La cortesana de Roma (26 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cortesana de Roma
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Cuando, tras un rato, se volvió a mirar, el animal seguía a sus espaldas. Después, se olvidó de él.

A lo largo del camino nocturno, iba reviviendo la tarde, e incluso más: revivió los últimos años e, incluso, su infancia, pero aquellos recuerdos le sobrevenían como quien corre por un cementerio, un lugar que existe, en el que se puede entrar, pero que ya nunca más supondrá un momento presente. Cada paso que daba, cada pensamiento dirigido al pasado, eran como una despedida.

Donde había antes un gato, habían surgido tres, con sus seis ojos siguiéndole a distancia respetable. Probablemente detectaban olor a comida en su ropa o en sus manos. Se paró para ahuyentarlos, pero no solo no se dejaron impresionar por sus gestos inquietos ni por sus patadas, sino que volvieron la mirada a algún punto lateral, a la oscuridad, como si les interesara más algo que había por allí que su espavientos.

Desencantado por sus vanos intentos de espantar a los gatos, prosiguió con su camino. Tras unos diez pasos, creyó oír una respiración que no era la suya. Se volvió, y el terror le envolvió al encontrar una figura, apenas una sombra justo sobre él... Entonces sintió un dolor agudo y ardiente en el abdomen.

Se le doblaron las rodillas, cayó de lado, se encorvó. De sus labios salieron palabras que él mismo ya no entendía. El murmullo de sus oídos se transformó en un bramido, y al instante siguiente, desapareció.

19

Cuando Sandro entró en el Vaticano en medio de la noche, el portero nocturno le entregó una carta. En la superficie del sobre estaba escrito su nombre, con una caligrafía que reconocería entre cien mil.

Al jesuita le pareció infantil que su corazón comenzara a latir como loco, y sin embargo, no pudo negarlo. Era como hacía catorce años, cuando había cruzado una mirada enamorada con Claudia Rocco, y como hacía once, cuando Beatrice Rendello, una viuda cinco años mayor, le había abrazado y acariciado por primera vez en su casa. Hasta entonces, nunca le había latido de aquella manera, con ninguna otra mujer, tan solo con Claudia, la primera mujer de su vida, y con Beatrice, la primera mujer que le había dicho que era un «hombre endiabladamente guapo», si bien no había sido lo de guapo, sino lo de «hombre», lo que le había alterado, pues hasta aquel momento solo él mismo se había considerado como tal, mientras que para todos los demás seguía siendo un muchacho. Aquel día, en ese momento, se sentía de nuevo como un chiquillo, sí, se sentía como si nunca hubiera habido ninguna Claudia ni ninguna Beatrice.

Todo porque Antonia había escrito su nombre en un sobre.

—¿Cuándo trajeron esta carta? —preguntó Sandro.

—Por la tarde. Era una mujer.

El portero le miró como si pudiera interpretar con precisión la expresión de Sandro. Sobre el escritorio había otros tres sobres, sobre los que había escritos con caligrafía femenina, los nombres de altos cargos religiosos, y no hacía falta mucha imaginación para figurarse que en cada uno de ellos debía hallarse una melancólica carta de amor, o indicaciones sobre el lugar y la hora del siguiente encuentro.

Abrió el sobre y leyó:

«
¡Sandro!

Por favor, ven tan rápido como puedas a la via Veneziani. No tiene pérdida: junto a la iglesia de Santa Maria in Trastevere. Allí encontrarás una casa ruinosa, y en el primer piso, un pequeño alojamiento. Te esperaré ante la casa.

La prostituta Porzia vive allí, y quizá pueda ayudarte con el asesinato.

