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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (46 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Una vida no sería suficiente. Selim tenía que asegurarse de que misión seguía adelante después de su muerte. Shai-Hulud le enseñaría cómo hacerlo cuando llegara el momento.

Luego despertó con el cuerpo cálido y desnudo de Marha a su lado, aferrándose a él incluso en sueños, como si tuviera miedo de dejarle marchar. Marha se movió en las sombras. Su rostro estaba lleno de curiosidad y aprecio, y absorbía cada detalle de sus lecciones.

—Selim, mi amor, mi marido —dijo, y la última palabra la pronunció casi conteniendo la respiración—. Finalmente he aprendido a verte, a verte de verdad, como hombre y como ser humano. Al principio, me enamoré de la idea de ti, del retrato del héroe, un forajido capaz de ver el futuro con la claridad inamovible de una misión. Pero eres más que eso… eres un mortal con un corazón. Para mí eso te hace más grande que ninguna leyenda.

Él le besó los labios con ternura.

—Entonces, solo tú conoces mi secreto, Marha. Solo tú lo compartirás conmigo y me ayudarás a conservar mi fuerza y a cumplir con mi cometido. —Selim le acarició los cabellos oscuros y le sonrió, feliz por su entrega.

Después de todos aquellos años, el mito y la realidad habían convergido en una misma entidad.

Marha parecía leerle el pensamiento y lo entendió todo antes de que él diera voz a sus dudas.

—¿Has tenido otra visión, mi amor? ¿Qué te preocupa?

El asintió con gesto sombrío.

—Anoche, después de consumir tanta especia, tuve nuevos sueños. —Ella se incorporó en la cama con expresión intensa; pasó de la esposa recién casada a la seguidora entregada lista para recibir nuevas instrucciones.

—Hemos atacado caravanas y abortado los esfuerzos del naib Dhartha para vender melange —dijo Selim—. Pero no he hecho lo suficiente para expulsar a los extraplanetarios. El comercio con la especia aumenta cada día que pasa. No me extraña que Shai-Hulud esté decepcionado conmigo. Me ha encomendado una búsqueda, y por el momento le he fallado.

—El Viejo Hombre del Desierto confía en ti, Selim. ¿Por qué si no te iba a encomendar una tarea tan difícil? —Cuando Marha se incorporó, los ojos de Selim se deslizaron hacia sus pechos perfectos y su piel suave—. Te ayudaremos. Lo daremos todo para que puedas lograr tus objetivos. Esta misión es mucho mayor de lo que ningún hombre solo podría conseguir.

Selim le besó dulcemente la cicatriz y luego se sentó y miró hacia la intensa luminosidad que llegaba del exterior, donde el sol vertía su luz sobre las dunas.

—Quizá es más de lo que un hombre solo puede conseguir, pero no está fuera del alcance de una leyenda.

Con mirada soñadora, el joven Aziz esperó a que su abuelo y el resto de los habitantes de los peñascos se durmieran. Luego reunió las cosas que había ido escondiendo poco a poco, día a día. No hizo ruido, y se escurrió como un muad’dib, uno de los pequeños ratones del desierto que poblaban las grietas y las escarpaduras.

Aquella noche se probaría a sí mismo, no solo por el naib Dhartha, también por Selim Montagusanos. Aunque ninguno de los dos querría que lo dijera, eran sus héroes, los dos eran personas a las que respetaba. El chico veía honor en ambos bandos, y tenía la esperanza de reconciliarlos de alguna forma, por el bien del pueblo zensuní. Era su secreto.

Pero era una tarea tan difícil…

Durante meses, desde que los legendarios bandidos lo habían salvado de una muerte segura en el desierto, Aziz había estado pensando en la vida entre los forajidos. Selim Montagusanos se negaba a ver todas las cosas que el naib Dhartha había hecho por su pueblo. El joven amaba a su abuelo y entendía su severidad; la veía como el precio que había que pagar por aquellas grandes mejoras en la vida de la tribu, los suministros regulares de comida y agua, e incluso algunos lujos que compraban a los mercaderes interestelares.

