La conciencia de Zeno (44 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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Yo no dije nada. Pensé también que no me estaba permitido darle consejos, porque, de lo contrario, acabaría sucediendo lo que no deseaba en absoluto: erigirme en juez entre dos cónyuges. Por lo demás, en aquel momento estaba tan lleno de buenos propósitos, que me parecía que Ada habría hecho un buen negocio participando en una empresa dirigida por nosotros.

Acompañé a Guido hasta la puerta de su casa y le estreché la mano largo rato para renovar en silencio el propósito de quererlo. Luego procuré decirle algo amable y acabé encontrando esta frase:

—Que tus gemelos tengan buena noche y te dejen dormir, porque, desde luego, necesitas descansar.

Al marcharme, me mordí los labios por no haber encontrado nada mejor. Pero ¡si sabía que, ahora que tenían cada uno su nodriza, los gemelos dormían a medio kilómetro de él y no habrían podido quitarle el sueño! En cualquier caso, él había comprendido la intención del augurio, porque la había aceptado agradecido.

Al llegar a casa, me encontré con que Augusta se había retirado a la alcoba con los niños. Alfio estaba pegado a su pecho, mientras que Antonia dormía en su camita volviéndonos la nuca rizada. Tuve que explicar la razón de mi retraso y, por eso, le conté el medio ideado por Guido para liberarse de su pasivo. A Augusta la propuesta de Guido le pareció indigna:

—Si yo fuera Ada, me negaría —exclamó con violencia, aunque en voz baja, para no despertar al niño.

Animado por mis propósitos de bondad, objeté:

—Entonces, si yo me encontrara en las mismas dificultades que Guido, ¿tú no me ayudarías?

Se echó a reír:

—¡Eso es muy distinto! ¡Entre los dos veríamos lo que fuera más ventajoso para ellos! —y señaló al niño que tenía en brazos y a Antonia. Después, tras un momento de reflexión, continuó—: Y si ahora nosotros aconsejásemos a Ada entregar su dinero para continuar con ese negocio del que en breve tú dejarás de formar parte, ¿no estaríamos obligados después a indemnizarla, si llegara a perderlo?

Era una idea de ignorante, pero, con mi nuevo altruismo, exclamé:

—¿Y por qué no?

—Pero ¿no ves que tenemos dos niños en los que debemos pensar?

¡Vaya si los veía! La pregunta era retórica y, en verdad, carente de sentido.

—¿Es que no tienen también ellos dos niños? —pregunté con aire triunfal.

Ella se echó a reír clamorosamente, con lo que asustó a Alfio, que dejó de mamar para ponerse a llorar. Augusta se ocupó de él, pero sin dejar de reír, y yo acepté su risa como si me la hubiera ganado con mi ingenio, mientras que, en realidad, en el momento en que le había hecho esa pregunta había sentido en mi interior un gran amor por todos los padres de todos los niños y por los hijos de todos los padres. Tras haberme reído, no quedó nada de ese afecto.

Pero incluso hasta el dolor por saber que no era esencialmente bueno se mitigó. Me parecía haber resuelto el angustioso problema. No éramos ni buenos ni malos como no éramos tantas otras cosas. La bondad era la luz que en ciertos momentos iluminaba con sus destellos el oscuro espíritu humano. Hacía falta una antorcha encendida para dar la luz (en mi espíritu la había habido y no dejaría de volver) y el ser pensante con esa luz podía escoger la dirección para moverse en la oscuridad. Por eso, podíamos mostrarnos buenos, muy buenos, siempre buenos, y eso era lo importante. Cuando hubiera vuelto la luz, no sorprendería ni cegaría. Yo soplaría para apagarla, ya que no la necesitaría. Porque habría sabido conservar el propósito, es decir, la dirección.

El propósito de bondad es plácido y práctico y ahora me encontraba tranquilo y sereno. ¡Qué curioso! El acceso de bondad me había hecho exceder en la valoración de mí mismo y de mi poder. ¿Qué podía yo hacer por Guido? Era cierto que en su oficina yo destacaba sobre los demás tanto como en mi oficina Olivi estaba por encima de mí. Pero eso no probaba gran cosa. Y para ser práctico: ¿qué aconsejaría a Guido el día siguiente? ¿Tal vez una de mis inspiraciones? Pero ¡si ni siquiera en la mesa de juego se seguían las inspiraciones, cuando se jugaba con el dinero ajeno! Para dar vida a una casa comercial hay que crear un trabajo diario y a eso se puede llegar trabajando en todo momento en torno a una organización. No era yo quien podía hacer algo semejante ni me parecía justo someterme a fuerza de bondad a la condena del aburrimiento de por vida.

Sin embargo, sentía la impresión que me había hecho mi arranque de bondad como un compromiso que hubiera aceptado para con Guido, y no podía dormirme. Suspiré varias veces profundamente y una vez hasta gemí, sin duda en el momento en que me parecía verme obligado a atarme a la oficina de Guido como lo estaba Olivi a la mía.

En duermevela, Augusta murmuró:

—¿Qué te pasa? ¿Has discutido de nuevo con Olivi?

