstos han de surgir de sus sepulcros
con el puño cerrado, y éstos, mondos;
mal dar y mal tener, el bello mundo
les ha quitado y puesto en esta lucha:
no empleo mas palabras en contarlo.
Hijo, ya puedes ver el corto aliento,
de los bienes fiados a Fortuna,
por los que así se enzarzan los humanos;
que todo el oro que hay bajo la luna,
y existió ya, a ninguna de estas almas
fatigadas podría dar reposo.»
«Maestro —dije yo—, dime ¿quién es esta
Fortuna a la que te refieres
que el bien del mundo tiene entre sus garras?»
Y él me repuso: «Oh locas criaturas,
qué grande es la ignorancia que os ofende;
quiero que tú mis palabras incorpores.
Aquel cuyo saber trasciendo todo,
los cielos hizo y les dio quien los mueve
tal que unas partes a otras se ilulninan,
distribuyendo igualmente la luz;
de igual modo en las glorias mundanales
dispuso una ministra que cambiase
los bienes vanos cada cierto tiempo
de gente en gente y de una a la otra sangre,
aunque el seso del hombre no Lo entienda;
por Lo que imperan unos y otros caen,
siguiendo los dictámenes de aquella
que está oculta en la yerba tal serpiente.
Vuestro saber no puede conocerla;
y en su reino provee, juzga y dispone
cual las otras deidades en el suyo.
No tienen tregua nunca sus mudanzas,
necesidad la obliga a ser ligera;
y aún hay algunos que el triunfo consiguen.
Esta es aquella a la que ultrajan tanto,
aquellos que debieran alabarla,
y sin razón la vejan y maldicen.
Mas ella en su alegría nada escucha;
feliz con las primeras criaturas
mueve su esfera y alegre se goza.
Ahora bajemos a mayor castigo;
caen las estrellas que salían cuando
eché a andar, y han prohibido entretenerse.»
Del círculo pasamos a otra orilla
sobre una fuente que hierve y rebosa
por un canal que en ella da comienzo.
Aquel agua era negra más que persa;
y, siguiendo sus ondas tan oscuras,
por extraño camino descendimos.
Hasta un pantano va, llamado Estigia,
este arroyuelo triste, cuando baja
al pie de la maligna cuesta gris.
Y yo, que por mirar estaba atento,
gente enfangada vi en aquel pantano
toda desnuda, con airado rostro.
No sólo con las manos se pegaban,
mas con los pies, el pecho y la cabeza,
trozo a trozo arrancando con los dientes.
Y el buen maestro: «Hijo, mira ahora
las almas de esos que venció la cólera,
y también quiero que por cierto tengas
que bajo el agua hay gente que suspira,
y al agua hacen hervir la superficie,
como dice tu vista a donde mire.
Desde el limo exclamaban: «Triste hicimos
el aire dulce que del sol se alegra,
llevando dentro acidïoso humo:
tristes estamos en el negro cieno.»
Se atraviesa este himno en su gaznate,
y enteras no les salen las palabras.
Así dimos la vuelta al sucio pozo,
entre la escarpa seca y lo de enmedio;
mirando a quien del fango se atraganta:
y al fin llegamos al pie de una torre.
Digo, para seguir, que mucho antes
de llegar hasta el pie de la alta torre,
se encaminó a su cima nuestra vista,
porque vimos allí dos lucecitas,
y otra que tan de lejos daba señas,
que apenas nuestros ojos la veían.
Y yo le dije al mar de todo seso:
«Esto ¿qué significa? y ¿qué responde
el otro foco, y quién es quien lo hace?»
Y él respondió: «Por estas ondas sucias
ya podrás divisar lo que se espera,
si no lo oculta el humo del pantano.»
Cuerda no lanzó nunca una saeta
que tan ligera fuese por el aire,
como yo vi una nave pequeñita
por el agua venir hacia nosotros,
al gobierno de un solo galeote,
gritando: «Al fin llegaste, alma alevosa.»
«Flegias, Flegias, en vano estás gritando
díjole mi señor en este punto—;
tan sólo nos tendrás cruzando el lodo.»
Cual es aquel que gran engaño escucha
que le hayan hecho, y luego se contiene,
así hizo Flegias consumido en ira.
Subió mi guía entonces a la barca,
y luego me hizo entrar detrás de él;
y sólo entonces pareció cargada.
Cuando estuvimos ambos en el leño,
hendiendo se marchó la antigua proa
el agua más que suele con los otros.
Mientras que el muerto cauce recorríamos
uno, lleno de fango vino y dijo:
«¿Quién eres tú que vienes a destiempo?»
Y le dije: « Si vengo, no me quedo;
pero ¿quién eres tú que estás tan sucio?»
Dijo: «Ya ves que soy uno que llora.»
Yo le dije: «Con lutos y con llanto,
puedes quedarte, espíritu maldito,
pues aunque estés tan sucio te conozco.»
Entonces tendió al leño las dos manos;
mas el maestro lo evitó prudente,
diciendo: «Vete con los otros perros.»
Al cuello luego los brazos me echó,
besóme el rostro y dijo: «!Oh desdeñoso,
bendita la que estuvo de ti encinta!
Aquel fue un orgulloso para el mundo;
y no hay bondad que su memoria honre:
por ello está su sombra aquí furiosa.
Cuantos por reyes tiénense allá arriba,
aquí estarán cual puercos en el cieno,
dejando de ellos un desprecio horrible.»`
Y yo: «Maestro, mucho desearía
el verle zambullirse en este caldo,
antes que de este lago nos marchemos.»
Y él me repuso: «Aún antes que la orilla
de ti se deje ver, serás saciado:
de tal deseo conviene que goces.»
