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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (44 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Hacía días que Keedair había aterrizado con la nave de prueba en el hangar, y las cuadrillas de obreros de la construcción ya habían terminado su trabajo en las instalaciones. Los barracones para los esclavos ya estaban terminados y acondicionados, y ya se habían asignado las primeras cuadrillas.

Llevaron hasta allí maquinaria pesada, mesas taller y equipos de soldadura, junto con todas las herramientas que se le ocurrieron a Venport. En el interior del gran hangar, el carguero bulboso descansaba sobre su soporte, anclado por unos cables. A Venport le recordaba a un paciente anestesiado al que van a operar… y era Norma quien obraría el milagro.

La bondadosa y entregada Norma. La conocía casi desde que nació… ¿cómo podía haber estado tan ciego?

Aquella cálida noche de luna, Venport cruzó la zona de investigación. En el interior, Norma se había instalado en tres de las oficinas más grandes, que anteriormente pertenecieron a los administradores de la antigua mina. Aunque Venport se había asegurado personalmente de que tuviera unas habitaciones confortables en uno de los edificios exteriores, Norma casi nunca estaba allí.

Siempre había trabajado de forma obsesiva, y ahora que podía realizar su sueño mucho más. A pesar de las importantes inversiones que había hecho en el proyecto, Venport sabía que Norma necesitaría tiempo antes de poder probar la nave, seguramente más de un año.

Pero ¿qué es un año cuando se mira el conjunto? Aun así, a Venport le parecía demasiado tiempo para estar lejos de ella.

Llevaba un ramo de rosas frescas procedentes de los jardines privados de lord Bludd en Starda, aunque parecía que a Norma no le importaban mucho esas cosas. Venport no acaba de creer lo que estaba haciendo… pero era lo que quería.

Como siempre, se veía luz en las habitaciones de cálculos de Norma. Era muy tarde, y sin embargo, ella seguía absorta en sus ecuaciones y sus inventos. Venport meneó la cabeza con tristeza, pero sonrió. Nunca era buen momento para ir a hablar con Norma. Estaba igual de ocupada a cualquier hora del día; a veces pasaba días enteros sin dormir; comía y bebía lo justo para seguir adelante.

Pero así era Norma. Y no esperaba cambiarla.

No obstante, tenía que decirle lo que sentía. Supuso que le sorprendería tanto como le había sorprendido a él. Siempre la había tenido cerca, había aceptado alegremente su baja estatura y sus rasgos bastos, sin verla en ningún momento como mujer.

¿Por qué no se había dado cuenta antes? Durante años había sido el compañero reproductivo de la escultural y hermosa jefa de las hechiceras de Rossak, había permitido que lo tratara como una mascota. ¿Y adonde le había llevado eso? La belleza exterior de Zufa no se reflejaba en su corazón, en cambio Norma tenía toda su belleza en su interior.

Venport llamó solemnemente a la puerta de las salas de cálculos, mientras repasaba en silencio lo que quería decir. No esperaba que le abriera enseguida, así que probó si la puerta estaba abierta. La puerta se abrió y Venport entró lentamente. Sentía los nervios en el estómago, ¡como si fuera un adolescente!

Norma estaba sentada en una silla flotante ajustable que la mantenía a una altura adecuada ante la mesa de trabajo. Las mesas y las sillas normales nunca le iban bien. A Venport le maravillaba pensar lo bien que se las arreglaba a pesar de vivir en un universo pensado para gente físicamente más grande, y sin quejarse. Su increíble intelecto compensaba de sobra su falta de estatura. A ella no le importaba, así que ¿por qué iba a importarle a él?

Venport se dio cuenta de que había muchas razones para que la apreciara más que a una amiga. Durante mucho tiempo lo que sentía por ella se pareció más al amor por un hijo, y no sabía muy bien cuándo se produjo el cambio. Sí, él era diez años mayor, y había sido el compañero de apareamiento que había elegido su madre. Pero ¿qué importancia tenía una década? Unos cuantos miles de días. No gran cosa. El apreciaba a Norma por lo que era, y creía que había llegado el momento de hablarle abiertamente de sus sentimientos.

Al principio, Norma estaba tan absorta que no se dio cuenta de que él estaba allí. Durante unos momentos, Venport permaneció en pie a su lado, con las flores en la mano, estudiándola. El delicado aroma de las rosas de Bludd impregnaba sus fosas nasales. Había sujetado cuidadosamente una piedra de soo a los tallos, la misma gema cara que en una ocasión trató de regalar a su madre. Pero Zufa Cenva miró aquella fruslería con forma de huevo con el ceño fruncido y despreció sus supuestas cualidades para centrar la mente y los pensamientos. La hechicera insistió en que no necesitaba ninguna ayuda. Seguramente Zufa era incapaz de apreciar un gesto que viniera del corazón.

En cambio, Norma vería que la piedra de soo y las rosas eran hermosas, algo precioso. Y sabría apreciar la intención con que se las llevaba.

Si al menos pudiera llamar su atención.

