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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (47 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Por razones similares, evitaba el tipo de compromiso que había entre Xavier y Octa. Además de la identidad de su padre cimek, Vor también mantenía en secreto su casi inmortalidad. Tener que ver cómo la mujer con quien se casara envejecía y moría sin poder hacer nada… Por el momento se tomaba cada día, cada planeta y cada relación sin preocupaciones.

La misión que le llevaba a Caladan era establecer un puesto de observación. En el último medio siglo se habían avistado naves robóticas en el sistema en numerosas ocasiones, no muy lejos de donde la familia de Xavier Harkonnen fue atacada y asesinada por los cimek hacía cuarenta y tres años. Caladan ya había enviado representantes a Salusa Secundus para anunciar que los pueblos de pescadores y las ciudades costeras querían formar un gobierno y unirse a la Liga de Nobles.

Vor quería establecer una presencia de la Yihad, que actuaría de freno si Omnius se decidía a agredir el planeta abiertamente. Por el momento, el fervor de la Yihad mantenía a las máquinas en situación defensiva, pero la supermente llevaba siglos haciendo planes. Nadie podía saber qué nuevo paso daría el supercerebro. Las fuerzas de la Liga tenían que estar preparadas.

Aunque ostentaba un alto rango, Vor no esperaba un respeto incuestionable. No deseaba que sus soldados lo saludaran o lo trataran con una especial deferencia; por ese motivo y por comodidad, solía vestir con ropa informal, sin insignias. Durante las sesiones de estrategia del Consejo de la Yihad podía ser un primero, pero en su tiempo libre quería relacionarse de igual a igual con viejos y nuevos amigos.

Se llevaba perfectamente con la gente corriente, le encantaba armar jaleo con los aldeanos en juegos deportivos improvisados, o apostar con los mejores, ganar o perder la paga de un mes en una partida de
fleur de lys
u otros juegos. Trabajaba muy duro por la guerra, y ponía casi el mismo empeño en su tiempo libre. Y, en aquel planeta, mientras buscaba el mejor lugar para establecer un puesto militar, tendría tiempo de sobra para relajarse.

Los pueblecitos de pescadores de Caladan eran pintorescos y rústicos, la gente construía sus botes y pintaba las velas con símbolos de la familia. No tenían satélites meteorológicos que los guiaran, así que estudiaban los patrones del viento e incluso se basaban en la salinidad del aire para predecir las tormentas. Sabían en qué temporada había mejor pesca, y dónde encontrar las conchas y las algas comestibles que formaban la base de su dieta.

En aquellos momentos, después de haber pasado tres días explorando diversos cabos por la zona norte en busca de un posible emplazamiento, Vor contemplaba los botes que volvían mientras el sol se hundía en el horizonte. En los muelles había toscos altares hechos a mano en memoria de Manion el Inocente cubiertos de flores y conchas coloridas. En uno de ellos supuestamente había un mechón sagrado del cabello del niño.

Vor oía cómo el agua lamía los pilares y sintió una paz que no recordaba desde hacía mucho tiempo. Respiró hondo. A pesar del olor yodado de las algas viejas pegadas a la madera y el hedor del pescado que no se había podido vender y que esperaba para convertirse en fertilizante, le gustaba aquel lugar.

Muchos de sus ingenieros se habían quedado en órbita con las naves para establecer una red de satélites que también pudieran alertar de posibles huracanes a la gente de Caladan. Otros equipos operaban en cabos aislados cerca de los principales pueblos pesqueros, donde construían rígidas torres repetidoras para la red de reconocimiento. Y aún tenían que destinarse más yihadíes a Caladan para labores defensivas.

En aquel pueblecito que había junto al mar, Vor ya había encontrado una taberna cálida y bien iluminada donde los lugareños se reunían cada noche para beber un producto casero obtenido de la fermentación de algas; su sabor recordaba vagamente al de la cerveza amarga, pero era tan potente como un licor fuerte. Vor no tardó en comprobar sus efectos.

En tanto que soldado del ejército de la Yihad, la presencia de Vor Atreides entre aquella gente era como un soplo de aire fresco. Los pescadores le ofrecían bebidas y bocaditos de marisco a cambio de noticias e historias. Él se hacía pasar por
Virk
, el alter ego que había elegido, y en teoría era un ingeniero yihadí normal y corriente. La mayoría del personal de tierra de la Liga ni siquiera conocía su verdadera identidad, y los que sí la conocían la mantenían en secreto.

Conforme la cerveza de algas enturbiaba sus sentidos, Vor se volvió más parlanchín y empezó a contar sus numerosas aventuras, procurando siempre no decir nada de su pasado como humano de confianza en la Tierra ni desvelar su verdadero rango. Por la mirada de adoración de las mujeres, era evidente que le creían; en cambio, la expresión divertida pero escéptica de los hombres dejaba muy claro que pensaban que estaba exagerando. Todas las jóvenes flirteaban y le rondaban, así que Vor supo que esa noche sería bien recibido en alguna cama; ahora solo tenía que decidir en cuál.

