—Maldita sea —dijo.
—Maldita sea —exclamó Sandro cuando estuvo a punto de tropezar por la escarpada escalera que descendía desde el ala de servicio.
Al abrir la puerta de la bodega, le azotó una corriente de aire frío. Candelabro en mano, penetró en la oscuridad. El cono de luz que arrojaban sus cinco velas abarcaba una distancia de dos pasos. Pasó junto una hilera de enormes jamones que colgaban unos junto a otros como campanas de iglesia, y junto a recipientes llenos de aceitunas, ajos y cebollas. En la esquina posterior aparecían apilados tres barriles de vino formando una pequeña pirámide, y junto a ella había, ya preparadas, más jarras y un cazo. Al introducir el cucharón en el vino, se le ocurrió espontáneamente la idea de tomar el primer trago allí mismo. El licor tenía un sabor espantosamente dulce, algo por lo que Maddalena, aparentemente, sentía debilidad, pero al mismo tiempo era fuerte, por lo que Sandro se resignó rápidamente y llenó una de las jarras.
Un ruido procedente del piso superior retumbó en la bodega: un sonido sordo, como si algo cayera al suelo. Poco después, volvió a repetirse.
—Forli —gritó—. Forli, estoy en el sótano.
Al no recibir respuesta, gritó de nuevo: «¿Forli?». Le llamó la atención que el capitán no respondiera, por lo que decidió ascender.
Buscó a tientas, con el candelabro en una mano y la jarra en la otra, la salida de la bodega, y al doblar una esquina, se encontró de pronto frente a dos ojos fríos, iluminados por las velas.
La palmatoria se le resbaló involuntariamente de las manos y cayó al suelo con un gran estrépito. Cuatro de las cinco velas se apagaron de inmediato, y la quinta rodó por el suelo de la bodega, hasta que una mano la detuvo y la alzó lentamente. La débil luz cayó sobre el joven rostro de un muchacho que apenas alcanzaba la veintena.
—Sebastiano Farnese, novicio de la orden de los dominicos —se presentó.
Sandro respiró hondo. Se dio cuenta de que había derramado una parte del vino de la jarra sobre la mano, por lo que se sacudió el líquido con un movimiento de disgusto.
—Me has asustado, Sebastiano.
—Disculpadme, reverendo padre. No era esa mi intención.
«Estaría bueno», pensó Sandro.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? Los guardias tienen orden de no dejar pasar a nadie.
—Los guardias me han dejado pasar al decirles que debía hablar con vos expresamente. Es a propósito de lo que ocurrió anoche.
—¿Quieres decir... que estuviste aquí, Sebastiano?
—No, reverendo padre. Quiero decir que tenía turno de portería en la entrada del Vaticano.
Se sentaron uno frente al otro en dos ostentosas sillas ricamente adornadas, justo junto al escritorio del salón. Sebastiano era de una complexión más fina que Sandro, pero para un novicio cercano a la veintena resultaba inusualmente atlético, por lo que se podía deducir de los marcados tendones de sus antebrazos y su cuello. Carecía completamente del temperamento vivo y enérgico propio de la juventud. A Sandro le costaba notablemente no romper a reír. El rostro del muchacho lucía una expresión extrañamente estática, propia de alguien que hubiera tenido que madurar muy pronto o de alguien que tuviera su destino predefinido.
—Lamento haberos asustado, reverendo padre —comenzó Sebastiano—. Os busqué por todas partes, hasta que finalmente oí ruidos en la bodega. Os llamé, ¿no me oísteis?
—Evidentemente no, o de lo contrario no me habría asustado, ¿verdad? —intentó aligerar el tono malhumorado que delataba menos el susto que Sebastiano le había dado que el hecho de que su deseo de un trago de aquel vino dulce y fuerte hubiera aumentado más que haberse apaciguado, si bien no se veía capaz de ceder a la tentación en presencia de Sebastiano—. Dejemos estar las cosas, Sebastiano, y hablemos de ti y de lo que te ha traído hasta aquí. Para empezar: tu nombre me desconcierta.
Los Farnese, o Farnesio, pertenecían a las familias más ricas e influyentes de la ciudad, y habían establecido al antecesor del papa Julio, Pablo III. El que uno de los suyos fuera un simple novicio, que además ejerciera de portero, era algo muy inusual.
Sebastiano le dedicó una sonrisa torcida.
—Le ocurre a muchos. Un Farnese dominico. Sin embargo, los Farnese somos una familia grande y muy ramificada, y desafortunadamente yo pertenezco a la rama marchita.
—¿Eso qué significa?
—Significa que mis dos hermanos y yo no disponemos de ningún patrimonio. Nuestro padre gastó el dinero que le quedaba de lo que mi abuelo no se había bebido o derrochado. No poseemos más que un
palazzo
medio derruido en el Esquilino, y puesto que soy el más joven de los tres...
