La conciencia de Zeno (45 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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La criada me hizo entrar en un cuartito, que debía de ser el estudio de Ada. El día era oscuro y la pequeña habitación, con la ventana cubierta por visillos tupidos, estaba en penumbra. En la pared había retratos de los padres de Ada y de Guido. Permanecí poco tiempo en ella, porque la criada volvió a llamarme y me llevó junto a Guido y Ada, en su alcoba. Ésta era vasta y luminosa incluso aquel día, gracias a sus dos ventanas amplias y a la tapicería y los muebles claros. Guido yacía en la cama con la cabeza vendada y Ada estaba sentada a su lado.

Guido me recibió sin el menor embarazo y con d mayor agradecimiento. Parecía adormilado, pero, para saludarme y dictarme sus disposiciones, pudo despertarse del todo. Después reclinó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. ¿Recordaría que debía simular el tremendo efecto de la morfina? En cualquier caso, inspiraba piedad y no ira y yo me sentí muy bueno.

No miré en seguida a Ada: tenía miedo de la fisonomía de Basedow. Cuando lo hice, tuve una sorpresa agradable, porque me esperaba algo peor. Tenía los ojos desmesuradamente agrandados, desde luego, pero las hinchazones que habían sustituido en su cara a las mejillas habían desaparecido y me pareció más bella. Llevaba un ancho vestido rojo, cerrado hasta la barbilla, en el que se perdía su pobre cuerpecito. Había en ella un halo de castidad y, a causa de los ojos, de gran severidad. No pude aclarar del todo mis sentimientos, pero pensé que tenía a mi lado a una mujer parecida a la Ada que yo había amado.

En determinado momento Guido abrió los ojos, sacó de debajo de la almohada un cheque en el que al instante vi la firma de Ada, me lo entregó y me rogó que lo cobrara e ingresase el importe en una cuenta que debía abrir a nombre de Ada.

—¿A nombre de Ada Malfenti o de Ada Speier? —preguntó en broma Ada.

Ella se encogió de hombros y dijo:

—Vosotros dos lo sabréis mejor que yo.

—Luego te diré cómo debes hacer los demás asientos —añadió Guido con una brevedad que me ofendió.

Yo estaba a punto de interrumpir la somnolencia a que se había abandonado al instante, para decirle que si quería registrar otros asientos, lo hiciera él mismo.

Entretanto, trajeron una gran taza de café puro, que Ada le ofreció. Sacó la boca de debajo de la manta y con las dos manos se llevó la taza a la boca. Ahora, con la nariz dentro de la taza, parecía un niño enteramente.

Cuando me despedí, me aseguró que el día siguiente vendría a la oficina.

Yo ya me había despedido de Ada, por lo que me sorprendió mucho, cuando me alcanzó junto a la puerta de la casa. Dijo jadeante:

—¡Zeno, ven aquí un momento, por favor! Necesito decirte una cosa.

La seguí al saloncito donde había yo estado poco antes y desde el que ahora se oía el llanto de uno de los gemelos.

Permanecimos de pie mirándonos a la cara. Ella seguía jadeando y por eso, y sólo por esa razón, pensé por un momento que me había hecho entrar en ese cuartito oscuro para reclamarme el amor que yo le había ofrecido.

En la oscuridad sus grandes ojos eran terribles. Lleno de angustia, me preguntaba qué debería hacer. ¿No sería mi deber cogerla entre mis brazos y evitarle así tener que pedirme algo? En un instante, ¡qué sucesión de propósitos! Una de las grandes dificultades de la vida es adivinar lo que quiere una mujer. Escuchar sus palabras no sirve, porque todo un discurso puede quedar anulado por una mirada y ni siquiera eso es indicación válida, cuando nos encontramos con ella, por su propia voluntad, en un cómodo cuartito oscuro.

