La corona de hierba (76 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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Estaba a punto de enterarse porque Mario estaba a punto de aparecer, y ahora le tocaba a Escato verse atacado con sus tropas en total desorden.

Mario tropezó en primer lugar con el campo marso en el que no había una sola alma. Irrumpió en él, apoderándose de todo cuanto había: pertrechos, víveres en abundancia y mucho dinero; pero no de un modo desordenado, sino que dejó a la mayoría de las tropas auxiliares detrás haciendo el saqueo mientras él apretaba el paso con las legiones. Hacia medio día llegó al campo de batalla de la víspera y se encontró con las tropas marsas despojando del armamento a los cadáveres.

—¡Ah, estupendo! —bramó a Aulo Plotio—. ¡Mis hombres reciben el mejor baño de sangre: será una fuga desordenada! ¡Eso les da una confianza enorme y les convierte en veteranos sin que se den cuenta!

Fue, efectivamente, una fuga desordenada. Escato huyó precipitadamente hacia las montañas, dejando dos mil cadáveres de marsos y todo cuanto tenía. Pero el balance, pensó Mario entristecido, era favorable a los itálicos, que eran los que más soldados habían matado. Tantos meses de reclutamiento e instrucción para nada. Ocho mil hombres pasarían a ser cadáveres —como parecía inevitable— porque los mandaba un tonto.

En el puente encontraron los cuerpos de Lupo y de Mesala.

—Lo siento por Marco Valerio, creo que habría sido un buen militar —comentó Mario a Plotio—, ¡pero me alegro sobremanera de que la Fortuna diese la espalda a Lupo! Si hubiera vivido, habría perdido más hombres aún.

A lo que Plotio no tuvo nada que añadir.

Mario envió los cadáveres del cónsul y su legado a Roma, escoltados por su único escuadrón de caballería y con una carta explicando la situación. Era hora de que Roma se llevara un buen susto, pensó Mario. Si no, nadie de los que vivían en ella iba a creer que había una guerra en Italia, ni que los itálicos eran de temer.

Escauro, príncipe del Senado, envió dos respuestas, una por cuenta del Senado y otra personal.

Lamento profundamente cuanto dice el informe oficial, Cayo Mario. No es obra mía, te lo aseguro, pero el problema está, viejo amigo, en que no tengo la energía necesaria para zarandear con una mano a un ente de trescientos hombres. Lo hice hace veinte años cuando el asunto de Yugurta, pero son precisamente estos últimos veinte años los que pesan. No es que en el Senado haya trescientos hombres estos días, pues serán más bien un centenar, ya que los que tienen menos de treinta y cinco años están cumpliendo una clase u otra de servicio militar, igual que algunos de los mayores, incluido un tal Cayo Mario.

La llegada de tu cortejo fúnebre a Roma causó honda impresión. Toda la ciudad se puso a plañir y a mesarse los cabellos, y no digamos a darse golpes de pecho. De pronto la guerra cobraba realidad. Quizá no se les habría podido dar mejor lección. La moral se les cayó a los pies más rápido que un rayo. Hasta que el cadáver del cónsul llegó al Foro, creo que toda Roma —¡incluidos senadores y caballeros!— consideraba que esta guerra era una prebenda. Pero ahora tenían ahí a Lupo, de cuerpo presente, muerto por un itálico en un campo de batalla a no muchas millas de Roma. Fue un momento dramático cuando salimos de la Curia Hostilia y nos quedamos boquiabiertos al ver a Lupo y a Mesala. ¿Ordenaste a la escolta que los destapase al llegar al Foro? ¡Apuesto a que sí!