Curiosamente, su mirada se iba a menudo hacia una joven que estaba sirviendo las mesas, que ponía cervezas en la barra y entraba y salía constantemente de la cocina con platos de comida. Tenía los ojos del color de una pacana oscura, y una melena castaña y ondulada con un aspecto tan suave y tentador que Vor casi no podía contener el impulso de estirar el brazo y tocarla. La mujer tenía bonitas curvas y era alta, pero lo que más le atraía era la forma ovalada de su rostro y su encantadora sonrisa. Por alguna razón, le recordaba a Serena.

Cuando le tocó a él pagar una ronda de bebidas, la llamó. Los ojos de ella lo miraron con expresión divertida.

—No me extraña que tengas la boca seca, no dejas de decir tonterías.

Los hombres se rieron de buena gana a costa de Vor, y él rió con ellos.

—Vaya, y si te digo que eres muy guapa, ¿también son tonterías?

Ella sacudió sus rizos y le contestó por encima del hombro mientras volvía para ir a buscar las bebidas:

—La tontería más grande de todas.

Algunas de las otras mujeres que había en el bar pusieron mala cara, como si Vor ya las hubiera rechazado.

Los ojos de Vor la siguieron hasta la barra. Ella miró en su dirección, y luego se volvió hacia otro lado.

—Diez créditos para el que me diga su nombre —dijo con descaro, enseñando la moneda.

Los hombres lo dijeron a coro:
Leronica Tergiet
, pero Vor le dio la moneda a un pescador que le dijo más cosas aparte del nombre.

—Su padre se dedica a la pesca de altura, pero odia su trabajo. Compró este negocio, y Leronica se encarga de dirigirlo.

Una de las chicas malcaradas no se separaba de Vor.

—Esa no para quieta ni un momento. Si sigue así dentro de poco estará hecha una vieja. —Su voz se hizo más profunda—. Es un muermo.

—A lo mejor solo necesita que alguien la haga reír.

Cuando Leronica volvió a la mesa con las jarras, Vor levantó la suya para un brindis.

—Por la adorable Leronica Tergiet, que conoce la diferencia entre un cumplido sincero y una tontería.

Ella dejó en la mesa el resto de jarras.

—Veo tan poca sinceridad por aquí que es difícil comparar. No tengo tiempo para escuchar historias absurdas acerca de lugares que jamás veré.

Vor levantó la voz por encima del vocerío del bar.

—Puedo esperar a que tengamos una conversación privada. No te creas que no he visto cómo escuchabas mis relatos por mucho que fingieras no hacerlo.

Ella dio un bufido.

—Después de cerrar aún me queda mucho trabajo. Será mejor que vuelvas a tu limpita y flamante nave.

Vor le dedicó una sonrisa matadora.

—Siempre estoy dispuesto a cambiar una nave limpia por una cama caliente. Esperaré.

Los hombres silbaron, pero Leronica arqueó las cejas.

—Vaya, un hombre paciente. Eso sí que es una novedad por aquí.

Vor no se inmutó.

—Entonces espero que te gusten las novedades.

48

Octa intentó que dejara de creer que el amor es algo predestinado, que solo hay una persona para cada uno de nosotros. Casi lo consiguió, porque estuve a punto de olvidar a Serena.

P
RIMERO
X
AVIER
H
ARKONNEN
,
Reminiscencias

Salusa Secundus era como un oasis en medio de la desolación y la dureza de la guerra, un santuario donde Xavier podía reponer fuerzas antes de volver a partir con el ejército. Sin embargo, en aquellos momentos, mientras salía a toda velocidad del puerto espacial de Zimia en un vehículo terrestre, solo esperaba llegar a tiempo. Acababa de volver del campo de batalla de Ix.

Octa estaba embarazada. Hacía meses que lo sabía —por lo visto, la noche de amor que compartieron el día antes de que él partiera hacia Ix había resultado sorprendentemente fructífera— y el parto era inminente. No había estado presente para el nacimiento de Roella y de Omilia, porque sus obligaciones con la Yihad siempre tenían preferencia, pero Octa tenía cuarenta y seis años, y lo más probable es que hubiera complicaciones. Ella insistió en que no se preocupara, pero consiguió justo lo contrario.

Xavier iba a toda velocidad hacia la propiedad de los Butler, por una sinuosa carretera entre colinas; el sol cada vez estaba más bajo en el horizonte. En cuanto sus ballestas entraron en el sistema, estableció contacto y recibió constantes informes acerca del estado de Octa. Llegaba con el tiempo justo.

Octa había decidido tener el niño en casa, como hizo con sus dos hijas, porque quería que los centros médicos reservaran sus recursos para la guerra, sobre todo para los heridos que esperaban los órganos que tan generosamente enviaban las granjas de órganos tlulaxa.

Tras aparcar en el patio y entrar corriendo en el vestíbulo, Xavier llamó con más emoción de la que normalmente se permitía demostrar.