Sebastiano no tuvo que continuar. Era habitual entre las familias distinguidas con problemas económicos enviar a alguno de sus hijos al seno de la Iglesia con la esperanza de que allí lograran hacer carrera gracias a su nombre. Los que no podían permitirse pagar por obtener un puesto de importancia dentro de la jerarquía religiosa, comenzaban desde abajo: como novicios.
—Entonces, ¿anoche estabas en la portería? —Sandro optó por saltar de un tema a otro.
Sebastiano miró brevemente de reojo la mancha de sangre de la sala.
—Sí, reverendo padre. Mi turno duraba desde el oficio de completas, poco antes del descanso nocturno, hasta maitines, a la salida del sol. Todos los que trabajan o residen en elVaticano se encuentran registrados en una lista. Si alguien llega, se inscribirá su entrada junto a su nombre, igual que si se marcha. Para los invitados existe una lista aparte que sigue el mismo principio. De esta forma, se puede consultar quién se encuentra en ese determinado momento en el Vaticano, y quién está ausente.
—Puesto que trabajo para el Vaticano —dijo Sandro—, estoy familiarizado con el proceso.
—Hoy la lista está incompleta. Yo mismo entregué voluntariamente la lista de registros de anoche.
Sandro se inclinó hacia adelante.
—¿A quién?
—No se lo he contado a nadie, y me habría olvidado de todo este asunto si no... —volvió a mirar de reojo la sangre—. Hoy me he enterado del rumor de que anoche se produjo un crimen, y he sabido quién era la víctima.
—¿A quién se lo entregaste? —repitió Sandro.
—Antes de responder, reverendo padre, quisiera asegurarme de que hago lo correcto al contároslo. ¿Es cierto que respondéis directamente ante Santo Padre?
—Sí.
—¿Y que nadie puede obligarme a callar una información que podría ser vital en el esclarecimiento de un asesinato?
—Tan solo el papa Julio puede eximir a alguien de entrevistarse conmigo y responder a mis preguntas. A menos de que alguien que tuviera el rango del Santo Padre, es decir, el Santo Padre en persona, te hubiera ordenado hacer o callar algo, debes contármelo.
Sebastiano tomó aliento.
—El hermano Massa me exigió que le entregara los registros y confeccionara una lista diferente. También fue él quien me informó de que no me estaba permitido contárselo a nadie.
Sandro se levantó de la siila y, lentamente, camino en torno a Sebastiano, principalmente para evitar que este pudiera ver la sonrisa de su rostro.
—Entonces, fue el hermano Massa.
—Sí, me dio esas órdenes cuando regresó al Vaticano.
—¿Cuando regresó?
—Salió durante un tiempo, no sabría decir cuánto.
—¿Te dio alguna razón por la cual quisiera llevarse las entradas?
—No me dio razón alguna porque sus motivaciones resultaban evidentes.
—¿Y cuáles eran esas motivaciones?
Sebastiano adoptó la expresión que revelaba que aquella era la parte más difícil de su relato.
—Unos momentos antes de que el hermano Massa dejara el Vaticano, el Santo Padre atravesó mi puerta.
Sandro volvió a sentarse.
—¿Cómo has dicho?
—Yo mismo estaba sorprendido. Normalmente, el Papa entra y sale del Vaticano por el patio principal, en el extremo opuesto, sin embargo... Estaba allí, en mi pequeño portal. O lo que es más preciso, se abalanzó a través de él dando trompicones. Estaba fuera de sí, y respiraba con dificultad cuando me agaché a socorrerle. Le saludé respetuosamente, pero él salió corriendo angustiado, como alma que lleva el diablo, hacia el patio, y desapareció por una de las escaleras. Yo estaba muy turbado, y no sabía si debía registrar la llegada del Santo Padre o no. Finalmente, decidí no hacerlo, pero apenas lo había pensado cuando el hermano Massa abandonó apresuradamente el Vaticano. El resto ya lo conocéis: regresó y me dio instrucciones.
Sandro se frotó la frente y los ojos con las manos y reconstruyó los posibles acontecimientos que se revelaban de acuerdo con las sorprendentes declaraciones de Sebastiano referentes a la noche anterior. El Papa abandonó el Vaticano por el patio principal, a una hora aún desconocida. Su destino: la villa de Maddalena. Posteriormente regresó, pero en esta ocasión pasó a través del portal de Sebastiano, que se encontraba más cercano a la villa. Julio corrió a hablar con Massa. Por su parte, este se mostró dispuesto a visitar de inmediato la villa de la joven. A su retorno, exigió los registros y ordenó a Sebastiano que no hablara de lo ocurrido.
Existían tres posibles explicaciones de por qué el Papa había aparecido en tal grado de excitación. La primera era que podría haber encontrado el cuerpo de Maddalena. La segunda era que podría haber sido testigo accidental del asesinato de Maddalena, y por ello saliera huyendo de esa manera... Sebastiano había dicho que había salido «como alma que lleva el diablo». La tercera...