Antonia
»

Evidentemente, Sandro se puso en camino de inmediato. Le enfurecía no haber regresado antes al Vaticano, pues si Antonia ya no se encontraba esperando en al via Veneziani, sería el lamentable colofón a una tarde de por sí desastrosa. Primero, Bianca desapareció, y con ella toda posibilidad de reconciliarse con ella y obtener respuestas a sus preguntas. Había perdido de vista en seguida a Forli, y después también a Ranuccio, Sebastiano y a su padre. Tras eso, no había tenido ninguna razón de peso para permanecer en la fiesta, y sin embargo se había quedado allí una o dos horas más, debatiéndose entre el deseo de beber vino, y la mala conciencia que le gritaba lo contrario. De hecho, había llegado a tener en las manos dos copas pero, en lugar de bebérselas, había vertido el contenido de la primera en un frutero, y el de la segunda, en un tintero. La próxima vez que Ranuccio escribiera una carta, lo haría con vino en lugar de con tinta.

Sin embargo, lo que de verdad le enfurecía mientras recorría apresurado el camino hacia la via Veneziani no era tanto que probablemente hubiera perdido la oportunidad de hablar con Porzia, aun cuando la conversación pudiera ser prometedora, sino que, de no localizarla, perdería también la ocasión de hablar con Antonia. Desde su charla con Carlotta, había pasado todo el día rebuscando las palabras adecuadas con las que disculparse, elaborando una buena explicación, desechando según qué giros, y todo ello durante y entre sus demás obligaciones. Probablemente habría pasado lo que quedaba de noche pensando en ello. El que Antonia le diera la oportunidad de olvidar la debacle del día anterior, y que él hubiera echado a perder esa oportunidad, aun cuando no hubiera sido consciente de ello, era una idea que le corroía, antes incluso de poder confirmarla.

Entre la oscuridad de una noche nublada con la luna en cuarto, la negra silueta de Santa Maria in Trastevere parecía un gran dedo índice señalando el cielo. Tras cada pieza de la columnata vagabundeaba un delincuente: ladrones, proxenetas, falsificadores... Sandro los ignoró y entró en la Via Veneziani. Registró con la mirada la estrecha y lúgubre callejuela, en busca de algún hueco en la oscuridad, de algún movimiento. Un par de gatos se cruzaron por su camino, y se refrotaron contra su ropa. Deseó haber cogido un par de lonchas de jamón de la fiesta, pero no era el caso, por lo que no le quedó más opción que apartar cuidadosamente a las hambrientas criaturas con palabras de disculpa.

Se sumergió aún más en el callejón. Tras un par de pasos, oyó un ruido procedente de una esquina negra como la pez, y al instante reconoció la figura de una mujer. Antes de llegar a ver su rostro, supo que se trataba de Antonia.

—¡Sandro! Por fin has llegado.

—Lo siento mucho —dijo, y con ello se refería a absolutamente todo: a haber llegado tan tarde, a haber roto la vidriera, a no haberle dicho nunca lo que sentía...

—No pasa nada —replicó ella—, es una noche cálida.

Sandro pensó en que la noche, la tiniebla que los envolvía, hacía más fácil su reencuentro después de lo ocurrido el día anterior. No tenían que mirarse a los ojos, solo veían las siluetas, y aquello era como si solo estuvieran allí parcialmente, como si pudieran fingir que estaban hasta cierto punto ausentes, en caso de tener que decir algo humillante. La oscuridad aliviaba la vergüenza. A pesar de todo, Sandro se sentía natural y despreocupado ante Antonia, como hacía mucho tiempo que no ocurría. Le diría que la quería, le confesaría sus miedos. Ella le entendería. ¿Por qué habría llegado a pensar que una mujer como Antonia no le iba a comprender?

—Haga calor o frío, el Trastevere por la noche es un lugar peligroso —dijo—. Ha sido una insensatez por tu parte venir aquí sola —sonrió para subrayar que no pretendía reprenderla—, pero en este momento, me alegro de tu osadía. Hay algo que quiero decirte.