Pero Selim Montagusanos tenía fuego en la mirada, y el suyo era un honor diferente; tenía un valor y una confianza en la justicia de lo que hacía que ensombrecía las preocupaciones, más provincianas, del naib. Los hombres de Selim lo seguían con apasionamiento, mucho más del que manifestaban los recolectores de especia en su trabajo. Y aquella mujer, Marha, que había huido de su aldea; ahora su vida parecía tener un nuevo sentido. Evidentemente, no se arrepentía de su decisión.

Durante muchas noches, Aziz había soñado con unirse a los bandidos y convertirse en uno de aquellos románticos forajidos. Podría hablar con el Montagusanos y decirle todas las cosas que debería haberle dicho hacía meses, cuando tuvo ocasión. Sus ojos brillaban al pensar en el reto de arreglar el mundo, de cerrar la brecha, de detener aquella destructiva enemistad que tanto había durado ya.

Sí, Aziz podía hacerlo, pero ¿lo aceptaría Selim entre los suyos?

Tal vez… si lograba demostrar alguna habilidad útil para el grupo.

Mientras comunicaba la respuesta del forajido a su abuelo, Aziz trató de suavizar las palabras, de disculparse en nombre de Selim. Aun así, el naib se puso furioso y maldijo al Montagusanos con insultos que no merecía. En lugar de recompensarle por su duro viaje, el naib mandó a su desconcertado nieto solo a sus alojamientos. Durante días lo vigiló de cerca.

Pero Aziz no olvidaba lo que había visto, y su imaginación le mostraba posibilidades que tendría que haber pensado antes. Quería volver. Y, sobre todo, quería volver a sentir aquella exaltación y entusiasmo. Estaba seguro de que podía hacerlo.

Lo había planificado todo cuidadosamente para aquella noche; recordaba lo que Selim había hecho, y estaba convencido de que él podría imitarlo. Después de todo, años atrás, un inexperto y joven paria había descubierto cómo montar a los gusanos de arena sin ayuda de nadie.

En la quietud de la noche, Aziz pasó por donde estaban los apáticos guardas y bajó sigilosamente por un sendero rocoso que se abría a la inmensa depresión de arenas. El dominio de los gusanos de arena. Solo una de las lunas se veía en el cielo, muy baja, e iluminaba muy poco, pero allá en lo alto las estrellas brillaban como los ojos de los ángeles. Aziz echó a correr por la arena, dejando un rastro bien visible. Trató de gritar, pero la arena se abría bajo sus pies, y se sentía como si estuviera nadando en polvo.

Tenía que alejarse lo bastante para que los gusanos pudieran acercarse sin miedo a topar con rocas ocultas. Pero quería permanecer lo bastante cerca de los barrancos para que la gente viera lo que estaba a punto de hacer. Sobre todo su abuelo.

El chico ya llevaba más de una hora andando cuando los colores del amanecer empezaron a teñir el afilado horizonte por el este.

Se apresuró, con la esperanza de estar en posición cuando el sol saliera, y subió a lo alto de una duna que le recordó a una tribuna que había visto una vez en un videolibro que le trajeron de otro planeta. Esperaba que sus cuidadosos pasos no hubieran causado las vibraciones suficientes para atraer a Shai-Hulud… no todavía.

Aziz llevaba consigo una piedra y una vara de metal, junto con una cuerda y un arpón largo y fuerte; mucho más de lo que tenía el joven Selim cuando conquistó por primera vez a las criaturas del desierto. Podía hacerlo.

Con el corazón acelerado, sin vacilar, Aziz se acuclilló en la duna. Hundió el metal en la arena y empezó a golpearlo con la piedra. Los sonidos se extendieron como explosiones, perfectamente audibles en la quietud eterna del desierto.

