Hicieron la travesía entre Tarentum y el puerto griego de Patrae, donde tomaron otro barco para Corinto, viajaron por tierra hasta el Pireo de Atenas y de allí en otra nave hasta Rodas. De Rodas a Tarsus, Sila tuvo que fletar un navío, pues ya se aproximaba el invierno y el tráfico comercial estaba interrumpido. Así, el grupo llegó a Tarsus a fines de enero, sin ver en todo el itinerario más que unos cuantos puertos y astilleros y mucha agua.
Nada había cambiado en Tarsus desde la visita de Mario, tres años y medio antes, ni en Cilicia, que seguía plácidamente viviendo en el limbo. La llegada de un gobernador oficial cayó bien en Tarsus y en Cilicia, y apenas se había instalado Sila en el palacio residencial, cuando se vio asediado por hombres dispuestos a ayudarle, muchos de ellos pensando en la buena paga del ejército.
Pero Sila sabía con quién tenía que tratar, y consideró significativo que esa persona no se hubiera presentado a solicitar los favores del nuevo gobernador romano y siguiera con su tarea habitual, que era mandar la milicia de Tarsus. Se llamaba Morsimo, y Cayo Mario se lo había recomendado.
—A partir de ahora quedas relevado del mando —dijo Sila amistosamente a Morsimo cuando se presentó a instancias de él—. Necesito un indígena que me ayude a reclutar, equipar y entrenar cuatro buenas legiones de tropas auxiliares antes de que queden abiertos en primavera los pasos hacia el interior. Cayo Mario me ha dicho que eres la persona idónea para este cometido. ¿Te consideras capaz?
—Sé que lo soy —respondió Morsimo sin pensarlo dos veces.
—Un factor favorable es que aquí el tiempo es bueno —dijo Sila, animoso—. Podemos poner a los hombres militarmente en condiciones durante el invierno, si podemos reunir el personal adecuado para la instrucción y un armamento igual al de las tropas de Mitrídates. ¿Podremos?
—Claro que sí —contestó Morsimo—. Encontrarás más reclutas dispuestos de los que necesitas. El ejército atrae a los jóvenes y aquí no lo hemos tenido desde hace… ¡oh, muchos años! Si Capadocia no hubiese tenido trastornos internos y menos ingerencias del Ponto y de Armenia, habría podido invadirnos y conquistarnos. Afortunadamente también Siria ha estado muy revuelta. Así que seguimos existiendo por pura suerte.
—La Fortuna —dijo Sila, esbozando su más fiera sonrisa y pasando el brazo por los hombros de su hijo—. La Fortuna me favorece, Morsimo. Llegará un día en que me llamaré Félix —añadió, dando un apretón al joven Sila—. De todos modos, hay una cosa muy importante que debo hacer antes de que transcurra un día solar, aunque sea de invierno.
—¿Es algo en lo que pueda ayudarte? —inquirió el griego de Tarsus, perplejo.
—Eso espero. Dime dónde puedo comprar un buen sombrero de paja que no se destroce en diez días —contestó Sila.
—Padre, yo no quiero ponerme sombrero —dijo el joven Sila camino del mercado con su padre—. ¡Sombrero! Sólo los palurdos llevan sombrero.
—Y yo —dijo Sila sonriente.
—¿Tú?
—Cuando estoy en campaña, jovencito, llevo un buen sombrero que me libre del sol. Me lo recomendó Cayo Mario hace años, cuando fuimos por primera vez a Africa a combatir contra el rey Yugurta de Numidia. Póntelo y no te preocupes de las risas ni de los comentarios, me dijo. Al cabo de un tiempo ya no se fijan. Seguí su consejo, pues tengo la piel muy clara y se me quema. Mira, en realidad, al hacerme famoso en Numidia, mi sombrero se hizo también famoso.
—Nunca te he visto llevar sombrero en Roma.
—En Roma procuro no estar al sol, por eso el año pasado hice que me instalaran un dosel en el tribunal de pretor.
