—... vivía con su padre. Nunca fue a la escuela. No era mucho mayor que tú cuando empezó a robar, primero cosas pequeñas en la tienda de baratillo, después cosas más grandes. Se acostumbró a ello. Se convirtió en un ladrón. ¿Te he dicho ya que su padre estaba un poco tocado de la cabeza? Pues sí, lo estaba. Completamente chiflado. Shock de bombardeo, según decían. Si le gritabas o metías mucho vuido, se caía Se desplomaba como un ladrillo. Y tenía unas ideas muy locas. Menudo padre, ¿verdad? Cuando Avaña tenía unos veinte años, mató a un hombre. No sólo le mató, le cortó el cuello con una navaja de afeitar. Casi le cortó la cabeza a aquel tipo, un tipo de color, sólo le colgaba de un pedacito de piel. La policía le pescó enseguida, ¡sabían dónde buscar! En la casa de su padre, ¡cómo no! Mooney fue condenado a muerte. A la horca.
Polski levantó de repente la cabeza y dijo:
—Me parece que la lluvia viene hacia aquí.
Permaneció completamente inmóvil, mirando al espacio, durante todo un minuto antes de reemprender su historia. Ahora, miraba fijamente hacia nuestra casa, y la casa parecía devolverle la mirada.
—El día de la ejecución, a Mooney le ataron las manos y le condujeron al patio de la prisión. Era la vieja prisión de la calle Charles, en Boston. Las seis de la mañana. Ya sabes lo mal que se siente uno a las seis de la mañana. Pues así se sentía Mooney, peor, porque sabía que en unos minutos estaría bailando de la cuerda. Le llevaron caminando hasta el patíbulo. Se detuvo al pie de las escaleras y dijo: «Quiero decirle algo a mi padre».
—¿Su padre estaba ahí?
—Sí, señor —Polski volvió hacia mí sus ojos color molusco—. Su padre estaba presente. Era una especie de testigo, pariente cercano, ya sabes. Y Mooney dice: «Traerle aquí, quiero decirle algo». Y tuvieron que concederle su última voluntad. Tenían que conceder lo que quisiera el condenado, fuera lo que fuera. Si pedía pastel de frambuesas y estaban en enero, tenían que conseguirle una vebanada, aunque hubiera que mandarlo desde Florida. Mooney pidió hablar con su padre. El padre se acercó. Mooney le mivó. Le dijo: «Acércate un poco más». El padre se acercó unos pasos más. «Quiero decirte algo al oído», dice Mooney. El padre se puso a su lado, y Mooney se agachó y acercó la cabeza a la de su padre, como haces cuando le hablas al oído a alguien. Entonces, de repente, el padre soltó un grito capaz de despertar a un muerto y se echó atrás tambaleando, con las manos en la cabeza y sin pavar de gritar.
Polski dejó que aquello calara hondo, aunque yo esperaba oírle gritar para enseñarme cómo había sonado.
—¿Qué le había dicho el hijo? —pregunté.
—Nada.
—Pero entonces, ¿por qué gritaba el padre?
Polski se pasó la lengua por los dientes.
—¡Porque Mooney le había avancado la oreja de un mordisco! —dijo—. Todavía la tenía en la boca. La escupió y
entonces
dice: «Eso es por haberme hecho lo que soy».
Vi los labios húmedos de Mooney, la sangre resbalando sobre su barbilla, la orejita arrugada en el suelo.
—Le avancó la oreja de un mordisco a su viejo —dijo Polski.
Se puso en pie.
—«Eso es por haberme hecho lo que soy.»
No me moví de la temblorosa mecedora. Polski había terminado, pero yo quería oír más. Quería una conclusión. Pero la historia había llegado a su fin. Me quedé con la imagen del viejo arrodillado sujetándose la cabeza, y Mooney esperando al pie del patíbulo, y la oreja gris en el suelo como una lámina de cartílago marchito.
—Tu padre es el hombre más intolerable que he visto en mi vida —dijo Polski—. Es un constante dolor de cabeza de la peor especie, un sabelotodo que a veces acierta.
