Read La conciencia de Zeno Online
Authors: Italo Svevo
Fui a la oficina para no tener el remordimiento de haber mentido una vez más. No tenía nada que hacer allí. Desde la mañana caía una llovizna continua que había refrescado mucho el aire de aquella primavera vacilante. En dos pasos me encontraría en casa, mientras que para ir a la oficina tenía que recorrer una calle mucho más larga, lo que era bastante fastidioso. Pero me parecía que debía cumplir una promesa.
Poco después llegó Guido. Alejó de la oficina a Luciano para quedarse a solas conmigo. Tenía el aspecto alterado que lo ayudaba en sus luchas con su mujer y que yo conocía tan bien. Debía de haber llorado y gritado.
Me preguntó qué me parecían los proyectos de su mujer y de nuestra suegra, que, según sabía, me habían comunicado. Vacilé. No quería decir mi opinión, que no coincidía con la de las dos mujeres y sabía que si adoptaba la suya, provocaría nuevas escenas por parte de Guido. Además, me desagradaba sobremanera que pareciese vacilar a la hora de ayudarlo y, por último, Ada y yo habíamos quedado de acuerdo en que la decisión debía proceder de Guido y no de mí. Le dije que necesitaba calcular, ver, escuchar a otras personas. Yo no era un hombre de negocios tan experto como para poder dar un consejo en cuestión tan importante. Y, para ganar tiempo, le pregunté si quería que consultara a Olivi.
Eso bastó para hacerle gritar:
—¡Qué imbécil! —gritó—. Te lo ruego: no lo mezcles en esto.
No estaba dispuesto en absoluto a acalorarme defendiendo a Olivi, pero mi calma no bastó para tranquilizar a Guido. Estábamos en situación idéntica a la del día anterior, pero ahora era él quien gritaba y a mí me correspondía callar. Es una cuestión de disposición. Yo estaba tan cohibido, que no podía ni moverme.
Pero él se empeñó en que dijera mi opinión. Por inspiración divina, creo yo, hablé muy bien, tan bien, que, si mis palabras hubieran surtido algún efecto, la catástrofe que sobrevino después, se habría evitado. Le dije que, por lo pronto, yo separaría las dos cuestiones: la de la liquidación del día quince y la de fines de mes. En conjunto, el quince no había que pagar una cantidad demasiado elevada y entretanto había que inducir a las mujeres a soportar esa pérdida relativamente ligera. Después tendríamos el tiempo necesario para encargarnos de la otra liquidación.
Guido me interrumpió para preguntarme:
—Ada me ha dicho que tú ya tienes preparado el dinero en el bolsillo. ¿Lo tienes aquí?
Enrojecí. Al instante encontré otra mentira, que me salvó:
—En vista de que en tu casa no aceptaban ese dinero, hace poco lo he depositado en el banco. Pero podemos sacarlo, cuando queramos, mañana mismo incluso.
Entonces me reprochó haber cambiado de opinión. Pero ¡si yo mismo había declarado el día anterior que no quería esperar a la otra declaración para poner todo en regla! Y entonces tuvo un estallido de ira violenta, que acabó arrojándolo sin fuerzas sobre el sofá. Iba a echar de la oficina a Nilini y a los demás agentes que lo habían arrastrado al juego. ¡Oh! Desde luego, al jugar había vislumbrado la posibilidad de la ruina, pero nunca el sometimiento a mujeres que no entendían nada de nada.
Fui a estrecharle la mano y, si me lo hubiera permitido, lo habría abrazado. Lo único que deseaba yo era verlo adoptar esa decisión: ¡dejar el juego y entregarse al trabajo!
Eso sería nuestro porvenir y su independencia. Ahora se trataba de pasar aquel período breve, pero después todo sería fácil y simple.
Abatido, pero más sereno, poco después me dejó. También él, pese a su debilidad, se sentía invadido por una firme decisión.
—¡Vuelvo con Ada! —murmuró y sonrió con amargura, pero con seguridad.