En fin, toda Roma está de luto y no se ve más que gente con vestiduras negras y monótonas por todas partes. Todos los que quedan en el Senado visten el
sagum
en lugar de la toga, y la franja estrecha de caballeros en la túnica en lugar del
latus clavus
. Los magistrados curules se han quitado la insignia del cargo hasta para sentarse en los sencillos taburetes de madera en la Curia y en los tribunales. Se contemplan leyes suntuarias respecto a la púrpura, la pimienta y las panoplias. De una indiferencia total, Roma ha pasado al extremo contrario. Por dondequiera que voy oigo a la gente preguntarse si realmente vamos a perder la guerra.

Como verás, la respuesta oficial se refiere a dos asuntos distintos. El primero lo deploro personalmente, pero se adoptó en nombre de la «seguridad nacional». A saber: en el futuro todas las bajas de guerra, desde el simple soldado hasta el general, serán enterradas con las honras fúnebres que permitan las circunstancias en el campo de batalla. Ningún cadáver debe entrar en Roma para no minar la moral. ¡Tonterías, tonterías! Pero así lo han querido.

El segundo es mucho peor, Cayo Mario. Conociéndote, sé que habrás leído ésta antes que la oficial; por consiguiente, mejor será que te diga sin ambages que la Cámara se negó a concederte el mando supremo. No es que te dejaran de lado, porque no tuvieron el valor de hacerlo, pero han optado por un mando conjunto entre tú y Cepio. Posiblemente no se habría podido adoptar decisión más asnal, estúpida y fútil. Incluso haber nombrado a Cepio por encima de ti habría sido más hábil. Pero supongo que tú sabrás arreglártelas con tu inimitable estilo.

¡No sabes cómo me indigné. Pero el problema está en que los que quedan en la Cámara son con gran diferencia las cagarrutas secas que quedan en la popa de la nave. Los decentes están en el campo de batalla o —como en mí caso— tienen una tarea que hacer en Roma, pero somos un puñado comparado con esos boñigos. En este momento me siento como si estuviera de más. Es Filipo quien dirige el cotarro. ¿Te imaginas? Ya fue un horror tener que enfrentarse a él en aquellos días que desembocaron en el asesinato de Marco Livio, pero ahora es peor. Y los caballeros de los
Comitia
le comen en la palma de la mano. Escribí a Lucio Julio diciéndole que regrese a Roma y escoja un cónsul
suffectus
en sustitución de Lupo, pero me contestó diciendo que tenemos que arreglárnoslas solos porque él está muy ocupado como para escaparse de Campania un solo día. Yo hago lo que puedo, pero de verdad, Cayo Mario, me encuentro muy viejo.

Sin duda, Cepio se pondrá insufrible cuando sepa la noticia. He tratado de organizar los correos para que tú lo sepas antes que él. Eso te dará un margen de tiempo para decidir cómo tratarlo cuando se te presente empavonado. Sólo puedo darte un consejo: hazlo a tu manera.

Pero al final fue la fortuna la que se encargó de ello, fantásticamente y con ironía. Cepio aceptó el mando conjunto con extrema confianza, pues había derrotado a una legión de marsos mientras Mario se enfrentaba a Escato en el río Velinus. Equiparando su pequeño éxito a la victoria de Mario, notificó al Senado que había conseguido la primera victoria de la guerra, dado que el combate se había producido el diez de junio y la victoria de Mario fue tres días después. En el ínterin se había producido una apabullante derrota, que Cepio se las compuso para imputársela a Mario más que a Lupo.

Para consternación de Cepio, a Mario no pareció importarle quién se llevaba el mérito ni lo que Cepio pretendía en Varia. Cuando éste le indicó que regresase a Carseoli, Mario no le hizo caso. Se había apoderado del campamento de Escato en el Velinus, lo había fortificado perfectamente con todos los hombres de que disponía y se dedicaba a entrenar sin respiro a sus tropas, mientras los días pasaban y Cepio se reconcomía ante la imposibilidad de invadir las tierras de los marsos. Además de haber heredado los supervivientes de Lupo, unas cinco cohortes, Mario contaba con dos tercios de los seis mil hombres que habían huido del ataque de Presenteio en el paso occidental, y los había reequipado a todos. Disponía, así, de una fuerza de tres legiones bien reforzadas. Pero antes de que dieran un paso, había dicho en una carta, las tendría preparadas a su entera satisfacción, no según el criterio de un cretino que no sabía distinguir la vanguardia de los flancos.