Después, mientras le temblaba todo el serrín que llevaba dentro, añadió:
—Me he dado cuenta de que es peligroso. Díselo, Charlie. Dile que es un hombre peligroso, y que un día de éstos va a conseguir que os matéis todos. Dile que te lo dije. Ahora termina la leche y lárgate.
Cuando llegué de vuelta a casa, Padre estaba sentado en su silla hidráulica. Fumaba un puro a grandes bocanadas. Una nube de humo flotaba como si fuera satisfacción sobre su rostro sonriente. Apartó el humo con la mano.
—¿Qué ha dicho? —Nada.
Padre siguió sonriendo. Negó con un movimiento de cabeza. —De verdad —dije.
—Mientes —dijo en voz baja—. No importa. Pero ¿a quién tratas de proteger? ¿A él o a mí?
Me ardía la cara. Miré fijamente al suelo.
—En veinticuatro horas nada de esto importará —dijo Padre.
Lo último que vi cuando nos alejamos de casa en la camioneta fue una masa de cintas rojas en el rocío de la mañana, colgadas de las ramas más bajas de nuestros árboles. Era justo la hora que sigue al amanecer. En la luz cálida y mortecina todo era gris peludo, menos aquellas cintas de color vivo. Los salvajes las habían puesto allí la noche anterior.
Estábamos sentados a la mesa, cenando, cuando oímos voces y el roce de pies sobre la hierba alta. Padre dijo «Hola» y acudió a la puerta. Cuando encendió la luz exterior, vi más de una docena de caras oscuras agrupadas en la escalera de entrada. Vienen a buscarle, pensé, van a llevárselo a rastras.
—Madre, son los hombres.
No dijo salvajes.
—Buen momento han escogido —dijo ella.
Padre se volvió hacia ellos y les indicó que entraran.
El primero, que era alto y resultó ser el más negro de todos, entró con andar inseguro, sonriendo, con un machete en la mano. Dios, pensé. Lo llevaba descuidadamente, como una llave inglesa, y, si quería, podía simplemente levantarlo y partir a Padre en dos. Los demás entraron detrás con pasos silenciosos, aunque sus zapatos eran enormes. Llevaban camisas blancas con remiendos aún más blancos, pero muy limpias y almidonadas. Murmuraban y reían y llenaban la habitación con lo que yo ya sabía era el olor a perro de su propia casa, sudor y excrementos de ratón y gasoil. Las gemelas y Jerry los miraban con los ojos como platos, estaban asustados, y Jerry estuvo a punto de vomitar su comida por el olor.
Pero también los hombres parecían algo asustados, incluso el del machete. Sus rostros eran máscaras retorcidas y cubiertas de moratones, su pelo negro, grasiento como la cola de la rata almizclera o dispuesto en mechones de rizos apretados como el relleno de un almohadón reventado. La mayoría eran indios oscuros de nariz aguileña, y el resto negros, o casi, de manos largas y sueltas. Algunos tenían unas caras tan negras que no me era posible distinguir sus narices o sus mejillas. Nos miraban y miraban la habitación, como si jamás hubieran pisado una casa como debe ser y estuvieran decidiendo si debían destrozarla o arrodillarse y clamar. Su silencio, aquella confusión, vibraba violentamente en la habitación.
Padre golpeó en el hombro al hombre grande y dijo:
—¿Qué quieren estos camorristas?
Los hombres se echaron a reír como niños, y entonces vi que miraban a Padre con espíritu obediente. Sus rostros irradiaban admiración y gratitud. Cuando me di cuenta de que estábamos seguros, los hombres me parecieron menos feos y amenazadores.
—Éste es Mr. Semper —dijo Padre. Se sirvió del apretón de manos para hacer avanzar al hombretón—. Habla inglés perfectamente, ¿verdad que sí, Mr. Semper?
—No —dijo Mr. Semper, casi gimoteando y mirando desamparado a Madre.
