Read La conciencia de Zeno Online
Authors: Italo Svevo
En el transcurso de una semana, Ada vino a la oficina sus buenas tres veces. Hasta después de la segunda no se me ocurrió que quería hablarme.
La primera se topó con Nilini, que una vez más se había puesto a educarme. Esperó una hora a que se fuera, pero cometió el error de charlar con él, con lo que le hizo creer que debía quedarse. Después de hacer las presentaciones, respiré, aliviado porque el agujero mandibular ya no estuviera dirigido hacia mí. No participé en su conversación.
Nilini estuvo ingenioso incluso y sorprendió a Ada contando que en el Tergesteo se decían tantas maledicencias como en el salón de una señora. Sólo que, según él, en la Bolsa, como siempre, estaban mejor informados que en otros sitios. A Ada le pareció que calumniaba a las mujeres. Dijo que ni siquiera sabía lo que era la maledicencia. En ese momento intervine yo para confirmar que, durante los muchos años que la conocía, nunca había oído una palabra de su boca que recordara siquiera a la maledicencia. Sonreí al decir eso, porque me pareció dirigirle un reproche. Ella no murmuraba porque no se ocupaba de los asuntos ajenos. Al principio, en plena salud, había pensado en sus asuntos y, cuando la enfermedad la invadió, sólo quedó en ella un pequeño sitio libre, ocupado por sus celos. Era una auténtica egoísta, pero acogió mi testimonio con gratitud.
Nilini fingió no creernos ni a ella ni a mí. Dijo que me conocía desde hacía muchos años y que me consideraba muy ingenuo. Eso me divirtió y divirtió también a Ada. En cambio, me fastidió mucho, cuando —por primera vez delante de terceros— proclamó que yo era uno de sus mejores amigos y que, por eso, me conocía a fondo. No me atreví a protestar, pero me sentí ofendido en mi pudor por aquella declaración desvergonzada, como una muchacha a la que hubieran reprochado en público haber fornicado.
Yo era tan ingenuo, decía Nilini, que Ada, con la habitual astucia de las mujeres, habría podido decir maledicencias delante de mí sin que yo lo advirtiera. A mí me pareció que Ada seguía divirtiéndose con aquellos cumplidos de carácter dudoso, pero más adelante supe que le dejaba hablar esperando que se agotara y se fuera. Pero de nada le sirvió esperar.
Cuando Ada regresó la segunda vez, me encontró con Guido. Entonces leí en su cara una expresión de impaciencia y adiviné que con quien quería hablar era conmigo. Hasta que volvió, yo me entretuve con mis sueños habituales. En el fondo, ella no me pedía amor, pero con demasiada frecuencia quería encontrarse a solas conmigo. Para los hombres era difícil entender lo que las mujeres querían también porque a veces ellas mismas lo ignoraban.
Sin embargo, sus palabras no me inspiraron un sentimiento nuevo. En cuanto pudo hablarme, se le alteró la voz con la emoción, pero no porque me dirigiera la palabra a mí. Quería saber por qué razón no se había despedido a Carmen. Yo le conté todo lo que sabía al respecto, incluido nuestro intento de conseguirle un nuevo empleo con Olivi.
Al instante, se calmó porque lo que le dije coincidía exactamente con lo que le había dicho Guido. Después sus accesos de celos se seguían periódicamente. Sobrevenían sin motivo aparente y se iban ante una palabra que la convenciera.
Me hizo dos preguntas más: si de verdad era tan difícil encontrar un puesto para una empleada y si la familia de Carmen dependía del sueldo de la muchacha.
Le expliqué que, en efecto, en Trieste era difícil entonces encontrar trabajo para las mujeres, en las oficinas. En cuanto a la segunda pregunta, no podía responderle, porque no sabía nada de la familia de Carmen.
—En cambio, Guido conoce a todos los de esa casa —murmuró Ada con ira y las lágrimas bañaron de nuevo sus mejillas.
