—En los Estados Unidos, los que están entre rejas se pasan el tiempo viendo la tele, o sea que no me vengáis otra vez con la historia de que cavar es un tormento. Entierran sus agravios, eso es todo.
La vaca se aproximaba lentamente a unas chozas, hundiendo las pezuñas en la arena marrón. En mi vida había visto una vaca tan huesuda ¿y qué hacía allí una vaca? A poca distancia, un perro roía un cráneo que parecía originario de otro perro. El mar era marrón, las olas perezosas depositaban botellas de plástico, harapos y cocos cortados a machete en la arena negruzca. Apoyado en la barandilla del
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, aquella playa me había parecido deslumbrantemente blanca, pero, cerca de los presos cavando, de la vaca y del perro que gruñía al cráneo, todo ello unido a un aire apestoso, la atmósfera era la de una plana selvática, costrosa y demente. Padre se había referido a ella como la Costa de los Mosquitos. Era un buen nombre. Algunas personas descalzas nos observaban, pero nadie nadaba en el agua. Playa abajo, un hombre lanzó a las pequeñas olas una red redonda y flexible. Después la sacó, agitó los plomos y la sujetó con los dientes mientras la desenredaba. Y volvió a lanzarla. Le vi hacerlo ocho veces, y no sacó ni un pececillo. Era más lavar que pescar. Oíamos voces en el muelle y el choque metálico de los aguilones del barco. El
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descansaba amarilleando con el sol poniente. Lamenté no encontrarnos aún a bordo.
Caminamos pesadamente, por detrás del hombre de la red, hasta el lugar donde las chozas se amontonaban junto a la playa. Aunque no eran mejores que leñeras y no habrían servido de gallineros por tener las planchas de madera sueltas y unos techos con aspecto de dejar pasar el agua, en ellas vivía gente. Seres humanos, cocinando y durmiendo. Vi sus fuegos y sus hamacas. No era fácil caminar, debido a las chozas. De la puerta trasera de cada una de ellas salía un surco de agua negra que atravesaba la arena, limo, espuma y cosas peores depositadas en el mar. La playa era un basurero, y el mar su cloaca.
—Allie, ya he visto bastante —dijo Madre.
Pero, cuando regresábamos al crepúsculo hacia la carretera y nuestra carreta, oímos música. Vimos a un muchacho con una flauta que se acercaba tambaleándose a nosotros. Tocaba los trinos de una canción de anochecer. Proyectaba un dulce conjuro sobre la playa, tan azul púrpura como el cielo sobre el mar. Era una canción extraña, una melodía irregular que endulzaba el aire como las gotas de lluvia. El muchacho era una sombra, y su flauta no era mayor que una ramita, pero la canción nos invitaba a permanecer un poco más en la Costa de los Mosquitos. Había en ella una promesa y una súplica, licuada como la inundación de gorjeos de una oropéndola en un árbol frondoso.
Después, apareció y se oyeron voces agudas procedentes de la súbita oscuridad. Sentí miedo. Estábamos tan lejos de casa... Padre y Madre caminaban unos pasos más adelante, cogidos de la mano y hablando en susurros. Los chicos seguíamos. Yo pensé ¿y ahora qué?
—Es un asco —dijo Jerry—. Apesta, es una guarrada, creo que lo odio.
—Que no te oiga —dije yo.
Entramos en el pueblo de noche, bajo una luna brillante y ojerosa, y todo era mágico: los halos de las viejas farolas, los sólidos edificios, el refugio de los árboles, las calles semidesiertas y el suspiro del tráfico. Fuimos a un hotel, y el pueblo parecía de terciopelo desde nuestra habitación. Me imaginé el lugar entero hecho de almohadones verdes, tétricamente silenciosos y frescos. Soñé con prados de hierba y rodé sobre ellos, extendí los brazos y volé en una luz mantecosa sobre lugares que conocía. Volaba a menudo en sueños, no muy alto, pero lo bastante alto como para que la gente tuviera que levantar la cabeza para mirarme. Fue una hermosa noche y, como final del tormentoso viaje marítimo, igual que regresar a casa.
