—Ya sé lo que estáis pensando. Muy bien, lo admito, he hecho algo horrible. Me he arriesgado demasiado. He contaminado este lugar. Soy un asesino —sollozó otra vez—. ¡No era yo!
Había chapoteado hasta la orilla, dejado a Jerry en el suelo y nos había guiado hacia el interior de la jungla, moviéndose aprisa. Desde que había llorado no habíamos vuelto a verle la cara.
En la orilla oriental del río, el terreno era más alto. En menos de una hora habíamos dejado atrás los plátanos y caminábamos entre cedros bajos. Por encima de nosotros había un collado entre dos picos de las Esperanzas. La ventaja de la estación seca, esos días azules sin lluvia, era que el bosque estaba más limpio, era más fácil de atravesar y había más luz. Pero también olía peor. Cuando el tiempo es muy caliente y no ha llovido, el olor de la jungla se parece al de una mofeta y es tan fuerte como el de la basura. A medida que subíamos nos golpeaban olas agrias de olor. Parte del camino era conocido. Le conté a Padre que habíamos ido hasta allí con Francis y Bucky, en busca de bambúes.
—Esta noche dormirán en sus propias camas —dijo.
Caminaba con la cabeza baja, como alguien que ha perdido algo y desanda lo andado buscándolo. Nuestros ojos se encontraron: era como si le hubieran dado una bofetada.
—No mires atrás —dijo.
Nos alejamos del sol en las colinas desecadas, entre árboles muertos. Tras cinco millas de suave ascensión, llegamos al collado, desde donde se veía otra cadena de montañas. Mr. Haddy dijo que era la Sierra de San Pablo. Entre nosotros y esas montañas estaba el profundo valle del Río Sico, que fluía hacia el nordeste hasta la costa.
Camino del fondo del valle, Padre se sentó. Me alegré cuando dijo que pasaríamos allí la noche. En la anterior yo no había dormido en absoluto.
—Ojalá tuviéramos mantas —dijo Madre.
—¿Mantas? ¿Con este calor? —dijo Padre.
Para recordar a Padre que había perdido su barca, y quizá también para echárselo en cara, Mr. Haddy desplegó su gran certificado de capitán, dijo «¡Uf!», y lo utilizó para encender el fuego.
—No tenemos ni una olla donde hervir agua —dijo Madre—. Sólo una jarra. Y ya está casi vacía.
—Los críos nos encontrarán un manantial —dijo Padre—. Saben más que nosotros de esas monerías. Mírales. Les encanta.
Recogimos hierba seca para camas e hicimos unos nidos en la ladera. Ahí nos quedamos, escuchando la brisa entre los cedros, comiendo lo que quedaba de la fruta traída de El Acre. Madre encontró un poco de mandioca silvestre y la asó en el fuego. Jerry dijo que, si cerrabas los ojos, sabía a nabo. Al caer la noche, nos metimos en nuestros nidos. Había moscas, pero no mosquitos.
Detrás de mí, en la oscuridad, April susurró:
—Le vi llorar. Pregúntaselo a Jerry.
Y Clover murmuró:
—Eso es mentira. No lloró. Estaba furioso, eso es todo. Charlie tiene la culpa.
Más tarde, Clover volvió a despertarme.
—¡Papá, Jerry me ha dado una patada en la espalda!
Pero Padre estaba hablando de otra cosa:
—Jamás me veréis comiendo esas porquerías. No soy un excursionista. Además, lo que le pasa a la mayoría de la gente es que come más de lo que le sienta bien. Sobre todo almidones. No hay nada bueno en esa mandioca...
Había recuperado su antigua voz. Volvía a predicar: «No mires atrás».
Los tres adultos estaban alrededor del fuego, custodiándonos. Me sentí otra vez seguro. Y escuché. Entre los silbidos de los grillos, Mr. Haddy hablaba de tigres. Padre se burlaba inconsiderablemente de él, como si se desafiara a algún tigre a presentarse, amenazando con colgarlo en algún árbol.