Se hizo un silencio; la estrecha calle por la que caminaban se abrió de pronto en forma de enorme plaza irregular con árboles que daban sombra y numerosas casetas y tenderetes.
—Padre —dijo el joven con voz tímida.
Sila miró a un lado y a otro, sorprendido al ver la poca diferencia de estatura que había entre él y su hijo. Ganaba la sangre de los César; el joven Sila sería alto.
—Dime, hijo.
—Por favor, ¿me compras también uno a mí?
Cuando Mitrídates supo que habían enviado un gobernador romano a Cilicia y que estaba reclutando y entrenando tropas indígenas, se quedó mirando atónito a quien se lo contaba, que era Gordio, el nuevo rey de Capadocia.
—¿Quién es ese Lucio Cornelio Sila? —inquirió.
—No sabemos nada de él, majestad, salvo que el año pasado era el magistrado jefe en la ciudad de Roma, y que ha sido legado de varios generales romanos famosos, Cayo Mario en Africa contra Yugurta, Quinto Lutacio Catulo César en la Galia itálica contra los germanos y Tito Didio en Hispania contra las tribus indígenas —contestó Gordio, dando toda la información de carrerilla, pues aquellos nombres nada le decían, con excepción del de Cayo Mario.
Tampoco a Mitrídates le decían gran cosa, y una vez más el rey del Ponto se vio lamentando su deficiente educación geográfica e histórica. Arquelao ampliaría la información.
—Lucio Cornelio Sila no es ningún Cayo Mario —dijo Arquelao, pensativo—, pero tiene una gran experiencia y no debemos subestimarle porque no sepamos quién es. Desde que entró en el Senado de Roma presta sus servicios en el ejército, aunque no creo que haya mandado nunca un ejército en el campo de batalla.
—Se llama Cornelio —comentó el rey, inflando el tórax—, pero ¿es un Escipión? ¿Qué es eso de «Sila»?
—No es un Escipión, gran rey —contestó Arquelao—. Pero es un Cornelio patricio, y no lo que los romanos llaman un hombre nuevo, un don nadie. Se dice que es difícil.
—¿Dificil?
Arquelao tragó saliva; ya no le quedaba más información y no tenía ni idea de en qué consistía la «dificultad» de Sila. Y optó por inventárselo.
—Es un negociador muy difícil, majestad, que no ve las cosas más que a su manera.
Estaban en la corte de Sinope, la ciudad preferida del rey, sobre todo en invierno. Se habían sucedido unos años bastante pacíficos y no había habido cortesanos ni parientes que mordieran el polvo. Nisa, la hija de Gordio, había resultado ser una consorte tan satisfactoria, que su padre había sido nombrado rey de Capadocia tras la invasión de Tigranes; la lista de hijos reales seguía aumentando y las posesiones del Ponto al este y al norte del Euxino prosperaban.
Pero se iba desvaneciendo el recuerdo de Cayo Mario, y el rey del Ponto tenía los ojos puestos en el sur y el oeste. Su artimaña de
Vale
rse de Tigranes para intervenir en Capadocia había dado buen resultado y Gordio continuaba en el trono pese a la visita de Escauro. El único beneficio que Roma había obtenido de aquella visita fue la retirada del ejército armenio de Capadocia, que, de todos modos, era lo que Mitrídates tenía previsto. Ahora, por fin, parecía que Bitinia iba a caer en sus manos, pues un año atrás Sócrates había acudido al Ponto pidiendo asilo, convirtiéndose a tal extremo en títere de Mitrídates que el rey había considerado que no corría riesgo alguno instalándolo en el trono como paso previo a otra invasión. Una invasión que pensaba iniciar en primavera, avanzando velozmente hacia el oeste para copar totalmente al rey Nicomedes III.