Pero por la mañana, unos pájaros cuyo nombre desconocía gimoteaban tras las ventanas, y, en la oscuridad de la polvorienta habitación, destacaban los rayos de sol penetrando por las persianas. Abrí las persianas y vi que la luz solar había reventado el pueblo. Estaba agrietado y descolorido y atestado de gente que gritaba más fuerte que los relinchos del caballo de la carreta. Ya no había magia, ni siquiera algo familiar. Los olores y los sonidos eran una discusión de idiotas que yo no podía solventar, y hacía tanto calor que se olía la vieja pintura de la repisa de la ventana. Me habían engañado y detestaba verlo. Nos había costado tanto llegar hasta allí. Aunque nos fuéramos de inmediato, pasarían días antes de estar de vuelta en nuestra propia casa.
Madre y Padre estaban en otra habitación. Los chicos mirábamos por nuestra ventana al pueblo repleto de tiendecillas. Al otro lado del parque de las palmeras, donde había hombres con sombrero, de pie, sin hacer nada, se veía una pesada iglesia encalada. La música de radio era tan fuerte en la calle (¡la calle!) que el ruido parecía calentar el aire. Recordé la miserable playa, los niños presos cavando en la arena con sus palas, uno de ellos metido hasta los hombros en el agujero. Yo esperaba árboles, jungla, silencio y pájaros fugaces. Padre nos había prometido algo mejor que nuestra casa, no ese lugar polvoriento. Era como una pesadilla de una ruina de verano, un pueblo deteriorado por la luz del sol.
Todo el hotel olía a sus alfombras y su cocina. Aunque la habitación donde habían embutido nuestras cuatro camas era una celda vacía, en una de las paredes había un cuadro de color, probablemente cortado de un calendario de estación de servicio, de una escena de Nueva Inglaterra: bosque, un estanque donde se reflejaba una montaña verde, una canoa roja en el estanque. Quien lo hubiera recortado y pegado al marco sabía que era más bonito que aquel pueblo.
—Parece el Lago Wyola —dijo Jerry.
Padre nos hizo levantarnos. Sopló humo de puro en la habitación y dijo que se moría de hambre.
—Sigue contento —dijo Clover.
Pero, al acercarnos al comedor del hotel para desayunar, oímos cantar «bendecid, Señor, los alimentos...». Eran los Spellgood, que también residían en el hotel, cantando con las cabezas inclinadas sobre sus platos. Emily paró de rascarse al verme. El comedor del hotel era como el comedor del
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, los Spellgood en dos mesas, nosotros en la nuestra, y, en otras mesas, trabajadores de la compañía frutera, todos iniciando el desayuno.
—¡Usted por aquí, Mr. Fox! —dijo el Reverendo Spellgood—. Parece que el buen Dios pretende, después de todo, ponernos en el mismo equipo. Si se queda en la zona algún tiempo, recoja a su familia y háganos una visita. Nos encontrará en Guampu, trabajando para el Señor.
—El Señor no me ha dicho nada de Guampu —respondió Padre—. Y ojalá se pusiera en contacto conmigo. Podría darle algunos consejillos si está planeando otros mundos. La verdad es que en éste se hizo un lío.
—Amigo mío, queda mucho trabajo por hacer —dijo tristemente el Reverendo Spellgood.
—Ya me he dado cuenta.
—Hasta ahora no me ha dicho qué proyecta hacer aquí —dijo el Reverendo Spellgood.
—Tiene toda la razón, Gurney, hasta ahora no se lo he dicho.
Dicho lo cual, Padre se sentó y empezamos el desayuno, compuesto por puré de frijoles, como arcilla roja, un cubito de queso de cabra húmedo y un montón de tortillas calientes.