Pero ella, como un caballo con anteojeras, seguía con la vista fija en la larga hoja llena de números. Cada pocos segundos, introducía una leve modificación en el documento.

—Te quiero, Norma Cenva —soltó finalmente—. Cásate conmigo. Es lo que quiero, de verdad.

Ella siguió trabajando, como si hubiera cerrado todos sus sentidos al exterior, salvo el de la vista. Parecía tan embebida, tan… hermosa en su concentración. Con un suspiro, Venport empezó a andar por la sala observándola. Finalmente Norma se desperezó un poco. De pronto lo miró, pestañeando.

—¡Aurelius! —No se había dado cuenta de que estaba allí.

Venport sentía que tenía la cara caliente, pero se armó de valor.

—Tengo una pregunta importante que hacerte. He estado esperando el momento más oportuno. —Le ofreció el ramo de flores; ella lo acercó a su rostro, aspirando su dulce aroma, y luego observó las flores, como si nunca se hubiera fijado en las rosas. Con suavidad, tocó la extrañamente maravillosa piedra soo sujeta a las flores y admiró la profundidad de sus colores como si fuera el mismísimo universo. Entonces sus ojos marrones le miraron con expresión inquisitiva.

—Quiero que seas mi esposa. Te quiero. Supongo que es evidente desde hace mucho tiempo, pero no había querido admitirlo.

Norma tardó unos momentos en comprender lo que le estaba diciendo; sus ojos se llenaron de lágrimas, de sorpresa e incredulidad.

—Pero Aurelius… sabes que nunca he pensado en esas cosas. Amor, cortejo… incluso sexo. No he tenido ninguna experiencia, ni la oportunidad. Son… —trató de encontrar las palabras— conceptos extraños para mí.

—Por el momento solo tienes que pensarlo. Eres la persona más inteligente que conozco. Sabrás encontrar la mejor solución. Confío en ti. —Sonrió con afecto.

Ella se sonrojó complacida.

—Esto es… tan inesperado. Nunca habría pensado que…

—Norma, mañana me voy. No podía esperar. Tenía que preguntártelo.

Ella siempre lo había visto como un amigo, un apoyo, como un hermano mayor. Pero nunca se había planteado un amor más profundo entre ellos… no porque no quisiera, sino porque jamás había imaginado aquella posibilidad. Se miró las manos pequeñas, los dedos chatos.

—Pero…
¿yo?
No soy una mujer atractiva, Aurelius. ¿Por qué quieres casarte conmigo?

—Te lo he dicho.

Ella apartó la mirada. Aquello era demasiado para asimilarlo de una vez. Sus pensamientos eran un torbellino. Era perturbador. Ya ni siquiera se acordaba de los cálculos que tenía en la cabeza hacía unos momentos.

—Pero… tengo demasiado trabajo que hacer, y no sería justo para ti. No puedo permitirme… distracciones.

—El matrimonio conlleva sacrificios.

—Un matrimonio basado en el sacrificio solo puede llevar al resentimiento. —Sus ojos se encontraron con los de él, y Norma meneó la cabeza con obstinación—. No nos precipitemos. Tenemos que sopesar todas las implicaciones.

—Confía en mí, Norma. Esto no es un experimento en el que puedes controlar los diferentes factores con antelación. Yo también soy un hombre ocupado. Y sé que tu trabajo significa mucho para ti. Mis obligaciones con mi empresa nos mantendrán alejados durante largos períodos, pero eso también te dará el tiempo que necesitas para trabajar. Por lo menos, piénsalo con la cabeza pero deja que el corazón decida.

Ella sonrió y entonces, sobresaltada, bajó la vista a un calendario que tenía sobre la mesa.

—Oh, ¿tan pronto tienes que partir hacia Arrakis?

—Así tendrás tiempo para pensar. Hemos esperado muchos años; puedo esperar un poco más. Si dices que tendrás en cuenta mi propuesta, sé que la estudiarás con la mayor diligencia posible. —Venport soltó la suave y lisa piedra de soo y se la entregó—. Entretanto, ¿querrás aceptar este regalo como muestra de nuestra amistad?

—Por supuesto. —Sus dedos acariciaron la superficie lisa y nacarada de la piedra. Norma sonrió con pesar—. ¿Lo ves? Ya me has distraído. Aunque es agradable. Aurelius, ¿de verdad soy tan despistada que no había reparado en tus sentimientos hacia mí?

—Sí. —Venport sonrió—. Y te lo prometo, cuando vuelva, mis sentimientos no habrán cambiado.

Ahora, a muchos meses de distancia de Poritrin y de Norma, Venport se desplazaba por el desierto de Arrakis en una aeronave de exploración, acompañado por sus guardas mercenarios. No necesitaba al naib Dhartha en aquella expedición. Su atención estaba puesta en el paisaje monótono.

Su larga experiencia le hacía pensar en términos de control de costes. Siempre buscaba la forma de evitar intermediarios derrochadores en sus diferentes empresas. El acceso directo era la clave de unos buenos beneficios, tanto si se trataba de productos farmacéuticos, como de globos de luz o melange.