Al no poder adivinar sus intenciones, intentaba entenderme a mí mismo. ¿Cuál era mi deseo? ¿Quería besar aquellos ojos y aquel cuerpo esquelético? No podía dar una respuesta precisa, porque poco antes la había visto con la severa castidad de aquel vestido suelto, deseable como la muchacha a la que yo había amado.

Entretanto, a su angustia se había asociado el llanto y así se prolongó el tiempo en que yo no sabía lo que ella quería y lo que yo deseaba. Al final, con voz rota, volvió a manifestarme su amor por Guido, por lo que dejé de tener deberes y derechos respecto a ella. Balbució:

—Augusta me ha dicho que quieres dejar a Guido y no ocuparte más de sus asuntos. Debo rogarte que sigas ayudándolo. No creo que esté en condiciones de actuar solo.

Me pedía seguir haciendo lo que ya hacía. Era poco, muy poco y yo intenté conceder algo más:

—Ya que lo deseas, seguiré ayudando a Guido; es más, haré todo lo posible para ayudarlo con mayor eficacia que hasta ahora.

¡Otra vez la exageración! La advertí en el momento mismo en que caía en ella, pero no pude evitarla. Yo quería decir a Ada (o tal vez mentirle) que era importante para mí. Ella no quería mi amor, sino mi ayuda y yo le hablaba de modo que pudiera creer que estaba dispuesto a concederle ambas cosas.

Al instante Ada me cogió la mano con fuerza. Me estremecí. ¡Ofrece mucho una mujer tendiendo la mano! Siempre lo he sentido. Cuando se me concedió una mano, me pareció coger a una mujer entera. Sentí su estatura y en la evidente comparación entre la mía y la suya me pareció hacer algo semejante a un abrazo. Desde luego, fue un contacto íntimo.

Ella añadió:

—Yo debo regresar en seguida a la casa de salud de Bolonia y me sentiré muy tranquila al saberte con él.

—¡Me quedaré con él! —respondí con aspecto resignado. Ada debió de creer que mi aspecto resignado significaba el sacrificio que yo aceptaba hacerle. En realidad, estaba resignándome a regresar a una vida mucho más corriente, en vista de que ella no pensaba en seguirme por la excepcional que yo había soñado.

Hice un esfuerzo para bajar del todo a tierra y descubrí en seguida en mi cabeza un problema arduo de contabilidad. Debía abrir la cuenta de Ada con el importe del cheque que llevaba en el bolsillo. Eso estaba claro y, sin embargo, no estaba nada claro cómo podría modificar ese registro la cuenta de pérdidas y ganancias. No dije nada ante la posibilidad de que Ada no supiera que en este mundo había un libro mayor con cuentas de naturaleza tan diversa.

Pero no quise salir de aquel cuarto sin antes haber dicho otra cosa. Así, en lugar de hablar de contabilidad, dije una frase que en aquel momento solté con negligencia sólo por decir algo, pero que después comprendí era de gran importancia para mí, para Ada y para Guido, pero ante todo para mí mismo, pues me comprometí una vez más. Tan importante fue aquella frase, que durante muchos años recordé cómo, con descuido, moví los labios para decirla en aquel cuartito oscuro delante de los padres de Ada y de Guido, casados entre sí también ellos allí, en la pared. Dije:

—¡Acabaste casándote con un hombre aún más extraño que yo, Ada!

¡Cómo sabe la palabra cruzar el tiempo! ¡Acontecimiento ella misma que vuelve a enlazar con los acontecimientos! Se convertía en un acontecimiento, trágico acontecimiento, por ir dirigida a Ada. Con el pensamiento no habría podido nunca evocar con tanta vivacidad el momento en que Ada había elegido entre Guido y yo por aquella calle soleada, donde, tras días de espera, había podido encontrarla para caminar a su lado y esforzarme por conquistar su risa, que, como un tonto, consideré una promesa. Y recordé también que en aquella ocasión me sentía ya inferior por la inhibición que me causaban los músculos de las piernas, mientras Guido se movía aún con mayor desenvoltura que la propia Ada y no padecía inferioridad alguna, si no debía considerarse tal el extraño bastón que llevaba.

