La corona de hierba (93 page)

Read La corona de hierba Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
7.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y no podía Quinto Lutacio haber aguardado a contármelo a mí en lugar de abrumarte a ti con la noticia? —inquirió Mario con aspereza.

—No tenía tiempo, Cayo Mario —contestó Julia, enjugándose las lágrimas y tratando de sobreponerse—. Le han enviado con urgencia desde Capua y tuvo que emprender viaje a toda prisa. De hecho, dice que no debía haber pasado por Roma para visitarnos; así que debemos darle las gracias. Dijo que tú sabrías qué hacer, y cuando Quinto Lutacio dice eso es porque cree que nuestro hijo ha matado a Catón. ¡Oh, Cayo Mario!, ¿qué podemos hacer? ¿Qué es lo que ha querido decir Quinto Lutacio?

—Que tengo que ir a Tibur con mi amigo Cayo Julio, aquí presente —contestó Mario poniéndose en pie.

—¡Tú no puedes viajar! —exclamó Julia conteniendo un grito.

—Claro que puedo. Ahora cálmate, esposa, y dile a Estrofantes que envíe a alguien a casa de Aurelia para que venga Lucio Decumio. Él me asistirá durante el viaje para ahorrarle energías al niño. — Y diciendo esto, Mario apretaba con fuerza el hombro del pequeño, no apoyándose en él, sino como indicándole que no dijese nada.

—Que vaya contigo sólo Lucio Decumio, Cayo Mario —dijo Julia—. Cayo Julio debe estar en casa, con su madre.

—Sí, tienes razón. Márchate a casa, joven César.

—Mi madre me mandó estar contigo para algo, Cayo Mario —replicó el pequeño con firmeza—. Y si en estas circunstancias te dejara, se enfadaría mucho.

Mario habría insistido, pero fue Julia, conociendo a Aurelia, la que se retractó.

—Tiene razón, Cayo Mario. Llévatelo.

Así fue como una hora larga más tarde, aquel verano, en un carro tirado por cuatro mulas, salían de Roma por la puerta Esquilina Cayo Mario, el pequeño César y Lucio Decumio. Este, que era un buen conductor, mantuvo a los animales a buen trote hasta Tibur sin que llegasen exhaustos.

El pequeño César, apretado entre Mario y Decumio, fue contemplando encantado el paisaje hasta que se hizo de noche. Nunca había efectuado un viaje tan improvisado y en lo más íntimo de su ser sintió la pasión por los viajes rápidos.

Aunque le llevaba nueve años, el pequeño César conocía a su primo carnal, pues conservaba muchos recuerdos de la infancia y era una persona que ni le agradaba ni le desagradaba. Y no es que el joven Mario le hubiese maltratado ni se hubiera burlado de él; no, era por los otros niños a quienes había maltratado o de quienes se había burlado, la causa de que el pequeño César no mantuviera una buena disposición para con su primo. Durante las constantes disputas entre Mario hijo y Sila hijo, a él siempre le había parecido que era éste quien llevaba razón. Además, el joven Mario siempre había tenido dos caras con Cornelia Sila: muy amable delante de ella y despreciativo a sus espaldas; y no sólo se reía de ella delante de sus primos, sino también ante sus amigos. Por consiguiente, el apuro en que se encontraba el hijo de Mario no preocupaba gran cosa al pequeño. Pero sí que lo sentía, y mucho, por Cayo Mario y tía Julia.

Cuando oscureció, la carretera se fue iluminando por una media luna y Lucio Decumio puso a las mulas al paso. El niño en seguida se quedó dormido con la cabeza reclinada en el regazo de Mario y con ese desmadejamiento que sólo se ve en el cuerpo de niños y animales.

—Bien, Lucio Decumio, vamos a hablar —dijo Mario.

—Buena idea —contestó Lucio Decumio, animoso.

—Mi hijo se encuentra en grave apuro.

—Bah, no puede ser —replicó Lucio Decumio para quitar hierro al asunto.

—Le acusan del asesinato del cónsul Catón.

