No dijo nada a Duronio de que pensase conceder la libertad al hombre que compraba, pues con ello no habría hecho sino aumentar el precio. No, el que adquiriese lo manumitiría en privado y lo incorporaría a su clientela, lo que en resumen equivalía a obligarle a ese empleo como si siguiese siendo esclavo, porque un cliente liberto pertenecía a su antiguo amo.
Al final sólo encontró a uno satisfactorio que, naturalmente, era el más caro. Duronio sabía lo que se hacía y, dado que no iba a haber mujeres adultas en la casa con un
Paterfamilias
vigilante, el tutor tenía que ser de gran integridad moral, a la par que agradable y comprensivo. El elegido se llamaba Sarpedon y era originario de Licia, al sur de la provincia de Asia. Como la mayoría de los de su situación, él mismo se había vendido esclavo, considerando que tenía mejores posibilidades de vivir una vejez cómoda y sin privaciones si pasaba los años que le quedaban al servicio de un romano de alto rango. O se ganaba la libertad o le cuidarían. Así, había ido a las dependencias que en Esmirna tenía Duronio Postumio y le habían inscrito. Este era su primer empleo, es decir, era la primera vez que le compraban. Tenía veinticinco años y era muy culto en latín y griego; hablaba el griego ático más puro, y el latín lo dominaba como un auténtico romano. Pero no fueron esas virtudes las que le valieron el empleo, sino su gran fealdad: era tan bajo, que a Mamerco le llegaba al pecho, de una delgadez casi raquítica, y estaba marcado por cicatrices de unas quemaduras que había sufrido de pequeño. No obstante, tenía muy bella voz y en su rostro estropeado lucían dos bonitos ojos. Cuando le dijeron que iban a liberarle en seguida y que su nombre sería Mamerco Emilio Sarpedon, se consideró el más afortunado de los hombres, pues con el sueldo mucho más alto y la ciudadanía romana, algún día podría retirarse a su ciudad natal de Xantus para vivir como un potentado.
—Es un asunto caro —dijo Mamerco a Escauro, dejando el rollo en su escritorio—. Y te prevengo como albacea de lo que corresponde a los Servilios Cepionis, que no vas a salir mejor librado que en el caso de nuestro albaceazgo conjunto del testamento de Druso. Ahí tienes la factura de lo que se ha gastado hasta el momento. Sugiero que la dividamos entre las dos fortunas.
Escauro cogió el rollo y lo desplegó.
—Tutor… ¿Cuatrocientos mil?
—¡Pues habla tú con Duronio! —exclamó Mamerco—. ¡Yo he hecho todos los trámites siguiendo tus directrices! En esa casa habrá dos mujeres nobles romanas y hay que garantizar su virtud, por lo que no puede vivir en ella un tutor atractivo. El pedagogo que he comprado es tan feo que da grima.
—¡Bien, bien! —dijo Escauro con una risita—. ¡Te creo, te creo! —añadió, examinando con más detalle el documento—. Dote para Servilia Cnea, doscientos talentos. Bueno, eso no puedo discutirlo porque yo mismo lo sugerí. Gastos anuales de la casa, sin incluir reparaciones y mantenimiento, cien mil sestercios… Sí, está bastante bien… Etcétera, etcétera… ¿Villa en Misenum o Cumae? ¿Para quién demonios?
—Para Porcia, cuando Servilia Cnea vaya a casarse.
—¡Oh,
merda
! ¡En eso no había pensado! Sí, claro, tienes razón. Ningún marido la aceptaría a ella encima de casarse con un cardo como Servilia Cnea… Sí, sí, asciende a mucho. Lo dividiremos en dos.
Se sonrieron y Escauro se levantó.
—¡Mamerco, creo que esto merece una copa de vino! Lástima que tu esposa no quiera colaborar; porque como albaceas de las fortunas nos habríamos ahorrado mucho dinero.