Lo acompañé hasta la puerta y lo habría acompañado hasta su casa, si no hubiera tenido el coche esperándolo a la puerta.
La Némesis perseguía a Guido. Media hora después de que me hubiera dejado, pensé que sería prudente por mi parte dirigirme a su casa para ayudarlo. No es que sospechara que le amenazaba un peligro, pero ahora yo estaba enteramente de su parte y podría contribuir a convencer a Ada y a la señora Malfenti para que lo ayudaran. La quiebra en la Bolsa no era algo que me gustara y, en conjunto, la pérdida repartida entre nosotros cuatro no era insignificante, pero no representaba la ruina para ninguno de nosotros.
Después recordé que mi mayor deber ahora no era ayudar a Guido, sino tener preparado el día siguiente la cantidad que le había prometido. Fui en seguida a buscar a Olivi y me preparé para una nueva lucha. Había ideado un sistema para reembolsar a mi empresa la elevada cantidad en varios años, pero ingresando al cabo de pocos meses todo lo que quedaba de la herencia de mi madre. Sabía que Olivi no pondría dificultades, porque hasta entonces yo no le había pedido nunca más de lo que me correspondiera por beneficios e intereses y, además, podía prometerle no molestarlo nunca más con semejantes peticiones. Era evidente que hasta podía esperar que Guido me devolviera al menos parte de aquella cantidad.
Aquella noche no pude encontrar a Olivi. Acababa de salir de la oficina, cuando yo llegué. Suponían que se habría dirigido a la Bolsa. No lo encontré tampoco allí y entonces me dirigí a su casa, donde me dijeron que se encontraba en una sesión de una asociación económica en la que ocupaba un puesto honorífico. Podría haber ido a buscarlo allí, pero ya se había hecho de noche y caía sin parar una lluvia abundante que convertía las calles en arroyos.
Fue un diluvio que duró toda la noche y que se recordó durante muchos años. La lluvia caía muy tranquila y perpendicular, siempre con la misma abundancia. De las alturas que circundan la ciudad bajó el fango que, asociado a los desechos de nuestra vida ciudadana, obstruyó nuestros escasos sumideros. Cuando me decidí a regresar a casa, tras haber esperado en vano en un refugio a que la lluvia cesase, y cuando comprendí claramente que el tiempo estaba metido en lluvia y que era inútil esperar un cambio, el agua cubría incluso las aceras. Corrí a casa renegando y empapado hasta los huesos. Renegaba también porque había perdido tanto tiempo buscando a Olivi. Puede que mi tiempo no sea tan precioso, pero lo que es seguro es que sufro horriblemente cuando compruebo que he trabajado en vano. Y mientras corría pensaba: «Dejemos todo para mañana, cuando haga buen tiempo y no llueva. Mañana iré a ver a Olivi y a Guido. Puede que me levante temprano, pero hará buen tiempo y no lloverá». Estaba tan convencido de la exactitud de mi decisión, que dije a Augusta que habíamos convenido todos en dejar la decisión para el día siguiente. Me cambié, me sequé y, con los pies enfundados en las cómodas y calientes zapatillas, cené y después me acosté para dormir profundamente hasta la mañana, mientras la lluvia golpeaba con fuerza los cristales de mi ventana.
Por eso tardé en enterarme de los acontecimientos de la noche. Primero supimos que la lluvia había acabado provocando inundaciones en varias zonas de la ciudad y después que Guido había muerto.
Mucho después me enteré de cómo había podido suceder una cosa así. Hacia las once de la noche, cuando la señora Malfenti se hubo marchado, Guido advirtió a su mujer que había ingerido una gran cantidad de veronal. Quiso convencerla de que estaba condenado. La abrazó, la besó, le pidió perdón por haberla hecho sufrir. Después, antes de que sus palabras se convirtieran en un balbuceo, le aseguró que había sido el único amor de su vida. Ella no creyó en ese momento esa afirmación ni que hubiese ingerido tanto veneno como para morir. No creyó siquiera que hubiese perdido el sentido, sino que se imaginó fingía para sacarle dinero de nuevo.