—Por lo que yo he oído del cónsul Catón, al joven Mario deberían concederle la corona de hierba por salvar el ejército.

—Y que lo digas —replicó Mario riéndose—. Según cuenta mi esposa, ésas han sido las circunstancias. ¡Ese imbécil de Catón se buscó la derrota! Me imagino que ya habrían muerto sus legados y supongo que los tribunos estarían transmitiendo órdenes por el campo, órdenes erróneas seguramente. Desde luego, el único personal de estado mayor que tenía a su lado eran los cadetes, y sería mi hijo quien le aconsejaría la retirada. Catón se negó y le llamó hijo de traidor itálico. Tras lo cual, según dice otro cadete, el joven Mario le metió tres palmos de espada romana por la espalda y ordenó la retirada.

—¡Y ha hecho muy bien, Cayo Mario!

—Eso creo yo… en cierto modo. Pero, por otra parte, lamento que lo hiciera cuando Catón le daba la espalda. Pero yo conozco a mi hijo, y, aunque tiene genio, no carece de sentido del honor. Mientras era pequeño no tuve muchas oportunidades de estar en casa para quitarle ese genio, y, además, era listo y no nos lo mostraba ni a su madre ni a mi.

—¿Cuántos testigos hay, Cayo Mario?

—Por lo que tengo entendido, sólo uno. Pero no lo sabré hasta que vea a Lucio Cornelio Cinna, que ahora tiene el mando. Desde luego, el joven Mario tendrá que responder de esos cargos. Si el testigo se ratifica en la versión de los hechos, a mi hijo pueden condenarle a flagelación y a ser decapitado. Porque matar a un cónsul no es un simple asesinato: es
nefas
.

—Bah, bah —se limitó a farfullar Lucio Decumio.

Naturalmente, él ya sabía que le habían pedido que hiciera aquel viaje para enderezar un entuerto. Pero lo que le fascinaba era que le hubiera solicitado Cayo Mario. ¡Cayo Mario! El hombre más decidido y honorable que él conocía. ¿Qué había dicho años atrás Lucio Sila? Que mientras él tomaba un camino tortuoso, Cayo Mario iba recto. Sin embargo, aquella noche era como si Mario hubiese optado por un camino tortuoso. No le parecía propio de su carácter, porque él pensaba que Cayo Mario habría debido probar antes otros recursos.

Lucio Decumio se encogió de hombros. Al fin y al cabo, Cayo Mario era padre y aquél era su único hijo. Insustituible. Y no era tan mal chico, arrogancia aparte. Debía de ser difícil ser hijo de un gran hombre. Sobre todo para alguien que no tiene la misma fibra.

Sí, era valiente, y nada tonto, pero nunca llegaría a ser un gran hombre. Eso costaba mucho; mucho más de lo que el joven Mario podía pensar. ¡Qué madre tan guapa tenía! Ah, si él hubiese tenido una madre como la del pequeño César, las cosas habrían sido muy distintas. Aquella mujer no le pasaba ni una a su hijo. Aparte de que la familia no tenía mucho dinero.

El terreno, que hasta entonces era plano, comenzó a elevarse bruscamente y las cansadas mulas comenzaron a hacerse las remolonas, pero Lucio Decumio las fustigó, dirigiéndoles terribles vituperios, y con mano de hierro las obligó a seguir.

Quince años atrás, Lucio Decumio se había proclamado protector de Aurelia, la madre del pequeño César, procurándose, aproximadamente por la misma época, una fuente adicional de ingresos. Era romano por nacimiento y miembro de la tribu urbana palatina, pero por el censo era miembro de la cuarta clase y de profesión encargado de la cofradía del cruce que había en la casa de pisos de Aurelia. Era un hombrecillo de rasgos anodinos y aspecto insignificante, cuya falta de erudición ocultaba una confianza inquebrantable en su propia inteligencia y fuerza de voluntad. La cofradía la dirigía como un general.