—Nos vamos de aquí.
—¿Del pueblo? —preguntó Madre.
—Del hotel. La mitad de la gente que hay aquí lleva pistola. Hasta el viejo Gurney la lleva, una pistola debajo de la camisa. Vestido de armadura por el Señor. He estado ahí fuera. No hay más que soldados y limpiabotas. No sé qué es peor, si ellos o los misioneros.
Emily Spellgood me miraba fijamente desde el otro lado de la habitación.
—No veo razón para demorarnos —dijo Madre—. Ya podíamos estar en la carretera.
—No hay ninguna carretera, eso es lo bonito de este país —dijo Padre—. Pero no somos los Robinsones suizos, y tampoco colonos usurpadores. Voy a comprar un pedazo de tierra, al contado. No quiero que ninguno de estos pistoleros me expulse por el fondillo de los pantalones o me robe el alma a punta de pistola. Así, estaremos solos, y no me importa si... Dios mío, ahí viene otra vez.
Era el Reverendo Spellgood conduciendo a su familia en su salida del comedor. Guiñó un ojo a Padre y dijo:
—Guampu.
Emily se situó disimuladamente detrás de mi silla y susurró:
—Charlie, voy al cuarto de baño.
—¡Charlie se ha puesto rojo! —dijo Jerry.
Nos cambiamos ese mismo día, bajo el azote de la lluvia, a un hotel llamado La Gardenia, situado en el extremo oriental de La Ceiba, en un camino arenoso próximo a la playa. La lluvia siguió cayendo violentamente, arrancando las hojas de los árboles. Era vertical, ruidosa, espesa y gris, y paró tan bruscamente como había empezado. Después, hubo sol y vapor, y retornaron los olores.
La Gardenia era un edificio de dos plantas y fachada de estuco, donde las grietas asomaban a través de la descolorida pintura verde. Tenía un porche alargado que daba al mar, proporcionándonos una buena vista del muelle, donde el
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seguía amarrado. Aquel barco era mi esperanza. Las voces de los hombres y el estruendo de las cintas transportadoras y las vagonetas de cargas saltarinas nos llegaba por encima del agua. De día, éramos los únicos habitantes de La Gardenia, pero, por la noche, justo antes de irnos a la cama, varias mujeres se sentaban en los sillones de mimbre del porche y bebían Coca-Cola. Más tarde, se escuchaban música y risas, y, desde nuestra habitación, oía voces de hombres y gritos y portazos, y a veces ruido de cristales rotos. Nunca llegué a ver a aquella gente, aunque a menudo me despertaron fuertes pisadas, gritos y chillidos. Por la mañana, todo estaba callado. La única persona que se veía era una anciana que hacía una pila de escombros con su escoba y se la llevaba en un cubo.
El director del hotel era un italiano llamado Tosco. Llevaba una pulsera de plata y nos pellizcaba demasiado fuerte las mejillas. Había vivido en Nueva York. Decía que era un infierno.
—Le entiendo perfectamente —decía Padre.
A Tosco le gustaba Honduras. Era bonito y barato. Decía que allí podía hacerse lo que uno quisiera.
—¿Qué tal es el Presidente? —preguntó Padre.
—Es igual que Mussolini —dijo Tosco.
El rostro de Padre se ensombreció al oír aquel nombre; antes de que la sombra de la palabra se desvaneciera, preguntó:
—¿Y cómo era Mussolini?
—Duro —dijo Tosco—. Fuerte. Nada de bromas —cerró el puño y lo blandió bajo el mentón de Padre—. Así.
—Entonces más le vale no ponerse en mi camino —dijo Padre.