¡Ésa era la idea que buscaba! ¡Aconsejaría a Guido que tomara de director al joven Olivi! Evidentemente, ese joven tan serio y tan trabajador y que yo veía con tan malos ojos en mis asuntos porque parecía prepararse para suceder a su padre en su dirección a fin de tenerme definitivamente apartado de ellos, debía estar, para bien de todos, en la oficina de Guido. Ofreciéndole una posición en su casa, Guido se salvaría y el joven Olivi sería más útil en esa oficina que en la mía.

La idea me exaltó y desperté a Augusta para comunicársela. También a ella la entusiasmó tanto, que se despertó del todo. Le parecía que así yo podría abandonar con mayor facilidad los comprometedores negocios de Guido. Me quedé dormido con la conciencia tranquila. Había encontrado el modo de salvar a Guido sin condenarme; muy al contrario.

No hay nada más desagradable que ver rechazado un consejo que se ha estudiado con sinceridad y que ha costado incluso horas de sueño. A mí me había costado, además, otro esfuerzo: el de abandonar la ilusión de poder ser útil yo mismo a los negocios de Guido. Un esfuerzo gigantesco. Primero había llegado a tener una auténtica bondad y después una absoluta objetividad, ¡y me mandaban a freír espárragos!

Guido rechazó mi consejo con desdén incluso. No consideraba capaz al joven Olivi y, además, le desagradaba su aspecto de joven viejo y más aún le desagradaban sus gafas tan brillantes en su pálido rostro. Los argumentos parecían elegidos para hacerme creer que sólo había un motivo: el deseo de hacerme rabiar. Acabó diciéndome que aceptaría para director de su oficina no al joven sino al viejo Olivi. Pero a mí no me parecía que pudiera proporcionarle la colaboración de éste, y, además, no me consideraba preparado para asumir de un día para otro la dirección de mis negocios. Cometí el error de discutir y le dije que Olivi no valía demasiado. Le conté la cantidad de dinero que me había costado su obstinación de no querer comprar a tiempo aquellos frutos secos. —Bueno —exclamó Guido—, pues, si el viejo vale tan poco, ¿qué valor podrá tener el joven, que río es sino un discípulo suyo?

Ése sí que era un buen argumento, y tanto más desagradable para mí cuanto que lo había aportado yo con mi cháchara imprudente.

Pocos días después, Augusta me contó que Guido había propuesto a Ada soportar con su dinero la mitad de la pérdida del balance. Ada se negaba y decía a Augusta:

—¡Me traiciona y, encima, quiere mi dinero!

Augusta no había tenido valor para aconsejarle que se lo diera, pero aseguraba que había hecho lo posible para hacer cambiar de opinión a Ada sobre la fidelidad de su marido. Por la respuesta de Ada, había comprendido que ésta sabía más de lo que creíamos. Y Augusta razonaba conmigo así:

—Por el marido hay que saber soportar cualquier sacrificio. Pero ¿era valido ese axioma también para el caso de Guido?

Los días siguientes el comportamiento de Guido llegó a ser extraordinario de verdad. Venía a la oficina de vez en cuando y nunca se quedaba en ella más de media hora. Se marchaba corriendo como quien ha olvidado el pañuelo en casa. Más adelante supe que iba a presentar nuevos argumentos a Ada, que le parecían decisivos para inducirla a hacer lo que él quería. Realmente, tenía el aspecto de una persona que ha llorado o gritado mucho o que incluso se ha peleado y ni siquiera delante de nosotros conseguía dominar la emoción que le contraía la garganta y le hacía venir las lágrimas a los ojos. Le pregunté qué le pasaba. Me respondió con una sonrisa triste pero amistosa para demostrarme que no tenía nada contra mí. Después se concentró para poder hablarme sin demasiada agitación. Por último, dijo pocas palabras: Ada lo hacía sufrir con sus celos.

Así, pues, me contaba que discutían sus historias íntimas, cuando, en realidad, yo sabía que entre ellos existía además aquella historia de la cuenta de pérdidas y ganancias.

Pero parecía que eso no tuviera importancia. Me lo decía él y se lo decía también Ada a Augusta, pues no le hablaba de otra cosa que de los celos. También la violencia de esas discusiones, que dejaban huellas tan profundas en la cara de Guido, hacía creer que decían la verdad.

En cambio, después resultó que entre los dos cónyuges no hablaban sino de la cuestión del dinero. Ada, por soberbia y pese a dejarse llevar por sus dolores pasionales, no los había sacado a relucir nunca, y Guido, tal vez por conciencia de su culpa y pese a sentir que en Ada hacía estragos la ira femenina, siguió discutiendo de los negocios, como si el resto no existiera. Se afanó cada vez más corriendo tras ese dinero, mientras que ella, a la que preocupaban poco los negocios en realidad, protestaba contra la propuesta de Guido con un solo argumento: el dinero debía ser para los niños. Y cuando él encontraba otros argumentos —su paz, los beneficios que habrían resultado para los propios niños de su trabajo, la seguridad de encontrarse en regla con las prescripciones de la ley— ella los liquidaba con un «No». Eso exasperaba a Guido y —como entre niños— también su deseo. Pero los dos —cuando se lo contaban a otras personas— creían haber estado discutiendo por amor y celos.