—Eso ha sido lo mejor... largarnos desnudos, sin nada. Simplemente nos fuimos. ¡Fue fácil!
Ya no se acordaba de Jerónimo.
—No teníamos otra alternativa —dijo Madre.
—Elegimos la libertad —su voz era alegre—. Es como naufragar.
—Yo no quiero naufragar —dijo Madre.
Los grillos silbaron una vez más y se callaron.
—Nos fuimos justo a tiempo... yo
tenía
razón. Estamos vivos, Madre.
Bajando algo más la pendiente, los cedros y los pinos tea daban paso a los julis, chicles y zapotes. Estaban llenos de un jugo gomoso y me recordaban la fabricación de goma en Jerónimo, el hirviente olor a azufre y las sábanas donde envolvíamos los bloques de hielo. Parecía un desperdicio pasar a su lado sin hacerles una incisión. Buena parte de los árboles de la parte más boscosa de la pendiente eran utilizables: araucarias y palmeras y bambúes, e incluso bananos creciendo entre chozas de hojas de palmera abandonadas. Pero seguíamos caminando a través de la alta jungla. Yo lo veía todo con mis ojos de Jerónimo. Podíamos habernos detenido en cualquier parte y haberla llamado casa y empezar a cortar.
—No siento el impulso de hacer nada aquí —decía Padre—. ¿Esos julis? No siento la menor tentación de lacerarlos y cocinar unos cuantos pares de botas de goma. Perdonad a esos árboles, dejadles que se multipliquen y se hagan abundantes. Sí, en otras circunstancias, podría haberme detenido aquí a juguetear un poco. Pero ya he tenido la experiencia.
El sendero era una garganta de polvo, después guijarros y por último piedras más grandes. Oímos un graznido a nuestras espaldas, el
voom
de un pavo silvestre. Mr. Haddy le había dado un estacazo y se disponía a retorcerle el cuello. Después, cogió a la gran gallina negra por las patas, columpiándola como una bolsa de comida. Dijo que, cuando llegáramos al río, la desplumaría y la asaría.
—Meloncete no ha cambiado —dijo Padre—. Pero yo soy otro hombre, Madre. El hombre que se niega a cambiar está condenado. Yo he tenido una experiencia satisfactoria.
Hablaba sobre su Experiencia como antes había hablado de su Agujero.
—Ahí atrás tuve una depresión. Una depresión no viene mal. Es una Experiencia. Estoy más fuerte que nunca.
—Espero que encontremos agua pronto —dijo Madre, cambiando la voz como si deseara cambiar de tema.
—Puedes estar siete días sin agua.
—No andando tan aprisa. Así, no puedo.
—Charlie, pásale la jarra a Madre.
Al pasar la jarra a Madre le pregunté si Padre había cambiado y qué significaba eso. Me dijo que nada: si de verdad hubiera cambiado, no hablaría tanto de ello. Dijo que lo que intentaba era animarnos.
Aunque Padre seguía hablando, el follaje, más denso, apagaba su voz e impedía cualquier tipo de eco. Aquello ya no era monte más o menos bajo, sino auténtica jungla. El bambú era denso. Los árboles húmedos, que flanqueaban el sendero de la garganta, nos refrescaban. Había jejenes y mariposas en las plantas, una especie de plantas de interior pero de un tamaño enorme: helechos y árboles de caucho e higueras con hojas moteadas, algunas rojas con rayas negras y completamente sofocadas en pelillos, como si crecieran dentro de una botella.
—Antes de mi Experiencia, no se me habría ocurrido hacer esto. ¡Pensad en lo que estamos intentando! Da verdadero vértigo. No tengo nada en la manga, y ¡mirad! —se volvió hacia nosotros en mitad del sendero y se sacó el forro de los bolsillos— ¡nada aquí!