Después, transcurrida casi una hora, al ver que seguía durmiendo profundamente, fue presa del terror y envió una nota a un médico que no vivía lejos de su casa. En la nota escribió que su marido necesitaba ayuda urgente por haber ingerido gran cantidad de veronal.
Hasta ese momento no había habido en aquella casa emoción alguna que hubiera podido anunciar a la criada, una anciana que estaba en la casa desde hacía poco, la gravedad de su misión.
La lluvia hizo el resto. La criada se encontró con el agua hasta las pantorrillas y perdió la nota. No lo advirtió hasta encontrarse delante del doctor. Pero supo decirle que era urgente y lo indujo a seguirla.
El doctor Mali era un hombre de unos cincuenta años, nada genial, pero médico práctico que siempre había cumplido con su deber como mejor había podido. No tenía una gran clientela propia, pero, en cambio, tenía mucho trabajo por cuenta de una sociedad con muchos miembros, que lo retribuía con parquedad. Hacía poco que había vuelto a casa y había logrado por fin entrar en calor y secarse junto al fuego. Es fácil imaginar con qué ánimo abandonaría su calentito rincón. Cuando yo me puse a investigar mejor las causas de la muerte de mi pobre amigo, me preocupé también de conocer al doctor Mali. Por él supe sólo esto: cuando salió a la calle y se sintió empapado por la lluvia a través del paraguas, se arrepintió de haber estudiado medicina en lugar de agricultura, recordando que el campesino, cuando llueve, se queda en casa.
Al llegar junto a la cama de Guido, encontró a Ada muy tranquila. Ahora que tenía a su lado al doctor, recordaba mejor la mala pasada que le había jugado Guido meses antes simulando un suicidio. Ya no le correspondía a ella asumir una responsabilidad, sino al doctor, quien debía ser informado de todo, incluso de las razones que debían hacer creer en una simulación de suicidio. Y esas razones el doctor las supo todas mientras prestaba oído a las olas que barrían la calle. Como no le habían avisado de que lo llamaban para curar un caso de envenenamiento, no llevaba ninguno de los instrumentos necesarios para la cura. Lo deploró balbuciendo palabras que Ada no entendió. Lo peor era que, para poder emprender un lavado de estómago, no iba a poder enviar a nadie a recoger las cosas necesarias, sino que debería ir a cogerlas él en persona atravesando dos veces la calle. Tomó el pulso a Guido y lo encontró magnífico. Preguntó a Ada si Guido había tenido siempre un sueño muy profundo. Ada respondió que sí, pero no hasta ese punto. El doctor examinó los ojos de Guido: ¡reaccionaban rápido ante la luz! Se fue recomendando que le dieran de vez en cuando cucharadas de café muy fuerte.
Supe también que, al llegar a la calle, murmuró con rabia:
—¡No debería estar permitido simular un suicidio con este tiempo!
Y, cuando lo conocí, no me atreví a hacerle un reproche por su negligencia, pero él adivinó y se defendió: me dijo que se quedó asombrado al enterarse por la mañana de que Guido había muerto, hasta el punto de que sospechó que se había despertado y había tomado más veronal. Después añadió que los profanos en cuestiones médicas no podían imaginar cómo en el ejercicio de su profesión el doctor se veía obligado a defender su vida contra los clientes que atentaban contra ella por pensar sólo en la suya.
Algo más de una hora después, Ada se cansó de meter a Guido la cuchara entre los dientes y viendo que cada vez sorbía menos y que el resto bañaba la almohada, se espantó de nuevo y rogó a la criada que fuera a casa del doctor Paoli. Esa vez la criada no perdió la nota. Pero tardó más de una hora en llegar a la casa del médico. Es natural que cuando llueve tanto se sienta de vez en cuando la necesidad de detenerse bajo un soportal. Una lluvia así no sólo baña, sino que, además, azota.