Padre pasaba parte del día en el pueblo, y, mientras tanto, Madre nos daba clases en la playa, bajo cielos tormentosos. Era como jugar. Escribía con un palo en la arena húmeda, poniéndonos a resolver problemas aritméticos o a deletrear palabras. Nos enseñaba los diferentes tipos de formaciones nubosas. Si tropezábamos con un pez muerto, lo abría con un palo y nos decía como se llamaban sus órganos. Bajo las palmeras crecían flores; ella las cogía y nos enseñaba cómo se llamaban sus diversas partes. En Hatfield estudiábamos en casa para no tropezar con el Controlador de Novillos, pero yo prefería aquellas lecciones al aire libre donde estudiábamos todo cuanto encontrábamos en la playa.
Ella no era como Padre. Padre nos daba conferencias, y ella jamás soltaba un discurso. Cuando él estaba presente, le prestaba toda su atención, pero, cuando estaba en el pueblo, era toda nuestra. Respondía a todas nuestras preguntas, incluso las más tontas, como ¿de dónde sale la arena? y ¿cómo respiran los peces?
Por lo general, cuando regresábamos a La Gardenia, Padre estaba en el porche con alguien del pueblo. «Este es Mr. Haddy» decía. «Es un tipo estupendo.» Y el hombre de piel de ciruela se levantaba y nos saludaba con voz gangosa. No había nada que Juanita Shumbo no supiera sobre la cría de pavos; era una anciana negra con ojos enrojecidos. Mr. Sánchez había chapoteado por todo el Patuca, arriba y abajo; era diminuto, marrón, y tenía el bigote torcido. Mr. Diego hablaba el zambu como un nativo, decía Padre, e instaba al hombre a escupir un saludo en zambu. Había muchos más, y todos escuchaban atentamente a Padre. Eran respetuosos, y todos, sentados y nerviosos en sus sillas puestas al sol, parecían mirarle admirados.
—Es maravilloso con los extraños —decía Madre.
Pero los extraños me inquietaban, pues no tenía una idea clara de los planes de Padre, ni de lo que aquella gente tenía que ver con ellos. Ojalá hubiera tenido el coraje de Padre. Como me faltaba, me colgaba de él y de Madre, pues cuanto había conocido de confortable me había sido arrebatado. Los otros niños eran demasiado jóvenes para darse cuenta de lo lejos que estábamos de casa. Todo el pasado, salvo el
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, se había borrado.
Una tarde, al regreso de la playa, vimos a Tosco en el hotel, hablando con su Chevrolet. Le hacía preguntas y le llamaba cosas feas. Se ponía delante de la parrilla del radiador, lo abofeteaba, finalmente lo hizo tambalearse de una patada.
—Es idiota —dijo, moviendo el pie dolorido—. No quiere andar. Me odia.
—Mi marido lo arreglará.
Y, aquella noche, con uno de sus nuevos amigos —era Mr. Haddy—, Padre lo arregló. Dijo que las máquinas tenían cuerpo, pero no cerebro. Mr. Haddy le miró fijamente, como si Padre hubiera dicho algo muy sabio. Tosco quedó tan agradecido por la reparación que nos dijo que podíamos usar el coche siempre que quisiéramos. Al día siguiente, Madre dijo que quería darnos un paseo en coche, mientras Padre estaba ocupado en el pueblo. Tosco preguntó si íbamos a Tela. No, dijo Madre, íbamos hacia el Este, camino de Trujillo. Tosco se echó a reír. Al entregar las llaves a Madre, dijo:
—Volverán pronto.
—¿Qué camino cojo?
—No hay más que uno.
Atravesamos el pueblo, e inmediatamente me apercibí de que era por un lado más rico y por otro más pobre de lo que había pensado. Había corrales de gallinas como las chozas de la playa, pero también casas grandes y céspedes verdes. Las mejores casas estaban rodeadas de verjas. Eso fue lo que más me extrañó, porque el valle de Connecticut era una tierra sin más cercados que los utilizados para las vacas y los caballos. Me recordó lo que el capitán Smalls había dicho sobre Honduras, que era como un zoológico, sólo que los animales estaban fuera y la gente dentro de las jaulas. Pero de momento estábamos fuera.