Read La conciencia de Zeno Online
Authors: Italo Svevo
Ella sostenía que a quien no recibía un emolumento fijo no se lo podía considerar empleado, sino algo semejante a un dueño. Cuando quedó del todo convencida, siguió opinando lo mismo, por supuesto, porque entonces descubrió que no perdería nada dejando de frecuentar aquella oficina, donde con toda seguridad acabaría perdiendo mi fama comercial. Diantre: ¡mi fama comercial! También yo convine en que era importante salvarla y, pese a que ella se había equivocado en los argumentos, llegamos a la conclusión de que yo debía hacer lo que ella quería. Consintió en que acabara el balance, ya que lo había iniciado, pero después debía encontrar el modo de volver a mi estudio, en el cual no se ganaba dinero, pero tampoco se perdía.
Ahora bien, tuve entonces una experiencia curiosa de mí mismo. No fui capaz de abandonar aquella actividad, pese a haberlo decidido. ¡Me quedé atónito! Para entender bien las cosas, hay que utilizar imágenes. Entonces recordé que en tiempos la condena a trabajos forzados se aplicaba en Inglaterra colgando al condenado encima de una rueda accionada por agua, con lo que se obligaba a la víctima a mover con determinado ritmo las piernas que, si no, resultarían aplastadas. Cuando se trabaja, se tiene siempre la sensación de una obligación de ese tipo. Cierto es que cuando no se trabaja la posición es la misma y me parece correcto afirmar que Olivi y yo estuvimos siempre colgados así; sólo que yo, tal como estaba, no debía mover las piernas. Nuestra posición daba un resultado diferente, desde luego, pero ahora sé con certeza que no justificaba ni la censura ni la exaltación. En resumen, depende del azar que estemos atados a una rueda móvil o a una inmóvil. Siempre es difícil desatarse.
Tras cerrar el balance, durante varios días seguí yendo a la oficina, pese a haber decidido no hacerlo. Salía de casa indeciso; indeciso tomaba una dirección, que casi siempre era la de la oficina, y, a medida que avanzaba, dicha dirección se concretaba hasta que volvía a encontrarme sentado en la silla habitual frente a Guido. Por fortuna, en determinado momento este me pidió que no dejara el puesto y al instante accedí, ya que entretanto había comprendido que estaba clavado a él.
El 15 de enero mi balance estaba concluido. ¡Un auténtico desastre! Cerrábamos con la pérdida de la mitad del capital. Guido no quería enseñárselo al joven Olivi, por miedo a una indiscreción, pero yo insistí con la esperanza de que éste, con su gran experiencia, encontrara algún error capaz de cambiar toda la situación. Podía haber alguna cantidad registrada por error en el debe en lugar de en el haber, y la rectificación daría una diferencia importante. Olivi prometió, sonriendo, a Guido la máxima discreción y después estuvo trabajando conmigo una jornada entera. Por desgracia, no encontró error alguno. Debo decir que con aquella revisión yo aprendí mucho y que ahora sabría abordar y cerrar incluso un balance más importante que aquél.
—¿Y qué harán ahora? —preguntó el joven antes de marcharse. Yo ya sabía lo que sugeriría. Mi padre, que me había hablado a menudo de cuestiones comerciales en mi infancia, ya me lo había enseñado. Según las leyes vigentes, dada la pérdida de la mitad del capital, tendríamos que liquidar la empresa y tal vez reconstituirla sobre nuevas bases.
Le dejé repetirme el consejo. Añadió:
—Se trata de una formalidad. —Después añadió sonriendo—: ¡Puede costar caro no respetarla!
Por la noche Guido se puso a repasar el balance, al que aún no se resignaba. Lo hizo sin método alguno, verificando tal o cual cantidad al azar. Para interrumpir aquel trabajo inútil, le comuniqué el consejo de Olivi y de liquidar en seguida, pero por forma, la empresa.