Cuando el día finalmente rompía, el chico miró atrás, hacia las rocas. En el interior de los salientes, algunos de los zensuníes que dormían le oirían. Esperó la llegada del gran gusano.

Dhartha despertó al oír aquel sonido lejano que venía de las dunas. Con curiosidad y recelo, el viejo líder se vistió rápidamente, pero antes de que pudiera salir de sus habitaciones otro hombre levantó la cortina de la puerta.

—Naib Dhartha, un joven ha salido a las dunas. Creo… parece que se trata de Aziz.

Con el ceño fruncido, Dhartha caminó por los túneles hacia una zona abierta de las cuevas que ofrecía una panorámica del antiguo desierto.

—¿Por qué ha hecho una estupidez semejante? No le he enseñado a hacer eso.

Entonces, de pronto, el entrecano hombre del desierto sospechó, pues recordó la admiración que su nieto había manifestado por el bandido que controlaba a los gusanos de arena. Dhartha se puso a gritar.

—Que algunos hombres salgan a buscar al chico. ¡Corre, antes de que venga un gusano!

Su compañero parecía reacio, pero se dio la vuelta para hacer lo que le decían.

Allá fuera, en las dunas, Aziz seguía tocando. El naib se aferró al borde de piedra con los dedos agarrotados y miró. La luz del sol se derramaba sobre las prístinas dunas. Vio la minúscula línea de puntos de las pisadas de su nieto alejándose hacia el desierto. ¡Qué disparate!

Por el horizonte ya podía verse la ondulación titánica de un gusano que se acercaba. No lograrían llegar a tiempo. Su corazón sintió frío.

—No, Budalá, por favor, no dejes que pase.

Aziz permanecía en lo alto de la duna, sujetando un objeto de metal con la ingenua confianza de un creyente. Dhartha era viejo, pero seguía teniendo buena vista, y vio perfectamente al chico ante las ondas de arena, la estela que el monstruo iba dejando mientras daba vueltas a su alrededor para ir finalmente derecho hacia él con la fuerza destructora de una tormenta del desierto.

Como un escarabajo sobre una roca que quema, Aziz corrió sobre la duna para colocarse en una posición mejor, pero el movimiento del demonio subterráneo hacía que la arena suelta se desprendiera y cayera a los lados. El chico perdió pie y cayó de cabeza. El arpón se le cayó, un destello plateado en la luz de la mañana.

Antes de que pudiera ponerse en pie y recuperar sus herramientas, una boca gigante cubierta de colmillos de cristal se elevó y se elevó, tragando arena y fango… y un bocado de carne humana.

El naib Dhartha miraba con la boca abierta y lágrimas de dolor y de rabia en los ojos. El joven desapareció, convencido de que podía domesticar a los demonios de las dunas, como los montagusanos forajidos que habían pactado con el mismísimo Shaitán.

Selim tiene la culpa de esto.

La bestia se sumergió bajo las arenas y se alejó. Sus movimientos borraron toda señal de lucha.

En su cabeza, como el oscuro aleteo de las alas de un cuervo, le pareció oír la risa amarga y odiosa de Selim Montagusanos.

174 a.C.
Año 28 de la Yihad
Un año después de la conquista de Ix
47

He hecho grandes cosas en mi vida, cosas que van más allá de las aspiraciones de la mayoría de los hombres. Pero por alguna razón nunca he encontrado un hogar o un amor verdadero.

P
RIMERO
V
ORIAN
A
TREIDES
,
carta privada a Serena Butler

Desde sus días de navegación en el
Viajero Onírico
en compañía del robot Seurat, Vor había sido una persona inquieta y no había querido echar raíces en ningún lugar. Movido por la curiosidad y el entusiasmo por la humanidad libre, absorbía el aroma de cada nuevo planeta y lo agregaba a su catálogo de experiencias. Le gustaba ver a la gente, las culturas, los hilos invisibles que unían a las diferentes razas más de lo que jamás podría lograr Omnius con sus Planetas Sincronizados.