Sancionadas oficialmente por el pretor urbano, las obligaciones de la cofradía consistían en vigilar el cruce, barrer y regar la zona, cuidar del altar a los lares del cruce, comprobar que la fuente que abastecía de agua al barrio estuviera siempre limpia y organizar las fiestas anuales de la Compitalia. Miembros de la cofradía eran toda una gama de individuos del barrio, desde ciudadanos romanos de segunda clase hasta del censo por cabezas, y extranjeros, desde judíos y sirios hasta libertos y esclavos griegos; sin embargo, la segunda y tercera clase no acudían a la cofradía y en lugar de ello hacían generosos donativos. Los que frecuentaban la sorprendentemente limpia sede de la cofradía eran trabajadores que pasaban allí su día libre charlando y bebiendo vino barato. Todos los trabajadores —libertos o esclavos— tenían un día libre cada ocho, aunque no todos a la vez. Lo preceptivo era un día libre cada ocho días a contar desde el ingreso en el empleo. Por eso los que estaban en el local un día concreto podían ser gentes muy distintas a las de cualquier otro día, y siempre que Lucio Decumio anunciaba que había algo que hacer, los que habían acudido dejaban el vino y obedecían las órdenes del encargado.

La cofradía dirigida por Lucio Decumio realizaba actividades muy ajenas al cuidado del cruce. Cuando el tío y padrastro de Aurelia, Marco Aurelio Cota, le compró la ínsula como medio rentable de inversión de la dote, la decidida joven descubrió en seguida que aquel local de su casa daba cobertura a una pandilla que asediaba a los tenderos y comerciantes del barrio cobrándoles una tasa de protección contra el vandalismo y la violencia; pero pronto puso coto a tal situación, o mejor dicho, Lucio Decumio y sus cofrades trasladaron su agencia de protección a zonas en las que Aurelia no conocía a las víctimas ni tenían nada que ver con el barrio.

Aproximadamente por la misma época en que Aurelia adquirió su ínsula, Lucio Decumio encontró una ocupación que convenía a su carácter tanto como a su bolsa: se convirtió en asesino. Aunque sus fechorías se murmuraban más que relatarlas claramente, los que le conocían le consideraban responsable de numerosos homicidios políticos y comerciales de romanos y extranjeros. Que no le molestara nadie —y no digamos arrestarle— se debía a su habilidad y audacia. Nunca había pruebas. Sin embargo, la naturaleza de su lucrativo oficio era de dominio público en el Subura. Como decía el propio Lucio Decumio, si nadie sabe que eres un asesino, nadie te ofrece trabajo. Algunas fechorías las negaba, y en eso también se le creía. Así, se le había oído comentar que el asesinato de Aselio era obra de un chapucero que había puesto en peligro a Roma matando a un augur en pleno ritual y ataviado con las vestiduras sagradas. Aunque Lucio Decumio opinaba que Metelo Numídico el Meneitos había sido envenenado, proclamaba a los cuatro vientos que había sido por mano de una mujer.

Se había enamorado de Aurelia desde que la conoció, no de un modo romántico o carnal —insistía él—, sino por reconocimiento instintivo de un espíritu afin, tan decidido,
Vale
roso e inteligente como él. Aurelia se convirtió en algo suyo que había que querer y proteger, y conforme fueron naciendo sus hijos, también ellos quedaron guarecidos bajo el ala protectora del rufián. Al pequeño César le idolatraba y, a decir verdad, le quería más que a sus dos hijos, que eran casi unos hombres y comenzaban a aprender las obligaciones de la cofradía. Él había protegido al niño durante años, pasando horas en su compañía y adquiriendo un sincero aprecio por el mundo al que pertenecía; él le había explicado cómo funcionaba la agencia de protección y cómo actuaba un buen asesino. No había nada de Lucio Decumio que no supiese el pequeño César. Y nada había que le resultara incomprensible; sencillamente, la conducta apropiada para un patricio romano no era la misma que la de un romano de cuarta clase encargado de una cofradía de cruce. A cada uno lo suyo. Pero eso no era óbice para que fuesen amigos y se tuvieran afecto.