Fue una especie de malentendido que me impidió intervenir a tiempo para acabar con la desagradable cuestión del dinero. Yo podía demostrar a Guido que carecía de importancia. Como contable, soy un poco lento y no comprendo las cosas hasta haberlas distribuido en los libros, pero me parece que no tardé en comprender que la entrega de dinero que Guido exigía a Ada no cambiaría demasiado las cosas. En efecto, ¿de qué servía recibir una entrega de dinero? No por ello parecía menor la pérdida, a menos que Ada aceptara desperdiciar ese dinero en la contabilidad, cosa que Guido no pedía. La ley no se habría dejado engañar en absoluto al descubrir que, después de haber perdido tanto, se pretendía arriesgar un poco más atrayendo hasta la empresa a nuevos capitalistas.

Una mañana Guido no se presentó a la oficina, lo que nos sorprendió porque sabíamos que la noche anterior no había ido de caza. A la hora de comer me enteré por Augusta, conmovida y agitada, que la noche anterior Guido había atentado contra su propia vida. Ahora estaba fuera de peligro. Debo confesar que la noticia, que a Augusta le parecía trágica, a mí me dio rabia.

¡Había recurrido a ese medio drástico para vencer la resistencia de su mujer! También me enteré en seguida de que lo había hecho con todas las precauciones, porque antes de tomar la morfina se había mostrado con el frasco destapado en la mano. Así, en cuanto cayó en el sopor, Ada llamó al médico y al instante estuvo fuera de peligro. Ada había pasado una noche horrible, porque el doctor se creyó en el deber de expresar sus reservas sobre las consecuencias del envenenamiento, y después su agitación se vio prolongada por Guido, que, cuando volvió en sí, tal vez no del todo consciente aún, la colmó de reproches llamándola su enemiga, su perseguidora, la que le impedía ejercer el sano trabajo al que quería dedicarse.

Ada le concedió al instante el préstamo que pedía pero después, con intención de defenderse, habló claro, por fin, y le hizo todos los reproches que había callado tanto tiempo. Así llegaron a entenderse porque él consiguió —así creía Augusta— disipar cualquier sospecha de Ada sobre su fidelidad. Se mostró enérgico y cuando ella le habló de Carmen, él gritó:

—¿Estás celosa de ella? Pues bien, si quieres, la despido hoy mismo.

Ada no había contestado nada, creyendo haber aceptado así la propuesta y que él se había comprometido.

Me asombró que Guido hubiera sabido comportarse así en duermevela y llegué a creer incluso que no había tomado siquiera la pequeña dosis de morfina que decía. Me parecía que uno de los efectos del ofuscamiento del cerebro por el sueño era el de ablandar el ánimo más endurecido induciéndolo a las confesiones más ingenuas. ¿Acaso no había tenido yo una experiencia reciente en ese sentido? Eso aumentó mi desdén y mi desprecio hacia Guido.

Augusta lloraba al contar el estado en que había encontrado a Ada. ¡No! Ada no estaba más bella con aquellos ojos que parecían abiertos de terror.

Entre mi mujer y yo hubo una larga discusión sobre si debía yo hacer en seguida una visita a Guido y Ada o si no sería mejor fingir no saber nada y esperar a volver a verlo en la oficina. A mí esa visita me parecía un fastidio insoportable. ¿Cómo iba a poder no decirle, al verlo, lo que pensaba? Decía:

—¡Es una acción indigna para un hombre! Yo no tengo ningún deseo de matarme, pero ¡no hay duda de que si decidiese hacerlo lo lograría al instante!

Eso era lo que sentía y quería decírselo a Augusta. Pero me parecía hacer demasiado honor a Guido comparándolo conmigo:

—No es necesario ser químico para saber destruir este organismo nuestro, que es hasta demasiado sensible. ¿Acaso no hay casi cada semana en nuestra ciudad una modistilla que ingiera una solución de fósforo preparada en secreto en su pobre cuartito, y ese veneno rudimentario, a pesar de la intervención médica, le produce la muerte con la carita aún contraída por el dolor físico y el moral que sufrió su almita inocente?

Augusta no admitía que el alma de la modistilla suicida fuera tan inocente, pero, tras una débil protesta, volvió a intentar convencerme de que hiciese esa visita. Me contó que no debía temer encontrarme violento. Ella había hablado con Guido, quien había conversado con ella con tanta serenidad como si hubiese realizado la acción más corriente.

Salí de casa sin dar a Augusta la satisfacción de mostrarme convencido de sus razones. Tras una ligera vacilación, me dispuse a complacer a mi mujer. Aunque el recorrida era breve, el ritmo de mis pasos me llevó a mitigar mi juicio sobre Guido. Recordé la dirección señalada por la luz que pocos días antes había iluminado mi espíritu. Guido era un muchacho, un muchacho a quien había prometido mi indulgencia. Si no acababa matándose, tarde o temprano llegaría también él a la madurez.

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