Hasta ese momento Guido había tenido la cara contraída por el esfuerzo de buscar en aquellas cuentas la equivocación liberadora: un ceño complicado por la contracción de quien tiene mal sabor de boca. Al oír lo que le decía, alzó la cara, que perdió las arrugas al concentrarse. Tardó un poco en comprender pero cuando así fue, se echó a reír a carcajadas. Yo interpreté así la expresión de su cara: áspera, acida, mientras se encontraba ante aquellas cifras, que no se podían cambiar; alegre y decidida, cuando desechó el doloroso problema con una propuesta que le permitía volver a sentirse dueño y árbitro. No comprendía. Le parecía el consejo de un enemigo. Le expliqué que el consejo de Olivi era valioso en particular por el peligro, que amenazaba de modo evidente a la empresa, de perder más dinero y quebrar. La posible bancarrota habría sido un delito, si después de ese balance, ya consignado en los libros, no se adoptaban las medidas aconsejadas por Olivi. Y añadí:
—¡La pena prevista por nuestras leyes por quiebra fraudulenta es la cárcel!
La cara de Guido se puso tan roja, que temí que le amenazara una congestión cerebral. Gritó:
—En ese caso, ¡Olivi no tiene por qué darme consejos! Si llegara a suceder, ¡sabría resolverlo yo solo!
Su decisión me impresionó y tuve la sensación de encontrarme ante una persona con perfecta conciencia de su responsabilidad. Bajé el tono de voz. Después me puse de su lado y, olvidando haber presentado ya el consejo de Olivi como digno de consideración, le dije:
—Ésa es la objeción que yo también le puse a Olivi. La responsabilidad es tuya y nosotros no tenemos nada que ver, cuando tú decides algo sobre el destino de la empresa que pertenece a ti y a tu padre.
La verdad es que eso se lo había dicho a mi mujer y no a Olivi, pero, en resumen, era cierto que se lo había dicho a alguien. Ahora, tras haber oído la viril declaración de Guido, habría sido capaz de decírselo también a Olivi, porque la decisión y el valor siempre me han conquistado. Pero ¡si ya me gustaba mucho la simple desenvoltura que puede resultar de esas cualidades, pero también de otras muy inferiores!
Como quería referir todas sus palabras a Augusta para tranquilizarla, insistí:
—Ya sabes que de mí dicen, y probablemente con razón, que no tengo el menor talento para el comercio. Puedo ejecutar lo que tú me ordenas, pero de ningún modo puedo asumir una responsabilidad por lo que haces tú.
Asintió vivamente. Se sentía tan a gusto en el papel que yo le atribuía, que olvidaba su dolor por el balance negativo. Dijo:
—Yo soy el responsable. Todo lleva mi nombre y no admitiría siquiera que otros cercanos a mí quisieran asumir las responsabilidades.
Eso era perfecto para contárselo a Augusta, pero mucho más de lo que yo había esperado. Y había que ver el aspecto que tenía al hacer esa declaración: ¡en vez de un empresario casi en quiebra parecía un apóstol! Se había arrellanado en su balance pasivo y desde él se convertía en mi dueño y señor. Esa vez, como tantas otras a lo largo de nuestra vida en común, mi arranque de afecto hacia él quedó sofocado por sus expresiones, que revelaban la desmesurada estima que sentía hacia sí mismo. Desafinaba. Sí, había que decírselo exactamente así: ¡aquel gran músico desafinaba!
Le pregunté con brusquedad:
—¿Quieres que haga mañana una copia del balance para tu padre?
Por un momento había estado a punto de hacer una declaración mucho más ruda y decirle que inmediatamente después de cerrar el balance me abstendría de frecuentar su oficina. No lo hice, por no saber cómo emplear las muchas horas libres de que dispondría. Pero mi pregunta sustituía casi perfectamente a la declaración que me había tragado. Por lo pronto, le había recordado que él no era el dueño de aquella empresa.