—Nosotros, los romanos de clase baja somos villanos —le había dicho Lucio Decumio al pequeño—, y no podemos comer y beber decentemente, tener tres o cuatro buenas esclavas, una de ellas con un
cunnus
que valga la pena alzarle la falda. Aunque fuésemos listos para el negocio, y casi ninguno lo somos, ¿dónde íbamos a encontrar capital, digo yo? No, yo siempre digo que cada uno se hace la túnica conforme le conviene y ya está —dijo apoyando el índice en un lado de la nariz y enseñando sus sucios dientes—. ¡Pero no digas ni una palabra de esto, Cayo Julio! ¡Ni una palabra a nadie! Y menos a tu querida madre.

El pequeño guardaba los secretos y no decía nada a nadie, Aurelia incluida. La formación del pequeño era mucho más amplia de lo que ella imaginaba.

A medianoche, el carruaje con las sudorosas mulas llegaba al campamento militar en las afueras del pueblo de Tibur. Cayo Mario sacó al ex pretor Lucio Cornelio Cinna de la cama sin el menor miramiento.

Se conocían ligeramente, pues había casi treinta años de diferencia de edad entre ellos, pero Cinna se había significado por sus discursos en la Cámara como defensor de Mario, y había sido un buen
praetor urbanus
—el primero de los gobernadores de Roma en tiempo de guerra debido a la ausencia de los cónsules—, pero el enfrentamiento con los itálicos había echado por tierra sus esperanzas de aumentar su fortuna privada con el cargo de gobernador en alguna provincia. Ahora, dos años después, se encontraba sin medios para pagar la dote de sus hijas e incluso no estaba muy seguro de poder garantizar la carrera senatorial de su hijo más allá de simple senador sin derecho a la palabra. La carta del Senado, otorgándole el mando supremo del frente marso tras la muerte del cónsul Catón, no le había entusiasmado, pues la cruda realidad era que le obligaba a dedicarse intensamente a apuntalar una estructura que había dejado tambaleante un comandante tan inepto como arrogante. ¡Ah!, ¿dónde estaría aquella suculenta provincia?

Hombre fornido y bajo, de rostro curtido y mandíbula desencajada, su aspecto no le había impedido hacer un buen matrimonio con una rica heredera, Annia, de una buena familia plebeya que había sido consular durante dos siglos. Cinna y Annia tenían tres hijos, una chica de quince años, un hijo de siete y otra niña de cinco. Aunque no era ninguna beldad, Annia era una mujer que llamaba la atención por su pelo rojo y ojos verdes; la hija mayor había heredado su pelo, mientras que los otros dos retoños eran morenos como el padre. Nada de esto había tenido relevancia hasta que Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo, había ido a visitar a Cinna para pedirle la mano de su hija mayor en representación de su hijo Cneo.

—A los Domicios Ahenobarbos nos gustan las esposas pelirrojas —dijo sin rodeos el pontífice máximo—, y tu hija Cornelia Cinna reúne todas las condiciones que yo deseo para ser la esposa de mi hijo… tiene la edad adecuada, es patricia y es pelirroja. En principio había echado el ojo a la hija de Lucio Sila, pero, lamentablemente, va a casarse con el hijo de Quinto Pompeyo Rufo. Aunque tu hija es más que adecuada. Es de la misma
gens
y supongo que tendrá una buena dote.

Cinna había tragado saliva, dirigiendo una plegaria a Juno Sospita y a Ops, confiando llegar en un futuro a ser gobernador de alguna apetecible provincia.

—Cuando mi hija tenga edad para casarse, Cneo Domicio, tendrá una dote de cincuenta talentos. Más no puede ser. ¿Te parece bien?

Other books

Possessing Eleanor by Tessie Bradford
Fatshionista by McKnight, Vanessa
The Heather Moon by Susan King
The APOCs Virus by Alex Myers
Ice Cold Kill by Dana Haynes
Days in the History of Silence by Merethe Lindstrom
Cheyenne Moon by Cathy Keeton
Countdown by David Hagberg
Under the Sign by Ann Lauterbach
The Thought Readers by Dima Zales