Sin embargo, aquel pensamiento era tan atroz que Sandro prefería no considerarlo. Si el papa Julio hubiera matado a su amante, ¿por qué habría ordenado una investigación? Le habría resultado fácil hacer que un par de guardias extrajeran el cuerpo de la villa sin llamar la atención y que, posteriormente, lo hicieran desaparecer.
En lo concerniente a Massa, en principio parecía exculpado. Se encontraba en el Vaticano cuando Julio lo necesitó, pero había una cuestión que incomodaba a Sandro. ¿Por qué Massa había mostrado tanto interés en llevarse el registro si Sebastiano no había anotado lo ocurrido con el papa Julio? Habría bastado con ordenarle callar.
—Quiero que pienses bien en lo que te voy a decir, Sebastiano. Por la tarde, antes de los sucesos que me has relatado, ¿dejó el hermano Massa el Vaticano en algún momento?
Sebastiano tuvo que hacer memoria durante largo rato.
—Sí, lo sé bien porque fue la primera entrada que registré. Debió ser poco después de Completas, y regresó aproximadamente media hora después, antes de que el Papa apareciera por mi portal.
Sandro se inclinó hacia adelante mientras el mundo, que durante un breve instante se le había vuelto del revés, volvía a ponerse en orden: Massa se había llevado el registro no para proteger al Papa, tal y como había hecho parecer, sino para cubrir las huellas que él mismo había dejado aquella tarde.
—Ha sido muy valeroso por tu parte venir, Sebastiano. Será mejor que no le cuentes al hermano Massa nada de nuestra conversación. En caso de que te pregunte, miéntele descaradamente... Una oportunidad que no todos los novicios pueden aprovechar.
Había pretendido hacer una pequeña broma con esa conclusión, pero Sebastiano era de carácter severo y se limitó simplemente a asentir. Se encontraba ya en la puerta del atrio cuando, de pronto, se volvió de nuevo.
—Disculpad la pregunta, reverendo padre: ¿nos veremos mañana?
—¿Por qué? No entiendo.
—En la fiesta de compromiso —como el rostro de Sandro no adoptaba ninguna expresión que reflejara comprensión, Sebastiano continuó la explicación—. Mi hermano mayor, Ranuccio, se compromete mañana con vuestra hermana Bianca. Vos y yo, reverendo padre, seremos familia muy pronto.
Poco después de que Sebastiano se marchara, ocurrió algo extraño. Sandro echó un vistazo distraído al escritorio que tenía al lado y se dio cuenta de que faltaba algo. Lo había abierto la tarde anterior, pero no había vuelto a cerrarlo, y aquel día, al mediodía, cuando entró en la villa, se había colocado ante él y había revisado rápidamente su contenido. Podría haber jurado que faltaba algo que aquel día, al mediodía, aún seguía allí, pero no sabía el qué. Ante él aparecía un abanico con motivos eróticos, una vela, tinta y pluma, un amuleto de jade, cuatro saquitos vacíos de cuero claro y dos taleguillas vacías de cuero negro apiladas las unas sobre las otras. Aparentemente no habían tocado los cajones, al menos no el cajón en el que había aparecido el papel de la Cámara Apostólica, que se encontraba medio abierto, tal y como él lo había dejado el día anterior. Sin embargo, tenía la sensación de que algo había cambiado. En caso de que tuviera razón, el responsable de los cambios debía ser uno de entre dos personas: Sebastiano Farnese y el capitán Forli.
En el mismo momento en que se encontraba pensando en Forli, percibió, por el rabillo del ojo, que el capitán se hallaba en la puerta que llevaba desde el salón hasta el dormitorio. Había regresado por la terraza, pero cuánto tiempo llevaría allí, era algo que el jesuita no podía precisar.
—¿Habéis encontrado algo interesante? —preguntó Forli.
—No, nada —respondió Sandro, intentado aparentar indiferencia en la medida de lo posible—. Sin embargo, debemos hacer que los guardias vigilen cuidadosamente la villa hasta que se esclarezca el crimen.
—Entendido —respondió Forli, mientras se acercaba al jesuita.
Sus pequeños ojos, negros y profundos como dos ascuas encendidas, nunca habían despertado la confianza de Sandro, pero aquel día menos que nunca.
—Detrás de los lilos hay un muro bajo —le informó el soldado—. Detrás tiene un camino de carretas muy estrecho que se divide más abajo en dirección al Tíber y al Vaticano. Es una ruta de escape ideal, porque el camino no estará transitado por la noche. En el muro he encontrado esto.
Forli le tendió un diminuto jirón de tela. Cuando Sandro lo tomó en la mano, se dio cuenta de que era un tejido flexible y fino. El color era inconfundiblemente el rojo cardenalicio, y el único cardenal que hasta el momento había aparecido bajo sospecha, era Vincenzo Quirini.
—Es una suerte que el asesino fuera tan descuidado que nos dejara indicios —comentó Sandro, mientras cruzaba una larga mirada con Forli—. Gracias a vuestra búsqueda ha aparecido esta pista.
—Otra más que apunta a Quirini.