Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Vergyl volvió a comunicar, completamente histérico.
—¡Emergencia! ¡Emergencia! Lanzando cápsulas de evacuación. Xavier, luego ya tendrás tiempo para aleccionarme…
Las naves cimek, sabiendo que tenían poco tiempo antes de que el enemigo se reorganizara, lanzaron un tercer ataque contra la maltrecha ballesta y la hicieron pedazos. En el puente de mando, las explosiones hacían volar mamparas y fragmentos por todas partes. Volutas de atmósfera escapaban al espacio como una niebla blanca, en contraste con el intenso anaranjado de las llamas del combustible.
Como si alguien estuviera arrojando semillas, los módulos de evacuación salieron disparados, incluidos los tres del puente.
—Hay que proteger esas cápsulas de evacuación —dijo Xavier—. Prioridad máxima.
—Necesitamos quien nos cubra. —Vor era consciente de la angustia que Xavier sentía por su amado hermano, pero él también había pasado mucho tiempo con el joven tercero, riendo y jugando, oyéndole hablar con añoranza de su mujer y sus hijos en Giedi Prime—. Maldita sea, reagrupaos de una vez.
Finalmente, las otras naves de la Yihad se acercaron lo suficiente para disparar sus armas. Las naves de los cimek sufrieron algunos daños, pero no se replegaron. Al contrario, aquellas despiadadas mentes humanas arriesgaron mucho para asegurarse sus prisioneros: siguieron las cápsulas de evacuación que habían salido del puente de mando de Vergyl.
Vorian Atreides, hijo del general Agamenón, sabía muy bien lo que el enemigo haría a los cautivos. Antes de que pudieran impedirlo, las naves de los cimek rodearon las cápsulas y recogieron una docena de ellas, como hienas arrancando bocados de carne. Entonces, al ver que el fuego combinado de las naves de la Yihad se dirigía contra ellos, dieron la vuelta y huyeron con sus prisioneros.
En un último y desesperado intento, sin saber quién había en las cápsulas capturadas, Vor dijo por los comunicadores:
—¿Los cimek son tan cobardes que huyen del campo de batalla? Habla el primero Vorian Atreides, y me dais asco. Mi padre, el general Agamenón, me enseñó que los humanos eran inferiores, que los cimek siempre podían ganar una batalla. Si eso es cierto, ¿por qué huís?
Con un sobresalto, Vor oyó la profunda voz de Agamenón, que sonó como aceite que hierve lentamente.
—Vorian, también te enseñé que herir al enemigo es mucho más satisfactorio que vencerle directamente. Veremos cuánto dolor podemos infligir a nuestros invitados. Imagino que son amigos tuyos. Voy a disfrutar mucho jugando con ellos.
Cuando las naves de los cimek se alejaban, Xavier Harkonnen aulló de dolor: sabía que jamás volvería a ver a su querido hermanastro.
Vor habló a gritos por el comunicador:
—Vuelve y enfréntate a mí, padre. Podemos acabar con esto ahora mismo. ¿Acaso me tienes miedo?
—En absoluto, Vorian. Solo… solo estoy disfrutando a tu costa.
Las naves enemigas, más veloces, se alejaron de Anbus IV con los cimek al mando, haciendo caso omiso de las provocaciones de Vor. No tardaron en desaparecer.
Hay un millón de formas de hacer la misma pregunta, y un millón de formas de contestarla.
P
ENSADORES
, postulado fundamental
Vergyl Tantor flotaba en el interior de una burbuja de aire, en una atmósfera cero, en el centro de las naves acopladas de los cuatro titanes. Ni siquiera en sus peores pesadillas había vivido nada parecido. Estaba totalmente indefenso. Su piel oscura estaba pegajosa por el sudor, sus ojos marrones se abrían en un intento por mostrarse desafiantes. Ocultaba el terror que sentía tras una endeble máscara de provocación.
Aunque el panorama era desalentador, seguía aferrándose a la esperanza de que Xavier iría a rescatarlo. Pero en su corazón sabía que era imposible. Jamás volvería a ver a Sheel, ni a sus hijos, ni a su pequeña…
En el exterior de la burbuja, los cerebros sin cuerpo de cuatro cimek emitían un resplandor mientras los sensores, guiados por mentrodos, realizaban un escáner visual preliminar y transmitían entre ellos los datos procesados. Agamenón, Juno y Dante, junto con su compañero Beowulf, a quien acababan de aceptar como compañero, escanearon divertidos a la víctima que tenían ante ellos a través de todos los segmentos del espectro. Al resto de prisioneros ya los habían eliminado.
Los cimek habían interrogado a los prisioneros y habían disfrutado enormemente. Juno había desarrollado unos interesantes y altamente efectivos amplificadores de dolor que había probado exhaustivamente con esclavos humanos. El general se había asegurado de llevar los amplificadores con él a Anbus IV para que pudieran tener un uso adecuado. Tenía la esperanza de capturar a su hijo Vorian, que merecía el mayor castigo que un humano fuera capaz de soportar… y más.
Pero tendría que conformarse con aquellos prisioneros.