Yo conocía al tal Semper. El rostro que vi cruzar los campos a medianoche era el suyo. Era el que llevaba el espantapájaros en los brazos. Ahora observé que tenía el garabato de una pálida cicatriz, como una firma, junto a la boca. Me alegré de no haber visto la cicatriz aquella noche.
—Mira si encuentras un poco de cerveza, Madre. Estos caballeros están sedientos.
Al poco rato, cada hombre tenía una botella de cerveza en la mano. Mr. Semper avanzó la mandíbula y arrancó el tapón con las muelas. Los demás hicieron exactamente lo mismo, mordisqueando sus botellas y escupiendo el tapón con la lengua. Tomaron unos tímidos tragos de cerveza, sin perder de vista a Padre.
—¿Qué tiene para mí, hermano? —dijo Padre.
—Esto —dijo Mr. Semper, equilibrando el machete en la palma de la mano.
—Es una belleza —dijo Padre. Probó el filo con el pulgar—: Podría afeitarme con él.
Mr. Semper rompió a hablar muy deprisa en otro idioma.
¡Padre entendía! Se volvió hacia nosotros y dijo:
—Nos dan las gracias por la «Bañera de Gusanos». ¿No os dije que eran civilizados? Fijaos, son verdaderos caballeros —y les dijo unas palabras en su idioma.
Mr. Semper soltó una sarta de estentóreas carcajadas. Tenía unas encías maravillosamente moldeadas, como cera pulida alrededor de las raíces de los dientes. Miraba a Padre con ojos húmedos y semicerrados, y, cuando Padre hizo circular un cuenco con cacahuetes, Mr. Semper movió la cabeza de arriba abajo y abrió los labios para musitar su agradecimiento.
Lo que más me extrañaba era simplemente que aquel grupo de hombres estuviera en nuestra casa. Durante meses les había visto cruzar los cultivos en silencio, primero para plantar, después, cuando la cosecha de espárragos estaba madura, inclinados sobre ella y cortando. Estaba seguro de que eran los hombres que aquella noche llevaban antorchas en la ceremonia del espantapájaros. Los hombres me habían parecido salvajes, el hedor de su casa me había asustado, sus rostros me habían parecido hinchados y crueles. Pero ahí estaban, quince hombres, de los más extraños que jamás había visto. Sin embargo, de cerca, no parecían salvajes. Parecían pobres y obedientes. Los zurcidos de sus camisas hacían juego con los moratones de sus rostros, sus manos estaban agrietadas por el trabajo, su pelo cubierto de polvo. Sus zapatos, grandes y rotos, les daban un aspecto de hombres caídos, y sus harapientos pantalones les conferían una apariencia... no peligrosa, como había esperado, sino débil.
—Quieren conoceros —dijo Padre.
Nos presentó, gemelas, Jerry y yo, e hicimos una ronda de apretones de manos. Las palmas de las suyas estaban astilladas y húmedas, y la piel era escamosa. Tenían las uñas amarillas. Sus manos eran como patas de pollo, y después las mías me olieron.
—Tomé la precaución de comprar un buen mapa —dijo Padre, desplegándolo y aplanándolo a la luz de una lámpara. Los hombres se acercaron desordenadamente a mirarlo—. Un mapa es tan bueno como un libro, en realidad mejor. Llevo meses estudiándolo. Sé cuanto tengo que saber. Fíjense cómo en el medio está en blanco... ni carreteras, ni pueblos, ni nombres. ¡América fue una vez así!
—Mucha agua aquí —dijo Mr. Semper, siguiendo los azules ríos con el dedo.
El mapa mostraba un frente de territorio, una costa protuberante con un interior vacío. Las venas azules de los ríos, el verde de las tierras bajas, el naranja de las montañas, ni un nombre, sólo colores vivos. El dedo de Padre era muy adecuado para señalar, diciendo «aquí es adonde nos dirigimos», porque el dedo romo y cortado sólo apuntaba a un perfil vacío.
—¿Seguro que no quiere venir con nosotros, hermano?