Ella dijo en voz baja:

—¡Es cierto!

Después, sonriendo con afecto, añadió:

—Pero me alegro por Augusta de que tú hayas resultado mucho mejor de lo que yo creía. —Y prosiguió, con un suspiro—: Tanto, que me compensa un poco por el dolor de que Guido no sea tal como yo esperaba.

Yo seguía callado, aún indeciso. Me parecía haber entendido que yo me habría convertido en lo que, según esperaba ella, debía Guido llegar a ser. ¿Sería, pues, amor? Y añadió:

—Eres el mejor hombre de nuestra familia, nuestra fe, nuestra esperanza. —Volvió a cogerme la mano y yo la apreté tal vez demasiado. Pero ella la retiró tan rápido, que no me quedó la menor duda. Y en aquel cuartito oscuro supe de nuevo cómo debía comportarme. Tal vez para atenuar ese gesto, volvió a halagarme—: Por saber ahora cómo eres, me duele tanto haberte hecho sufrir. ¿De verdad sufriste tanto?

Yo dirigí al instante los ojos hacia la oscuridad de mi pasado para dar de nuevo con aquel dolor y murmuré:

—¡Sí!

Poco a poco recordé el violín de Guido y también que me habrían expulsado de aquel salón, si no me hubiera aferrado a Augusta, y también el salón de la casa de los Malfenti, donde en torno a la mesita Luis XIV había unos besándose, mientras los de la otra mesita miraban. De improviso recordé también a Carla, porque también con ella había estado Ada. Entonces oí la enérgica voz de Carla, diciéndome que yo pertenecía a mi mujer, es decir, a Ada. Repetí, mientras se me llenaban los ojos de lágrimas:

—¡Mucho! ¡Sí! ¡Mucho!

Ada estaba ya sollozando:

—¡Lo siento tanto, tanto!

Cobró ánimos y dijo:

—Pero ¡ahora amas a Augusta!

Un sollozo la interrumpió por un instante y yo me estremecí, por no saber si se había detenido para oírme afirmar o negar aquel amor. Por fortuna para mí, no me dio tiempo a hablar, porque continuó:

—Ahora entre nosotros hay y debe haber un auténtico afecto fraterno. Yo te necesito. Para ese muchacho, deberé ser en adelante una madre, deberé protegerlo. ¿Quieres ayudarme en mi difícil tarea?

Con su enorme emoción, casi se apoyaba en mí, como en el sueño. Pero yo me atuve a sus palabras. Me pedía un afecto fraterno; el compromiso de amor, que, según creía yo, me vinculaba a ella, se transformaba así en otro derecho suyo; sin embargo, le prometí al instante ayudar a Guido, ayudarla a ella, hacer lo que deseara. Si hubiera estado más sereno, debería haber hablado de mi incapacidad para la tarea que me asignaba, pero habría destruido toda la inolvidable emoción de aquel momento. Por lo demás, estaba tan conmovido, que no podía sentir mi incapacidad. En aquel momento pensaba que en realidad no existían incapacidades para nadie. Hasta la de Guido podía eliminarse con algunas palabras que le dieran el entusiasmo necesario.

Ada me acompañó hasta el rellano y se quedó en él, apoyada a la barandilla viéndome bajar. Así había hecho siempre Carla, pero era extraño que lo hiciera Ada, que amaba a Guido, y yo se lo agradecí tanto que, antes de pasar al segundo tramo de la escalera, volví a alzar la cabeza para verla y despedirme de ella. Así se hacía cuando se sentía amor, pero, al parecer, también cuando se trataba de amor fraterno.