—Como no sale de nuestro bolsillo, bien podemos hacernos cargo del gasto, Marco Emilio. ¿A qué preocuparse? La paz conyugal
Vale
más que nada —dijo tomando la copa de vino—. En cualquier caso, yo me marcho de Roma. Ha llegado el momento de cumplir mis deberes militares.
—Entiendo —dijo Escauro, volviéndose a sentar.
—Hasta la muerte de mi madre, mi principal cometido fue estar en Roma y ayudarla con los niños, pues no estaba bien desde que murió Druso de la pena que le había causado. Pero ahora los niños están en buenas manos y no tengo excusa. Me marcho.
—¿Con quién?
—Con Lucio Cornelio Sila.
—Buena elección —dijo Escauro, asintiendo con la cabeza—. Es un hombre con futuro.
—¿Tú crees? ¿No es algo mayor?
—También lo era Cayo Mario. Y, pensándolo bien, Mamerco, ¿quién más hay? En este momento escasean los grandes hombres en Roma. Si no fuese por Cayo Mario no habríamos obtenido ahora ni una sola victoria y, como él mismo dice en el informe, fue una victoria pírrica. Él venció, pero Lupo había sufrido una espantosa derrota el día anterior.
—Cierto. De todos modos estoy decepcionado con Lucio Julio. Yo le había juzgado capaz de grandes cosas.
—Es muy excitable, Mamerco.
—He oído que el Senado la llama la guerra mársica.
—Sí, por lo visto pasará a los libros de historia como guerra mársica. Al fin y al cabo —añadió Escauro con aire travieso—, no podemos llamarla la guerra itálica. ¡Roma caería en el pánico pensando que luchábamos contra toda Italia! Además, fueron los marsos quienes nos entregaron una declaración formal de guerra. Denominándola guerra mársica parece más modesta, menos importante.
—¿A quién se le ocurrió eso? —inquirió Mamerco, mirándole atónito.
—A Filipo, naturalmente.
—Ah, me alegro de irme —dijo Mamerco poniéndose en pie—. Si me quedara, ¡quién sabe si no me captarían para entrar en el Senado!
—Edad para ser cuestor sí tienes, desde luego.
—La tengo, pero no pienso presentarme. Esperaré al censorado —contestó Mamerco Emilio Lépido Liviano.
Mientras Lucio César se lamía las heridas en Teanum Sidicinum, Cayo Papio Mutilo cruzaba el río Volturnus y luego el Calor. Al llegar a Nola, la población le recibió con eufórica alegría. Habían logrado deshacerse de la guarnición romana de dos mil hombres al partir Lucio César, y le mostraron muy ufanos la prisión provisional en la que habían encerrado a las cohortes. Era un recinto dentro de las murallas, anteriormente dedicado a matadero de ovejas y cerdos, que habían cerrado con un muro de piedra coronado de trozos de cristal y en torno al cual patrullaban constantemente. Para mantener a los romanos decaídos, le dijeron los de Nola, sólo les daban de comer una vez por semana y de beber cada tres días.
—¡Muy bien! —comentó Mutilo, complacido—. Les dirigiré unas palabras.
Utilizó para su discurso la plataforma de madera desde la cual los nolanos arrojaban pan y agua a los cautivos.
—¡Me llamo Cayo Papio Mutilo! —gritó—. Soy samnita, y a finales de año mandaré en toda Italia, Roma incluida. No tenéis nada que hacer contra nosotros. Estáis débiles, gastados, inútiles. ¡Os ha vencido la población! Y ahora estáis encerrados como los animales que antes guardaban ahí, pero más apiñados que ellos. Sois dos mil en un recinto que antes daba cabida a doscientos cerdos. Es incómodo, ¿verdad? Estáis enfermos, pasáis hambre y sed, y yo he venido a decíros que aún padeceréis más. A partir de ahora no se os dará más que agua cada cinco días. Pero os queda una alternativa: alistaros en las legiones de Italia. Pensáoslo.