Después me estrechó la mano para despedirse y me dio las gracias. Sonriendo a través de las lágrimas, dijo que sabía que podía contar conmigo. La sonrisa me gustó, porque, desde luego, no iba dirigida al cuñado, sino a quien estaba unido a ella por vínculos secretos. Intenté dar prueba de merecer aquella sonrisa y murmuré:
—Lo que temo por Guido no es Carmen, ¡sino su juego en la Bolsa!
Ella se encogió de hombros:
—Eso no tiene importancia. He hablado de eso también con mamá. También papá jugaba a la Bolsa y ganó mucho dinero.
Yo quedé desconcertado ante esa respuesta e insistí:
—Ese Nilini no me gusta. ¡No es cierto ni mucho menos que yo sea amigo suyo!
Ella me miró sorprendida:
—A mí me parece un caballero. También Guido lo aprecia. Además, creo que ahora Guido está muy atento a sus negocios.
Estaba decidido a no hablar mal de Guido y callé. Cuando me encontré solo, no pensé en Guido, sino en mí. Tal vez estuviera bien que, al final, Ada me pareciese una hermana y nada más. No prometía amor ni amenazaba con él. Durante varios días recorrí la ciudad inquieto y desequilibrado. No lograba entenderme. ¿Por qué me sentía como si Carla me hubiese dejado en aquel instante? No me había sucedido nada nuevo. Sinceramente, creo que siempre he necesitado la aventura o alguna complicación que se le asemeje. Mis relaciones con Ada ya no eran complicadas, ni mucho menos.
Un día Nilini, desde su sillón, predicó más que de costumbre: por el horizonte avanzaba un nubarrón, nada menos que el encarecimiento del dinero. De repente la Bolsa estaba saturada y no podía absorber.
—¡Echémosle sodio! —propuse yo.
La interrupción no le gustó, pero para no enojarse la pasó por alto; de súbito el dinero en este mundo se había vuelto escaso y, por tanto, caro. Le sorprendía que sucediese entonces, cuando él lo había previsto para un mes después.
—¡Habrán enviado todo el dinero a la Luna! —dije yo.
—Son cosas serias con las que no hay que bromear —afirmó Nilini, sin dejar de mirar al techo—. Ahora se va a ver quién tiene espíritu de auténtico luchador y quién sucumbe, en cambio, al primer golpe.
Como no entendí por qué en este mundo podía volverse el dinero más escaso, tampoco adiviné que Nilini colocaba a Guido entre los luchadores cuyo valor había que probar. Estaba tan acostumbrado a defenderme de sus prédicas con la falta de atención, que hasta aquélla, a pesar de oírla, pasó sin rozarme siquiera.
Pero pocos días después Nilini entonó una canción muy distinta. Había ocurrido un fenómeno nuevo. Había descubierto que Guido había hecho negocios con otro agente de cambio. Nilini comenzó protestando con tono excitado que él nunca había faltado en nada a Guido, ni siquiera en la discreción debida. Quería mi testimonio de ello. ¿Acaso no había mantenido ocultos los negocios de Guido incluso a mí, a quien seguía considerando su mejor amigo? Pero ahora ya no estaba obligado a mantener la reserva y podía gritarme al oído que Guido estaba perdiendo hasta las pestañas. En relación con los negocios hechos por mediación de él, aseguraba que a la más ligera mejoría se podría resistir y esperar a tiempos mejores. Sin embargo, era increíble que a la primera adversidad Guido lo hubiese engañado.
¡Igualito que Ada! Los celos de Nilini eran indomables. Yo quería recibir noticias de él y, en cambio, él se exasperaba cada vez más y continuaba hablando del engaño de que había sido víctima. Por eso, a pesar de sus propósitos, siguió siendo discreto.
Por la tarde encontré a Guido en la oficina. Estaba tumbado en nuestro sofá en un curioso estado intermedio entre la desesperación y el sueño. Le pregunté:
—¿Ahora estás perdiendo hasta las pestañas?