En aquel mismo instante, siguiendo silenciosamente su ruta de actualización, Seurat estaría llevando la esfera modificada de Omnius de un planeta a otro, contaminando a la supermente. Era un truco increíble, seguramente el más destructivo de la historia. Xavier habría querido preparar una estrategia en toda regla, rígida y aparatosa, habría hecho que el ejército siguiera a Seurat y golpeara con dureza a cada Planeta Sincronizado debilitado por el virus; pero un plan así habría sido impracticable tácticamente, y seguramente habría alertado a Seurat y a Omnius antes de que el virus pudiera extenderse y causar graves daños con el mínimo de bajas humanas.

Vor dejaría que las máquinas se destruyeran a sí mismas; mientras, él seguiría ocupado con la Yihad más formal.

Nunca había estado en Caladan, un Planeta No Aliado, aislado, rico en agua y apenas poblado. Pero parecía un lugar agradable. Cuando dejó la versión alterada de Omnius en la nave abandonada de Seurat y volvió, Serena Butler había ideado un nuevo plan para la Yihad. Antes de que Xavier volviera de su sorprendente victoria en Ix, Vor se ofreció alegremente para realizar el trabajo de campo.

Durante meses había viajado entre planetas estratégicamente importantes en los límites del territorio de la Liga, buscando lugares donde establecer avanzadillas de la Yihad. Estos mundos desprotegidos seguramente atraerían a las máquinas pensantes como potenciales puntos de apoyo, como había sucedido con Anbus IV.

Cada nuevo lugar que visitaba daba a Vor una perspectiva más amplia del alcance de la guerra y de la razón por la que los humanos debían ganar. A veces, cuando se paraba a pensarlo, no entendía cómo las máquinas de inteligencia artificial habían podido escapar al control de los hombres, cómo era posible que las cosas hubieran llegado a aquel extremo.

En su vida anterior, Vor siempre había admirado la eficacia de las industrias y las ciudades construidas por Omnius, los monumentos en honor a los logros de los titanes. Pero cuando estaba en alguno de los dispersos asentamientos humanos, incluso en los que no estaban afiliados a los mundos de la Liga, sentía una admiración distinta. Los humanos manifestaban felicidad de diferentes maneras: disfrutando de la vida cotidiana, de la buena comida y el vino, de una cama caliente. Se deleitaban con la compañía de los demás, con los diferentes aspectos del amor y la amistad. Manifestaban su fervor y entusiasmo por la Yihad construyendo sentidos monumentos en memoria del hijo de Serena.

No, Vor no se arrepentía de haber dejado atrás su vida como humano de confianza de las máquinas. Y le enorgullecía pensar que había cambiado la galaxia gracias a su decisión de dejar a su padre y rescatar a la pesarosa Serena Butler. Después de aquello se había sentido más vivo que nunca, y más humano.

Solo habría querido cambiar una cosa: que Serena hubiera correspondido a su amor. Pero el corazón de aquella mujer se había convertido en granito, y él había tenido que aceptarlo sin rencores. Su nueva vida de libertad era rica en muchos otros aspectos.

Con su salud y su juventud perpetua, Vor Atreides atraía sin dificultad a nuevas amantes en cada puerto espacial. Algunas eran aventuras de una noche, a otras volvía una y otra vez. Seguramente tenía muchos hijos repartidos por toda la galaxia, pero no habría podido ser un verdadero padre para ellos. Temía posibles represalias de los cimek, y no quería dar a su padre nada por donde atraparlo, así que cuando hacían alguna escala siempre se hacía pasar por un yihadí de bajo rango y no revelaba nunca ni su identidad ni su ascendencia. No por su seguridad, sino por la de ellas…

BOOK: La cruzada de las máquinas
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