—¡No hay nada que pensar! —gritó Lucio Postumio, el comandante de la guarnición—. ¡Nos quedamos aquí!
—Les daremos quince días —dijo Papio, bajando de la plataforma—. Se rendirán.
Las cosas iban muy bien para Italia. Cayo Vidacilio había invadido Apulia y se encontró en un teatro bélico nada sangriento, pues Larinum, Teanum Aoulum, Lucena y Ausculum se sumaron a la causa itálica y la población acudió en tropel a alistarse en las legiones itálicas. Cuando Mutilo alcanzó la costa en la bahía del Cráter, los puertos de Stabiae, Salernum y Surrentum se declararon a favor de Italia, igual que el puerto fluvial de Pompeii.
Encontrándose dueño de cuatro flotas de guerra, Mutilo decidió llevar la campaña por mar, lanzando un ataque contra Neapolis. Pero Roma tenía un mayor dominio de los mares y el almirante romano Otacilio venció a los barcos itálicos, obligándolos a retirarse a sus respectivos puertos. Decididos a resistir, los neapolitanos combatieron estoicamente los fuegos causados por el bombardeo de Mutilo en las dependencias portuarias con proyectiles de aceite en llamas.
En todas las ciudades en que la población había optado por la alianza con Italia, los habitantes romanos fueron pasados por las armas. Nola era una de esas ciudades, y el
Vale
roso anfitrión de Servio Sulpicio Galba había perecido como los demás; pero aún sabiéndolo, la famélica guarnición prisionera resistió hasta que Lucio Postumio convocó una reunión, cosa nada difícil, dada la estrechez en que estaban confinados.
—Creo que los soldados rasos deben rendirse —dijo Postumio, mirando con sus cansados ojos aquellos rostros demacrados—. Podemos tener la seguridad de que los itálicos van a matarnos. Y yo, desde luego, los desafiaré hasta la muerte, porque soy el comandante y es mi deber. Mientras que vosotros, soldados, tenéis otro deber con Roma: seguir con vida para luchar en otras guerras, guerras en el extranjero. ¡Así que os ruego que os unáis a los itálicos! Si después de uniros a ellos podéis desertar y pasaros a nuestras filas, tanto mejor. Pero, cueste lo que cueste, conservad la vida. Seguid vivos por Roma. — Hizo una pausa para descansar—. Los centuriones también deben rendirse. Sin sus centuriones, Roma está perdida. En cuanto a mis oficiales, si queréis capitular, lo comprenderé; igual que si os negáis.
Lucio Postumio tardó mucho en convencer a los soldados. Todos querían morir, aunque sólo fuese para demostrar a los itálicos que era imposible acobardar a los auténticos romanos. Pero al final se impuso el criterio de su comandante y los legionarios se rindieron. Sin embargo, a los centuriones, por mucho que les habló y porfió, no pudo convencerlos. Sus tribunos militares tampoco quisieron ceder y murieron todos: centuriones, tribunos militares y el propio Lucio Postumio.
Antes de que hubiera sido pasado por las armas el último de los oficiales romanos confinados en las cochiqueras, Herculaneum se sumó a la causa itálica y asesinó a los ciudadanos romanos. Mutilo, eufórico y seguro de sí mismo, emprendió la guerra marítima y lanzó de nuevo incursiones relámpago contra Neapolis, Puteoli, Cumae y Tarracina. Con ello, toda la costa del Lacio entraba en el conflicto, exacerbándose aún más el rencor existente entre romanos, latinos e itálicos del Lacio. El almirante Otacilio les hizo frente con decisión y con la fortuna de que no lograron hacerse con ningún puerto más, aunque ardieron numerosas instalaciones portuarias y se produjeron víctimas.
Cuando se vio sin ningún género de duda que la península al sur y al norte de Campania era territorio itálico, Lucio Julio César consultó con su legado mayor, Lucio Cornelio Sila.