—¡Octa! ¡Ya estoy aquí!

Uno de los sirvientes salió a recibirlo muy emocionado, señalando hacia arriba.

—Los médicos están con ella. No creo que haya nacido todavía, pero ya falta muy…

Xavier no esperó a que terminara y echó a correr escaleras arriba. Octa estaba en la enorme cama donde habían concebido al bebé. Otra pequeña victoria, símbolo de la persistencia y el triunfo de los humanos. Estaba medio incorporada, con las piernas abiertas, con el rostro cubierto de sudor y crispado a causa del dolor.

Sin embargo, al verle sonrió, como si tratara de convencerse a sí misma de que no era un sueño.

—¡Amor mío! ¿Es esto… lo que tengo que hacer… para conseguir que vuelvas a casa?

Junto a ella, la comadrona sonreía tranquilizadoramente.

—Es una mujer fuerte, todo va bien. En cualquier momento tendrá usted otro hijo, primero.

—Lo dice como si fuera muy fácil. —Octa gimió a causa de una nueva contracción—. Si quiere le cambio el sitio.

—Este es su tercer hijo —dijo la comadrona—, así que tendría que resultar más fácil. Seguramente ni siquiera me necesita.

La madre aferró la mano de la mujer y apretó con fuerza.

—¡Quédese!

Xavier se acercó.

—Si alguien tiene que cogerla de la mano soy yo. —La comadrona se apartó sonriendo y dejó que el marido ocupara su lugar.

Al inclinarse sobre Octa, Xavier pensó en lo maravillosa que seguía siendo su mujer. Llevaba muchos años con ella, pero había pasado buena parte de ese tiempo muy lejos. Era increíble que se conformara con un matrimonio hecho solo de parches.

—¿En qué piensas? —preguntó Octa.

—En lo guapa que eres. Estás radiante.

—Eso es porque estás aquí conmigo.

—Te quiero —le susurró Xavier al oído—. Siento no haber sido el marido que mereces. Incluso cuando estamos juntos, sé que no estoy mucho por ti.

Ella pestañeó y se tocó el vientre hinchado.

—Pues un poco sí que has estado por mí, si no no estaría embarazada. —Otra mueca por una nueva contracción, aunque trató de esbozar una sonrisa valiente.

Pero Xavier no pensaba dejar que lo disculpara tan fácilmente.

—De verdad, siempre estoy cavilando, pensando en esta maldita guerra. La verdadera tragedia es que haya tardado tanto tiempo en apreciar el tesoro que tengo en mi casa.

El rostro de Octa se llenó de lágrimas.

—Nunca he dudado de ti, amor mío. Eres el único hombre al que he querido, y te querría en las condiciones que fueran.

—Tú mereces mucho más, soy un…

Pero antes de que pudiera terminar la frase Octa gritó.

—Aquí viene… la parte difícil —dijo la comadrona corriendo hacia la cama—. Ahora toca empujar. —Xavier supo que la conversación se había acabado.

Veinte minutos después, Xavier tenía en sus brazos a su tercera hija, envuelta en una mantita. Octa ya había elegido un nombre mientras él estaba en Ix, con su aprobación.

—Bienvenida al universo, Wandra —dijo, y por un momento se sintió un hombre completo.

En sus extensas propiedades, Manion Butler siempre se había ocupado de los olivares y los viñedos, y entre misión y misión, Xavier también hacía de terrateniente, igual que los oficiales en la Antigua Roma en tiempos de paz. Xavier disfrutaba cuando estaba en casa en compañía de su familia; entonces podía olvidarse de las perversas máquinas pensantes y los horrores de la Yihad… aunque no fuera por mucho tiempo.

Xavier siempre se había asegurado de que hubiera los suficientes aparceros y capataces para que aquellos cultivos resultaran rentables, pero le encantaba ensuciarse las manos, sentir el sol en la espalda, el sudor en la piel y trabajar la tierra personalmente. En otro tiempo, también Serena disfrutaba cuidando de su jardín, de sus adorables flores. Ahora entendía por qué le atraían tanto la tierra y las plantas. Era algo puro, sin consideraciones políticas, traiciones ni problemas personales. Solo tenía que concentrarse en la tierra fértil y en la vegetación.

Los mirlos revoloteaban entre las hojas verdegrises de los olivos y comían los frutos que los aparceros se habían dejado. Al final de cada hilera de vides había un macizo de caléndulas gigantes. Xavier caminó entre las filas de plantas. Solo su cabeza sobresalía por encima de las vides que crecían enroscándose a los rodrigones y los cables de soporte.

Tal como esperaba, encontró a su suegro trabajando entre las vides, acariciando los racimos de uva que maduraban en aquel clima seco y cálido. El pelo de Manion se había vuelto blanco y su rostro, que en otro tiempo fue regordete, se veía consumido. Pero el virrey retirado tenía una expresión de serenidad y paz que nunca transmitió mientras sirvió al Parlamento de la Liga.

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