Hasta ese momento, dado que los zensuníes estaban dispuestos a correr riesgos y decían conocer los duros territorios de Arrakis, Venport y Keedair habían evitado organizar ellos mismos las operaciones de recolección. Pero ¿y si VenKee Enterprises contrataba a trabajadores externos y dirigía aquellas operaciones directamente, saltándose al naib Dhartha y todos los problemas que conllevaba?

La aeronave se sacudió al pasar por unas turbulencias. En el compartimiento de al lado, los mercenarios insultaron al piloto que Venport había contratado en el puerto espacial de Arrakis City, pero el hombre no les hizo caso. Gueye d’Pardu era un extraplanetario que emigró a Arrakis muy joven y se hizo guía, aunque no tenía mucho trabajo en aquel planeta tan aislado. D’Pardu había prometido encontrar
arenas de especia
exóticamente bellas para Venport.

En el horizonte, el polvo oscurecía el sol de primera hora de la mañana e impedía que se filtraran sus colores. El altavoz del compartimiento del pasajero chisporroteó a causa de la estática: el piloto se dignó dirigirse a ellos.

—Tenemos una tormenta ahí delante. El satélite meteorológico indica que se aleja en dirección al Tanzerouft, así que en principio no nos afectará. Aunque conviene que estemos al tanto.

—¿Qué es el Tanzerouft? —preguntó Venport.

—El desierto profundo. Es una zona muy peligrosa.

Durante una hora siguieron avanzando. La aeronave se deslizó siguiendo la línea de la cordillera rocosa, luego giró en dirección al sol rojizo y salió a la extensión descubierta del desierto.

En la aldea, Venport había oído cómo los nativos hablaban de Arrakis como si fuera un ser vivo con su propio espíritu. La idea le había hecho gracia, pero ahora, mientras volaban sobre las dunas, se preguntó si aquella gente no tendría razón. Tenía una extraña sensación, como si alguien le observara. Él y los pocos hombres que le acompañaban estaban aislados allí. Eran vulnerables…

El paisaje tostado empezó a cambiar y reveló remolinos de color marrón óxido y ocre.

—Arenas de especia —dijo D’Pardu.

Con sus carnes fofas y la papada, el guía parecía fuera de lugar en un planeta donde la mayoría de la gente parecía desecada.

—Da la sensación de que algo ha levantado la tierra —señaló Venport—. Supongo que es el viento.

—En el desierto es mejor no suponer nada —dijo D’Pardu.

En una parada, por una de las ventanillas Venport vio una figura sinuosa que se desplazaba sin esfuerzo entre las dunas. Las arenas se movían, como si acabaran de despertar de un prolongado sopor. Un escalofrío recorrió su columna.

—¿Qué demonios es eso? Dioses… ¿son gusanos de arena? —Se inclinó hacia delante asombrado. Había oído hablar de aquellas enormes bestias, que causaban casi los mismos estragos que los forajidos entre las cuadrillas de recolectores de especia, pero jamás había visto ninguna.

El guía frunció el ceño, mostrando nuevas arrugas en su cara arrugada y ajada.

—Demonios del desierto.

Allá abajo, la sinuosa y grisácea bestia se ondulaba como una hilera de colinas vivientes, levantándose por encima de las dunas y volviendo a sumergirse a una velocidad increíble, al paso de la aeronave.

—¡Miradle la espalda! —exclamó uno de los guardas—. ¿Habéis visto esas figuras? ¡Son personas! ¡Hay personas montando a los gusanos!

—Es imposible —dijo D’Pardu con un suspiro, pero siguió mirando y se quedó sin palabras.

El polvo los alcanzó y emborronó el paisaje, pero a Venport aún le parecía ver las diminutas figuras, pequeñas motitas… humanos, sin duda. Era imposible domesticar a aquellos monstruos.

D’Pardu gritó:

—Será mejor que nos vayamos. Tengo un mal presentimiento. —Las ráfagas de viento empezaron a zarandear la nave.

Venport estaba totalmente de acuerdo con el guía.

—Sí, sácanos de aquí.

La aeronave dio media vuelta y volvió hacia Arrakis City. La tormenta de arena los persiguió como si fuera un cielo vivo y sensible, y ellos se aventuraron por lugares desconocidos. Durante todo el camino los guardas estuvieron charlando de lo que habían visto. Esa noche, en los bares del puerto espacial, quienes les escucharan seguramente se reirían de su historia.

Pero Venport lo había visto con sus propios ojos. Si los beneficios de la melange no fueran tan grandes, jamás se habría arriesgado a hacer negocios allí. ¿Quién era capaz de enfrentarse a una gente que podía sobrevivir en un sitio dejado de la mano de Dios?

¡Cabalgan gusanos gigantes!

45

Nada es nunca lo que parece. Con las ecuaciones adecuadas, puedo demostrarlo.

N
ORMA
C
ENVA
,
Filosofía matemática

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