Dado que era un oficial al servicio del hijo traidor de Agamenón, Vergyl Tantor podía proporcionarle valiosa información sobre el ejército de la Yihad. Hasta el momento se había negado a hablar, pero solo era cuestión de tiempo… y de dolor.
Agamenón vio con placer las gotas de sudor que resbalaban por la oscura piel de Vergyl. Los escáneres indicaban que la temperatura corporal de la víctima aumentaba y el ritmo cardíaco también. Bien.
Durante sus lejanos días de gloria como titán, él y Juno habían perfeccionado el arte de realizar un interrogatorio con éxito. El cimek comprendía muy bien el fanatismo que movía a los hrethgir, y estaba al tanto de sus actividades encubiertas en algunos de los Planetas Sincronizados más débiles. Como Ix, donde, en aquellos momentos, Jerjes seguramente estaba dirigiendo una gran matanza. También había sabido reconocer, antes incluso que Omnius, que la naturaleza del conflicto galáctico había pasado a un plano diferente. Los salvajes humanos ya no se conformaban con una postura defensiva de autoprotección; habían pasado a la agresión directa.
Aunque el prisionero no supiera nada importante, merecía que lo torturaran; sería una forma instructiva de probar los nuevos inventos de Juno para amplificar el dolor.
Si hubiera sido Vorian…
—Bueno, Vergyl Tantor… ¿qué haremos contigo? —Las palabras de Agamenón llenaron la burbuja de supervivencia con un sonido tan estruendoso que el joven trató de taparse los oídos—. ¿Debemos dejarte marchar?
El cautivo frunció el entrecejo, no contestó.
—Quizá tendríamos que dejarlo a la deriva sin soporte vital y ver si es capaz de encontrar el camino de vuelta a Salusa Secundus —propuso Beowulf, ansioso por colaborar.
—Le podríamos prestar uno de nuestros cuerpos espaciales —dijo Dante secamente.
—Evidentemente, primero tendríamos que extraerle el cerebro. ¿Tenemos algún contenedor cerebral de sobra?
—Es una idea interesante —comentó Juno—. Síii. Podemos crear un neocimek a partir de uno de esos fanáticos religiosos. —Desde su nave acoplada, Juno miró a su alrededor—. ¿Quién se ofrece voluntario para extraerle el cerebro?
Casi simultáneamente, los cuatro cimek sacaron cuchillas afiladas de las formas artificiales donde estaban alojados sus cerebros. Largas garras arañaron el exterior de la burbuja transparente de plaz.
—¿Contestarás ahora a nuestras preguntas, amigo? —lo apremió Juno.
Para motivarlo, descargó una sacudida de agonía que hizo que el cautivo se retorciera en la atmósfera ingrávida hasta que sus articulaciones crujieron audiblemente.
Vergyl tenía los ojos vidriosos y desenfocados por el dolor, pero se negó a hablar.
En ese momento, aunque normalmente no era el cimek más violento, Dante sorprendió a sus compañeros. Desde su lado de la nave compuesta, disparó un dardo de precisión a la cabeza del humano. El afilado proyectil le acertó en una mejilla, destrozó los dientes y penetró en la boca.
Vergyl escupió sangre, pero sus gritos cayeron en sensores auditivos mecánicos. Gritó los nombres de su mujer y sus hijos: Sheel, Emilio, Jisp, Ulana. No tenía ninguna esperanza de que pudieran ayudarle, pero pensar en ellos le daba fuerza.
Juno envió otra sacudida de dolor al sistema nervioso del joven, y dijo con tono clínico:
—Ahora siente como si la parte inferior de su cuerpo se estuviera quemando. Puedo prolongar la sensación tanto como quiera. Síiii. Quizá deberíamos alternar estímulos placenteros y dolorosos para aumentar nuestro control sobre él.
Tratando de soportar el dolor, Vergyl levantó el brazo para extraer el dardo de su mejilla ensangrentada, lo arrojó a un lado y puso gesto desafiante. Agamenón se sintió extraordinariamente complacido: aquello significaba que el cautivo se sentía perdido y asustado y no tenía otra forma de defenderse. El dardo flotó por la burbuja ingrávida.
—Tercero Tantor —dijo Agamenón—, ¿durante cuánto tiempo puedes aguantar la respiración? La mayoría de humanos solo aguantan alrededor de un minuto, pero tú pareces joven y fuerte. ¿Crees que podrías aguantar tres minutos, cuatro?
De pronto, la burbuja estalló y el cautivo quedó en el vacío del espacio mientras el aire liberado rugía a su alrededor. Antes de que pudiera perderse en el vacío, Agamenón disparó un pequeño arpón dentado. La punta se clavó en el muslo de Vergyl, atrapándolo como si fuera un pez.
—Bueno, no nos gustaría que te nos fueras flotando.
El grito de Vergyl se perdió en el espacio. Un frío intenso, que le golpeaba desde todos los lados como un martillo, atacó las células de su cuerpo.
Con un movimiento de su brazo de metal segmentado, Agamenón tiró de la cuerda, para que las púas del arpón se clavaran en los músculos de la pierna de la víctima. El general cimek lo trajo de vuelta, selló la burbuja y la llenó de aire.