Cepio contaba con aproximadamente legión y media, que había distribuido formando dos unidades sin potencia plena y no se sentía con confianza para moverse. Así, mientras Mario entrenaba sin cesar a sus tropas unas millas al nordeste, Cepio seguía estancado en Varia, echando chispas. Junio dio paso al
Quinctilis
y Mario seguía entrenando a sus hombres, mientras Cepio continuaba en Varia echando chispas. Igual que Lupo antes que él, la mayor parte del tiempo la dedicaba a escribir cartas de queja al Senado, donde Escauro y Ahenobarbo, pontífice máximo, Quinto Mucio Escévola y unos cuantos incondicionales mantenían a raya al despótico Lucio Marcio Filipo cada vez que proponía despojar del mando a Cayo Mario.

Hacia mediados de Julio, Cepio recibió una visita. Nada menos que Quinto Popedio Silo, de los marsos.

Silo llegó al campamento de Cepio con una pareja de esclavos de expresión aterrada, un burro muy cargado y dos niños de pecho, al parecer gemelos. Avisado, Cepio salió a la explanada del campamento, donde aguardaba Silo armado de pies a cabeza con su modesto cortejo detrás. Los niños, en brazos de la esclava, iban envueltos en mantas purpúreas bordadas en oro.

Al ver a Cepio, el rostro de Silo se iluminó.

—¡Quinto Servilio, me alegro de veros! —exclamó, acercándose a él con la mano extendida.

Consciente de que eran el centro de interés de todos, Cepio adoptó un aire altanero y no hizo caso de la mano que le tendían.

—¿Qué quieres? —inquirió desdeñoso.

Silo dejó caer la mano, logrando que el gesto no denotara humillación.

—Busco el cobijo y la protección de Roma —dijo— y, en memoria de Marco Livio Druso, he preferido entregarme a ti que a Cayo Mario.

Un tanto ablandado por la respuesta —y ansioso de curiosidad— Cepio dudaba.

—¿Por qué necesitas la protección de Roma? —inquirió, pasando la vista de Silo a los niños envueltos en púrpura, al esclavo y al cargado asno.

—Como sabéis, Quinto Servilio, los marsos entregaron a Roma una declaración formal de guerra —contestó Silo—. Lo que no sabéis es que gracias a los marsos los pueblos itálicos retrasaron la ofensiva mucho tiempo después de la declaración. En los consejos celebrados en Corfinium, la ciudad que actualmente se llama Itálica, no cejé de reclamar tiempo, esperando secretamente que no se atacase. Porque considero esta guerra inútil, repugnante y deplorable. ¡Italia no puede vencer a Roma! Algunos del consejo comenzaron a acusarme de simpatizar con Roma, y yo lo negué. Luego, Publio Vetio Escato, mi propio pretor, regresó a Corfinium después del combate con el cónsul Lupo y el que tuvo a continuación con Cayo Mario, y a partir de entonces las cosas se pusieron al rojo vivo. Escato me acusó de connivencia con Cayo Mario y todos le creyeron. Y de pronto me vi repudiado. No me mataron en Corfinium debido a que el jurado contaba nada menos que con quinientos consejeros itálicos, y mientras deliberaban huí de la ciudad y me dirigí a mi pueblo natal, Marruvium. Pude adelantarme a mis perseguidores, encabezados por Escato; porque sé que entre los marsos no estaré seguro, recogí a mis dos hijos, Italicus y Marsicus, y decidí pedir protección a Roma.

—¿Y qué te hace pensar que vamos a protegerte? —inquirió Cepio con un resoplido—. ¡Qué olor!… Tú nada has hecho por Roma.