Así me marché alegre. Me había acompañado hasta el rellano, y no más allá. No había dudas. Quedábamos así: yo la había amado y ahora amaba a Augusta, pero mi antiguo amor le daba derecho a mi devoción. Ella seguía amando a aquel muchacho, pero reservaba para mí un gran afecto fraterno y no sólo porque me hubiera casado con su hermana, sino para compensarme por los dolores que me había causado y que constituían un vínculo secreto entre nosotros. Todo aquello era muy agradable, de un sabor raro en esta vida. ¿No podría tanta dulzura darme una auténtica salud? En efecto, aquel día caminé sin dificultad ni dolores, me sentí magnánimo y fuerte y con una sensación de seguridad en el corazón que era nueva para mí. Olvidé haber traicionado a mi mujer, y además del modo más indecente, o bien me propuse no volver a hacerlo, lo que equivale a lo mismo, y me sentí de verdad como Ada me veía, el hombre mejor de la familia.

Cuando tamaño heroísmo se debilitó, me habría gustado avivarlo, pero entretanto Ada había marchado a Bolonia y resultaba vano cualquier esfuerzo mío para sacar un nuevo estímulo de lo que me había dicho. ¡Sí! Haría lo poco que podía por Guido, pero semejante propósito no aumentaba ni el aire en los pulmones ni la sangre en las venas. Por Ada seguí sintiendo en el corazón una nueva y grande dulzura, renovada siempre que en sus cartas a Augusta me recordaba con algunas palabras afectuosas. Le devolvía de corazón su afecto y acompañaba su cura con mis mejores votos. ¡Ojalá consiguiera recuperar toda su salud y toda su belleza!

El día siguiente, Guido vino a la oficina y al instante se puso a estudiar los asientos que quería hacer. Propuse:

—Enjuguemos la mitad de las pérdidas con la aportación de Ada a la cuenta de pérdidas y ganancias.

Eso era lo que él quería y que no servía para nada. Si yo hubiera sido el ejecutor indiferente de su voluntad, como lo había sido hasta pocos días antes, me habría limitado a hacer esos asientos y no habría pensado más en la cuestión. En cambio, sentí la necesidad de decirle todo; me parecía que al hacerle saber que no era tan fácil borrar la pérdida que habíamos sufrido, lo estimulaba a trabajar.

Le expliqué que, por lo que yo sabía, Ada había dado ese dinero para que se ingresara en su cuenta, y no sería así, si la saldábamos en parte, deduciendo la mitad de la pérdida del balance. Le expliqué también que la parte de la pérdida que él quería pasar a su cuenta pertenecía a ella, igual que la deuda entera, pero eso no era su anulación, sino, al contrario, su evidencia. Había pensado tanto en eso, que me resultaba fácil explicarle todo, y concluí:

—Suponiendo que nos encontráramos —¡no lo quiera Dios!— en las circunstancias previstas por Olivi, la pérdida resultaría evidente de nuestros libros, en cuanto los examinara un perito experimentado.

Me miraba atónito. Sabía bastante de contabilidad para entenderme, pero no lo conseguía, porque el deseo le impedía resignarse a la evidencia. Después añadí, para hacerle ver todo con claridad:

—¿Ves cómo no tenía objeto que Ada hiciera esa aportación de dinero?

Cuando, al final, comprendió, empalideció profundamente y se puso a roerse las uñas nervioso. Se quedó anonadado, pero procuró dominarse y, con su cómica actitud de jefe, dispuso que, aun así, se hicieran esos asientos y añadió:

—¡Para exonerarte de cualquier responsabilidad estoy dispuesto a escribir yo en los libros e incluso a firmar!

¡Comprendí! Quería seguir soñando donde no hay lugar para los sueños: ¡la contabilidad por partida doble!

Recordé lo que me había prometido a mí mismo en la cuesta de via Belvedere, y después a Ada, en el cuartito oscuro de su casa y hablé con generosidad:

—Voy a hacer al instante los asientos que deseas: no siento la necesidad de verme defendido por tu firma. ¡Estoy aquí para ayudarte, no para ponerte obstáculos!

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