La cruzada de las máquinas (20 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Aunque muchos no volverían con sus familias. Como Vergyl…

La sacerdotisa de la Yihad, la viva imagen del poder y la elegancia, avanzó hacia el escenario entre la multitud, saludando a unos y a otros. Como siempre, iba rodeada por un séquito de poderosas serafinas, guardias de la Yipol y ayudantes.

Iblis Ginjo caminaba junto a ella con su traje negro con adornos dorados, con su enorme cabeza bien alta. Xavier lo veía como lo que era, un hombre que en general compartía sus objetivos, pero dispuesto a utilizar métodos de dudosa moral para lograr sus propósitos. Le habría gustado que Serena se diera cuenta, pero estaba cada vez más aislada, y confiaba ciegamente en los informes parciales que le daban sus consejeros.

A un lado del escenario, un centenar de yihadíes uniformados permanecían en posición de firmes. Algunos llevaban las marcas del combate en los vendajes que cubrían su piel o en la expresión atormentada de sus ojos. Los iban a condecorar, aunque en opinión de Xavier habrían estado mejor descansando, recuperándose de los rigores del combate.

Muchos de los soldados de tierra y los mercenarios de Ginaz tenían graves heridas; la mayoría de los que habían logrado escapar de la ballesta de Vergyl sufrían graves quemaduras y habían sobrevivido a duras penas. Para acabar de agravar la situación de los hospitales, otra nave acababa de regresar con una nueva remesa de refugiados de Ix, el Planeta Sincronizado donde la resistencia clandestina apenas lograba sobrevivir a los estragos de los cazadores cimek.

Había sangre, dolor y emergencias médicas suficientes para mantener a los mejores doctores y los más expertos cirujanos de campaña ocupados durante mucho tiempo.

Serena subió al escenario seguida por Iblis. Aunque, a pesar de su reciente intento de asesinato en la Ciudad de la Introspección, no dio muestras de vacilación, iba rodeada de guardias de túnicas blancas, dispuestas a interponerse en la línea de fuego si era necesario.

Serena y el Gran Patriarca se situaron delante de Xavier y Vor, y saludaron a la multitud enfervorecida. Iblis alzó las manos pidiendo silencio, mientras Serena miraba a los soldados. Xavier sintió una descarga al mirar aquellos ojos color lavanda, el rostro adorable y beatífico. Parecía como si estuviera en trance. O… drogada.

—Nos hemos reunido aquí para celebrar una gran victoria. —Las palabras de Serena resonaron desde unos altavoces potentes e invisibles—. El éxito de la defensa de Anbus IV pasará a los anales de la Yihad como uno de nuestros momentos de mayor orgullo. Algún día no habrá más máquinas pensantes que torturen nuestra alma colectiva. Estamos en un momento decisivo y apelo a todos los seres humanos para que contribuyan con su granito de arena. No, apelo a cada uno de vosotros para que haga más que poner un granito de arena.

Serena miró con cordialidad al Gran Patriarca y en sus ojos Xavier vio una adoración y un respeto que aquel hombre no merecía. ¿Es que no se daba cuenta de que la estaba utilizando, que solo le decía lo que ella quería oír?

La voz resonante de Iblis llenó los altavoces de la plaza.

—Como ya hemos demostrado en la Tierra, en Giedi Prime, en la colonia Peridot, Tyndall y ahora en Anbus IV, ¡podemos derrotar a Omnius! Planeta a planeta. Debemos hacernos con los Planetas Sincronizados y liberarlos… y para eso siempre hacen falta voluntarios. Cada mundo de la Liga debe contribuir con sus hombres para que podamos seguir con esta valiente lucha. Hijos e hijas, luchadores de todos los pueblos y planetas libres. Incluso apelo a Ginaz para que proporcione más mercenarios, que tan eficaces han demostrado ser. Que los entrene, los pruebe. Con vuestra ayuda, los planetas de las máquinas pensantes caerán uno detrás de otro por todo el cosmos.

Xavier sintió que el estómago se le revolvía al pensar en su hermanastro, Vergyl; pero mantuvo la compostura. Firme, la viva imagen de un soldado entregado, saludó a la multitud.

Todos los mundos de la Liga de Nobles estaban en alerta máxima. En el último cuarto de siglo, la capital de Zimia había sido objeto de ataques a gran escala en dos ocasiones: durante el asalto inicial de los cimek, cuando Serena no era más que un miembro joven del Parlamento de la Liga, y varios años después de la destrucción de la Tierra. Pero en los dos casos hubo supervivientes.

En el turbulento mar de la Yihad de Serena Butler no había puertos seguros. Su gente no podía confiarse, no podría dejar de mirar a su espalda hasta que el azote de las máquinas fuera eliminado definitivamente.

Mientras caminaba como un ángel por un hospital militar en las afueras de Zimia, Serena se sintió más decidida que nunca. A pesar de los coloridos ramos de flores dedicados a Manion, la visión de los hombres heridos en las camillas la llenó de un sentimiento de urgencia.