Se mostró sorprendido de mis palabras, porque le pareció que no concordaban con lo que hasta entonces, con mi evidente consentimiento, habíamos hablado y, con el tono de antes, me dijo:
—Yo te diré cómo se debe hacer esa copia.
Protesté gritando. En toda mi vida no grité tanto como con Guido porque a veces me parecía sordo. Le dije que también la ley preveía una responsabilidad del contable y yo no estaba dispuesto a dar por copias exactas agrupaciones caprichosas de cifras.
Empalideció y reconoció que tenía razón, pero añadió que él era dueño de ordenar que no se dieran extractos de sus libros. En eso reconocí de buen grado que tenía razón y entonces, más animado, dijo que sería él quien escribiese a su padre. Pareció incluso que fuera a ponerse a escribir al instante, pero después cambió de idea y me propuso ir a tomar el aire. Quise complacerlo. Supuse que aún no había digerido bien el balance y quería moverse para hacerlo bajar.
El paseo me recordó aquella otra noche después de mi compromiso matrimonial. Faltaba la luna por: que en lo alto había mucha niebla, pero abajo era igual, porque caminábamos seguros a través de un aire límpido. También Guido recordó aquella noche memorable:
—Es la primera vez que volvemos a dar juntos un paseo de noche. ¿Recuerdas? Tú entonces me explicaste que en la luna se besan como aquí abajo. En cambio, ahora en la luna continúan el beso eterno; estoy seguro de ello, aunque esta noche no se vea. En cambio, aquí abajo…
¿Quería ponerse a hablar mal de Ada otra vez? ¿De la pobre enferma? Lo interrumpí, pero sin brusquedad, casi asociándome a él (¿acaso no lo había acompañado para ayudarlo a olvidar?):
—¡Claro! ¡Aquí abajo no se puede siempre besar! Pero allá arriba sólo hay la imagen del beso. El beso es sobre todo movimiento.
Intentaba alejarme de todos sus problemas, es decir, el balance y Ada, hasta el punto de que fui capaz de eliminar a tiempo una frase que había estado a punto de decir, a saber, que aquí abajo el beso no producía gemelos. Pero él, para liberarse del balance, no encontraba solución mejor que quejarse de sus demás desgracias. Como había yo presentido, habló mal de Ada. Comenzó quejándose de que aquel primer año de matrimonio hubiera sido para él tan desastroso. No se refería a los dos gemelos, que eran tan monos y a los que tanto quería, sino a la enfermedad de Ada. Pensaba que la enfermedad la volvía irascible, celosa y, al mismo tiempo, poco afectuosa. Acabó exclamando desconsolado:
—¡La vida es injusta y dura! A mí me parecía que no me estaba permitido en absoluto decir una sola palabra que entrañara un juicio sobre Ada y él. Pero me parecía que, aun así, debía decir algo. Él había acabado aplicando a la vida dos objetivos que no pecaban de excesiva originalidad. Yo descubrí algo mejor precisamente porque me había puesto a hacer la crítica de lo que él había dicho. Muchas veces decimos cosas siguiendo el sonido de las palabras, como si se asociaran por casualidad. Después examinamos lo que decimos para ver si valía el esfuerzo que hemos hecho y a veces descubrimos que la asociación casual ha engendrando una idea. Dije:
—¡La vida no es ni fea ni bella, sino original!
Cuando lo pensé, me pareció haber dicho algo importante. Así designada, la vida me pareció tan nueva, que me quedé observándola como si la viese por primera vez con sus cuerpos gaseosos, líquidos y sólidos. Si se lo hubiera contado a alguien que no estuviese acostumbrado a ella y, por esa razón, careciera de nuestro sentido común, se habría quedado sin aliento ante la enorme construcción sin objeto. Me habría preguntado: «Pero ¿cómo la habéis soportado?». Y, tras informarse de todos los detalles, desde esos cuerpos celestes colgados ahí arriba para que se vean pero no se toquen, hasta el misterio que rodea a la muerte, habría exclamado sin duda: «¡Muy original!».