Vergyl se hizo un ovillo, temblando, tratando de respirar, jadeando por la falta de oxígeno y el dolor. Con las manos entumecidas, trató de sacarse el arpón del muslo. Partículas de sangre flotaban a causa de la baja gravedad y salpicaban el interior de la burbuja.
—Estos métodos tan anticuados… —dijo Dante—. Todavía no hemos aprovechado al máximo los nuevos artilugios de Juno.
—Todavía no hemos acabado con él —terció Agamenón—. Esto podría llevarnos un buen rato.
Sin previo aviso, Agamenón volvió a arrojar a Vergyl al vacío, al tiempo que Juno accionaba sus amplificadores de dolor. El oficial torturado se retorció violentamente como si estuviera tratando de volverse del revés. Los vasos sanguíneos reventaban en sus ojos y sus oídos, pero Vergyl seguía con su actitud desafiante. Cuando se encontró de nuevo flotando en la burbuja, escupió sangre, se atragantó, maldijo. No dejaba de temblar.
Agamenón atravesó la pared de la burbuja con un brazo manipulador para coger al cautivo y acercarlo. Colocó una mano artificial sobre su cabeza y descargó unas agujas de exploración que penetraron en el cráneo y se clavaron en el tejido cerebral.
Vergyl gritó, gimoteo llamando a Xavier y luego perdió el conocimiento.
—Está en un éxtasis de dolor —dijo Juno—. Esto es delicioso.
Entre los cimek circularon murmullos de satisfacción.
—Estas agujas pueden ayudarnos a realizar interrogatorios más directos —le dijo Beowulf a Juno—. Yo he colaborado en su creación, y el robot Erasmo utilizó muchas con sus esclavos para probar el sistema. Por desgracia, los datos no están en un formato que las máquinas pensantes puedan asimilar directamente.
—Pero yo sí —apuntó Agamenón, y luego emitió un sonido despectivo—. El cerebro de este humano está lleno de exageraciones, mentiras y ridícula propaganda inventada por el agitador profesional Iblis Ginjo. Y el caso es que se lo cree de verdad.
—Un montón de información inútil —comentó Juno con un suspiro exagerado—. Tendríamos que matarlo. ¿Me dejas que lo haga yo?
—Vergyl Tantor —dijo Agamenón—, háblame de mi hijo, Vorian Atreides. ¿Era amigo tuyo? ¿Lo respetas como persona?
Los párpados del prisionero se levantaron apenas, y sus labios se movieron. Con sus agudos sensores timpánicos, Agamenón lo oyó susurrar.
—El primero Atreides es… un gran héroe… de la Yihad. Hará que las máquinas demoníacas… paguéis.
Agamenón hundió más las agujas de exploración, haciendo que Vergyl aullara de dolor. Un par de cables penetraron en los ojos desde el interior del cráneo, sujetando las órbitas y haciendo que se hundieran más en la cavidad craneana. El humano se sacudió, suplicó.
—¡Dejadme morir!
—A su debido tiempo —prometió el general—. Pero primero tienes que ayudar a Juno a probar el alcance de su invento.
—Podría llevar un buen rato —dijo Juno con un ronroneo.
De hecho, pasó casi un día entero antes de que Vergyl muriera, para disgusto de los cimek, que seguían pensando en nuevas e interesantes formas de probar a los humanos…
Con tanta artillería, naves de guerra y soldados, nuestros comandantes a menudo olvidan que las ideas pueden ser la mejor arma de todas.
P
ENSADORA
K
WYNA
En el interior de la elevada torre de la pensadora, en la Ciudad de la Introspección, Serena Butler se sentía aislada y segura; allí podía vivir inmersa en la iluminación y el consejo que su corazón tanto anhelaba desde el asesinato de su bebé de once meses. Durante todos aquellos años, la antigua pensadora Kwyna había sido su mentor más valioso, su consejera, su maestra y portavoz.
Pero, sencillamente, algunos problemas no tenían solución.
La filósofa sin cuerpo había tenido una vida completa con forma humana y luego había pasado más de mil años reflexionando acerca de todo lo que había aprendido. A pesar de sus esfuerzos, Serena apenas podía soportar las poderosas revelaciones de Kwyna… aunque sabía que debía intentarlo.
Desde que fue capturada por las máquinas cuando estaba en una misión de rescate en Giedi Prime y tuvo que servir como esclava para el monstruoso robot Erasmo, su vida y la de la raza humana habían dejado de tener sentido.
Serena no quería rendirse a sus dudas e interrogantes. Tenía la esperanza de que Kwyna la ayudara a despejar aquel torbellino interior y a ver las cosas con claridad.
Subió los escalones que llevaban a la torre de Kwyna y despachó a sus serafinas, junto con los leales subordinados que asistían a la pensadora. Todos estaban familiarizados con las frecuentes visitas de Serena, así que la sacerdotisa no tenía que dar explicaciones. Niriem, su serafina más fiel, fue la última en salir. La joven permaneció en la puerta, mirando a Serena con tristeza, como si deseara poder ayudarla de alguna forma. Finalmente se dio la vuelta y se marchó.