Rozó el hombro de Antonia y ella se lo permitió. Tras el encuentro de sus voces y sus cuerpos, finalmente sus miradas se encontraron también durante un momento en que la luna apareció por entre dos nubes.

—Te equivocas. No he venido sola —dijo la joven.

De la misma esquina oscura surgió una segunda figura en la que Sandro no había reparado hasta ahora.

—Me llamo Milo —dijo el hombre, tendiéndole la mano a modo de saludo. Sandro la tomó sin pensarlo. Tenía la mente en blanco—. Antonia me ha hablado algo de vos mientras esperábamos. No os parecerá mal, ¿verdad, reverendo padre? Podría decirse que queda todo en familia. Soy amigo de Antonia, como vos.

—Ha llegado a casa poco antes que tú —susurró Antonia—. Es una mujer morena, un tanto inquietante y de risa agria. Es tal y como siempre me he imaginado a las brujas.

—Si se ha reído es que no estaba sola —dedujo Sandro, y Antonia reconoció un cambio en su voz.

Se había vuelto más dura, reservada, como cada vez que ocurría algo que no aceptaba.

Milo. Se dijo a sí misma que había tenido un buen motivo para meter a Milo en todo aquello. ¿Acaso debería haber esperado sola en el Trastevere durante la mitad de la noche? El mismo Sandro había dicho que habría sido una insensatez, y además había sido él quien había encontrado a Porzia, y no ella.

Sin embargo, en lo más profundo de su interior sentía que todos aquellos motivos tan razonables no eran sino una fachada que ella misma se construía. Era cierto que despertar los celos de Sandro formaba parte de su plan, para lo cual había entrado a trabajar en el prostíbulo, pero había algo más, algo con lo que no había contado: que ahora que le volvía a ver por primera vez desde su espantosa pelea, se daba cuenta de que no podía dejar correr lo ocurrido el día anterior así, sin más, como si nunca hubiera ocurrido. Sandro era un maestro en ese tipo de actuaciones, pero ella no. Le había llamado cobarde, y su respuesta había sido destrozar la vidriera. Nada en el mundo podría reparar aquello. Lo que sucedió aquel día era para ella un recuerdo imborrable, estático, como un olor que impregnara todo: cada palabra que se dijeran, cada gesto.

—Está con un hombre —dijo Milo—. Es bastante grande y fornido, parece un marinero. Con tipos así no se puede bromear, será mejor que sea yo quien vaya.

—No tengo miedo —dijo Sandro, y avanzó por la escalera mohosa y oscura con ostensible decisión.

Antonia le siguió, y tras ella, Milo. Era una sensación extraña, tener a un hombre delante de ella y otro detrás, y que ninguno pudiera verse. Nadie decía una palabra, solo los peldaños de madera hablaban con crujidos a su paso.

Antonia le dio un toque a Sandro y señaló la puerta torcida, que colgaba penosamente de los goznes. Se volvió para mirarla, algo que ella percibió únicamente porque la escasa luz que llegaba a través del marco de la puerta se reflejaba en sus ojos negros.

—Debéis estar preparado —le susurró Milo—, porque esos dos hace tiempo que habrán pasado de la fase de la conversación agradable.

—Vaya, menos mal que me lo habéis dicho. Nunca se me hubiera ocurrido.

—Solo os lo advierto porque sois religioso, reverendo padre.

—Hubo un tiempo en que no lo fui, y tengo muy presente que es lo que ocurre después de la fase de la conversación agradable.

—Quizá, reverendo padre, debería ser yo quien llamara a la puerta.

La respuesta de Sandro la dio su puño al aporrear tres veces la puerta y, al no producirse ninguna reacción, dar tres golpes más.

—¿Qué pasa? —gritó una profunda voz masculina desde el interior.

—Abra la puerta —gritó Sandro—. Esto es una investigación oficial.

Esperaron en vano una respuesta, hasta que finalmente Sandro entró en el cuarto con decisión.