—¡Original, la vida! —dijo Guido riendo—. ¿Dónde lo has leído?
No me importó asegurarle que no lo había leído en ninguna parte, porque, si no, mis palabras habrían tenido menos importancia para él. Pero, cuanto más pensaba en eso, más original me parecía la vida. Y no hacía falta llegar de fuera para reconocer su extravagante carácter. Bastaba recordar todo lo que nosotros, los hombres, hemos esperado de la vida, para verla tan extraña como para llegar a la conclusión de que tal vez se ha incluido en ella al hombre por error y que está fuera de lugar.
Sin habernos puesto de acuerdo sobre la dirección de nuestro paseo, habíamos acabado, como la otra vez, en la cuesta de via Belvedere. Al encontrar el pequeño muro sobre el que se había tendido aquella noche, Guido subió a él y se tumbó, exactamente igual que la otra vez. Estaba canturreando, tal vez sin poder abandonar sus pensamientos, y seguramente meditando sobre las inexorables cifras de su contabilidad. En cambio, yo recordé que en aquel lugar había querido matarlo y, al comparar mis sentimientos de entonces con los de ahora, volví a admirar la incomparable originalidad de la vida. Pero de improviso recordé que poco antes, y por un arranque de persona ambiciosa, había arremetido contra el pobre Guido y eso uno de los peores días de su vida. Me dediqué a una indagación: presenciaba sin sufrir demasiado la tortura que infligía a Guido el balance realizado con tanto cuidado por mí y me asaltó una duda curiosa e inmediatamente después un recuerdo muy curioso. La duda: ¿era yo bueno o malo? El recuerdo, provocado de repente por la duda, que no era nueva: me veía de niño y vestido (estoy seguro de ello) aún con pantalón corto, cuando alzaba la cara para preguntar a mi madre sonriente: «¿Yo soy bueno o malo?». Entonces debían haber inspirado la duda al niño las muchas personas que lo habían llamado bueno y las muchas que lo habían calificado, en broma, de malo. No tenía nada de sorprendente que ese dilema hubiera preocupado al niño. ¡Oh, incomparable originalidad de la vida! Era maravilloso que el adulto, tras haber rebasado la mitad de su vida, no hubiera despejado la duda que aquélla había planteado al niño de forma tan pueril.
En la oscura noche, en aquel mismo lugar en que yo había querido matar ya una vez, aquella duda me angustió profundamente. Desde luego, el niño, cuando había sentido vagar esa duda por su cabeza, liberada hacía poco de la chichonera, no había sufrido por ese motivo, porque a los niños se les cuenta que la maldad se cura. Para librarme de tamaña angustia, quise creerlo de nuevo así y lo conseguí.
Si no lo hubiera logrado, tendría que haber llorado por mí, por Guido y por nuestra tristísima vida. ¡El propósito renovó la ilusión! El propósito de colocarme junto a Guido y colaborar con él en el desarrollo de su comercio, del que dependía su vida y la de los suyos, y eso sin beneficio alguno para mí. Vislumbré la posibilidad de correr, afanarme y estudiar para él y admití la eventualidad de llegar a ser, para ayudarlo, un gran negociante, emprendedor y genial. ¡Exactamente así pensé aquella oscura noche de esta vida tan original!
Entretanto, Guido dejó de pensar en el balance. Abandonó su puesto y pareció más sereno. Como si hubiera sacado una conclusión de un razonamiento del que no sabía nada, me dijo que no iba a decir nada a su padre, porque, si no, el pobre viejo emprendería ese tremendo viaje desde su sol estival hasta nuestra niebla invernal. Después me dijo que a primera vista la pérdida parecía ingente, pero que, en realidad, no lo era tanto, si no tenía que soportarla toda él solo. Rogaría a Ada que se hiciera cargo de la mitad y, en compensación, le concedería una parte de los beneficios del año siguiente. La otra mitad de la pérdida la soportaría él.