Le seguíamos tropezando entre las costuras de luz verde. Como de costumbre, su parloteo hacía pasar el tiempo. Mr. Haddy decía que, si no fuera cuesta abajo, él no habría venido, y «nos vamos comer mi pájaro».
—La verdad —decía Padre— es que solía arreglar las bombas de Polski y salir al campo por la mañana con los bolsillos más llenos que ahora. O cuando iba a Northampton. Cargado de cosas materiales. La cartera llena de dinero.
—¿No tenemos nada de dinero, Papá? —preguntó Clover.
—¿Qué se puede comprar aquí con dinero? —dijo Padre.
—Somos pobres —susurró Jerry—. Estamos acabados. Debíamos habernos quedado en El Acre.
—El dinero es inútil. Lo he demostrado.
—Creo que nos vamos a morir —dijo simplemente April.
—¿No te encanta la claridad del cielo, Madre? —dijo Padre.
Cielos altos y vacíos, de un azul ardiente, y nuestro diminuto sendero por debajo. Era más pedregoso, incluso rocoso, rocas tan grandes que teníamos que trepar por ellas. Después, ya no era ni siquiera un sendero, sino el lecho seco de un río. Las rocas estaban pulidas por el agua.
—Esta es la verdadera prueba del ingenio —dijo Padre—. Dependemos del cerebro y la experiencia. ¡Me alegro de que Jerónimo se destruyera!
—Aquellos tres hombres podían haber sido inofensivos.
—¡Carroñeros!
Miramos al cielo esperando ver buitres. Pero se refería a los hombres.
—Así fue cómo la primera familia se enfrentó con las cosas —dijo Padre—. Eso es, Madre. Somos la primera familia de la tierra, bajando por el camino de la gloria, con las manos totalmente vacías.
—No me gustaría morir así —dijo Madre, quien seguía pensando en los hombres.
—Hay muertes peores —dijo Padre—. Por ejemplo, como nos habrían matado a nosotros. Un carroñero se toma su tiempo.
Las bases de las rocas estaban mohosas y húmedas. Pronto vimos un charco de barro, nuestro primer contacto con agua natural desde que abandonarnos Jerónimo.
—Aquí el agua huele, como todo —dijo Padre.
Pero era olor de agua estancada, y los insectos flotaban muertos en ella como si fueran hojas de té. Por debajo de las rocas pulidas salía otro poco, y una mancha brotaba burbujeando del lecho, dando a los bordes arcillosos del sendero una textura de mantequilla de cacahuetes. Seguía descendiendo, drenada, hasta convertirse en un hilillo y acumularse en cantidad suficiente para sonar como el lento hervor en una olla. El agua tenía un olor nauseabundo a podrido, pero su rumor era esperanzador, como una canción sencilla. Y también había animales y pájaros, monos a media altura en los árboles, pequeños acutís más abajo, y pájaros pava de enloquecidos chillidos, y más pavos silvestres. Si podían vivir allí, también podíamos nosotros. En un lugar peligroso, cualquier animal silvestre nos hacía concebir esperanzas.
Caminamos un rato paralelos al arroyo. La tierra estaba cortada en terrazas.
—Así nace un río —dijo Padre—. Lo estáis viendo con vuestros propios ojos. No habéis tenido que sacarlo de un libro. Esta es la fuente de los océanos.
Era como si Padre hubiera creado la corriente con sus discursos, como si le hubiera dado vida con el estruendo y la magia de su voz. Daba la impresión de que había hecho aparecer el amable valle con la sola fuerza de su voluntad. Estábamos en terreno abierto, bajo un sol de justicia. En la jungla no me había sentido expuesto. ¡Había tantas especies distintas de cobertura arbórea! Pero el valle era como estar a cielo abierto, con paredes frondosas a ambos lados. La corriente, contraída por la estación seca, era una vena verde que corría por el centro de un lecho amplio y rocoso.