Las noticias que le trajo Gordio le dieron que pensar. ¿No sería demasiada osadía anexionarse Bitinia o sentar a Sócrates en el trono, cuando había dos gobernadores romanos en la zona? ¡Y cuatro legiones en Cilicia! Se decía que Roma era capaz de derrotar a cualquier ejército con cuatro buenas legiones. Sí, eran tropas auxiliares de Cilicia, no soldados romanos, pero los cilicios eran belicosos y orgullosos; de no haberlo sido, Siria, por muy debilitada que se hallara, los habría invadido. Cuatro legiones eran unos veinte mil combatientes efectivos, pero el Ponto podía disponer de doscientos mil. Numéricamente no había comparación, pero, no obstante… ¿Quién era aquel Lucio Cornelio Sila? Tampoco eran conocidos Cayo Sentio ni su legado Quinto Brutio Sura, y ellos dos arrasaban en la frontera macedónica desde Illyricum al Oeste hasta el Helesponto en el este, capitaneando una campaña devastadora que hacía tambalearse a celtas y tracios. Nadie estaba seguro de que los romanos fuesen a permanecer alejados de las tierras del río Danubius. Y eso preocupaba a Mitrídates, que planeaba avanzar por la orilla occidental del Euxino hacia las tierras del Danubius. No le hacía ninguna gracia tropezarse allí con Roma.
¿Quién sería Lucio Cornelio Sila? ¿Otro general romano de la categoría de Sentio? ¿Por qué le habrían enviado a él a guarnecer Cilicia, dejando en Roma a Cayo Mario y a Catulo César, vencedores de los germanos? Uno de ellos —Mario— se había presentado solo y sin armas en Capadocia, con un discurso que daba a entender que volvía a Roma sin dejar de estar al tanto de lo que sucedía en el Ponto. ¿Por qué, entonces, no había venido él a Cilicia? ¿Por qué había venido aquel desconocido, Lucio Cornelio Sila? Por lo visto, Roma siempre tenía a mano un excelente general. ¿Sería Sila mejor aún que Mario? Sí, el Ponto contaba con ejércitos de sobra, pero no disponía de buenos generales. Después de su espléndida campaña contra los bárbaros, al norte del mar Euxino, Arquelao ansiaba probar fortuna contra enemigos más poderosos; pero Arquelao era un primo suyo con sangre real, y un rival en potencia. Lo mismo podía decirse de su hermano Neoptolemo y su primo Leónipo. ¿Y qué rey podía estar seguro de sus propios hijos? Las madres ansiaban el poder y eran también enemigos en potencia; igual que ellos cuando alcanzaban una edad en que por voluntad propia codiciaban el trono del padre.
¡Si hubiese tenido dotes de general!, pensaba Mitrídates, mientras sus ojos verde uva con pintas marrones repasaban el rostro de los que le rodeaban. Pero en el aspecto bélico carecía del incomparable talento que habría debido heredar de su antepasado Heracles. ¿O no era así? Pensándolo bien, Heracles no había sido general. Heracles había luchado en solitario contra leones y osos, usurpadores de tronos, dioses y diosas, perros del averno y toda clase de monstruos. La clase de adversarios que le habrían gustado a Mitrídates. En los tiempos de Heracles no se habían inventado los generales; los guerreros se agrupaban y se unían a otros, iban en carros a todas partes y luchaban cuerpo a cuerpo en duelo. ¡Esa era la clase de guerra que él se sentía en disposición de emprender! Pero aquellos tiempos se habían ido para siempre, igual que los carros. Los tiempos modernos requerían ejércitos y los generales eran como semidioses que, sentados o de pie en un alto, observaban el campo de batalla dando órdenes, señalando cosas y mordiéndose un padrastro, pensativos, sin dejar de mirar todos los movimientos de la batalla a sus pies. Los generales sabían instintivamente si una línea estaba a punto de ceder o de retroceder, dónde iba a concentrar el enemigo el asalto masivo; si, los generales nacían sabiendo lo que eran flancos, maniobras, asedios, artillería, columnas de refresco, formaciones, despliegues, filas y líneas. Cosas que a Mitrídates no le cabían en la cabeza, ni le gustaban ni le interesaban ni se le daban bien.