Mr. Semper enseñó los dientes, y sus orificios nasales se abrieron como los de un caballo.
—Prefieren quedarse aquí y afrontar el concierto —dijo Padre—. Irónico, ¿no? En cierto modo, intercambiamos lugares, trueque de países.
Mr. Semper se echó a reír, batió palmas y dijo:
—¡Van ustedes muy lejos!
Padre le sonrió.
—Soy el americano evanescente.
A ambos lados de los ojos de Mr. Semper se hincharon unas venas negras, estirando la piel como lombrices atrapadas. Se acuclilló junto a nosotros y nos pasó los largos brazos por los hombros a las gemelas, a Jerry y a mí, uno por uno.
—Este padre gran hombre. Él mi padre, también —los gruñidos de Mr. Semper tenían un olor húmedo a cacahuetes digeridos—. Nosotros, sus hijos.
Me pareció una afirmación ridícula, pero recordé que Padre había sido bueno con aquellos hombres, porque eran pobres. Aquélla era la forma en que Mr. Semper daba las gracias por la caja de hielo que funcionaba con fuego.
Los demás hombres permanecieron en silencio. Padre les sonrió y les hizo unos pases con las manos. Después, murmuró algo, se volvió hacia Madre y dijo:
—Eso es «no hagas nada que yo no haría» en su idioma.
—Con una interpretación bastante generosa... —dijo Madre.
Cuando Mr. Semper estrechó los dedos de Padre y le murmuró algo cerca del rostro por última vez, mientras todos se movían rápidamente por encima de la hierba, Padre levantó el machete y, blandiéndolo como el alfanje de un pirata, dio unos golpes en el aire.
—Ten cuidado, Allie —dijo Madre.
—¡Estoy deseando ponerme en camino!
—Intercambiando lugares —dijo ella—, pobre gente.
—Es todo lo que tienen para cambiar, nada más. Y es precisamente lo que estamos haciendo. De no ser por ellos, jamás se me habría ocurrido. Ellos me inspiraron.
Hubo movimiento fuera. Los hombres se habían detenido bajo los árboles.
—Pero es una estafa —dijo Padre—. Siento como si les dejara en las garras de los buitres.
Hasta la mañana siguiente no vi las cintas que los hombres habían atado a las ramas. Eran cintas rojas baratas, pero, en la luz gris de la mañana, parecían ricas y festivas, y daban un toque de esplendor a los árboles.
Pronto dejé de distinguir los árboles y la casa. Nuestra heredad fue decreciendo y hundiéndose, seguida por las copas de los árboles. Después, todo quedó por debajo de la carretera.
Al pasar por la casa de Polski recordé lo que me había contado. Pero la historia de Mooney me confundía. ¿Significaba aquel desgarramiento de oreja que Mooney se había dado cuenta de que su padre fue cruel con él, o simplemente probaba que los criminales no cambian y son unos desalmados hasta al pie del patíbulo? Y por lo que tocaba a los otros delirios de Polski, eso de que Padre era un sabelotodo y peligroso, no podía transmitir semejante mensaje. Padre sabía que estaba mintiendo.
Pero ¿a quién tratas de proteger? ¿A él o a mí?
La respuesta era que a ninguno de los dos. Intentaba protegerme a mí mismo.
Ahora daba todo lo mismo. Nos íbamos a Hatfield. Padre había cogido su «Caja de los Truenos» y su «Aplastaátomos», la mayor parte de sus herramientas, algunos de sus libros y todo lo que habíamos comprado, el equipo de camping. Pero dejamos todo lo demás, la casa y todos sus pertrechos, hasta la última astilla de mobiliario, la vajilla, las camas, las cortinas, las plantas de Madre, la radio, las luces en los enchufes, la ropa en los cajones, el gato dormido en la silla hidráulica. Y habíamos dejado la puerta entornada. ¿Era ésa la forma en que Padre pretendía tranquilizarnos? Si tal era, tuvo éxito. Con la excepción de unas mudas que metimos en las mochilas, no hicimos ninguna maleta.