En última instancia, las personas eran seres vulnerables, obligados a pasar su vida en unos cuerpos frágiles que las máquinas pensantes podían destruir fácilmente. Su hijo era el ejemplo más famoso, pero el pequeño Manion no fue el primer niño destrozado por las máquinas, ni sería el último. Y había sufrido menos que otros. Serena sabía muy bien de lo que eran capaces Omnius y Erasmo. Pero la muerte de su pequeño había movido a trillones de personas a revolverse contra las máquinas bajo su estandarte. Serena suspiró profundamente al pensar en todos aquellos muertos.

En aquellos momentos iba ataviada con una sencilla bata blanca de hospital; en la solapa llevaba una mano abierta de color rojo que simbolizaba la Liga. Iba de cama en cama, dedicando a cada soldado una sonrisa benevolente, unas palabras suaves, una caricia.

Un hombre había perdido los dos brazos en una explosión y estaba en coma. Cuando estuvo junto a su cama, Serena le puso la mano en el rostro y le dijo lo orgullosa que estaba del sacrificio que había hecho.

Un joven doctor de piel morena se acercó a la camilla y comprobó los signos vitales del paciente en diversos instrumentos. La tarjeta de la solapa lo identificaba como doctor Rajid Suk, uno de los cirujanos de campaña más capaces.

—Lo siento, pero me temo que no puede oíros.

—Oh, sí que me oye. —A través de las yemas de los dedos Serena notó que la mejilla del paciente se crispaba. Los párpados se abrieron. El hombre gimió, confuso y dolorido. Algunos dijeron que había sido un milagro.

—Hay muchos caminos para la curación —dijo el doctor Suk llamando a sus colegas—. Serena, habéis sacado a este hombre del coma.

Cuando el paciente vio las terribles heridas que tenía, empezó a lamentarse. En la cama, tubos y sondas se ajustaron automáticamente para mejorar sus signos vitales. Una enfermera se acercó para pegarle un parche blanco sedante sobre el pecho. La droga pareció calmarle, y el hombre miró a Serena con gesto suplicante. Ella le masajeó la frente, le susurró…

Más tarde, cuando el enfermo se quedó dormido, Serena habló en voz queda con el doctor Suk.

—¿Le someterán a una intervención para sustituir sus extremidades?

—Con tantas batallas, andamos escasos de órganos, extremidades y otras partes sustituibles del cuerpo. Sencillamente, las granjas de órganos tlulaxa no pueden satisfacer tanta demanda. —El doctor meneó la cabeza con pesar—. Podría pasar más de un año antes de que este hombre pueda optar a un órgano.

Serena alzó el mentón con gesto decidido.

—Hablaré con los representantes de Tlulax. Si, como dicen, son nuestros aliados, tendrán que ampliar sus granjas para proporcionarnos lo que necesitamos al precio que sea. En esta lucha por la humanidad deben colaborar estrechamente con nosotros para proteger a aquellos que arriesgan su vida por nuestra libertad, y renunciar si es necesario a los beneficios. —Alzó la voz para que los heridos pudieran oírla—. Os garantizo que todos recibiréis los órganos y extremidades que necesitéis. ¡Se los exigiré a los tlulaxa!

En el hospital, ni una sola persona dudó de su palabra.

Aquella noche, cuatro agentes de la Yipol acompañaron a Iblis Ginjo a una casa de placer impregnada de un humo dulzón y una música extrañamente atonal. En el interior, el pequeño Rekur Van estaba sentado sobre un cojín, como si meditara, sin prestar apenas atención a las lánguidas luces que bailaban sobre las siluetas de las mujeres.

Aunque no le habían invitado, Iblis se instaló sobre un grueso cojín junto al esclavista tlulaxa. El negrero se movió y gruñó, algo agitado. Dejó el trozo de pastel de naranja que estaba comiendo con las manos. Los guardias de la Yipol se sentaron cerca, con aire amenazador, y los ojos del hombre se movieron con nerviosismo.

—Necesito tu ayuda —dijo Iblis, lo bastante bajo para que nadie pudiera oírle. Después de su última incursión en Anbus IV, Rekur Van había informado a Iblis de la presencia de naves de exploración de las máquinas en el sistema—. Yo he salvado tus mejores terrenos de cultivo de esclavos. A cambio, debes hacer algo por mí.

Un camarero se acercó con pasos comedidos y una sonrisa tonta, pero Iblis hizo un gesto con su mano izquierda y dos de sus guardias lo cogieron y lo alejaron enseguida.

Rekur Van miró al Gran Patriarca con una mueca.

—¿Acaso tengo elección?

—Serena Butler ha prometido a sus soldados heridos un mayor número de cargamentos de miembros (brazos, piernas, órganos internos) para quienes los necesiten. Los tlulaxa debéis proporcionar lo que haga falta.

—Pero no tenemos capacidad para eso. —El negrero frunció el ceño—. ¿Cómo ha podido dejar que prometa algo así? ¿Es que ya no controla la Yihad?