Y mientras sus ojos vagaban sin mirar, todos los cortesanos le observaban tan atentamente como el halcón en lo alto contempla al ratón en el suelo, sólo que sintiéndose como el ratón. Allí estaba él, sentado en su trono de oro macizo, engastado con miles de perlas y rubíes, ataviado con la piel de león (pues estaban en consejo de guerra) y una túnica de la malla más suave y flexible con baño de oro, resplandeciente e infundiendo temor en todos los corazones. Nadie se le oponía ni nadie sabía cómo hacerlo. Monarca absoluto, compleja mezcla de cobarde y valiente, fanfarrón y rastrero, salvador y destructor. En Roma nadie le habría hecho caso y se habrían reído de él, pero en Sinope todos le obedecían y nadie se le reía.
—Sea quien fuere ese Lucio Cornelio Sila —dijo por fin el rey—, los romanos le han enviado sin ejército de guarnición a un país extranjero y tendrá que utilizar tropas que no conoce. Por consiguiente, tengo que suponer que Lucio Cornelio Sila es un enemigo a tener en cuenta —añadió, clavando la vista en Gordio—. ¿Cuántos soldados envié en otoño a tu reino de Capadocia?
—Cincuenta mil, gran rey —contestó Gordio.
—A principios de primavera iré en persona a Eusebia Mazaca con otros cincuenta mil, llevando de general a Neoptolemo. Arquelao, tú irás a Galacia con otros cincuenta mil hombres para guarnecerla en la frontera occidental, por si los romanos planean invadir el Ponto por dos frentes. Mi reina gobernará desde Amasia, pero sus hijos permanecerán aquí en Sinope vigilados como rehenes para que ella se comporte como es debido. Si se descubriera alguna traición, se ejecutará inmediatamente a sus hijos —dijo Mitrídates.
—¡Mi hija no sueña con nada parecido! —exclamó Gordio, aterrado, temiéndose que las esposas secundarias del rey fingieran alguna traición que indujera a la ejecución de los hijos antes de que se aclarase todo.
—No tengo motivos para creerlo —replicó el rey—. Es una simple precaución que adopto últimamente. Cuando estoy fuera de mis tierras, hago que los hijos de mis distintas esposas sean confinados en diversas ciudades como rehenes en garantía del buen comportamiento de sus madres. Las mujeres son un ganado muy raro —añadió pensativo— y siempre aprecian más a sus hijos que a si mismas.
—Más vale guardarse contra la que no lo hace así —dijo una voz fina y afectada, surgida de una persona gorda y afectada.
—Ya lo hago, Sócrates, ya lo hago —replicó Mitrídates sonriente.
No le caía mal aquel repelente cliente de Bitinia, aunque no fuese más que porque podía decirse con orgullo que ningún hermano suyo así de repelente habría llegado a cumplir más de cincuenta años. Que ningún hermano de él hubiese vivido hasta los veinte, repelente o no, era algo en lo que nunca se paraba a pensar. Los bitinios eran unos blandos. De no haber sido por Roma y la protección que les prestaba, Bitinia se la habría tragado el Ponto hacía treinta años. ¡Roma, Roma, Roma! Siempre surgía Roma. ¿Por qué no tendría Roma una guerra terrible al otro extremo del Mediterráneo que la mantuviera ocupada una década por lo menos? Así, cuando quisiera volver la vista a Oriente, el Ponto dominaría la región y a Roma no le quedaría más remedio que dedicar su atención al oeste. Al ocaso.
—Gordio, te encargo que vigiles cómo orienta las cosas en Cilicia ese Lucio Cornelio Sila. ¡Infórmame del más mínimo detalle! Que no se te escape nada. ¿Está claro?
—Sí, todopoderoso —contestó Gordio temblando.
—¡Bien! —dijo el rey, bostezando—. Tengo hambre. Comamos. ¡Tú, no! —añadió bruscamente al ver que Gordio se les unía camino del comedor—. Tú vuelves inmediatamente a Mazaca. Capadocia no puede estar sin rey.