No me respondió al instante. Alzó el brazo con el que se cubría el rostro desencajado y dijo:
—¿Has visto alguna vez a un hombre más desgraciado que yo?
Volvió a bajar el brazo y cambió de posición, poniéndose boca arriba. Cerró los ojos de nuevo y pareció haber olvidado ya mi presencia.
Yo no supe ofrecerle consuelo alguno. En verdad, me ofendía que creyese ser el hombre más desgraciado del mundo. No era una exageración; era una auténtica mentira. Lo habría socorrido, si hubiera podido, pero resultaba imposible consolarlo. En mi opinión, ni siquiera quienes son más inocentes y más desgraciados que Guido merecen compasión, porque, si no, en nuestra vida sólo habría sitio para ese sentimiento, lo que sería un gran tedio. La ley natural no da el derecho a la felicidad, sino que, al contrario, prescribe la miseria y el dolor. Cuando se expone algo comestible, acuden de todas partes los parásitos y, si faltan, se apresuran a nacer. Pronto la presa apenas basta, y poco después, ya no basta, porque la naturaleza no hace cálculos, sino experimentos. Cuando ya no basta, los consumidores deben disminuir a fuerza de muerte precedida del dolor y así se restablece el equilibrio por un instante. ¿Por qué quejarse? Y, sin embargo, todos se quejan. Quienes no han conseguido nada de la presa, mueren gritando injusticia y quienes han conseguido una parte les parece que tenían derecho a una parte mayor. ¿Por qué viven y mueren en silencio? En cambio, es simpática la alegría de quien ha sabido conseguir una parte abundante de la presa y se manifiesta al sol entre los aplausos. El único grito admisible es el del triunfador.
Volviendo a Guido: a éste le faltaban todas las cualidades para conquistar o incluso para conservar la riqueza. Venía de la mesa de juego y lloraba por haber perdido. Así, pues, ni siquiera se comportaba como un caballero y a mí me daba náuseas. Por eso, y sólo por eso, en el momento en que Guido habría necesitado tanto mi afecto, no lo tuvo. Ni siquiera mis repetidos propósitos pudieron acompañarme hasta allí.
Entretanto la respiración de Guido se iba volviendo cada vez más regular y ruidosa. ¡Se estaba quedando dormido! ¡Qué poco viril era en la desventura! Le habían quitado el comestible y cerraba los ojos tal vez para soñar con que aún lo poseía en lugar de abrirlos bien para ver si podía arrancar una pequeña parte.
Sentí curiosidad por saber si había informado a Ada de la desgracia que había caído sobre ella. Se lo pregunté en voz alta. Se estremeció y necesitó una pausa para habituarse a su desgracia, que de improviso volvió a ver por entero.
—¡No! —murmuró. Después cerró los ojos.
Desde luego, todos los que han recibido golpes duros son propensos al sueño. El sueño hace recuperar las fuerzas. Entonces me quedé mirándolo vacilante. Pero ¿cómo se podía ayudarlo, si dormía? No era ése el momento de dormir. Lo agarré con rudeza de un hombro y lo sacudí:
—¡Guido!
Se había quedado dormido de verdad. Me miró inseguro, con los ojos aún velados por el suelo y después me preguntó:
—¿Qué quieres? —Poco después, enojado, repitió su pregunta—: Pero ¿qué quieres?
Yo quería ayudarlo; si no, ni siquiera habría tenido derecho a despertarlo. Me enojé yo también y grité que no era el momento de dormir porque había que apresurarse a ver cómo se podía poner remedio a la catástrofe. Había que calcular y discutir con todos los miembros de nuestra familia y los de la suya de Buenos Aires.
Guido se sentó. Estaba aún un poco aturdido por haber sido despertado de ese modo. Me dijo con amargura:
—Habrías hecho mejor dejándome dormir. ¿Quién quieres que me ayude ahora? ¿No recuerdas a qué extremo tuve que recurrir la otra vez para conseguir lo poco que necesitaba para salvarme? ¡Ahora se trata de sumas considerables! ¿A quién quieres que me dirija?