—Esto es satisfactorio —dijo Mr. Haddy, tomando de prestado una palabra de Padre—. Aquí podemos tener lancha. O una de esas cosas pipanto.
En la enjuta corriente flotaba una embarcación de fondo plano. Era una artesa de madera, y en popa había un hombre que la impulsaba con una pértiga hacia un banco de arena situado bajo unos plátanos.
—Creo que me corresponde el mérito de haber inventado esa barca —dijo Padre.
—Eso pipanto —dijo Mr. Haddy—. Piragua.
Padre dijo que el hecho de que los zambus y los miskitos la usaran no importaba en absoluto. La había soñado como el mejor diseño para nuestro río, y le complacía que allí usaran el mismo diseño.
—A esa gente le costó mil años, o más, inventar esa barca. ¿Cuánto tiempo me costó a mí, Meloncete?
—Nos está mirando —dijo Madre.
El hombre había llevado su embarcación hasta el banco de arena. Se quedó allí como una garza, apoyado en una pierna, mirándonos fijamente. Era muy delgado, no tan oscuro como los zambus, y tenía unos dientes muy irregulares.
—Naksaa
—dijo Padre. Era una palabra de uso múltiple que lo mismo significaba hola que cómo está, buenos días, gracias, etcétera.
Mr. Haddy entregó al hombre su pavo silvestre dando toda la impresión de que habíamos salido de Jerónimo y andado todo el camino y dormido en la montaña sólo para llevarle el regalo.
—Parece tiene hambre —dijo Mr. Haddy.
El hombre observaba a Padre con ojos brillantes.
—Mr. Pax —dijo.
Entonces, supimos que era miskito, porque los miskitos no saben pronunciar la f.
—Me conoce —dijo Padre—, cosa que me sorprende, puesto que he cambiado —sonrió—. Supongo que mi reputación llega hasta aquí.
—Sí —dijo Mr. Haddy al miskito—, es Mr. Farx.
El miskito dirigió la palabra a Madre, presa de gran agitación.
—¡Este hombre me da huerto!
Empezó a alabarnos a Padre. Señaló al otro lado de los plátanos, donde se veía una cabaña y unos grandes tallos de maíz.
—Ese grande allá. Tomates grandes, como éste —cerró el puño.
—Los híbridos —dijo Padre—. He estado a punto de matarme fabricando hielo y sólo me recuerdan por las semillas que compré en Florence, Massachusetts.
—¡Y pimientos como éste!
—Vino a Jerónimo y trabajó en algo, ¿verdad? ¿Le pagué con semillas? Siento lo del hielo. Era una buena idea, pero un poco difícil de manejar.
—Sí, sí —decía el miskito.
—Esa barca la inventé yo —dijo Padre.
—Todos tienen pipantos —dijo Mr. Haddy—. El que no tiene, tiene cayuco.
—Ésa es mi barca —dijo Padre.
El miskito insistió en llevarnos a ver su huerto, así que subimos a la peña que había sobre el banco de arena y caminamos hasta su cabaña. Era una cabaña raquítica de parches de hierba y hojas de palmera, pero el huerto que la rodeaba era hermoso, maíz alto y florido y tomateras sin puntales, pimientos, judías verdes y calabazas de verano. También había melones. Aquellos vegetales parecían fuera de lugar en el huerto de un indio. No había papayas, aguacates ni granadillas. Era como Hatfield... como Jerónimo. El miskito había utilizado las semillas que Padre le había dado hacia meses, cuando cruzó la montaña para visitarnos. Había trabajado un día, quizá más, recibiendo las semillas en pago. Nunca había visto semillas que brotasen tan deprisa y diesen un fruto tan rollizo.
Padre arrancó una ludía verde y dijo:
—¡Maravilla de Kentucky!
Cerca de la cabaña había también bananos, de la especie que los indios llamaban «pías». Pero Padre dijo que el miskito no tenía ningún mérito: crecían solos.