—No estaba presente cuando lo dijo, pero ha quedado registrado y ahora debemos procurar que se cumpla. La sacerdotisa de la Yihad no puede romper sus compromisos. Las granjas de órganos de Tlulax empezarán a enviar más cargamentos inmediatamente.

—No será fácil. Necesitaremos más materia prima.

—Tú procura que se haga. El cómo no me interesa. Mi oficina te proporcionará todas las autorizaciones que necesites… y, dada la naturaleza vital de esta misión, estoy seguro de que el ejército de la Yihad te compensará. ¿Qué te parece un incremento del cinco por ciento respecto a tu tarifa habitual?

El comerciante tlulaxa, que en un primer momento se había sentido intimidado ante la magnitud de aquella petición, sonrió.

—Con los incentivos necesarios, se puede hacer cualquier cosa por la Yihad.

—Por supuesto. ¿Tu nave está en el puerto espacial de Zimia?

—Sí. —Rekur Van se limpió unas migas del pecho—. Ya he resuelto los asuntos que me han traído aquí. Tengo intención de partir dentro de tres días.

Iblis se puso en pie, cerniéndose sobre el pequeño tlulaxa, que seguía sentado en su cojín.

—Partirás ahora. —Los guardias de la Yipol lo levantaron.

El Gran Patriarca y su séquito escoltaron al balbuceante comerciante de carne hasta el exterior.

—Mientras no cumplas con este encargo, la Liga de Nobles no volverá a tener tratos contigo.

Ya había hecho una petición similar a los comandantes de las escuelas de mercenarios de Ginaz. Los humanos eran el principal recurso de la Yihad en su lucha contra las máquinas, e Iblis tenía que asegurarse de que las líneas de suministro permanecían abiertas.

Rekur Van sudaba, y parecía nervioso. Sus ojos oscuros se movían a un lado y a otro con inquietud, como si buscaran una vía de escape.

—Me propone un trato muy duro.

Iblis sonrió.

—Me mueve únicamente el interés por la humanidad.

20

Una herramienta empuñada con ignorancia puede convertirse en el arma más peligrosa.

M
AESTRO DE ARMAS
J
AV
B
ARRI

La isla situada en el archipiélago central de Ginaz dormitaba bajo el brumoso cielo de la tarde. La enorme bola del sol pendía sobre un horizonte de aguas azul verdosas. En la orilla de sotavento de una laguna, las aguas templadas lamían la orilla.

El silencio quedó roto por el violento clamor de las armas.

Jool Noret observaba a su padre, que luchaba contra un temible robot de combate. El cuerpo de Zon Noret era todo músculo. Iba descalzo, y sus largos cabellos rubios con canas volaban a su espalda como la cola de un cometa mientras saltaba con un aullido salvaje, acuchillando y golpeando con su espada de impulsos. Su arma, con la forma de una hoja totalmente equilibrada, contenía una célula generadora que emitía unas precisas vibraciones disruptivas a través del metal. Estas vibraciones podían sobrecargar y desconectar los complejos circuitos gelificados de las máquinas pensantes.

El oponente mek de Noret también se movía con rapidez, protegiéndose con sus seis brazos metálicos y utilizando blindajes con toma de tierra y puntales de apoyos no conductores para proteger sus circuitos de su veterano oponente.

El viejo mercenario siguió con su entrenamiento; mostraba a su hijo diferentes técnicas para pulir sus habilidades. Zon había participado en combates tan cruentos en los campos de batalla de la Yihad —el más reciente en la defensa de Anbus IV, donde había resultado herido— que para él aquello era poco más que un juego. El veterano golpeó con fuerza, deslizando la hoja por uno de los seis brazos del robot al tiempo que provocaba una lluvia de chispas, y tocando una sección pequeña pero vulnerable de circuitos autónomos. El brazo quedó inutilizado.

Jool se puso a cantar por la victoria de su padre.

—¡Es lo mejor que has hecho nunca!

—En absoluto, hijo mío. —Zon Noret retrocedió jadeando—. Solo luchas al máximo de tus capacidades cuando está en juego tu vida.

Según las normas, Chirox, el mek de combate, podía reiniciar sus sistemas después de dejar pasar un minuto, pero en opinión de Jool para reparar aquel brazo seguramente habría que llevarlo al taller. Zon respiró hondo dos veces y volvió al ataque con una lluvia de golpes.

El mek se defendió con los cinco brazos que le quedaban.

Cien años atrás, un intrépido explorador de Ginaz en misión de salvamento encontró una nave enemiga destrozada y se llevó aquel robot de combate averiado. La mente de circuitos gelificados del mek fue limpiada y, una vez se reinstaló el programa de combate, Chirox pasó a ser un instructor en el archipiélago de Ginaz y a enseñar técnicas poco ortodoxas pero efectivas contra los robots. Chirox ya no sentía ninguna lealtad hacia la supermente electrónica, y había entrenado diligentemente a cuatro generaciones de mercenarios, incluido Zon Noret. Jool, uno de los numerosos hijos del veterano, seguiría sus pasos.

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