El doctor Paoli no estaba en casa. Poco antes lo había llamado un cliente y se había ido diciendo que esperaba volver pronto. Pero después parece ser que prefirió esperar en casa del cliente a que la lluvia cesara. Su criada, una persona excelente y ya mayor, hizo sentar a la criada de Ada junto al fuego y procuró hacerla entrar en calor.
El doctor no había dejado la dirección de su cliente y así las dos mujeres pasaron juntas varías horas junto al fuego. El doctor no regresó hasta que cesó la lluvia. Cuando después llegó a casa de Ada con todos los instrumentos que ya había experimentado otra vez con Guido, amanecía. Ante aquella cama sólo le cupo una misión: ocultar a Ada que Guido ya estaba muerto y mandar llamar a la señora Malfenti antes de que Ada lo advirtiera, para que la asistiese en sus primeros momentos de dolor. Por eso la noticia nos llegó muy tarde e imprecisa.
Al levantarme de la cama, tuve por última vez un arranque de ira contra el pobre Guido: ¡complicaba todas las desgracias con sus comedias! Salí sin Augusta, que no podía separarse de los niños. Fuera, me asaltó una duda. ¿No podría esperar a que abrieran los bancos y Olivi estuviese en su oficina para aparecer delante de Guido con el dinero que había prometido? ¡Eso da idea de lo poco que creía en la noticia de la gravedad del estado de Guido, pese a que me la habían anunciado!
La verdad me la reveló el doctor Paoli, con quien me tropecé por la escalera. Me sobresaltó tanto, que estuve a punto de caer. Desde que trabajaba con él, Guido se había convertido para mí en un personaje de gran importancia. Mientras vivió, lo vi con una luz que formaba parte de mi vida diaria. Al morir, esa luz se modificaba como si de improviso hubiera pasado por un prisma. Precisamente eso era lo que me deslumbraba. Se había equivocado, pero al instante comprendí que, tras su muerte, no quedaba nada de sus errores. En mi opinión, el bufón que en un cementerio cubierto de epitafios laudatorios preguntó dónde se enterraba en aquel país a los pecadores era un imbécil. Los muertos no han sido nunca pecadores. ¡Ahora Guido era puro! La muerte lo había purificado.
El doctor estaba conmovido por haber presenciado el dolor de Ada. Me dijo algo sobre la horrible noche que ésta había pasado. Ahora habían conseguido hacerle creer que la cantidad de veneno ingerida por Guido había sido tal, que ningún socorro habría servido. ¡Pobrecilla si hubiera sabido la verdad!
—En cambio —añadió el doctor desconsolado—, si yo hubiera llegado unas horas antes lo habría salvado. He encontrado las ampollas vacías del veneno.
Las examiné. Una dosis fuerte, pero poco más que la otra vez. Me enseñó algunas ampollas en las que estaba escrito: «Veronal». Así, pues, veronal al sodio, no. Ahora yo podía estar seguro más que nadie de que Guido no había querido morir. Sin embargo, no se lo dije a nadie.
Paoli me dejó, tras haberme dicho que por el momento no intentara ver a Ada. Le había administrado calmantes fuertes y no dudaba que pronto harían efecto.
En el pasillo oí su llanto apagado, procedente del cuartito donde Ada me había recibido dos veces. Eran palabras sueltas, que yo no entendía. Repitió varias veces la palabra
él
e imaginé lo que decía. Estaba reconstruyendo su relación con el pobre muerto. No debía parecerse en absoluto a la que había tenido con el vivo. Para mí era evidente que con su marido vivo se había equivocado. Él moría por un delito cometido por todos juntos, porque él había jugado a la Bolsa con el consenso de todos. A la hora de pagar lo habían dejado solo. Y él se había apresurado a pagar. Yo, que no tenía nada que ver, la verdad, había sido el único de los parientes que había sentido el deber de socorrerlo.