Dos lámparas de aceite ardían y prestaban al entorno un toque de confortabilidad. Porzia estaba arrodillada sobre la cama, con la sábana cubriéndole hasta la barbilla. Su cliente, entre tanto, se había levantado y se había colocado unos calzones de lino, pero aparte de eso, estaba desnudo. La descripción de Milo se ajustaba bastante a la realidad: el hombre era notablemente musculoso, y sus ojos delataban un carácter muy lejos de ser inofensivo.

—Si la quieres para ti, tendrás que ponerte a la cola, amiguito —dijo.

Sandro le ignoró.

—¿Sois la prostituta Porzia? Me llamo Sandro Carissimi. Hay una cuestión urgente por la que debo preguntaros.

El cliente de Porzia evitó que Sandro se acercara a ella colocándole la mano sobre el pecho.

—Espera, espera, amiguito, no tan rápido.

Sandro se quitó de encima la garra del desconocido con un movimiento enérgico.

—Será mejor que deje la habitación —le dijo—. Vístase y váyase.

—Ya he pagado.

—Podrá volver más tarde.

—¿Y qué tal si eres tú el que vuelve más tarde?

El hombre lanzó el puño y dio al jesuita con todas sus fuerzas en pleno rostro. Sandro cayó al suelo como un fardo, pero su atacante se dirigió a él, le agarró del hábito y le golpeó de nuevo.

Milo echó a Antonia a un lado y entró apresuradamente. Tiró al hombre de los hombros, le propinó un fuerte gancho y después dos puñetazos consecutivos en el estómago. De inmediato, le agarró la cabeza con el brazo derecho y arrastró al hombre a través de la puerta escaleras abajo.

—¡Antonia! —gritó Milo—. Coge su ropa y tírala escalera abajo. Yo me ocuparé de que no os moleste.

La joven hizo lo que se le decía, y después regresó a la habitación, donde Sandro ya se estaba levantando. Iba a ayudarle, pero él rechazó su auxilio, y conociendo el absurdo orgullo de los hombres que se saben vencidos, Antonia optó por no repetir la oferta. Afortunadamente, no parecía gravemente herido, y tan solo se apreciaba un fino moratón en el borde del labio.

Entretanto, Porzia se había colocado un vestido interior y había vuelto a sentarse en la cama, donde permanecía cubierta hasta el pecho. No era, en absoluto, una mujer hermosa. Como artista, Antonia solía encontrar en la mayoría de las personas algo llamativo, hermoso, ya fuera una expresión de nobleza, una voz agradable, una mirada curiosa, un carácter alegre... Porzia no parecía tener nada de todo aquello. Aunque evidentemente era muy pronto como para asegurarlo, Antonia solo detectaba repugnancia y vileza en aquella mujer. Debía hacer semanas que no se lavaba, y olía como a mantequilla rancia. Sus pestañas parecían patas de araña, y el pelo negro le brillaba por la sobreabundancia de grasa que tenía en él. La piel parecía cuidada, pero la tenía cubierta de manchas pardas, quizá resultado de alguna enfermedad cutánea que fuera cubriéndole la piel lenta y progresivamente. Sin embargo, aún peor que todos aquellos desagradables detalles corporales, era aquella especie de fealdad interior que la mujer emanaba, y Antonia no pudo evitar recordar las palabras que Milo le había dicho el día anterior: había pasado tanto tiempo sumergida en la podredumbre como para no echarse a perder. Comenzó a comprender lo que él había querido decir, pues Porzia, la ramera callejera que, noche a noche, entraba en contacto íntimo con la peor chusma de la ciudad, tenía que soportar el doble de lo que muchas prostitutas del Teatro debían aguantar. Sin embargo, parecía haber dejado atrás su juventud hacía ya largo tiempo. A Antonia no le habría sorprendido en lo más mínimo que, de un momento a otro, Porzia saltara como una posesa sobre Sandro para atacarle.

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