Al poco vi la gran carnicería
que de él hacían las fangosas gentes;
a Dios por ello alabo y doy las gracias.
«¡A por Felipe Argenti!», se gritaban,
y el florentino espiritu altanero
contra sí mismo volvía los dientes.
Lo dejamos allí, y de él más no cuento.
Mas el oído golpeóme un llanto,
y miré atentamente hacia adelante.
Exclamó el buen maestro: «Ahora, hijo,
se acerca la ciudad llamada Dite,
de graves habitantes y mesnadas.»
Y yo dije: «Maestro, sus mezquitas
en el valle distingo claramente,
rojas cual si salido de una fragua
hubieran.» Y él me dijo: «El fuego eterno
que dentro arde, rojas nos las muestra,
como estás viendo en este bajo infierno.»
Así llegamos a los hondos fosos
que ciñen esa tierra sin consuelo;
de hierro aquellos muros parecían.
No sin dar antes un rodeo grande,
llegamos a una parte en que el barquero
«Salid —gritó con fuerza— aquí es la entrada.»
Yo vi a más de un millar sobre la puerta
de llovidos del cielo, que con rabia
decían: «¿Quién es este que sin muerte
va por el reino de la gente muerta?»
Y mi sabio maestro hizo una seña
de quererles hablar secretamente.
Contuvieron un poco el gran desprecio
y dijeron: « Ven solo y que se marche
quien tan osado entró por este reino;
que vuelva solo por la loca senda;
pruebe, si sabe, pues que tú te quedas,
que le enseñaste tan oscura zona.»
Piensa, lector, el miedo que me entró
al escuchar palabras tan malditas,
que pensé que ya nunca volvería.
«Guía querido, tú que más de siete
veces me has confortado y hecho libre
de los grandes peligros que he encontrado,
no me dejies —le dije— así perdido;
y si seguir mas lejos nos impiden,
juntos volvamos hacia atrás los pasos.»
Y aquel señor que allí me condujera
«No temas —dijo— porque nuestro paso
nadie puede parar: tal nos lo otorga.
Mas espérame aquí, y tu ánimo flaco
conforta y alimenta de esperanza,
que no te dejaré en el bajo mundo.»
Así se fue, y allí me abandonó
el dulce padre, y yo me quedé en duda
pues en mi mente el no y el sí luchaban.
No pude oír qué fue lo que les dijo:
mas no habló mucho tiempo con aquéllos,
pues hacia adentro todos se marcharon.
Cerráronle las puertas los demonios
en la cara a mi guía, y quedó afuera,
y se vino hacia mí con pasos lentos.
Gacha la vista y privado su rostro
de osadía ninguna, y suspiraba:
«¡Quién las dolientes casa me ha cerrado!»
Y él me dijo: «Tú, porque yo me irrite,
no te asustes, pues venceré la prueba,
por mucho que se empeñen en prohibirlo.
No es nada nueva esta insolencia suya,
que ante menos secreta puerta usaron,
que hasta el momento se halla sin cerrojos.
Sobre ella contemplaste el triste escrito:
y ya baja el camino desde aquélla,
pasando por los cercos sin escolta,
quien la ciudad al fin nos hará franca.
El color que sacó a mi cara el miedo
cuando vi que mi guía se tornaba,
lo quitó de la suya con presteza.
Atento se paró como escuchando,
pues no podía atravesar la vista
el aire negro y la neblina densa.
«Deberemos vencer en esta lucha
—comenzó él— si no... Es la promesa.
¡Cuánto tarda en llegar quien esperamos.»
Y me di cuenta de que me ocultaba
lo del principio con lo que siguió,
pues palabras distintas fueron éstas;
pero no menos miedo me causaron,
porque pensaba que su frase trunca
tal vez peor sentido contuviese.
« ¿En este fondo de la triste hoya
bajó algún otro, desde el purgatorio
donde es pena la falta de esperanza?»
Esta pregunta le hice y: «Raramente
—él respondió— sucede que otro alguno
haga el camino por el que yo ando.
Verdad es que otra vez estuve aquí,
por la cruel Eritone conjurado,
que a sus cuerpos las almas reclamaba.
De mí recién desnuda era mi sombrío,
cuando ella me hizo entrar tras de aquel muro,
a traer un alma del pozo de Judas.
Aquel es el más bajo, el más sombrío,
y el lugar de los cielos más lejano;
bien sé el camino, puedes ir sin miedo.
Este pantano que gran peste exhala
en torno ciñe la ciudad doliente,
donde entrar no podemos ya sin ira.»
Dijo algo más, pero no lo recuerdo,
porque mi vista se había fijado
en la alta torre de cima ardorosa,
donde al punto de pronto aparecieron
tres sanguinosas furias infernales
que cuerpo y porte de mujer tenían,
se ceñían con serpientes verdes;
su pelo eran culebras y cerastas
con que peinaban sus horribles sienes:
Y él que bien conocía a las esclavas
de la reina del llanto sempiterno
Las Feroces Erinias —dijo— mira:
Meguera es esa del izquierdo lado,
esa que llora al derecho es Aleto;
Tesfone está en medio.» Y más no dijo.
Con las uñas el pecho se rasgaban,
y se azotaban, gritando tan alto,
que me estreché al poeta, temeroso.
«Ah, que venga Medusa a hacerle piedra
—las tres decían mientras me miraban—
malo fue el no vengarnos de Teseo.»
«Date la vuelta y cierra bien los ojos;
si viniera Gorgona y la mirases
nunca podrías regresar arriba.»
Asf dijo el Maestro, y en persona
me volvió, sin fiarse de mis manos,
que con las suyas aún no me tapase.