—¡Sí que lo he hecho, Quinto Servilio! —replicó Silo, señalando el asno—. Me he apoderado del tesoro de los marsos y se lo ofrezco a Roma. En el burro hay cargada una pequeña parte de él; una parte muy pequeña. Pero a unas millas de aquí, escondidos en un valle que yo conozco, detrás de unas montañas, hay otros treinta asnos, todos cargados de oro como éste.

¡Oro! ¡Era una materia que Cepio era capaz de oler! Siempre se había dicho que el oro no tenía olor, pero eso no iba con Cepio, del mismo modo que había sucedido con su padre. No nacería un solo Quinto Servilio Cepio que no pudiera oler el oro.

—A ver —dijo conciso, acercándose al asno.

Las albardas iban bien tapadas por una piel que Silo se aprestó a quitar. Y allí estaba: oro. Cinco lingotes bastamente fundidos en cada albarda, brillando al sol. Todos con la marca de la serpiente marsa.

—Habrá unos tres talentos —dijo Silo, volviendo a tapar las albardas y mirando ansiosamente en derredor por si alguien los observaba. Después de volver a atar las correas, Silo hizo una pausa y se quedó mirando a Cepio con aquellos extraordinarios ojos verdeamarillos, que despedían un destello que inquietaba al romano—. El asno es vuestro —añadió— y podréis tal vez haceros con dos o tres más si me otorgáis vuestra protección y la de Roma.

—Cuenta con ella —contestó Cepio sin pensárselo dos veces, con una sonrisa avariciosa—. Pero me quedo con cinco asnos.

—Como queráis, Quinto Servilio —dijo Silo con un suspiro—. ¡Ah, qué cansado estoy! Llevo tres días huyendo.

—Pues descansa —dijo Cepio—, y mañana me conduces a ese valle escondido. ¡Quiero ver ese oro!

—Convendría que fueseis con el ejército —dijo Silo mientras se dirigían hacia la tienda de mando, seguidos por la esclava con los niños. Eran unos niños que no lloraban ni alborotaban—. Ahora ya sabrán lo que he hecho y quién sabe la tropa que enviarán en persecución. Me imagino que se figurarán que he pedido asilo a Roma.

—¿Que se figuren lo que quieran! —replicó Cepio sin caber en sí de alegría—. ¡Mis dos legiones darán cuenta de los marsos! —añadió abriendo la cortina de la tienda pero entrando el primero—. Ah… dejarás a tus hijos en el campamento mientras hacemos la expedición.

—Lo comprendo —dijo Silo, muy digno.

—Se te parecen —dijo Cepio cuando la esclava los dejó en una tela para cambiarles los pañales. Y era cierto, porque los dos tenían los mismos ojos que Silo. Pero Cepio tuvo un sobresalto—. ¡Alio, muchacha! —gritó a la esclava—. ¡No quiero aquí caca de nene! Aguarda a que hayamos alojado a tu amo para hacer lo que tengas que hacer.

Y así fue como Cepio condujo a sus dos legiones fuera del campamento a la mañana siguiente, mientras la esclava de Silo se quedaba en él con los gemelos reales; igual que el oro, descargado del asno y guardado en la tienda de Cepio.

—Quinto Servilio, ¿sabíais que Cayo Mario está en estos momentos sitiado por diez legiones de picentinos, pelignos y marrucini? —dijo Silo.

—¡No! —exclamó Cepio, que cabalgaba junto al marso al frente de su ejército—. ¿Diez legiones? ¿Podrá vencerlas?

—Cayo Mario siempre vence —contestó pausadamente Silo.

—Humm —añadió Cepio.

Cabalgaron hasta que el sol estuvo alto, saliendo casi inmediatamente de la Via Valeria para tomar en dirección sudoeste por el Anio hacia Sublaqueum. Silo insistió en mantener un paso que permitiese a la infantería seguirlos, pese a que Cepio tenía tantas ganas de ver el oro que quería ir más de prisa.

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