Sin el menor afecto y con la ira de tener que dar y privar a mí y los míos, exclamé:
—¿Y para qué estoy yo, entonces? —Después la avaricia me sugirió atenuar desde el principio mi sacrificio:
—¿Para qué está Ada? ¿Para qué está nuestra suegra? ¿Es que no podemos unirnos para salvarte?
Se levantó y se me acercó con la evidente intención de abrazarme. Pero precisamente eso era lo que yo no quería. Tras haberle ofrecido mi ayuda, tenía derecho a censurarlo y lo usé sin miramiento. Le reproché su actual debilidad y también su presunción, que había conservado hasta aquel momento y lo había conducido a la ruina. Había actuado por su cuenta, sin consultar a nadie. Muchas veces yo había intentado que me contara sus actividades para retenerlo y salvarlo y él se había negado conservando la confianza exclusiva en Nilini.
En ese momento, Guido sonrió. ¡Sí, sonrió, el desgraciado! Me dijo que desde hacía quince días ya no trabajaba con Nilini porque se le había metido en la jeta que le traía mala suerte.
Aquel sueño y aquella sonrisa eran muy propios de él: arruinaba a todos los que lo rodeaban y sonreía. Adopté el papel de juez severo, porque para salvar a Guido había que educarlo. Le pregunté cuánto había perdido y me enojé cuando me dijo que no lo sabía exactamente. Me enojé también cuando me citó una cifra relativamente pequeña, que después resultó representar el importe que había que pagar en la liquidación del quince del mes, para el que sólo faltaban dos días. Pero Guido afirmaba que hasta final de mes había tiempo y que las cosas podían cambiar. La escasez de dinero en el mercado no iba a durar eternamente.
Grité:
—Si en este mundo falta el dinero, ¿quieres recibirlo de la Luna? —añadí que no debía jugar ni un día más. No podía arriesgarse a ver aumentar la deuda, que ya era enorme. Dije también que dividiríamos la pérdida en cuatro partes, que pagaríamos yo, él (es decir, su padre), la señora Malfenti y Ada, que había que volver a nuestro comercio carente de riesgos y que no quería volver a ver en nuestra oficina ni a Nilini ni a ningún otro agente de cambio.
El, con mucha suavidad, me rogó que no gritara tanto, porque podrían oírnos los vecinos.
Hice un gran esfuerzo para calmarme y lo conseguí, aunque seguí diciéndole en voz baja otras insolencias. Su pérdida era sencillamente consecuencia de un crimen. Había que ser muy bruto para meterse en semejantes líos. Me parecía que debía soportar la elección entera.
Entonces Guido protestó suavemente. ¿Quién no había jugado a la Bolsa? Nuestro suegro, que había sido un comerciante tan sólido, no había pasado ni un día de su vida sin contraer un compromiso. Y, además —Guido lo sabía—, también yo había jugado.
Alegué que había formas y formas de jugar. Él había arriesgado en la Bolsa todo su patrimonio; yo, las rentas de un mes.
Me causó una impresión triste que Guido intentara, pueril, librarse de su responsabilidad. Afirmó que Nilini lo había inducido a jugar más de lo que él había querido, haciéndole creer que lo ponía en camino de conseguir una gran fortuna.
Yo reí y me burlé de él. No había que censurar a Nilini, porque cumplía con su profesión. Y, por lo demás, tras haber dejado a Nilini, ¿acaso no se había precipitado a aumentar la cantidad comprometida por mediación de otro agente? Habría podido jactarse de la nueva relación, si con ella se hubiera puesto a jugar a la baja, a escondidas de Nilini. Para poner remedio, no bastaba, desde luego, con cambiar de representante y seguir por el mismo camino y perseguido por la misma mala suerte. Al final, quiso inducirme a dejarlo en paz y, con un sollozo en la garganta, reconoció que se había equivocado.