—Estamos totalmente aislados de Brundisium, Tarentum y Rhegium, de eso no hay duda —dijo, cabizbajo, Lucio César.
—Si es así, olvidémoslo —contestó Sila, animoso—. Mejor concentrarnos al norte de Campania. Mutilo ha puesto sitio a Acerrae, lo que significa que avanza hacia Capua. Si Acerrae se rinde, Capua caerá… porque su sustento es romano pero su corazón es itálico.
Lucio César se arrellanó en la silla, como ofendido.
—¿Cómo puedes estar tan… contento viendo que no podemos contener a Mutilo ni a Vidacilio? —inquirió.
—Porque sé que venceremos —replicó Sila con firmeza—. — ¡Créeme, Lucio Julio, venceremos! Mira, esto no es como las elecciones. En las elecciones, los primeros votos son reflejo del resultado final, pero en la guerra, la victoria es finalmente para el bando que no cede. Los itálicos dicen que luchan por su libertad. A primera vista no puede haber mejor motivación, pero no es así, porque es algo intangible, un simple concepto, Lucio Julio, y nada más. Mientras que Roma lucha por su supervivencia. Y por eso vencerá. Los itálicos no luchan a vida o muerte igual que nosotros. Ya conocen una vida a la que están acostumbrados hace muchas generaciones. Puede que no sea la ideal, que no sea la que desean; pero es tangible. ¡Aguarda, Lucio Julio, y ya verás que cuando los itálicos se cansen de luchar por un sueño, la situación se volverá en su contra! Ellos no son una entidad. No tienen una historia y una tradición como nosotros. ¡Carecen de
mos maiorum
! Roma es real. Italia es una entelequia.
Era como si Lucio César fuese mentalmente sordo, aunque tuviera en perfecto estado los oídos.
—Si no podemos echar a los itálicos del Lacio, estamos apañados. Y no creo que podamos.
—¡Los echaremos del Lacio! —persistió Sila sin perder el ánimo.
—¿Cómo? —inquirió el blandengue sentado en la silla de general.
—Para empezar, Lucio Julio, te traigo buenas noticias. Tu primo Sexto Julio y su hermano Cayo Julio han desembarcado en Puteoli y en sus barcos llevan dos mil soldados númidas de caballería y veinte mil de infantería. Y la mayoría de las tropas de infantería son veteranas. En Africa se han reclutado millares de curtidos soldados de Mario, con las sienes un poco encanecidas, pero decididos a luchar por su patria. Ahora estarán ya en Capua para que les pertrechen y les pongan en forma con la instrucción. Quinto Lutacio opina que se formarán cuatro legiones en lugar de cinco sin plena fuerza de combate, y yo estoy de acuerdo. Con tu permiso, enviaré dos legiones a Mario en el norte, ahora que es comandante en jefe, y las otras dos las mantendremos aquí en Campania —dijo Sila, sonriendo jubiloso.
—Yo las mantendría todas aquí en Campania —dijo Lucio César.
—No creo que debamos —replicó Sila con firmeza, sin alterarse—. En el norte han tenido más pérdidas que nosotros y las dos únicas legiones curtidas están sitiadas en Firmum Picenum con Pompeyo Estrabón.
—Sí, creo que tienes razón —dijo Lucio César, algo más convencido—. Por mucho que deteste a Cayo Mario, tengo que admitir que estoy mucho más tranquilo si tiene el mando él. La situación mejorará en el norte.
—¡Y aquí también! —gorjeó Sila con un destello de exasperación en la mirada. ¡Por los dioses! ¿Habría algún lugarteniente con un general tan pesimista como aquél? Se inclinó sobre la mesa de Lucio César con gesto muy serio—. Tenemos que alejar a Mutilo de Acerrae hasta que estén listas las nuevas tropas, y tengo un plan para hacerlo.
—¿Cómo?
—Déjame que marche con las dos mejores legiones sobre Aesernia.
—¿Estás seguro?
—¡Confía en mí, Lucio Julio, confía en mí!